Jean van Heijenoort

 

Con Trotsky en el exilio:

De Prinkipo a Coyoacán

 

 


Datos de publicación: Apareció por vez primera con el título With Trostky in Exile: From Prinkipo to Coyoacan, publicado en 1978 por Harvard University Press. Luego apareció en frances.
Traducción al castellano: Del frances, por Tununa Mercado, 1979.
Versión digital: Editado de su versión original por Valentina; publicado por el Centro de Estudios, Investigaciones y Publicaciones "Leon Trotsky", por cortesía de quien aparece aquí.  
Esta edición: Marxists Internet Archive, septiembre de 2013.  Preparado para Marxists.org por Rodrigo Cisterna..


 

 

Nota introductoria

Los recuerdos del secretario, traductor y guardaespaldas de Trotsky entre octubre de 1932 y noviembre de 1939 recrean detalladamente la atmósfera en que vivía y trabajaba en esos años de exilio. El relato simple y preciso de esa cotidianeidad trascendente permite, en no pocos casos, superar errores involuntarios de otros autores, disipar calumnias y despojar al personaje del aura mitológica que, como a todos los grandes hombres, suele creársele. Este libro, lejos de basarse en la frágil memoria, está minuciosamente verificado con un archivo personal del autor que contiene 22 mil documentos (entre ellos 4 mil cartas de Trotsky), correspondientes al periodo que se extiende entre 1929 y 1940. El periodo del exilio en México es ampliamente considerado, aportando mucha -y nueva- información, de quien fuera testigo de la relación con Diego Rivera, Frida Kahlo, Bretón y gran cantidad de personalidades mexicanas. Eludiendo la devoción incondicional tanto como la hostilidad sistemática, el relato de Heijenoort -que no pretende ser un examen integral de la personalidad de Trotsky, de sus ideas y de su carácter- contribuye sin embargo a la visión crítica de una etapa histórica que los sucesos posteriores actualizan hoy. Una experiencia vivida no se transmite como un objeto. Su transmisión es una reconstrucción, una reconstrucción para quien escribe y otra, quizás diferente, para quien lee. De eso se trata.

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Prólogo

 

Viví junto a León Trotsky, salvo algunas interrupciones, de octubre de 1932 a noviembre de 1939. Era miembro de su organización política y me convertí en su secretario, traductor y guardaespaldas. El pequeño libro que presento no es la historia política de esos años. Tampoco es un retrato de cuerpo entero del hombre. Son recuerdos, mis recuerdos. Intento recrear la atmósfera en la que vivía y trabajaba Trotsky durante esos años de exilio. Me esforzaré por no repetir aquí lo que ya se conoce y lo haré sólo cuando sea necesario para apoyar mi relato. Pido en consecuencia a mi lector cierto conocimiento de los acontecimientos de que hablo. Le pido también que a veces restablezca ciertas proporciones; mi relato, muy a menudo, estará hecho de detalles puesto que soy el único que los conoce y no quiero que desaparezcan conmigo; el lector no deberá perder nunca de vista el contexto en el que todo eso debe insertarse.

En el transcurso de mi relato sucederá que a veces tenga que dar un detalle que, a primera vista, podrá parecer de un interés menor. Es que sé, por mi conocimiento del pasado y de los archivos, que esa información quizás permitirá que un investigador pueda reconstituir un hecho, identificar un documento.

Lo que se ha escrito sobre León Trotsky después de su muerte, aun cuando sus autores hayan sido personas de buena voluntad, contiene una buena dosis de errores materiales.

En un Apéndice trato de corregir algunos de esos errores. Pero a menudo mi propio texto, sin que yo señale explícitamente un error, ha sido escrito como reacción contra algún fragmento de un trabajo que considero erróneo. Sobre aquellos episodios que peor se conocen es donde más me extiendo e intento dar todos los detalles que recuerdo. Ciertos errores que se han vuelto tan frecuentes a menudo sólo son faltas debidas a distracciones, a veces a tonterías. Pero Trotsky es un personaje que parece destinado a provocar actividades mitogénicas, contra las que creo que se debe reaccionar presentando un relato lo más preciso y concreto posible. Por añadidura, las calumnias stalinistas contra Trotsky fueron tan masivas, tan prolongadas, que seguramente quedan aquí y allá algunos restos de mal olor; la mejor manera de disiparlos es contar simple y exactamente cómo vivía.

Conozco demasiado bien las flaquezas de la memoria para llegar a imaginar que no hay errores en mi relato. Pero había guardado algunas notas y tuve a mi disposición los archivos, archivos que yo mismo había puesto en orden. Pude verificar entonces bastantes cosas.

