Isaac Deutscher

El caso Beria


Escrito: Original en inglés: The Beria Affair, en junio de 1953, como apéndice a Rusia después de Stalin.
Traducción (del inglés): M.A. González (1972)
Esta edición: Marxists Internet Archive, deiiembre de 2012.
Digitalización: Martin Fahlgren, 2012.



La caída de Beria, anunciada el 10 de julio de 1953, marca el final de una fase muy determinada en la evolución política de Rusia después de Stalin. Durante esa fase, que duró desde marzo hasta finales de junio, los abogados de la reforma en el interior del país y de la conciliación en el extranjero estuvieron en auge, mientras que los intransigentes del stalinismo y los ”anti-apaciguadores” se vieron obligados a entregar una posición tras otra.

La revuelta de Alemania oriental de los días 16 y 17 de junio de 1953 puso en juego un nuevo factor que hizo retroceder a reformadores y conciliadores, y permitió a sus oponentes asestar un contragolpe, el primero desde la muerte de Stalin. Una coalición de los más diversos grupos, intereses y motivos se adelantó al primer plano con el grito de batalla: ¡Basta de ”liberalismo”! ¡Basta de apaciguamiento! ¡Basta de traición a la ortodoxia stalinista! Para asombro del mundo, Beria, paisano, servidor, entusiasta biógrafo de Stalin, y, durante muchos arios, su jefe de policía, fue denunciado como archicalumniador del stalinismo.

El asunto Beria es indudablemente un incidente en la rivalidad personal entre los sucesores de Stalin. Representa una etapa en el proceso por el cual un candidato al puesto vacante del autó­crata puede esforzarse por eliminar a sus competidores. Pero la rivalidad personal es solamente uno de los elementos del drama: y un elemento, en sí mismo, de importancia secundaria. Más significativo es el conflicto de principios y de políticas oculto tras el choque de las personalidades: el mundo tiene más interés en la política que en las personalidades que han de resultar victoriosas.

Pasemos una breve revista a la tendencia de la política soviética desde la muerte de Stalin, para ver cuáles son los principales temas que se encuentran en juego.

Desde marzo hasta mediados de junio de 1953 una reforma interna siguió a otra en continua sucesión. El culto a Stalin fue virtualmente abolido. Estaba en marcha una campaña de ”ilustración”, destinada a hacer imposible que aquel culto fuese reemplazado por la adulación a cualquier otro jefe. La administración estaba siendo revisada y obligada a salir de su bizantina rigidez totalitaria. Se decretó una amnistía bastante amplia. El caso de los médicos del Kremlin fue declarado nulo. Los métodos inquisitoriales de la policía política fueron francamente condenados. Se proclamó el gobierno de la legalidad. Se puso mucho énfasis en los derechos constitucionales del ciudadano. Los periódicos pidieron casi abiertamente la abolición de la censura y del control. (La Gaceta Literaria, por ejemplo, pidió francamente que se permitiese al teatro soviético disponer sus propios asuntos sin interferencias desde el exterior, una demanda que nadie habría osado presentar durante la época de Stalin, y que evidentemente constituía un ejemplo infeccioso para otros.) La necesidad de una concepción ”monolítica” fue implícita, y, a veces, hasta explícitamente puesta en cuestión casi a cada paso. Se alentó la libre expresión de opiniones; y ya no se etiquetó al que detentaba opiniones no ortodoxas de enemigo, traidor o agente del extranjero. Altos funcionarios fueron destituidos sobre la sola base de que abusaban de su poder y obraban anticonstitucionalmente, y sin que se les atribuyera ninguna depredación o intento contrarrevolucionario. La relajación del método de gobierno supercentralizado pudo advertirse sobre todo en la separación de los rusificadores de los altos cargos en Ucrania, Georgia y otras repúblicas periféricas de la Unión Soviética. La rusificación fue enfáticamente negada. Junto con el cese de la incitación al antisemitismo, esas novedades prometían un nuevo y esperanzador comienzo en el trato dado a las nacionalidades menores.

Por último, y no lo menos importante, el gobierno ordenó una revisión de los objetivos de los planes económicos en marcha. Las industrias de consumo tendrían que elevar su producción. Un mejor nivel de vida y la felicidad de las masas eran considerados, sin duda, como precondición vital del éxito de la nueva política.

