Graco Babeuf a Fouché de Nantes

¿QUE HACER?

 


Escrito: Diciembre 1794.
Publicado por primera vez: Le Tribun du Peuple, No. 36 (20 frimaire [10 de diciembre], an IV  [1794]).
Fuente de esta edicion: El texto que sigue procede del libro “El tribuno del pueblo”, editado por Ediciones Roca, S.A, 1975, actualmente agotado
Fuente digital de la version al español: Omegalfa.es
Traduccion: Versión al español de Victoria Pujolar.
HTML: Rodrigo Cisterna, febrero de 2015


 

¿En dónde nos encontramos?

Tal pregunta es soberana, constantemente importante. Debiera ser planteada siempre y contestada, al comienzo de toda arenga revo- lucionaria. Porque un escritor es el plan de marcha y de táctica, el itinerario perpetuo de cuantos forman el partido revolucionario. Ahora bien, cuando es todo el pueblo quien quiere la revolución siguiendo a un Tribuno que tiene su confianza, el deber de este Tribuno, es decir siempre a todo el pueblo, en dónde está, lo que está hecho, lo que queda por hacer, dónde hay que ir y cómo, y por qué.

Comencemos hoy a observar esta regla de conducta. Primero:

¿Qué es lo que hemos hecho ya?

En nuestros dos números precedentes, hemos trazado el cuadro desgarrador de los males físicos del pueblo; de ello hemos busca- do las causas. También hemos buscado las causas de su desmora- lización, osando romper el velo sobre el espantoso 9 Termidor, y abriendo la carrera de rehabilitación de los héroes de la democra- cia, víctimas del crimen.

Igualmente con mano osada, hemos atacado el talismán impuro, en favor del cual los usurpadores de la soberanía nacional, en vano, han tratado de exigirnos un respeto, que no logran obtener siquiera de la pequeña minoría corrompida que ha ofrecido el simulacro de su sanción.

Hemos derribado las indignas barreras alzadas ante la verdad, con respecto a los homenajes contra los cuales la tiranía jamás ha po- dido prescribir el silencio de los siglos; con respecto a los home- najes, decimos nosotros, que merecerá eternamente el pacto so- cial democrático, que veinticuatro millones de hombres virtuosos y amantes de la justicia, libremente y unánimemente, han jurado defender; [Acta de la Convención, del 9 de agosto del 93 del año II de la Igualdad: Gossuin, en nombre de la Comisión encargada de recoger las actas de las asambleas primarias, anuncia a la Convención que las 44 mil comunas han aceptado el Acta constitucional: únicamente la comuna de San-Tonent (departamento de Cotes-du-Nord) ha pedido por rey el hijo de Luis Capeto.] la verdad por la cual han vertido su sangre; y que no ha cesado de ser objeto de su íntimo culto, durante todo el tiem- po de la inquisición, la persecución y el terrorismo termidoriano. Hemos demostrado claramente la falsedad de las ilusiones me- diante las cuales la astuta malevolencia quisiera hacer creer al pueblo, que la mayor de las felicidades posibles no puede encon- trarse más que en el régimen monárquico, o en el del patriciado y la aristocracia.

Nosotros hemos probado que la felicidad perfecta, es decir, la felicidad general, no puede encontrarse más que en la ejecución del sistema, rigurosamente perfeccionado, del gobierno popular. Hemos dado ideas, a la vez sorprendentes, audaces y nuevas, sobre la forma de la felicidad común, finalidad de la sociedad. Hemos discutido, con bastante extensión y siempre con el mismo coraje, sobre los grandes y extraordinarios medios, sobre la mejor vía a seguir para llegar a este término.

¿Cuáles son los resultados actuales de estos primeros intrépidos pasos? Los examinaremos.

Primero, un desenfreno universal se ha manifestado contra noso- tros. Se levanta una facción que considera de suma importancia desacreditarme. Todos los partidos a la vez se fundan sobre nues- tros principios, y como no pueden atacar su incontestabilidad los menos injustos se atrincheran en la afirmación de que el momento no es oportuno para proclamarlos. Los enemigos del pueblo, de distintos matices, se ponen de acuerdo para invectivarnos sin refu- tamos. Hasta los más próximos a nosotros gritan que todo lo per- demos por nuestra inconsecuencia ...