No he creído oportuno mezclar a estos recuerdos un examen crítico de la personalidad de León Trotsky, de sus ideas y de su carácter. Ésa sería otra tarea. Los archivos contienen, tan sólo para el período de 1929 a 1940, cerca de 22 mil documentos. En otras partes se descubrirán otros. Entre esos documentos hay cerca de cuatro mil cartas de Trotsky, quien fue un gran cultor de la epístola tanto por la cantidad como por el estilo. Todo eso queda por explotar. Hasta ahora los escritos de Trotsky han sido objeto, casi exclusivamente, ya sea de una anatematización completa, o de una veneración devota. Pero lo que esos textos piden es una crítica. Crítica de las ideas y de sus encadenamientos, de los argumentos empleados, de las perspectivas y de sus cambios. Crítica literaria también, con un examen del estilo, un estudio de las metáforas que puedan conducir a apreciaciones sobre la persona del autor. Todo eso queda por hacer, pero no es lo que quise emprender en mi libro. Lo que aporto en este pequeño volumen son, en cierta medida, algunos materiales para ese trabajo.

Demasiadas veces me sucedió que al contar tal o cual episodio de mi vida con Trotsky mi interlocutor sacara conclusiones muy diferentes de las que yo pensaba obtener con mi relato, como para no saber que el poder de las palabras tiene sus límites. He tratado de elegir bien las mías, pero sin forjarme muchas ilusiones. Sin duda habrá malentendidos. Una experiencia vivida no se transmite como un objeto. Su transmisión es una reconstrucción, reconstrucción para quien escribe y reconstrucción, quizás diferente, para quien lee. Dicho esto, he aquí mi relato.

 

 

I.

Prinkipo

 

Llegué a Prinkipo el 20 de octubre de 1932. Tenía veinte años. Acababa de salir de nueve años de internado y me sentía un rebelde total contra la sociedad.

Desde la edad de quince años me consideraba comunista, al principio con una coloración rousseauniana y utopista, después, en medio de la gran crisis económica y de sus repercusiones, con una actitud más directamente política y activista. A partir de la primavera de 1932 era, de hecho, miembro de la Liga Comunista, el grupo trotskista francés de entonces. En aquella época no había carnets de afiliación: éramos tan pocos, apenas una veintena de personas verdaderamente activas en París. Yo participaba en las actividades del grupo que consistían sobre todo en tomar parte en las discusiones y en vender a viva voz La Vérité por las tardes en las bocas de los metros, cuando los obreros salían del trabajo, o el domingo por la mañana en las calles, en los barrios populares. Pegábamos carteles por la noche, lo que a menudo terminaba en una delegación policial, pues nunca teníamos el dinero para ponerles a esos carteles los timbres legalmente requeridos. Fui el primer adherente de la Liga que no había pasado por el Partido Comunista o la Juventud Comunista; todos los que encontraba en la Liga habían sido expulsados de una o la otra de esas organizaciones.

La Liga había sido creada en 1930 y había tenido una vida agitada. En 1932, su dirección se encontraba en manos de dos grupos, Raymond Molinier y Pierre Frank de un lado, Pierre Naville y Gérard Rosenthal, del otro. El primer grupo, seguro de gozar de la confianza de Trotsky, era el que tenía preponderancia. Las diferencias de temperamento y de carácter entre Molinier y Naville eran una fuente constante de conflictos. En 1930 hubo una crisis que amenazó la existencia misma de la nueva organización. La paz tuvo que ser impuesta por Trotsky. Cuando adherí a la Liga, no había desacuerdos profundos entre los dos grupos y la vida interna de la organización era entonces relativamente calma. Pero el antagonismo entre Molinier y Naville habría de dominar la vida del grupo durante los años que siguieron.

El grupo francés formaba parte del movimiento trotskista internacional. Después de 1923 Trotsky había criticado la dirección de la Internacional Comunista por lo que consideraba desviaciones de la vía revolucionaria. Sin embargo, incluso luego de haber sido expulsado de Rusia por Stalin en 1929, Trotsky siempre consideró que su objetivo era reconducir a la Internacional Comunista al camino de la "Revolución", y no crear una organización rival. Aunque formalmente excluidos de las filas de la organización oficial, los trotskistas se consideraban parte de una oposición que por el momento estaba afuera, pero que un día recuperaría su lugar en las filas de la Internacional Comunista. "Nuestras ideas serán vuestras ideas y se expresarán en el programa de la Internacional Comunista", había escrito Trotsky unos años antes.

A mediados de 1932, el principal tema de disputa entre los trotskistas y los stalinistas era la situación en Alemania. Hitler ascendía en forma continua y los dos grandes partidos obreros, el Partido Socialdemócrata y el Partido Comunista, con millones de votos, permanecían desunidos e inertes. El Partido Comunista alemán, por orden de Stalin rechazaba toda acción común con los socialistas, identificándolos con los nazis. A principio de 1932, Stalin había hecho el profundo descubrimiento de que nazismo y socialdemocracia eran "gemelos". La actividad del Partido Comunista alemán descansaba sobre la teoría de que los socialistas eran, en realidad, "socialfascistas". Una publicación comunista oficial declaraba en julio de 1931: "Todas las fuerzas del Partido (Comunista alemán) deben ser lanzadas a la lucha contra la socialdemocracia". El peligro que representaba Hitler era minimizado y varias veces la dirección del Partido Comunista alemán anunció que el movimiento nazi estaba a punto de descomponerse. Trotsky tocó a rebato: denunció la política absurda del Partido Comunista alemán en una catarata de artículos y folletos, llenos de mordacidad y de inspiración. Si hoy echáramos una mirada hacia atrás, esos escritos aparecerían como los más brillantes de todos los que produjo en el exilio.