Un nuevo espíritu se dejó sentir en la conducción de la política hacia el extranjero. Moscú ejerció de un modo consecuente su influencia en favor de una tregua en Corea; y ni las provocaciones de Syngman Rhee apartaron de su camino a los rusos (ni a los chinos o norcoreanos). En Europa, el gobierno de Malenkov empezó ”a explorar las líneas de una retirada de Alemania”.[1]

Basta con recordar aquí los pasos dados por la diplomacia soviética sólo durante la semana que precedió a las revueltas de Berlín:

Desde que se hizo salir de Berlín al general Chuikov, toda la política del gobierno Pieck-Ulbricht experimentó un dramático cambio de sentido. El ”telón de acero” entre Alemania del este y del oeste fue casi demolido. La política de trabajo sufrió un giro radical. La lucha entre el gobierno y la Iglesia evangélica se dio por terminada, y la Iglesia recuperó sus anteriores privilegios. Se hizo un alto en la colectivización de la agricultura. Los agricultores que habían huido a la Alemania occidental fueron invitados a regresar y tomar posesión de su propiedad. El capital privado recibió también una invitación para volver a la industria y al comercio.

Desde el punto de vista ruso esos pasos no tenían el menor sentido a menos que fuesen parte de una política calculada para conseguir la unificación de Alemania y la retirada de los ejércitos de ocupación. En Berlín apenas se dudaba de que Moscú estaba realmente preparado para abandonar el gobierno de Pieck y Ulbricht. Tan fuertemente alentaron esa creencia los representantes soviéticos en Berlín y tan francamente negociaron con líderes no comunistas sobre un cambio de régimen, que, sólo por eso, los mismos rusos indujeron involuntariamente al pueblo de Berlín a echarse a la calle, a pedir a gritos la dimisión del gobierno comunista y a asaltar oficinas de ese gobierno. ”Rusia está dispuesta a abandonar a sus marionetas: ¡echémoslas de una vez!”, era la idea que respaldaba la revuelta alemana.

En la misma semana, el 10 de junio, Moscú establecía relaciones diplomáticas con Austria y proclamaba el final de su régimen de ocupación en dicho país. Fueron abolidas en Austria las restricciones al tráfico internacional. Y el mismo día, como una medida complementaria, Moscú renunciaba solemnemente a todas sus pretensiones sobre Turquía, aquellas pretensiones que tan fatal papel habían desempeñado en las fases iniciales de la guerra fría.

Lo que resultaba sorprendente en todas aquellas novedades de la política interior y exterior era su extraordinaria coherencia y su progreso aparentemente libre de fricciones. Los sucesores de Stalin no daban signo alguno de vacilación en la prosecución de un nuevo camino. No dejaban traslucir segundas intenciones. Parecían bañarse en la luz gloriosa de una inusitada generosidad.

¿Era posible, nos preguntábamos, que los intransigentes del stalinismo y otros adversarios del ”apaciguamiento” fuesen tan débiles y estuviesen tan desacreditados que no fuesen capaces de poner un freno a esos nuevos derroteros? ¿O estaban también en retirada táctica, en espera de que la nueva política tropezase con dificultades serias?

* * *

¿Cuál era la posición de Beria en todo esto? ¿A qué facción pertenecía?

Al contemplar la escena rusa no es difícil llegar, por procesos de deducción y análisis, a una definición de las concepciones y puntos de vista políticos generales que competían para su aceptación por el grupo gobernante. Ni es muy difícil ver intereses y aspiraciones de distintos sectores, reflejados en las concepciones en litigio. Las grandes fuerzas alineadas y opuestas a uno y otro lado proyectan sus sombras con suficiente nitidez, incluso a través del velo del secreto que las rodea, para que el observador exterior pueda acertar la disposición aproximada de aquellas fuerzas. Pero solamente en casos excepcionales es posible aventurar siquiera una conjetura sobre la actitud de esta o aquella personalidad oficial en un determinado tema.

En Rusia después de Stalin quedó expresada la suposición de que ”en los consejos internos del partido Beria no representa necesariamente la actitud antiliberal de la policía”, sino que, al contrario, pudo haber actuado contra los ”intransigentes de la policía”, como uno de los promotores de la reforma.

De entonces acá, esa suposición parece haber sido confirmada por los hechos. En el último período de su actividad Beria representó la curiosa paradoja de un jefe de policía semi-liberal en un estado totalitario. El período que terminó en la revuelta de la Alemania oriental podría describirse como el de los cien días de Beria.

Beria asumió la responsabilidad de los actos políticos de la mayor importancia, dos ”crímenes” imperdonables a ojos de los intransigentes del stalinismo y sus asociados. En primer lugar, humilló a la policía política cuando expuso sus prácticas en conexión con el ”complot de los médicos”. En segundo lugar, ofendió al chauvinismo ruso cuando él, un georgiano, pidió que se pusiera fin a la rusificación en Georgia, Ucrania, los países bálticos y el Asia Central.