Pero, he aquí que damos pronta respuesta a estos cien y un cla- mores, y en primer lugar, nuestros hermanos parece que no los encuentran tan irrazonables; los más exaltados se calman: se co- mienza a convenir en que quizá nuestra forma de combatir no sea la peor. En fin, pronto se muestran partidarios y propagadores de nuestra doctrina. Las magníficas palabras, igualdad auténtica, feli- cidad para todos, felicidad común, se ponen de moda, y se inscri- ben a la orden del día de los Plebeyos. Otros periódicos, otros escritos las adoptan, y con ellos los otros principios derivados de aquéllos. Ya no somos la voz que grita en el desierto. Tan sólo quedan quienes ladran por la monarquía y el patriciado, cuyos vértigos no podemos calmar, pero de ellos no nos preocupamos demasiado. Ya que, ... loco está de la cabeza, quien pretende contentar a todo el mundo y a su padre.

Nuestra moral fructifica; ya se repiten nuestras expresiones sacra- mentales por todas las bocas y se encuentran en la punta de di- versas plumas. Esto nos basta. No deseamos otra cosa que ver perfeccionar y generalizar estas disposiciones. Porque no pode- mos disimular que todavía son demasiado parciales. ¡Pero que tiemble el despotismo, y que la liga de los vengadores de la igualdad se anime al conocer que ya la chispa brilla y promete inflamar de nuevo este foco de independencia y de justicia popu- lares que se extiende sobre 86 bellos departamentos! ¡Que los tiranos sepan que es más fácil moralizar de nuevo al pueblo que desmoralizarle! porque es fácil convencerle de que únicamente en la buena moral reside la felicidad de la masa, y que, en la inmora- lidad se encuentra infaliblemente su desgracia. ¡Que los opresores tiemblen, hemos dicho, y que los defensores de los derechos del pueblo se agrupen y se animen,... al saber que ya el Norte y el Mediodía han escuchado el nuevo grito de libertad de los más virtuosos ecos del Centro, y que han prometido responder! ¡Que los brazos del coraje han prometido lo mismo, y se aprestan para la hora en que se tocará a rebato para nuestra liberación, a hacer corresponder sus movimientos generales contra los más criminales atentados que el género humano ha tenido que castigar! ¡Voso- tros, a quienes hay que sacudir con el espanto que desgraciada- mente vuestros crímenes han legitimado! ¡y vosotros, en quienes conviene resucitar la energía que jamás debierais haber perdido! que este doble efecto sea producido sobre las almas de cada uno de vosotros por la exposición siguiente: ¡Igualdad, virtud, libertad, viva la República democrática del porvenir!

He aquí lo que me escribe un alto oficial de uno de nuestros ejér- citos meridionales: "Golpea fuerte, no temas nada. La República cuenta contigo. Trabaja sin descanso para preparar la felicidad del pueblo".

He aquí, lo que añade este primer soldado, que me parece ple- namente digno de mandar a plebeyos. ¿Se me creerá que tengo la suficiente confianza en mi tacto para juzgar a los hombres, para que estas pocas palabras citadas me sean muy significativas, y me basten para concebir inmensas esperanzas?

Estas se refuerzan a través de mis relaciones con las comarcas septentrionales. Fue de allí de donde salió siempre lo que vale quizá más que la impetuosidad bulliciosa, pero demasiado a me- nudo inconsiderada, irreflexiva y pasajera del Mediodía. De allí de donde salió el genio que razona antes de actuar, que sabe ver el conjunto y las partes de un plan, que se propone una finalidad y un término de revolución, y que se empeña firmemente en la ejecución de lo que se ha propuesto. He aquí lo que me llega de la región del Pas-de-Calais:

"Nuestros sans-culottes esperan y desean, con la más viva impa- ciencia, que los hombres del 10 de agosto y del 31 de mayo, que forman la vanguardia del ejército plebeyo, se hayan puesto en movimiento impetuosamente contra los tiranos hambreadores y asesinos del pueblo; a fin de actuar concertados, y de ejercer, también en su distrito, el más santo de los deberes republicanos. Tú no puedes creer con qué interés cuentan los días, las horas y los minutos en espera de este momento redentor. Están a la altura de las ideas, de los principios de absoluto plebeyismo. Saben to- dos de memoria la famosa verdad enunciada en el informe del 22 Floreal del año 2: No olvidemos nunca que el ciudadano de una República no puede dar un paso sin andar sobre su terreno, sobre su propiedad".

Tal es la muestra del espíritu público departamental. Podríamos hacer mil citas, sobre otros tantos puntos habitados de nuestro interesante país, que prueban disposiciones equivalentes. Estas disposiciones tienen en ellas mismas un resorte de expansión que las engrandece y multiplica a simple vista. He aquí, me parece, de forma bien definida, dónde nos encontramos.

Queda por saber lo que queda por hacer.

Sin réplica posible: activar, aumentar lo más posible estos elemen- tos de fuerte voluntad, de neta determinación en favor de una regeneración propiamente dicha, de una buena, de una verdadera regeneración, del único cambio que merece este nombre, en fin, de una regeneración que regenere, que haga pasar a la mayoría del estado de la desdicha al de la felicidad para todos. ¡He aquí estos hombres adoradores de la anarquía, que quisieran revolucionar siempre! ...