En julio de 1932 la situación empeoró bruscamente en Alemania, donde hubo un nuevo desplazamiento hacia la derecha. El Partido Comunista francés convocó, para el 27 de julio, a un gran mitin en Bullier, a fin de tratar de justificar la injustificable política del Partido Comunista alemán y de la Internacional Comunista. Bullier era un vasto salón de baile en lo alto del Boulevard Saint-Michel, capaz de contener varios miles de personas y se utilizaba de tanto en tanto para mítines políticos. La Liga había decidido hacerse oír. Queríamos explicar una vez más que las organizaciones socialistas y comunistas debían formar un frente unido contra Hitler. La sala estaba repleta. Y nosotros, apenas unos veinte, en medio de la multitud. Después de uno o dos discursos de oradores oficiales del Partido Comunista, quienes repitieron que en Alemania el enemigo principal era el Partido Socialdemócrata, nosotros abrimos fuego. Raymond Molinier gritó: "¡Pedimos la palabra para una declaración de cinco minutos!" Pudo agregar algunas palabras sobre la gravedad de la situación en Alemania y sobre la necesidad de un frente unido contra Hitler, pero no logró ir muy lejos. A una señal de Pierre Sémard, uno de los dirigentes del Partido Comunista francés y, sin duda, el que tenía ya una especialidad en perseguir a los trotskistas, los miembros del servicio de orden que ya nos habían ubicado y tomado posición alrededor nuestro, se apoderaron de unas sillas y empezaron a golpearnos. Yo fui uno de los que más recibieron. Me sacaron con la cabeza ensangrentada

Ya en el mes de junio Raymond Molinier me había preguntado si estaba dispuesto a partir a Prinkipo para ser secretario de Trotsky. Se necesitaba alguien y una de las razones que guiaron la elección de Molinier fue sin duda que yo leía ruso, idioma que me había puesto a aprender solo. Mi partida había sido demorada varias veces, pero el 13 de octubre me embarcaba en Marsella, en el Lamartine y, después de una escala en Nápoles y en el Pireo, desembarcaba en Estambul, el 20 por la mañana. Supe más tarde que Pierre Frank, que se encontraba entonces en Prinkipo, había venido a buscarme; pero, en mi apresuramiento, descendí tan rápido que nos desencontramos. Sin abandonar el muelle, tomé inmediatamente el barquito a álabes para Prinkipo, donde desembarqué al final de la mañana, valija en mano. Al llegar a la puerta de la casa, le di una nota al policía turco que allí se encontraba. Fue Jan Frankel quien salió a recibirme. Yo estaba conversando con él en el vestíbulo de la casa cuando Trotsky descendió de su escritorio. Estaba vestido con un traje de lino blanco. Volviéndose hacia Jan, dijo, refiriéndose a mí: "Se parece a Otto". Otto era Otto Schüssler, que vivía entonces allí; como yo, es rubio, pero el parecido se detiene allí: somos muy diferentes por el tamaño y la forma del rostro.

León Trotsky se había exiliado de Rusia a comienzos de 1929. Había llegado a Estambul, proveniente de Odessa el 12 de febrero de 1929, con su segunda esposa, Natalia, y su hijo mayor Liova que entonces tenía 23 años. Trotsky y Natalia habían dejado en Rusia a su hijo menor Serguei, un ingeniero que no se ocupaba de política. Dos meses después de su llegada, Trotsky, Natalia y Liova se instalaron en Prinkipo, una isla en el mar de Mármara. Zinaida, o Zina como le decía, la hija mayor de Trotsky, de su primer matrimonio, había dejado Rusia a fines de 1930 y llegado a Prinkipo el 8 de enero de 1931, con su hijo Vsievolod o Sieva, diminutivo de su nombre. Liova se fue de Prinkipo el 18 de febrero de 1931 para ir a Berlín, a fin de retomar sus estudios de ingeniería y también para participar en la política revolucionaria. Zina, por su parte, dejó Turquía el 22 de octubre de 1931, también con destino a Berlín para seguir un tratamiento médico, dejando a Sieva en Prinkipo.

A mi llegada allí encontré viviendo en la casa, como secretarios y custodios, a Jan Frankel, de Praga; Pierre Frank, de París y Otto Schüssler, de Leipzig. Una dactilógrafa rusa, Maria Ilinichna Pevsner, que tenía un departamento en Estambul, llegaba por las mañanas y se iba al final de la tarde; cuando el mar estaba peligroso, pasaba la noche en el hotelito de Prinkipo, el Hotel Savoy.

Jan Frankel, que había llegado a Prinkipo el 15 de abril de 1930 era, de alguna manera, el secretario titular. Su llegada había permitido que Liova pudiera partir a Berlín. Otto Schüssler, llegado en mayo de 1932, era miembro de la dirección del grupo trotskista alemán y Pierre Frank, llegado el 15 de julio de 1932, era miembro del grupo trotskista francés. Los dos habían venido a Prinkipo más bien como visitantes, visitantes cuyas visitas se habían prolongado pues había muchas cosas que hacer. En la práctica, esas diferencias no eran muy marcadas. En cuanto a mí, debía ocupar el lugar de Frankel, después de un período de formación.