Ambos actos, el primero más explícitamente que el segundo, fueron ostensiblemente apoyados por los demás dirigentes del partido. Pero, como ministro del Interior, Beria fue identificado con los mismos más íntimamente que cualquiera de los otros jefes. No hay que sorprenderse de que algunas de las viejas manos de la policía política, resentidas y anhelantes de recuperar su sagrado derecho a arrancar ”confesiones” de sus víctimas, y los chauvinistas de la Gran Rusia, se uniesen para descargar sobre él sus ansias de venganza.

Beria fue menos directamente asociado con la conducción de la política extranjera; pero, como miembro del Politburó (ahora, del Presidium), ejerció también una gran influencia en ese campo. La política exterior de los bolcheviques no fue nunca hecha por el ministro de Asuntos Exteriores de turno, Molotov, Vichinski, Litvinov o Chicherin: siempre fue prerrogativa del Politburó. Que las políticas interior y exterior son íntimamente interdependientes ha sido un axioma. Es, pues, indudable que el hombre encargado de dirigir la seguridad interior ha tenido también su impor­tante palabra que decir en los asuntos exteriores. Beria tenía, sin duda, una voz decisiva en los asuntos de Alemania oriental, y, en general, de la Europa oriental, que tiene una importancia directa en la seguridad interna de Rusia, por un lado, y en su diplomacia, por otro. Sus oponentes podrían, pues, censurarle fácilmente por el ”apaciguamiento”, lo mismo que por sus reformas internas.

De marzo a junio Beria actuó en íntima alianza con Malenkov. Juntos dominaron el Presidium, probablemente contra la oposición de Molotov, y ciertamente contra la de Jruschov. Juntos representaron el más fuerte bloque de poder dentro del Presidium. La nueva política despertaba grandes esperanzas y era indudablemente muy popular; y, mientras fuese así, nadie podría desafiar la autoridad conjunta de Malenkov y Beria.

Contra la anterior interpretación puede presentarse el viejo argumento de que en un régimen totalitario la opinión pública y las tendencias sociales, culturales y morales, operantes en la sociedad, carecen de importancia política. Escribe, por ejemplo, George F. Kennan, en su crítica de Rusia después de Stalin, que ”la mayoría de los estudiosos del totalitarismo moderno ... creen que si el grupo gobernante se mantiene unido, vigilante y firme, no necesita mostrarse muy deferente ni dejarse influir seriamente por los sentimientos subjetivos del populacho en general”. Y, en otro lugar: ”En general, los dirigentes totalitarios que conservan su unidad interna y su despiadada decisión pueden burlarse de los estados subjetivos de la mente popular...” [2]

Las palabras de Mr. Kennan, escritas antes de la caída de Beria, eran reflejo del supuesto de que la política occidental no necesitaba tomar en consideración divisiones genuinas en el seno del grupo gobernante soviético, porque tales divisiones no existían. Dicho supuesto ha resultado erróneo. Pero, ¿qué conclusión hay que sacar del hecho de que el grupo gobernante soviético no ”se mantenga unido” o no ”conserve su unidad interna”? ¿Es que entonces los ”estados subjetivos de la mente popular” adquieren importancia política? Y ¿pueden incluso esos estados de mente dar cuenta, en parte, de las diferencias en el seno del grupo gobernante?

Desde el principio, empero, las fuerzas opuestas a la política de Malenkov-Beria fueron formi­dables. Las viejas manos de la policía política no estaban inactivas. Algunos leales del partido se sintieron sacudidos por la completa ruptura con los cánones largo tiempo establecidos del stalinismo. Algunos jefes de las fuerzas armadas ponderaron con alarma las implicaciones de unas reformas casi liberales: ¿no causarían éstas una baja repentina en la disciplina de trabajo y pondrían de ese modo en peligro los programas de armamento? Por la fuerza de la tradición, el ejército había sido el portavoz del ”chauvinismo de la gran Rusia”, y había mirado con suspicacia y hostilidad los nacionalismos ”centrífugos” de las repúblicas periféricas. Algunos mariscales y generales no podían adoptar una actitud favorable hacia una política exterior evidentemente dirigida a una eventual retirada de los ejércitos de ocupación de Alemania y Austria.