Bien sabemos lo que nos va a decir el directorio ejecutivo, el que pretenderá, sin duda, habernos confundido con esta media frase. (Ver su instrucción dirigida a los comisarios nacionales). Pero ese es el estilo del patriota Réal, con el cual, y en buena conciencia, no tememos medirnos, a pesar de la calidad de águila que tienen la bondad de otorgarle, no sé a qué propósito, tanto el periódico de los Hombres libres como el Amigo de las leyes. Pero el patrio- ta Réal cena con Cormatin [El 14 Frimario, del año IV de la República, los señores Cormatin, Méhée y Réal cenaron juntos en la Conciergerie del Palacio. Me ahorraré todo comentario sobre este hecho, que me limito a transmitir crudamente a la historia. Me ha sido testimoniado por un prisionero, testigo ocular.], y mucho me disgustaría fuera allí donde va a buscar sus ideas para las Instrucciones a los comisa- rios nacionales y otras redacciones que le encarga el directorio. Este virulento apóstrofe contra los anarquistas, y los hombres que quisieran revolucionar siempre, no debilita la sospecha de que sus principios proceden de esta fuente, y he aquí una comparación que viene a punto con este rasgo de Temístocles: ¿Veis -decía a sus amigos- veis este niño que juega y no parece pensar en nada?, es el árbitro de Grecia: gobierna sobre su madre, su madre me gobierna, yo gobierno a los atenienses, y los atenienses gobiernan a los griegos. Podríamos decir igualmente nosotros: ¿Veis este Cormatin, este jefe de bandidos y de chuanes, que parece ser nuestro prisionero, nuestro esclavo? es el árbitro de la República francesa; gobierna a Réal, Réal gobierna al directorio, y el directo- rio nos gobierna.

No se equivocan, pues, los franceses que desean que el proceso de Cormatin termine, a fin de que cese de gobernarnos. ¿No tie- nen menos razón al extrañarse y concebir inquietudes, primero sobre la instrucción secreta de este proceso, y, luego, sobre su inesperada suspensión? Extrañas habladurías corren sobre el motivo de este aplazamiento. Se cita la existencia de un documento en poder de Cormatin, según el cual los negociadores de la honora- ble paz de la Vandea la obtuvieron tan sólo con la promesa del restablecimiento de la monarquía en favor de los Capetos. Yo no doy esta opinión más que por lo que se dice. No tengo pruebas tan claras como de la cena en la Conciergerie. [Durante la impresión de este número, hemos visto aparecer el cartel confirmativo de Cormatin, que vale más que cualquier palabra.]

Volvamos a nuestra cuestión. No hemos olvidado que se trata del punto: ¿Qué nos queda por hacer? Nada, nos dice el directorio, o Réal, o Cormatin; ya que es pretender netamente que todo está hecho, que la revolución ha terminado, el quejarse tan amarga- mente de los anarquistas y de los hombres que quisieron revolu- cionar siempre.

Esta palabra anarquista, usada bajo Lafayette, usada bajo Luis XVI, usada bajo la Gironde, se reproduce ahora con afectación escandalosa. Debe ser familiar a todas las cortes, lo sabemos. Pero nuestros nuevos potentados deberían, quizá, ser más políticos en su afán de prodigarla. Deberían recordar que deben lo que son a la ventaja de haber sido también anarquistas, según el juicio de los reyes de antes de ellos, y la época es todavía reciente. El se- ñor Réal debería recordar igualmente que se ha transformado en un personaje por el hecho de haber sido anarquista, y que se le pueden citar tiempo y circunstancias en que se glorificaba de ello. Pero pasemos a los hombres que quisieran revolucionar siempre. Revolucionar, hemos dicho varias veces de qué se trata. Es cons- pirar contra una situación que no conviene; es intentar desorgani- zarla e implantar en su lugar algo que valga mucho más. Ahora bien, mientras lo que no marcha no esté derrocado y lo que sería bueno no esté estabilizado, yo no reconozco que se haya revolu- cionado suficientemente. Al menos no veo que se haya revolucio- nado suficientemente para el pueblo.

Concibo que los hombres que todo lo relacionan a ellos, digan que basta ya de revolucionar, cuando la revolución les ha condu- cido a un punto en el que se encuentran maravillosamente: a ese punto donde, individualmente, no pueden desear nada más. En- tonces, sin duda, la revolución está hecha, pero para ellos. La revolución en Turquía está completamente hecha para el gran Sultán. La revolución estaba completamente hecha para los Bor- bones bajo Luis XIV, bajo Luis XV y bajo Luis XVI. Estoy de acuerdo en que también ahora lo está para todos los miriagramis- tas, tanto directores cuanto legisladores jóvenes y viejos; igual- mente para todo el millón dorado. Pero persisto en sostener que la revolución no está hecha aún para el pueblo.