Prinkipo es la más importante de las islas de un pequeño archipiélago del mar de Mármara. Este archipiélago comprende cuatro islas principales que están habitadas y cinco más pequeñas que no lo están. De las islas habitadas Prinkipo es la más distante de Estambul. La distancia es de unos treinta kilómetros y, en aquella época, los barcos que salían del puente de Gálata al desembarcadero de Prinkipo tardaban, con escalas en las otras islas, alrededor de una hora y media para hacer el viaje.

La isla de Prinkipo tiene una quincena de kilómetros de perímetro, pero estaba en gran parte despoblada. La población se concentraba en una aldea, casi una pequeña ciudad, cerca del embarcadero; a continuación algunas casas se escalonaban a lo largo de la costa norte de la isla y luego se hacían más raras hacia el oeste. La parte sudoeste de la isla estaba deshabitada. Alejándose de la costa hacia el interior de la isla, se ascendía bastante rápidamente. El punto más elevado estaba a unos 200 metros por encima del nivel del mar y cerca de allí había un monasterio ortodoxo griego. El interior de la isla estaba cubierto de pinos, cuyo fuerte perfume flotaba siempre en el aire. El suelo era rojizo. El mar y el cielo, a diferentes horas del día, tenían colores vivos y siempre cambiantes. Al amanecer o en el crepúsculo se veían unos violetas y malvas raramente vistos en otra parte.

Al este de la isla, a pocos kilómetros, se encuentra la costa asiática, al noroeste, mucho más lejos, apenas visibles, la costa de Europa. Halki, la isla habitada del archipiélago más cercana de Prinkipo, se encuentra al noroeste, a uno o dos kilómetros. El mar de Mármara, con sus islas y la costa asiática, la vegetación de Prinkipo, el cielo, todo eso junto formaba el sitio más bello del mundo. Yo volví a ver Prinkipo en 1973. En la isla hay muchas más construcciones. La costa asiática, donde en 1932 sólo estaba el pueblito de Kartal, es hoy en día un suburbio de Estambul, de casas apretadas. El mar de Mármara está contaminado y una fábrica de cemento despide, desde la costa asiática, un constante penacho de humo hacia el cielo de Prinkipo.

La base de la población de Prinkipo en 1932 era griega, aunque la administración y la policía estuvieran, evidentemente, en manos de los turcos. Todas las islas del archipiélago tienen un nombre griego y un nombre turco. Prinkipo en turco es Büyük Ada, la Gran Isla. En Prinkipo, Isla de Príncipes, el emperador de Bizancio relegaba allí a los príncipes en desgracia, a menudo después de haberles hecho saltar los ojos.

La casa que ocupaba Trotsky se encontraba en la costa norte, a un cuarto de hora de marcha a pie del desembarcadero, en el sitio en que las viviendas comenzaban a hacerse raras. La casa, que tenía unos cuarenta o cincuenta años, estaba sólidamente construida y había sido sin duda la residencia de verano de algún personaje importante de Estambul. Se encontraba en un gran jardín rectangular, al que dividía en dos partes, el lado de la calle y el lado del mar. El jardín estaba rodeado de bardas de unos dos metros de altura. Se accedía a la casa por una callecita cerrada, Hamladji Sokagi, que descendía hacia el mar. Después de haber atravesado una pequeña puerta de hierro a la entrada, se encontraba a la derecha una dependencia, donde había permanentemente una reducida guarnición de cuatro a seis policías turcos. Al doblar hacia la izquierda, un sendero conducía a la entrada principal de la casa. El jardín, bastante abandonado, estaba lleno de arbustos y de flores y a la siesta las lagartijas se calentaban al sol sobre las paredes. Se podía atravesar la casa y salir del lado del mar. De ahí el jardín descendía bruscamente hacia éste y el camino zigzagueaba en medio de una abundante vegetación mediterránea. Al final del jardín se abría una puerta y se llegaba al desembarcadero privado de la casa, sólidamente construido con enormes piedras.

La casa tenía dos pisos principales. En la planta baja, después de un vestíbulo, una gran habitación central, con ventanas amplias y una puerta vidriada que daba al mar, era utilizada como comedor. A la izquierda había, cerca de la entrada, una habitación que servía de sala de guardia, luego venía otra pieza que era, a mi llegada, el cuarto de Pierre Frank y de Otto Schüssler. A la derecha, estaban la cocina y otra pieza. El medio del primer piso formaba una galería amplia que terminaba en un balcón del lado del mar. En los costados de esta galería habían instalado contra la pared, estanterías, que estaban llenas de libros y de legajos. A la izquierda de la galería se encontraba el baño reservado a Trotsky y a Natalia, luego su dormitorio. A la derecha había, en primer lugar, una pieza que era de Jan Frankel y mía, después un pequeño estudio al que llamábamos la cancillería, donde trabajaba Maria Ilinichna y donde se acomodaban los legajos de la correspondencia y, finalmente, en esquina, el escritorio de Trotsky, grande, con ventanas a ambos lados, bien iluminado. En el segundo piso había una mansarda, donde ordenábamos las colecciones de diarios y de revistas y una pieza donde dormía la cocinera. No había teléfono en la casa. En caso de urgencia, se utilizaba el teléfono del Hotel Savoy, a diez minutos de marcha.