Pero la coalición de los intransigentes del stalinismo, los políticos resentidos y los generales angustiados no podía abrigar esperanzas mientras la nueva política fuese avanzando triunfalmente sobre una marea de entusiasmo popular. Las primeras dificultades se presentaron al parecer en el frente interior. A juzgar por testimonios circunstanciales, la disciplina de trabajo experimentó un bajón en la industria; y las granjas colecticas retrasaron sus entregas de productos alimenticios. Pero tales dificultades ni fueron lo bastante serias para permitir a los adversarios de la nueva política desencadenar un ataque frontal contra ésta, ni dejaron de proporcionar una buena base para tal ataque.

Lo que dio a los oponentes de la nueva política la oportunidad que afanosamente esperaban fue la Alemania oriental.

Los alemanes que los días 16 y 17 de junio se echaron a la calle, pidiendo a gritos la destitución del gobierno de Pieck y Ulbricht, asaltando a la policía popular y recibiendo a pedradas a los tanques rusos, causaron un cataclismo; pero el cataclismo tuvo lugar en Moscú, no en Berlín.

Es casi seguro que un grito contra el ”apaciguamiento” se alzó en seguida dentro de los muros del Kremlin. Los jefes del ejército podían ahora argüir que era el ejército quien tenía que soportar las consecuencias de los peligrosísimos experimentos políticos puestos en marcha por los civiles; que el orden reinó en la Alemania del este mientras el general Chuikov la gobernó con mano de hierro; que la inquietud comenzó en cuanto el general fue reemplazado por Semionov, como alto comisario, y se estableció un régimen civil; y que entonces era el ejército el que tenía que salvar a aquel régimen.

Luego de comenzar por el tema de Alemania, los críticos podían enfrentarse con la nueva política como un todo. Podían observar que no solamente Alemania, sino el Occidente entero, estaba recibiendo las concesiones soviéticas como una prueba de debilidad rusa, y que Washington, en particular, estaba aprovechando esas concesiones como el punto de partida de una intensificada embestida contra las posiciones rusas en la Europa central y oriental.

Además, el grupo gobernante veía que la nueva política estaba en efecto convirtiéndose en una fuente de debilidad para Rusia; sumergía en disturbios a la Europa oriental; causaba un rápido empeoramiento de la posición negociadora de Rusia; y amenazaba con arrebatar a Rusia los frutos de su victoria en la segunda guerra mundial, sin ganancia alguna en compensación.

Los ”apaciguadores” podrían haber argumentado a su vez que aún no se había dado a la nueva línea su oportunidad; que sería equivocado abandonarla inmediatamente en cuanto tropezaba con las primeras dificultades; y que solamente persistiendo con paciencia en la política de conce­siones podría el gobierno soviético cosechar sus beneficios.

Pero después del terremoto de la Alemania oriental, después de los temblores de Hungría y Checoslovaquia, después de todos los llamamientos que resonaban en Washington en favor de una política dura, el argumento contrario al ”apaciguamiento” consiguió un peso predominante en el Kremlin.

En Rusia, como en los Estados Unidos, existen grupos que sustentan la opinión de que todo esfuerzo pacificador es inútil; esos grupos ven con Schadenfreude todo tropiezo sufrido por los conciliadores; y este último tropiezo fortaleció grandemente su posición.

No hay razón alguna, sin embargo, para suponer que después del 16 y 17 de junio dichos extremistas se convirtieran en los verdaderos amos de la política soviética. El núcleo del grupo gobernante consta todavía de hombres dispuestos a buscar un acuerdo con Occidente. Pero incluso los hombres ”del centro” tuvieron que verse afectados por las argumentaciones contra el ”apaciguamiento”. Tuvieron que admitir que la dirección de la política soviética desde la muerte de Stalin había sido bastante inepta en algunos aspectos.

Tuvieron que admitir que Moscú se había dado demasiada prisa en hacer concesiones y había tenido demasiado celo en demostrar su buena voluntad para hacer otras más, en mayor número y de mayor amplitud. Portavoces oficiales habían afirmado muchas veces que el gobierno no aceptaría nunca la exigencia norteamericana de que Rusia tenía que ceder mucho terreno antes de que Occidente iniciase negociaciones. En realidad, el gobierno de Malenkov se comportaba como si ya hubiese aceptado tácitamente aquella exigencia: hacía concesiones previas a las negociaciones.

Incluso desde el punto de vista de los apaciguadores soviéticos, la iniciación de la línea suave en la Alemania oriental había resultado ”prematura”. Provocó allí casi un colapso del régimen comunista. Desde el punto de vista soviético, solamente habría estado justificado que se asumiesen dichos riesgos después de que el Occidente hubiera aceptado una retirada general de los ejércitos de ocupación. La pérdida del régimen comunista en la Alemania del Este habría sido entonces el precio pagado por Rusia para un acuerdo en Alemania y para la detención de la carrera de armamentos. Pero haber pagado aquel precio cuando el juego no había hecho más que iniciarse era el colmo de la locura desde el punto de vista del Kremlin.