Sin embargo, es únicamente para él que se ha dicho que sería hecha; él mismo ha jurado que la terminaría o que moriría. Y no está en absoluto terminada, puesto que nada se ha hecho para asegurar la felicidad del pueblo, y que todo se hace para agotarle, para hacer que corra eternamente el sudor y la sangre de este pueblo en las jarras de oro de un puñado de ricos odiosos. Así pues, hay que continuarla, esta revolución, hasta que se transfor- me en la revolución del pueblo. Así pues, todos aquellos que se quejan de los hombres que quieren revolucionar siempre, no de- berán ser apreciados a justo juicio más que como enemigos del pueblo.

Los grandes y poderosos del día comprenden de forma singular la palabra revolución, cuando pretenden que la revolución en nues- tro país está hecha. ¡Que digan más bien la contrarrevolución! La revolución, repitámoslo, es la felicidad de todos: que es lo que no tenemos; luego ¡la revolución no está hecha! La contrarrevolución es la desgracia de la inmensa mayoría: que es lo que tenemos: luego ¡es la contrarrevolución lo que se ha hecho!

Y sin embargo, no se ha osado insultar al pudor hasta el extremo de confesar, de proclamar en voz alta, que el fin de nuestros mo- vimientos durante seis años debería ser ¡la contrarrevolución! Se tiene todavía el decoro de decir que la finalidad de estos movi- mientos ha sido la revolución, y no se dice la revolución de los ricos o del honorable millón. Pero si es forzoso convenir en que, de un lado, no hay verdadera revolución si no es la de las masas, que es esta revolución la que nos falta; del otro lado, que no he- mos tenido más que la de una pequeña parte, y que esta última revolución se llama incontestablemente la contrarrevolución ... se desprende que la revolución está por rehacer, según propia con- fesión de los contrarrevolucionarios.

Y sin embargo, porque queremos efectivamente rehacerla, todavía nos tratan de anarquistas, de facciosos, de desorganizadores. Es una de estas contradicciones que les hace llamar revolución a la contrarrevolución. La organización, según estos señores, es tam- bién la desorganización. Llamo desorganización, a todo orden que colma a la más pequeña minoría mientras hace languidecer y mo- rir a la mayoría; y llamo desorganizadores, a todos aquellos que han contribuido a establecer y a los que ahora contribuyen a mantener tal orden. Llamo organización a un orden completamen- te opuesto, según el cual se asegura la felicidad de las masas; y llamo organizadores, a los que trabajan en fundar y medir las re- glas de las cuales salgan tan felices efectos. Pero tal es el diccio- nario de los palacios, castillos, y residencias particulares, que las mismas expresiones ofrecen casi siempre la significación contraria que se les reconoce en las cabañas. En Versalles y en las Tullerías, del 90 al 92 los términos anarquistas, facciosos, desorganizadores, fueron infinitamente usados; y los que los aplicaban, eran los úni- cos y verdaderos desorganizadores; y aquellos a los cuales se les aplicaban, eran, por el contrario, los hombres que querían organi- zar sobre la desorganización de los energúmenos reales. Igual- mente pasa hoy. Se recomponen, y se hacen salir, casi de los mismos lugares, estas viejas palabras de anarquía y de desorgani- zación, y son los que han desorganizado todo quienes las gritan con más furor; y es a los organizadores nuevos, o al menos a los que muestran el deseo filantrópico de llegar a serlo, a quienes se les lanzan a la cara con toda la saña de su rabia.

Pero basta haber considerado estos epítetos y estas injurias, para que no hagan hoy más daño que el que hicieron del 90 al 92. Hoy, como entonces, los hombres de buen juicio, los hombres enérgicos, los amigos entusiastas de la justicia, se honran del títu- lo de desorganizadores. Este título significará para ellos organiza- dores, y lo que ellos quieren, organización. Se ha convenido y demostrado que es todavía esto lo que queda por hacer. Mas hay que hablar de los obstáculos que se oponen a ello.

Se conoce, en primer lugar, que los que están interesados en el mantenimiento de la autoridad reinante, tienen en campaña, igual que en los tiempos de Luis XVI, cierto ejército de apologistas, de repetidores de anatemas contra la anarquía y los facciosos. El ojo del patriota puro y clarividente descubre uno de estos gemidores sicofantes en cada grupo, y siempre varios dentro de cada café u otro lugar público. Forman, sin duda, un obstáculo al rápido triun- fo del bien general, porque siempre encuentran cierto número de hombres simples que llegan a engañar. Sin embargo, estimo que no pueden ser peligrosos por mucho tiempo. La experiencia nos ha enseñado a reconocer, sin tardar, a aquellos que por un parti- do cualquiera tienen tan miserable empleo. Y muchos de los que ahora lo ejercen son generalmente señalados y despreciados co- mo se merecen por su abyección.