Toda la casa estaba escasamente amueblada. Más que vivir, parecía que acampábamos allí. Las paredes estaban pintadas a la cal. Pero la casa era espaciosa, seca y llena de luz.

Cuando Trotsky, Natalia y Liova llegaron de Estambul, vivieron durante cerca de tres semanas en el consulado soviético. Estaban allí en una situación ambigua, a la vez huéspedes y prisioneros. Era una situación transitoria que no duró mucho tiempo. El 5 de marzo dejaron el consulado y se instalaron en el Hotel Tokatliyan, en la calle principal de Pera. El 6 de marzo, Trotsky envió a Maurice Paz, en París, el siguiente telegrama: "Libres estamos hotel buscamos domicilio salud León". La primera palabra revela los sentimientos de Trotsky durante su estadía en el consulado soviético. Después de pasar unos días en el Hotel Tokatliyan, los nuevos emigrados se instalaron en un departamento amueblado que encontró Liova, en el sector llamado Bomonti del barrio Chichli de Estambul, en el número 29 de la calle Izzet Pashá. A fines de abril se instalaron en la casa Izzet Pashá (la calle y la casa tenían el mismo nombre, lo que engañó a algunos narradores), en Prinkipo. La casa, la cual yo conocí, se encuentra sobre la costa norte de la isla como aquélla en que viví, pero un poco más cerca del desembarcadero. Fue dañada por un incendio, del que volveré a hablar, en la noche del 28 de febrero al primero de marzo de 1931, cerca de las dos de la mañana. La mañana del incendio, Trotsky se fue a vivir durante tres semanas al Hotel Savoy. A fines de marzo abandona Prinkipo y se instala en una casa en la costa asiática, en Moda, un barrio de la pequeña ciudad de Kadikóy, en el número 22 de la calle Chifa. En enero de 1932 vuelve a vivir a Prinkipo, en la casa a donde llegué y que he descrito.

Heme aquí entonces en la casa, rápidamente integrado a la vida común. Una actividad importante, a la que tengo que adaptarme de inmediato, es la pesca. En el desembarcadero de la casa, en la parte baja del jardín, hay dos botes de unos dieciséis pies de largo cada uno. Uno de ellos tiene un motor fuera de borda. Un pescador griego, Kharalambos, un hombre joven, simple y puro, se ocupa de los botes y de los instrumentos de pesca. Partimos a la mañana, hacia las .cuatro y media. Todavía es de noche. Trotsky desciende el sendero que lleva al desembarcadero con paso firme. Algunas veces, bastante raramente, Natalia nos acompaña en esas salidas de pesca matutina. De los secretarios, uno o dos estamos allí. Uno de los policías turcos también viene. Abajo, Kharalambos tiene todo preparado y partimos rápidamente. Muy pronto, el cielo comienza a ponerse color malva. Es la pesca en pleno mar, activa, a veces extenuante, con líneas o redes, con diferentes técnicas, la que entonces dirige Kharalambos como un amo, de acuerdo a las estaciones y a las especies de peces. El mar de Mármara estaba en aquella época lleno de peces y traíamos grandes cantidades de pescado; había sobre todo rubios y pescados enormes que llamábamos palamouts y que son una especie de bonito, con la forma y los colores de la caballa, pero mucho más grandes; había muchos otros. Para el almuerzo comíamos muy a menudo pescado, pero eso apenas disminuía la cantidad que traíamos. El excedente lo donábamos al Hospital de Prinkipo.

A veces Kharalambos colocaba a la tarde nasas para pescar langostas que íbamos a levantar al día siguiente a la mañana. Un día volvimos con unas treinta piezas que Trotsky, muy orgulloso, hizo alinear sobre el piso del comedor. Algunas veces dejábamos las líneas con anzuelo durante la noche; pero sucedía que los tiburones venían a prenderse de esas líneas y cuando tirábamos de alguna de ellas aparecía un monstruo de dos metros que había que matar a tiros. En lo que se refiere a la pesca, se habían producido cierto número de accidentes antes de mi llegada que después me contaron; era un aspecto de lo que podía llamarse el folklore de Prinkipo. Un día, Jeanne, la compañera de Liova, acompañó a Trotsky a pescar. Jeanne tenía inclinaciones naturistas. Habían traído una red llena de peces, que agonizaban en el fondo del bote. Jeanne se puso, a brazos llenos, a arrojar los peces nuevamente al mar. Inútil decir que a Trotsky no le gustaban ese tipo de cosas. Otro incidente que formaba parte del folklore, fue un desperfecto en el motor durante una partida de pesca bastante lejos, del lado de Yalova. Hubo que acampar sobre la costa asiática y pasar la noche al aire libre.