Así, incluso los hombres ”del centro”, que al principio habían respaldado la nueva política, tuvieron que reconocer la necesidad de un cambio de tono, y quizás de táctica, aun cuando no estuviesen muy inclinados a abandonar la búsqueda de la ”coexistencia pacífica”. Sometidos a un fuego mortífero procedente de los grupos extremistas, se mostraron demasiado ansiosos en declinar su propia responsabilidad por el ”apaciguamiento” de los meses anteriores y en hacer recaer las críticas en algún otro.

La revuelta de la Alemania oriental proporcionó también una base de partida a los ataques a las reformas interiores. Desde luego que no todos los partidarios de la conciliación en el exterior lo eran también de las reformas en casa, ni todos los reformistas eran necesariamente apaciguadores. Pero no es menos cierto que existe una amplia correspondencia entre ambos aspectos de la política; y, en la tensión ocasionada por los acontecimientos de Alemania, ambos aspectos resultaban vulnerables.

El sentimiento de seguridad y el optimismo que habían caracterizado el estado de ánimo ruso durante la primavera, habían desaparecido. El grito de alerta resonó de nuevo, y con nuevo vigor. El soldado, el policía y el stalinista fiel podían alzar su dedo acusador hacia los abogados de las reformas: vuestra política, podían decir, ha aportado ya un desastre en Berlín y peligrosas perturbaciones en Budapest y Praga. Pronto podrá traer desastres más próximos a nosotros. En Moscú el pueblo murmura ya a propósito de una inminente depreciación del rublo, y el ministro de Hacienda ha tenido que hablar públicamente del tema. La disciplina está aflojándose en las fábricas. Hay inquietud en las granjas colectivas. Los periódicos, en su nuevo celo por la libertad de crítica, están socavando el respeto popular a la autoridad. ¡Si se os permite seguir adelante con esa política, conseguiréis un 16 de junio aquí en Moscú!

El fantasma de un 16 de junio en Moscú atemorizó los corazones de los reformadores y paralizó su voluntad.

* * *

En Rusia después de Stalin se discutieron tres posibles variantes en la evolución de los acontecimientos: a) regeneración democrática; b) recaída en el stalinismo; y c) dictadura militar. Se observó que el prerrequisito para una dictadura militar sería una amenaza de guerra a Rusia, por parte de Occidente.

El cuadro de los acontecimientos es en realidad más confuso y contradictorio que la previsión teorética. Grau ist jede Theorie, und ewig grün ist des Lebens Baum. Aun así, el análisis teorético proporciona todavía la clave para entender el cuadro.

Los acontecimientos de la Alemania oriental, seguidos por el llamamiento a la revuelta dirigido desde Occidente a la Europa del Este, presentó a Moscú el sucedáneo de una ”amenaza de guerra”, lo que no andaba lejos de ser. Aquello no era suficiente para producir un golpe militar, pero era más que suficiente para poner de nuevo en acción a aquella coalición de grupos en el ejército y en la policía que habían dejado ver su mano en el asunto de los médicos del Kremlin, en enero. Aproximadamente la misma combinación de compadres que habían amañado el complot de los médicos, llevaron a cabo un semi-golpe contra los reformadores y ”apaciguadores” después del 16 y 17 de junio.

Sometida a ese ataque, la alianza entre Malenkov y Beria se quebró. El ataque era evidentemente lo bastante poderoso para dar a Malenkov la impresión de que no podría salvar su propia posición sin cambiar de terreno y arrojar a Beria a los leones. Y Malenkov, ciertamente, consiguió salvar su posición.

”Los intransigentes de la policía de seguridad pueden aún tratar de reunir sus fuerzas y luchar por salvar su piel. [Estas palabras fueron escritas en abril de 1953.] Pueden volver a la lucha desde las provincias y tratar de reconquistar el terreno perdido en Moscú. Pueden tener influyentes asociados y cómplices dentro del Kremlin. Pueden tratar de apartar a Malenkov y sus asociados, denunciándoles como apóstatas, trotskistas-bujarinistas encubiertos y agentes del imperialismo, y presentarse a sí mismos como los únicos verdaderos y ortodoxos herederos de Stalin.” (Rusia después de Stalin).

Así ha resultado en efecto, salvo que hasta ahora solamente Beria, y no Malenkov, ha sido ”apartado” y ”denunciado como apóstata”; y Malenkov ha querido asegurar su propia posición consintiendo en desempeñar el papel de principal acusador de Beria.