Hay otro obstáculo, quizá mayor, y que seguramente no carece de conexión y dependencia del precedente. Es que en París, en este foco central en donde la libertad brilló tanto tiempo con claridad superior, no se observan aquellas disposiciones enérgicas que prometen vencer todas las dificultades de una acción. Los hom- bres viven todavía, o al menos una gran parte, a pesar de que el execrable Termidor, y las infames jornadas posteriores al primero de Pradial, han hecho desaparecer a tantos; pero los que quedan no parecen ser ya los mismos. ¿Por qué este abatimiento, esta aparente consternación de una multitud de individuos que vi en otros tiempos tan orgullosos, tan valientes? ¿Por qué me parece todavía observar sobre sus bocas la marca de la mordaza, y en sus brazos la de las esposas que les fueron puestas? ¿Por qué estos muros y estas cadenas, estos hierros indignantes no les dan, por el contrario, un nuevo temple, un nuevo ardor para defender los derechos del pueblo y para confundir a sus enemigos? ¿Cuál es esta timidez que deshonra y que hace que de tantos atletas vigo- rosos de la causa popular, no sea posible distinguir ya a casi nin- guno? ¿Hay ejemplo alguno de nación que, como la nuestra, tras haber probado la libertad, no haya destacado, hasta en sus últi- mos momentos de escollos, intrépidos héroes postreros? Roma tuvo a Casio y Bruto, que conservaron bajo la tiranía consolidada el carácter y la dignidad de los hombres libres. Mirad también a Polonia. Se halla en un momento en el que toda esperanza de mantener la independencia nacional está casi perdida, y sin em- bargo, con qué ardiente coraje habla a la dieta el magnánimo Rzewusky: Estamos al borde del precipicio: vamos a perecer ¡no queda más que un paso para hacernos desconocer hasta el nom- bre de la libertad! ¿No existirán ya ciudadanos que quieran encar- garse de la causa común y vengar a la Patria? El amor del bien público ¿está muerto en nuestros corazones? ¿Estos grandes hom- bres, tan famosos en nuestros anales, los Lubomirsky, los Gorka, los Olemicky, los Zamoisky, no habrán dejado ejemplo a seguir, ellos que defendieron tan bien a la Patria con riesgo de sus vidas? ¿Qué comparación hacer entre dicha posición y la nuestra de hoy? Al menos allí no se avergüenzan como aquí de pronunciar los nombres de los ilustres muertos, de los generosos mártires de la revolución, se les venera, se recuerdan sus nombres con respeto religioso. Los Lubomirsky, los Gorka, los Olemicky, los Zamoisky, eran los Loustalot, los Pelletier, los Marat, los Robespierre, los Saint-Just, los Couthon, los Romme, los Goujon, los Soubrany de la Polonia. La libertad había sido enterrada con ellos; al menos se rendía homenaje público a su memoria. Nosotros, no solamente dejamos que se injurie constantemente a los manes de los más abnegados defensores de la justicia, de la virtud y de la igualdad, sino que tenemos casi la cobardía de hacer coro con los crimina- les detractores de estos hombres inmortales ...