De tanto en tanto, la pesca dejaba el lugar a la caza. Íbamos a cazar a la costa asiática, cerca de Kartal. Dejábamos el bote en la playa, con Kharalambos. Partíamos con el perro a través de terrenos incultos, cubiertos de arbustos, una especie de selva. La caza era exclusivamente de codornices; muy raramente, un conejo. Trotsky tenían un tiro de escopeta rápido y preciso. Pero era evidente que ese tipo de caza lo absorbía mucho menos que la pesca. La caza, por otro lado, era bastante poco abundante. La cacería muy pronto se convertía más bien en un ejercicio de marcha y Trotsky no dejaba de hacer preguntas sobre el trabajo en la casa ("¿Respondió usted esa carta?", etc.), que no hacía durante la pesca. También contaba historias de caza. Por ejemplo, cómo se caza el lobo en Siberia: un campesino corre muy velozmente, desenrollando un ovillo de hilo embadurnado de grasa y describiendo un amplio semicírculo que el lobo no podía atravesar.

Contaba así cómo Lenin llevaba a cazar a Zinoviev, que detestaba esa actividad y se ocultaba, siempre que podía, en un almiar de donde Lenin lo sacaba tirándolo de las botas. Hubo también algunos picnics en el campo sobre la costa asiática. De uno de ellos vine quemado por el sol y Natalia curó mis quemaduras con yogurt, a la manera rusa. Después de cuatro años de lucha contra Stalin en el interior del Partido Comunista ruso, Trotsky había sido excluido de ese partido a fin de 1927 y despojado de todas sus funciones oficiales. A principio de 1928, Stalin lo había deportado a Alma Atá, la ciudad principal de Kazajstán, en la parte oriental de Asia central soviética, a más de tres mil kilómetros de Moscú. Trotsky estuvo allí con Natalia y Liova. Era, por supuesto, estrechamente vigilado por la GPU, pero tenía aún cierta libertad. Recibía y enviaba cartas. Iba de caza. Trotsky me contó un día en Prinkipo que durante la estadía en Alma Atá, Liova y él habían estudiado de cerca, en los mapas, el camino que había que seguir para alcanzar la frontera china, que se encontraba a unos 200 kilómetros, para una eventual evasión en esa dirección. A fines de 1928, Stalin había llegado a la conclusión de que Trotsky no podía permanecer en Alma Atá. Asesinar a Trotsky en ese momento habría encontrado una oposición por parte de ciertos miembros del Politburó y habría podido enceguecer de rabia a algún joven trotskista, hasta el punto de llevarlo a cometer un atentado contra Stalin. Exiliar a Trotsky parecía la salida. Stalin vaciló largo tiempo. El tren que llevaba a Trotsky, Natalia y Liova, de Alma Atá a Rusia occidental se quedó parado durante doce días y doce noches en una vía muerta, a la espera de órdenes. Stalin se decidió finalmente y Trotsky fue enviado a Estambul. Probablemente Stalin pensó que, una vez en el extranjero, Trotsky permanecería aislado, sin amigos ni dinero, y que sería fácil desacreditarlo a los ojos del pueblo ruso si publicaba artículos en la prensa extranjera.

En 1932, Stalin habría de darse cuenta de que había cometido un error al dejar salir a Trotsky de Rusia. En el extranjero, Trotsky encontró nuevos amigos, publicó el Boletín de la Oposición en ruso y derramó una catarata de libros, folletos y artículos. La posibilidad de que Stalin quisiera "corregir" su error asesinando a Trotsky creció de año en año. Había también otro peligro. En esos años Estambul estaba llena de rusos blancos que habían combatido en la guerra civil y que no estaban exactamente bien dispuestos respecto de Trotsky. Además, los dos peligros podían fácilmente combinarse: mediante la GPU, Stalin podía manipular un ruso blanco para preparar un atentado contra Trotsky.

En 1932 el problema de la seguridad se había convertido en una preocupación constante en Prinkipo. La guardia nos llevaba gran parte del tiempo. Estábamos, por supuesto, siempre armados. En ese momento teníamos principalmente parabellum alemanas. Trotsky mismo tenía una curiosa y pequeña pistola automática que no sé de dónde había salido. Cuando Trotsky iba a la planta baja de la casa para comer, cerrábamos una parte de las ventanas y de las puertas de vidrio con postigos de hierro, y el que de nosotros estaba entonces de guardia, había comido más temprano y realizaba su misión en el jardín, alrededor de la casa. Por la noche, el que estaba de guardia permanecía en la sala de guardia, cerca de la entrada, y periódicamente hacía rondas, a veces con uno de los policías turcos. Nunca me hice demasiadas ilusiones acerca de la eficacia de nuestra vigilancia. Cuando un gran Estado, que dispone de medios financieros y técnicos inmensos, quiere eliminar a un individuo aislado, desprovisto de recursos, rodeado solamente de algunos amigos jóvenes, la partida es demasiado desigual. Ese escepticismo no disminuía nuestras ansias y nuestra devoción. Hacíamos lo que podíamos, diciéndonos que tal vez podríamos detener al menos el gesto de un desequilibrado. Un agente de la GPU, Blumkin, que había formado parte del secretariado militar de Trotsky durante la guerra civil, se encontró con Liova en una calle de Estambul y visitó clandestinamente a Trotsky en el verano de 1929. De regreso a Moscú, fue traicionado y Stalin lo hizo fusilar. En Prinkipo, Blumkin, que era un conocedor, había dicho a Trotsky que por lo menos hacía falta una veintena de hombres adiestrados para asegurar la guardia. Nosotros no éramos más que tres o cuatro y poco entrenados.