Beria estaba en una posición peculiarmente vulnerable. Su nombre había estado asociado a los aspectos más negros del stalinismo durante los últimos quince años: los campos de concentra­ción, las deportaciones en masa, el control del pensamiento, el telón de acero, las purgas en los países satélites. Había ejecutado todos los trabajos deshonrosos que Stalin le había asignado. No obstante, después de la muerte de su amo había aparecido, como quitándose una máscara, en figura de dvuruchnik, de un ”liberal” de corazón. Pero su propia política le desestimaba como ”liberal”, y el pueblo le odiaba como jefe de la policía. Su cabeza, la cabeza que había pertenecido al ”más poderoso y más temido hombre de Rusia”, era, en consecuencia, el más fácil trofeo a alcanzar por quienes se oponían a la reforma. Es casi seguro que tanto la policía como el pueblo se regocijaron con su caída. El pueblo creía que solamente entonces podría empezar de verdad la era de la libertad, mientras que los intransigentes de la policía política confiaban en que solamente entonces llegaría a su fin la loca primavera de las reformas liberales.

Al parecer, pues, la caída de Beria puede verse como una etapa necesaria en la evolución democrática de Rusia: y así la presentó vagamente Malenkov. La principal acusación que formuló contra Beria fue la de que éste había conspirado para poner la policía política por encima del partido y del gobierno, bloqueando así el camino de la reforma. Beria, afirmó Malenkov, aceptó las recientes reformas simplemente porque tenía que hacerlo: habiendo sido decididas dichas reformas por iniciativa conjunta del Comité central y el Presidium, Beria pretendió ponerlas en ejecución con lealtad, mientras realmente obstaculizaba esa ejecución. Como para confirmar aquella versión, el Comité central reafirmó sus críticas al culto de Stalin, su oposición a la adulación a un solo jefe y su determinación de asegurar la ”dirección colectiva”, la libre discusión y el gobierno de la ley.

Si eso fuera todo, sería en verdad posible ver la caída de Beria como un paso adelante en la revulsión de Rusia contra el stalinismo. Pero eso no es todo.

Lo que hay de ominoso en este grave asunto no es, desde luego, la caída de Beria, sino la manera en que ha tenido lugar. Beria fue denunciado como traidor y enemigo del pueblo, y como agente del imperialismo extranjero que se proponía la restauración del capitalismo. Es la misma ”amalgama clásica” de las purgas stalinistas de los años treinta. Así, la nueva representación del ”sábado de brujas” que no llegó a producirse en enero, parece haber comenzado después de todo, con Beria, en vez de con los médicos del Kremlin, volando ”a través de la niebla y el aire inmundo”.

La reproducción de la ”amalgama” de los treinta convierte en una burla la pretensión del grupo gobernante de estar defendiendo contra Beria el principio de la dirección colectiva. Ese principio implica una libre expresión de las diferencias políticas dentro del grupo dirigente, y, últimamente, dentro del partido como un todo. Pero, ¿quién se atreverá a exponer libremente sus opiniones si tiene razones para temer que puede por ello ser denunciado como traidor y agente del extranjero? Tal amalgama stalinista excluye la libre discusión, y, en consecuencia, la ”dirección colectiva”.

Si era posible ver en Rusia, después de la muerte de Stalin, una promesa de regeneración democrática, era precisamente porque habían desaparecido las denuncias de ese tipo, que ya en los últimos años de Stalin habían ido haciéndose cada vez más raras. A los muchos altos funcionarios que fueron depuestos entre marzo y julio no se les puso las etiquetas de agentes extranjeros, espías o aliados del capitalismo. Se les acusó de forjar acusaciones falsas, de abusar del poder, de imponer una política de rusificación, y cosas parecidas. Eran acusaciones plau­sibles, que se explicaban por sí mismas en un cierto contexto político, y que se ajustaban a las circunstancias en que habían operado los hombres destituidos, culpables o no. Las acusaciones estaban formuladas en un lenguaje moderado y sobrio, en el que no había nada que oliese a caza de brujas.

En contraste, las acusaciones lanzadas contra Beria estaban llenas de armónicos irracionales y demonológicos. Y pedían al mundo que creyera que el hombre que había tenido a su cargo la seguridad interior de Rusia durante la segunda guerra mundial era un agente del imperialismo extranjero.