¿No es igualmente inaudito, no es obstáculo serio para la vuelta al bien perfecto, que sean casi exclusivamente patriotas quienes obtienen los puestos en el gobierno que deben detestar? Se puede objetar: vale más que sean los patriotas quienes ocupen los em- pleos públicos que aquellos que son todo lo contrario. Pero, cuando un gobierno es tan malo, tan antipopular, que se necesita conspirar contra él, ¿es fácil hacerlo cuando se está comprometido a servir a un tal gobierno, cuando se tiene cortada y fijada la tarea de cada día, que de todos modos fuerza a servirle? ¿cuándo por insensible habituamiento y por la distracción que proporciona al espíritu, escarba haciéndose difícil ponerse a combatir aquello que te enlaza con vínculos estrechos? ¿No debe costar un poco a la conciencia de un republicano mentirse a ella misma? ¿contribuir al mantenimiento de una situación, al mantenimiento de conse- cuencias que derivan de horribles principios, de principios que toda alma honesta aborrece? Por ejemplo, lo que yo no me expli- co, lo que yo no concibo, lo que yo encuentro escandalosamente extraño, es ver a la mayor parte de aquellos hombres, antes man- datarios del pueblo, que se han enorgullecido tanto de su preten- dida adhesión a los principios democráticos, que se han adornado con el título de Montagnards, que han contribuido incluso hasta cierto punto a la bella resistencia que se opuso a los primeros ataques contra la constitución popular del 93; lo que no com- prendo, he dicho, es ver como estos hombres ocupan hoy em- pleos, aceptados de manos que, según los propios principios de los que tuvieron la virtud de ser mártires, son soberanamente cri- minales por el solo hecho de que se atribuyen la disposición de ellos. Encuentro, y no me lo puedo callar, que más de una víctima de Germinal y de Parial, han empañado toda la gloria adquirida en aquellas épocas críticas y memorables, y prejuzgo que la histo- ria dirá que no hay ejemplos tan vergonzosos de compromiso como el suyo. En efecto, hombres lo suficientemente grandes, primero, como para sacrificar casi su vida por el mantenimiento de un código fundado sobre todas las virtudes, y lo bastante pe- queños, después, para consentir ser subalternas máquinas ejecuti- vas de otro código basado sobre todos los vicios y establecido sobre los desgraciados escombros del primero, por el cual habían valientemente combatido ..., es esto, todo el mundo deberá confe- sarlo, un contraste, un fenómeno y un exceso de bajeza bastante raro de encontrar. [¡Lástima que los demás no han sabido modelarse igual que el virtuoso e inmortal Goujon! Su defensa o, lo que es más exacto, su justificación que acaba de aparecer, justificación que sus asesinos no quisieron oír, pero que no han podido impedir vengue hoy su memoria y les condene a una execración eterna; esta justificación, bella y edifi- cante, es la crítica más terrible de la conducta final de casi toda la parte izquierda con- vencional. Un solo pasaje que citaré, pinta toda la virtud del joven héroe y mártir de la democracia, cuya mano ha trazado a su respecto reflexiones sublimes y generosas ...

Dicho pasaje expresa también el más justo, como el más fulminante de todos los jui- cios, contra esta constitución patricia, sobre el complot de la cual, las víctimas de Pra- dial parece hubieran tenido ya nociones que les hacían presentir. ¡Cómo lo que de ella dice Goujón sobrepasa en mucho cuanto nuestra indignación nos ha arrancado de ver- dades incontestables contra este pacto populicida! ¡Cómo el editor del escrito que re- cuerdo, asesta sin que lo parezca, golpes más contundentes que los míos sobre esta obra de la tiranía! ¿Por qué, pues, nuestros soberanos señores quieren ver únicamente en nosotros el enemigo de la famosa carta que funda su insolente imperio y nuestra ver- gonzosa dependencia? ¿Por qué no ver también un criminal de leso-patriciado en quien se ha atrevido a imprimir lo que Goujon, antes de morir, se atrevió a escribir? ¿Y por qué el despotismo, que tiene tanto poder, no tiene el de impedir hasta a los muertos despertarse para apreciar definitivamente en su valor un código al cual se han prodiga- do ya demasiado homenajes impostores? Pero no olvidemos que queremos citar el notable pasaje del ilustre Goujon. Este pasaje un día será grabado a lo largo de una columna de mármol, levantada a los manes de este glorioso defensor de la justicia y de la igualdad:

¡Pueda la Patria ser feliz después de mí, y no continuar aplastada bajo la tiranía de la que yo habré sido la inocente víctima! ¡Pero temo que este día de injustica no sea seguido (cont.) por muchos otros que se le parezcan! ¡Temo que la sangre inocente no obtenga una demasiada larga venganza! ¡Oh Patria! ¡Te verás bañada pues en sangre y lágrimas! Este pensamiento es el que más me apena. ¡Haga el cielo que esté desprovisto de fun- damento! Que el pueblo francés conserve la Constitución de la Igualdad que ha acepta- do en sus asambleas primarias. Yo había jurado defenderla y morir por ella; muero contento por no haber traicionado mi juramento ... Moriría más contento si estuviera seguro que tras de mí no será destruida y reemplazada por otra constitución, en la que la igualdad no será reconocida, los Derechos del Hombre violados, y por la cual la masa del pueblo se verá totalmente avasallada a una casta más rica, en cuyas únicas manos se concentre el poder del gobierno y del Estado. Yo soy más feliz que aquellos que que- dan, más feliz que los que inclinarán bajo este yugo infame su frente humillada. Yo moriré sin haber faltado a mi deber ...