La guardia era fatigosa y probamos varios sistemas. De acuerdo a uno de ellos, nos relevábamos cada cuatro horas; de acuerdo a otro, uno de nosotros asumía la guardia por veinticuatro horas corridas. Nunca se logró nada verdaderamente satisfactorio. Éramos demasiado pocos. Ser despertado en pleno sueño a las dos de la mañana para tomar un turno de guardia es algo muy penoso cuando se repite durante meses y meses, y la falta de sueño constituye uno de mis recuerdos de Prinkipo. Cuando durante el día uno de nosotros se tendía un rato en la cama para descansar leyendo algo o para dormitar y, por una razón u otra, Trotsky entraba en el cuarto, no dejaba de exclamar: ¡Vean ustedes a 1a emigración rusa!

El cartero traía todas las mañanas (salvo el viernes, en ese tiempo día feriado en Turquía) un correo abundante. Cartas, diarios, libros, paquetes de documentos afluían del mundo entero. Abríamos todos los paquetes antes de entregárselos a Trotsky, pero las cartas se las dábamos sin abrir. La técnica del asesinato no permitía todavía en esa época -pensábamos- meter un artefacto mortífero dentro de un sobre delgado. Todos los días había algunas cartas excéntricas; algunas citaban la Biblia, otras proponían recetas para la salud o para la salvación del alma. Estaban también los coleccionistas de autógrafos.

El correo nos traía, con tres o cuatro días de atraso, los diarios de Europa occidental. Trotsky leía entonces con minucia Le Temps y la Deutsche Allgemeine Zeitung, anotándolos con lápiz rojo o azul. Algunos artículos se recortaban y archivaban. Por la mañana, llegaban los periódicos turcos del día, de los que por lo menos alcanzábamos a leer los titulares. Después del mediodía, íbamos al desembarcadero a comprar un pequeño diario francés y un pequeño diario alemán que se publicaban en Estambul, que traían los cables de las agencias de prensa.

Nuestros contactos con el mundo exterior se habían reducido al mínimo. Había una cocinera griega que dormía en la casa. A la mañana venía una criada griega a hacer la limpieza. Cuando fue la primera instalación en Prinkipo, en 1929, se intentó, por razones de seguridad, prescindir de servicio doméstico. Pero muy pronto hubo que renunciar a ese plan. He aquí lo que me escribió Jeanne Martin al respecto, en una carta fechada el 25 de febrero de 1959. "Cuando llegué a la casa, Raymond (Molinier) me preguntó si aparte de cierto trabajo de secretaria, de leer los diarios extranjeros (yo había elegido ocuparme del inglés), podría también cocinar para todo el mundo, con ayuda de Natalia.

Me explicó que no se podía, por razones de seguridad, buscar ninguna ayuda mercenaria, sobre todo para la cocina, como usted comprenderá. Acepté. Mi papel fue un poco delicado, difícil y muy pesado. Pues L. D. [1] exigía que los recortes le fueran entregados en el más breve plazo (usted recordará que revisábamos todos los periódicos que venían de Europa); por otro lado, yo tenía que asumir casi totalmente la compra de víveres en el mercado, la preparación de la comida y, con el régimen estricto a que debía someterse L. D., había que preparar dos tipos de comida diferentes; todo eso con un material primitivo. Las comidas debían servirse exactamente a las horas fijadas porque el empleo del tiempo de L. D. era muy estricto, como usted lo sabrá. Un día subió de nuevo a su escritorio y no quiso bajar porque no había encontrado la comida lista a la hora establecida; él no esperaba que lo llamaran a la mesa, bajaba y todo tenía que estar preparado. No decía una palabra, no se quejaba. Pero Natalia y yo estábamos desesperadas". El sistema, ciertamente, no podía marchar y fue necesario recurrir al servicio doméstico.

No teníamos, en el mundo turco, ni amigos ni conocidos. Nuestros únicos contactos en Estambul eran con el propietario de la casa, un armenio, al que todos los meses le pagábamos la renta, y con algunos comerciantes menores para la compra de papelería y los instrumentos de pesca. Durante mi estadía en Turquía, Trotsky fue una o dos veces a Estambul, a hacerse ver por el dentista. Alquilábamos una lancha grande a motor que venía a recogernos al desembarcadero mismo de la casa y nos llevaba directamente a Estambul.