El significado del asunto Beria se manifiesta de modo aún más concluyente por el hecho de que su caída fue la señal para una nueva acometida contra los ”nacionalismos” georgianos, ucranianos y de otras nacionalidades no rusas. No fue una simple coincidencia que durante la ”primavera liberal” se refrenase el chauvinismo de la gran Rusia y se proclamase la necesidad de dar más campo a las aspiraciones y demandas de las repúblicas no rusas.

La política hacia las naciones menores es el barómetro más sensible de la atmósfera general de la Unión Soviética. Liberalización significa menos control central y más autonomía para los no rusos. El gobierno policiaco implica una estricta centralización; y su endurecimiento conduce habitualmente a una oposición a los nacionalismos ”burgueses” de las repúblicas periféricas.

Entre marzo y junio, de lo que se hablaba era, significativamente, de que no se debía manejar el coco del ”supuesto nacionalismo burgués” en las provincias no rusas. En lo que parecía ser un acto, demasiado aplazado, de justicia histórica, los rusificadores fueron destituidos de sus cargos en Tiflis y Kiev. Quizá deba ser recordado que la era de Stalin comenzó precisamente con una lucha contra los ”desviacionistas nacionalistas” de Georgia y Ucrania. Ése fue el tema sobre el que Lenin, mortalmente enfermo, escribió su última, grande, irritada y conmovedora carta al partido. (El autor de este libro ha leído el texto completo de esa carta, que ha permanecido inédita hasta hoy.) En ella expresaba Lenin su sentimiento de vergüenza e incluso de culpabilidad personal, provocado en él por la ofensiva de Stalin contra los desviacionistas nacionalistas. Lenin advertía al partido contra el chauvinismo gran-ruso de la burocracia soviética, y de Stalin en particular, contra la bárbara violencia de aquel ”verdadero gran valentón ruso”, que, en nombre de la necesidad de un estricto gobierno central, oprimiría, insultaría y humillaría a las nacionalidades no rusas. Lenin argüía apasionadamente que sería mil veces mejor para la república soviética llegar a privarse de las ventajas de un gobierno centralizado antes que ”entregar a las nacionalidades menores en manos del valentón de la gran Rusia”.

Hubo, pues, una curiosa simetría histórica en la circunstancia de que, inmediatamente después de la muerte de Stalin, reapareciesen en la agenda las cuestiones georgiana y ucraniana y se hiciese un intento de amansar al gran valentón.

Pero éste parece haber vuelto a hostigar a los nacionalistas ”burgueses” de Georgia y Ucrania; y su regreso es el signo más seguro de una reacción contra las reformas progresivas de los meses precedentes.

* * *

La lucha dura, empero, todavía, y su resultado está aún por decidir. Los intransigentes del stalinismo no han conseguido más que una media victoria.

En algún aspecto el asunto Beria es completamente único, y no puede ser ni siquiera comparado con ninguna de las grandes purgas de Stalin.

Ninguna de las víctimas de Stalin ejercía, en vísperas de su purga, un poder comparable al de Beria; y ninguna tenía un séquito tan grande dentro de la burocracia. Stalin acabó por destruir a Bujarin, Zinoviev, Kamenev, después de haber esperado pacientemente, astutamente, y de haberles privado, en el curso de muchos años, de los últimos restos de poder, haberles desacredi­tado y haberles reducido a una posición inofensiva. En vísperas de su proceso, Tujachevski era bastante poderoso como personalidad militar; pero no tenía la menor posición política. Yagoda era un mero ejecutor de la voluntad de Stalin. En 1936-38 Stalin tenía ya firmemente puestas las manos en todas las palancas del poder, y nadie habría osado desafiar su posición autocrática.

No así Malenkov. Éste parece haberse embarcado en la ruta resbaladiza de las purgas antes de haber llegado a afirmarse sobre sus pies. Su jefatura no ha sido aún reconocida. Su posición de poder no está todavía consolidada. Aún tiene que hablar y actuar como uno del equipo. El partido se ”concentra” no tras el ”camarada Malenkov”, sino ”en torno al Comité central”. La posición de Malenkov hoy no es apreciablemente más fuerte de lo que era ayer la de Beria.

Si fue posible derribar a Beria con tanta facilidad, ¿qué garantía hay de que Malenkov no pueda ser ignominiosamente despedido sin mayor esfuerzo? Si los comités del partido podían ser tan rápidamente persuadidos para que aclamasen la caída de un triunviro, ¿no pueden ver con la misma indiferencia la destrucción de otro?