Ultima carta de Goujon a su familia, escrita tres días antes de morir.] Jamás los hombres que han jugado un papel en el teatro del mundo, sin haber compartido principios de mora- lidad tan severos como los que parecían compartir los miembros de la antigua montagne de la Convención; jamás, digo, ningún personaje significado en los faustos de las naciones, ofreció seme- jante conducta. Si la facción de Catilina hubiera triunfado, dudo que Cicerón que sin embargo no tenía más probidad que la de un abogado, dudo que Cicerón hubiera querido ser su primer minis- tro. Si Pompeyo hubiera sobrevivido a la victoria de César, dudo que Pompeyo, desarmado e incluso prisionero, hubiera conserva- do tan poco carácter como para prestarse a ser el lugarteniente de César.

Todo el coraje, toda la energía, todo el carácter, toda la dignidad de cierta masa de patriotas, se vuelca en imprecaciones contra el infame Aubry, contra el execrable Rovere, contra el monstruoso Boissy-d'Anglas. Se me ha incriminado por no ocuparme casi ex- clusivamente en desencadenarme junto a los demás contra este trío de desalmados. Confieso que me ha faltado ánimo y disposi- ción para hacerlo. Me ha repugnado siempre combatir a un enemigo que ya está derribado ... Nada hubiera sido mejor para mí que atacar a los Rovere, a los Boissy y a los Aubry cuando eran muy poderosos y temibles. Hoy, no habría en ello bastante gloria para mi audacia. Me distingo en esto de multitud de hom- bres, siempre a punto de mostrarse terribles contra sus adversarios cuando ya no son temibles. No es este el coraje del hombre libre. Este no se siente animado más que para luchar contra el crimen que es fuerte y que amenaza.

Me parece de todas formas útil fulminar especialmente contra una de las personalidades de la horrible trinidad, a la cual Francia acorralada atribuye esencialmente todos sus males. De ellas, la que merece, según mi parecer, esta disposición particular de la expresión prolongada de la indignación pública, es Boissy- d'Anglas; porque los dolores que nos ha hecho sufrir, permane- cen; las llagas que nos ha hecho, sangran todavía, y no podemos prever, no podemos calcular, cuándo se van a cicatrizar. Hablan- do de Boissy, Robert Lindet ha impreso en todas letras: Ha dado el hambre a Francia. Y yo añado: Ha dado un Código negro a Francia. Sí, éste es el hombre que nos ha matado de hambre y encadenado a la vez. Mientras complotaba, en su monstruosa alma, el plan de hambre, meditaba, con no menos perfidia, el sacrílego atentado a la constitución popular del 93, y puso los fundamentos del cruel y envilecedor del 95, de este vergonzoso pacto, que como ya lo hemos dicho, no nos fue sometido sino impuesto, y que contiene algunos grados más de humillación de la conocida en la que los duros colonos impusieron a los negros de nuestras Islas. ¿Cómo y cuándo Boissy expiará el crimen de haber dado vida a este código de opresión que ha terminado siendo conocido por el nombre de su autor? Los habitantes del Faubourg Antoine no la llaman de otra forma que la constitución d'Anglas. [Tengo la felicidad de ver en este instante la misma denominación repetida, confirmada en la página 4 del No.9 del Orador Plebeyo, y de ver en general, sobre esta constitución de Anglás, cosas mucho más fuertes de las que yo he escrito recientemente y que había escrito antes. Vamos, hay que esperar que esta producción del delirio bárbaro no puede tener mucho tiempo de vida. Se renuncia de buena gana a la promesa de no prestar más atención al Orador Plebeyo, cuando es Antonelle quien lo escribe. ¿Por qué no lo escri- be siempre? Tendríamos siempre números como el 9, que no contiene casi ninguna palabra que no plazca al Tribuno. Sin embargo, contestaremos, y esta respuesta podrá ser el sujeto bien completo de mi número próximo. Me extenderé, primero, porque me complaceré con mi interlocutor, en segundo lugar, porque las materias serán interesan- tes a tratar, y la discusión será útil al pueblo, y, en tercero, porque es más corto siempre asentar argumentos que darles la réplica. J. Jacobo escribió un volumen para responder a ocho páginas de Cristóbal de Beaumont.]

Hay, además, algo que debe perjudicar mucho a la celeridad de los éxitos de los republicanos, y que compromete bastante su dignidad. Es la extraña facilidad con la cual les veo acercarse a ciertos hombres de los que eternamente deberían mantenerse a cierta distancia. Duval y el Amigo de las Leyes, fraternizan con Louvet, con Réal, con Frerón, prodigándoles incluso adulaciones, lo que me parece conviene poco a los hombres que la legión de plebeyos cree deber tomar como sus corifeos, y sobre cuyos pa- sos regula su caminar. Sobre todo, nada me parece más mal apli- cado que el incienso verdaderamente quemado a los pies de Frerón, y las manifestaciones amistosas hechas a este antiguo jefe del furor, a este antiguo primer provocador de las masacres, a este sostenedor desvergonzado de los vicios y de todas las horribles pasiones de la casta patricia. Lejos de haber expiado las innume- rables fechorías que ha mandado cometer por toda Francia por su atroz juventud, nada es más equívoco e incierto como sus últimas operaciones en el Mediodía. ¿A quién no ha chocado la palabra que pronunció en Marsella?: No hay que creer que he venido aquí para proteger a los terroristas. Efectivamente, no me extrañaría que cuanto se cuenta aquí de maravilloso de su conducta patrióti- ca, no se pareciera, en el fondo, a todo lo que hizo en el curso de su primer proconsulado en el año II. Moises Bayle ha probado con bastante acierto, hace diez meses, que este hombre, profun- damente desalmado, escribía que la espada nacional se abatía a sus órdenes, en Marsella como en Toulon, sobre los contrarrevo- lucionarios y los enemigos del pueblo, cuando la verdad era que solamente millares de obreros y de sans-culottes, morían fusilados bajo sus bárbaras órdenes. Temo que su actuación de hoy se pa- rezca muchísimo a la de aquellos tiempos; el misterio y la oscuri- dad que le rodean. justifica demasiado bien estos presentimientos. Si algo se entrevé de la conducta del procónsul, viene a reforzar nuestras desgraciadas sospechas. ¿Se ha puesto la suficiente aten- ción a cierta carta por la cual Frerón prueba que continúa consa- grado a la gente-muy-honesta? ¿cuán sensible es a sus desgracias? ¿cómo su espíritu se niega a creer se le puedan reprochar críme- nes? Hablo de la carta de Frerón relativa a los dos hijos de Or- leans. Estos dos jóvenes ciudadanos, dice el antiguo orador del millón noble, estas dos víctimas de un trato arbitrario que despier- ta la más viva indignación contra sus opresores, se hallan acusa- dos de haber matado con sus propias manos a prisioneros del Fuerte Jean durante las masacres del 17 Pradial. Pero Frerón no puede creer en la verdad de tal acusación hecha a estos interesan- tes niños, educados por una madre de la que hace el más sensible elogio, y de la cual se compadece por sus desgracias incompara- bles. Frerón es pues el Frerón de siempre, y sin embargo, es este hombre, que será el horror de los siglos, sobre el cual los Tácitos de Francia encontrarán, en los periódicos de un tiempo que les parecerá haber tomado la iniciativa del patriotismo, vulgares adu- laciones que, quizá, juzgarán como la expresión cobarde del per- dón que el cordero implora del lobo para que le haga la merced de no degollarle. ¡Qué mal conviene a los hombres que se dicen libres este andar arrastrándose! Yo estimo más sucumbir con dig- nidad que triunfar vergonzosamente y con astucias. Los aristócra- tas se respetan más que nosotros. Estoy tentado de conceder una porción de estima a un Galletti que se muestra, al menos, conse- cuente. Se extraña (12 Brumario) de ver a Frerón, tras sus ardien- tes provocaciones a la juventud francesa, para que desplegara todo el furor que quería que compartieran contra los bandidos asesinos del régimen decenviral; de ver a Frerón constreñido a hacer castigar la exageración de un movimiento que él ha suscita- do. Claro, sin duda, el asesinato de dos patriotas por los señores de Orleans es tan sólo la exageración de un movimiento, ¡y es Frerón el primer culpable! Convenimos que Galletti ha razonado muy bien al decir que no debe ser Frerón quien persiga a unos asesinos, que no han hecho más que obedecer puntualmente sus órdenes feroces.

Me parece haber fijado por el momento el punto de mi sujeto: en dónde estamos. He señalado el terreno ya ganado. He trazado la línea de lo que queda para conquistar. He designado los escollos y las dificultades. Volveré habitualmente, como he prometido, sobre este cuadro cuya importancia es todo para el pueblo. Volve- ré con frecuencia a él para determinar las modificaciones sucesi- vas que el tiempo aporte, a fin de que los amigos de la democra- cia tengan siempre presente la situación de lo que debe ser su primera preocupación; a fin de hacerles precisar constantemente, por ellos mismos, los temores y las esperanzas que pueden con- cebir; a fin, también, de ponerles siempre en medida de dirigir su marcha por el mayor éxito de esta causa mayor. Acabo aquí este artículo, para pasar a otro que no deja de estar en ligazón directa con la pregunta esencial: ¿En dónde estamos?

Estamos, en que, a pesar de la libertad constitucional de la pren- sa, se detiene todavía, como en los tiempos revolucionarios, a los escritores que se atreven a ser patriotas, y a querer decir, en este espíritu, verdades al pueblo.

(El Tribuno del Pueblo, No. 36)

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