El destino de los sucesores de Stalin puede aún resultar menos semejante al del propio Stalin que al de Danton, Robespierre, Desmoulins, que se fueron enviando a la guillotina sin gozar ninguno de ellos de autoridad exclusiva, con el resultado de que todos fueron destruidos. Desde luego, también es posible que, después de una serie de purgas, uno de los sucesores de Stalin pueda aparecer finalmente como el nuevo autócrata; pero eso no es seguro ni mucho menos.

Las divisiones en el grupo gobernante son, en última instancia, reflejo de las presiones conflic­tivas que sobre aquél ejercen fuerzas exteriores, que, a la larga, llevan la dirección de una dictadura militar o de una regeneración democrática. El caso Beria no representa, pues, más que un momento en el movimiento calidoscópico de la historia contemporánea de Rusia.

Los jefes del ejército han dejado de observar la escena con pasividad y en silencio. Su influencia fue fácil de discernir en el asunto de los médicos del Kremlin, y aún puede verse más distinta­mente en el asunto Beria. Sin el apoyo garantizado del ejército, Malenkov no se habría atrevido a descargar el golpe sobre Beria, que nominalmente tenía todavía bajo sus órdenes la totalidad del cuerpo de policía política, y que, en cualquier caso, podía confiar en que algún sector de la policía acudiría en su ayuda. No fue casual el que la radio y la prensa de Moscú diesen tanto relieve a los discursos contra Beria pronunciados por los mariscales Zhukov, VassiIevski, Sokolovski, Govorov y otros. Durante las grandes purgas stalinistas los jefes de las fuerzas armadas no aparecieron tan conspicuamente en el escenario político. Aun así, Stalin se sintió amenazado en su posición por Tujachevski. Cuánto más puede ser puesta en peligro la posición de los sucesores de Stalin por unos mariscales cuya gloria militar y atractivo popular son tan superiores a los de Tujachevski.

”El gobierno de Malenkov ha asestado un golpe a la policía política. [Esta cita está también tomada de Rusia después de Stalin.] Si resulta eficaz, ese golpe ha de producir un cambio en toda la estructura del régimen. Uno de sus dos puntales ha sido debilitado, quizás astillado. Eso trastorna el equilibrio del régimen y tiende a aumentar la importancia del otro puntal, el ejército. Si el partido se ha privado de la posibilidad de oponer la policía política al ejército, el ejército puede convertirse en el factor decisivo en los asuntos del país.”

Paradójicamente, el régimen parece ahora hacer un esfuerzo por reparar aquel puntal astillado, la policía política, con la ayuda del ejército. Pero todavía durante algún tiempo, hasta que la facción Beria sea completamente eliminada, la policía política permanecerá en un estado de desarreglo, desprovista de su normal poder percutor; el gobierno tendrá que confiar, más que nunca, para su seguridad interna, en el ejército. Pasará algún tiempo antes de que sea restaurada la estructura de poder característica del stalinismo, si es que ésta puede ser restaurada. Hasta entonces, habrá una grieta abierta entre el galvanizado método stalinista de gobierno y la mecánica no-stalinista del poder. Sobre esa grieta puede lanzar una vez más su sombra un Bonaparte potencial.

Ni tampoco se han desvanecido las fuerzas que impulsaron al grupo gobernante a decretar las reformas de la primavera pasada, aunque es posible que por el momento hayan sufrido un serio retroceso. Aquellas reformas no pudieron brotar meramente del capricho y la ambición de Beria, ni de ningún otro; satisfacían una necesidad sentida profunda y ampliamente por el pueblo. Malenkov y sus asociados siguen pagando tributo al estado de ánimo popular cuando contipúan declarando que se proponen proseguir el camino iniciado después de la muerte de Stalin. El estado de ánimo popular les obliga a caminar con bastante precaución por un camino retorcido y puede obligarles incluso a que cumplan parte de su promesa. Además, las recientes reformas corresponden al nuevo punto de vista y a la nueva estructura social de Rusia, que, aunque formada durante la era de Stalin, ha llegado a ser incompatible con el stalinismo.

Ningún cambio en el interior del grupo gobernante, ninguna intriga de palacio, ningún golpe o contra-golpe, ni siquiera purgas sangrientas, pueden borrar esos factores básicos, que continúan obrando contra la inercia del stalinismo. Si no son destruidos por una nueva guerra mundial, y si no son indebidamente restringidos por el miedo a la guerra, el estado de ánimo popular y los apremios de la sociedad forzarán, más pronto o más tarde, a abrir una vez más el camino de las reformas. Y entonces lo mantendrán abierto más firmemente de lo que lo hicieron en la primavera liberal de 1953.

15 de julio de 1953


Notas:

[1] Rusia después de Stalin.

[2] Subrayados del autor.