No hubo ninguna dificultad con las autoridades turcas durante toda la estadía de Trotsky en Turquía. En el momento de su lucha por la independencia nacional en 1920, Kemal Pashá había recibido armas de la Rusia soviética y esas entregas de armas se habían hecho por intermedio de Trotsky, que entonces era comisario del pueblo en la guerra. Alguien que vino a visitar a Trotsky en 1933 dio mucho más tarde un informe de sus conversaciones con él y puso en la boca de Trotsky las siguientes palabras: "Cuando Turquía combatía a Grecia durante la guerra, yo ayudé a Kemal Pashá gracias al Ejército Rojo. Entre compañeros de armas esas cosas no se olvidan. Por eso Kemal Pashá no me enjauló a pesar de la presión de Stalin". Las palabras no son tal vez exactamente las que empleó Trotsky, pero los hechos son exactos. He oído también decir que en los primeros años de la revolución rusa, Lenin y Trotsky fueron designados miembros honorarios del parlamento turco. En septiembre de 1965 Gérard Rosenthal me hizo el siguiente relato: se encontraba en Prinkipo desde comienzos de 1930 (se quedó alrededor de dos meses). Kemal Pashá vino a visitar a cierto alto dignatario turco, quizás un ministro, que tenía una residencia en Prinkipo, cerca de la residencia Izzet Pashá, donde vivía entonces Trotsky. Envió un ayuda de campo para que preguntara a Trotsky si podía recibirlo. Este hizo responder que no se encontraba bien, sustrayéndose así a la visita. ¿Por qué? No podría responder nada con justeza.

Probablemente quería evitar todo contacto personal con Kemal Pashá que en ese momento perseguía a los comunistas turcos. Esa fue, según mi conocimiento, la única tentativa de comunicación entre las altas autoridades turcas y Trotsky. Cuando se decidió el viaje a Copenhague, en noviembre de 1932, las autoridades turcas dieron a Trotsky y a Natalia pasaportes turcos para extranjeros, sin ninguna dificultad. (Sus pasaportes soviéticos estaban vencidos y no podían ser renovados porque, mediante un decreto del 20 de febrero de 1932, Trotsky y sus allegados habían sido desposeídos de la nacionalidad soviética). Cuando regresamos de Copenhague, nos volvimos a instalar en Prinkipo sin ningún problema y los pasaportes turcos sirvieron de nuevo cuando partimos hacia Francia, en julio de 1933. De hecho, esos pasaportes turcos, vencidos desde hacía tiempo, fueron los únicos papeles de identidad con los que luego Trotsky y Natalia entraron en Noruega y posteriormente en México.

Las autoridades turcas siempre acordaron sin dificultad las visas, entonces necesarias para aquellas personas que deseaban visitar a Trotsky en Turquía o que tenían incluso que quedarse allí algún tiempo (como yo, por ejemplo). Bastaba con decir que se iba allí por asuntos de edición o de traducción.

En Prinkipo, los extranjeros iban a registrarse a la policía local. Para los habitantes de la casa todo era muy simple. Como ya dije, había una pequeña guarnición de policías turcos a la puerta. Su jefe, Omer Effendi, hablaba ruso y también un poco de francés y era seguramente por eso que había sido elegido. Era del Cáucaso y, en un momento de confianza, una noche me tarareó, muy bajo para que no lo oyeran los otros policías, una canción que comenzaba así: la ni Rousski, la ni Turtski, la Kavkavski. (No soy ruso, no soy turco, soy caucásico).

Las relaciones con las autoridades turcas fueron, entonces, correctas, pero nada más. No teníamos relaciones continuas con algunos altos funcionarios a quienes habríamos podido recurrir para arreglar pequeños asuntos (como fue luego el caso en México). Cuando Arne Swabeck, un trotskista norteamericano, llegó a Prinkipo en febrero de 1933, pasó por Berlín y Liova le remitió, para que nos la trajera, una radio de onda corta. En la frontera, el envío fue retenido por los aduaneros. Pasé dos días en la aduana de Estambul debatiéndome con la burocracia turca, para finalmente salir con la valija vacía, sin la radio.

Cuando Jeanne llegó a Prinkipo en 1929, le dijo a Trotsky: "Usted se parece a sus retratos". A lo cual él respondió: "¡Qué incómodo es! Como si uno fuera un mueble". Trotsky estaba lejos de ser un mueble. La vivacidad de sus gestos y de su discurso atraía inmediatamente la atención. Lo que impresionaba, ante todo, era la frente, muy alta, vertical pero no agrandada a causa de la calvicie. Después los ojos, azules, profundos, la mirada fuerte y segura de su fuerza. Durante su estadía en Francia, Trotsky tuvo que viajar frecuentemente de incógnito para simplificar los problemas de seguridad. Se afeitaba entonces la barba, asentaba sus cabellos a los costados, divididos por una raya al medio. Pero cuando se trataba de dejar la casa y de mezclarse con el público, a mí me daba terror: "No, es imposible, el primero que pase va a reconocerlo, no podrá cambiar su mirada [...]" Luego, cuando Trotsky se ponía a hablar, era la boca lo que atraía la atención. Ya sea que hablara ruso o un idioma extranjero, los labios se aplicaban a articular distintamente las palabras. Se irritaba cuando escuchaba a otros hablar de manera confusa y precipitada y se imponía siempre a sí mismo una elocución perfectamente clara. Solamente cuando se dirigía a Natalia en ruso, su discurso se volvía más apresurado y menos articulado hasta llegar a ser un murmullo. Cuando conversaba con sus visitas en su escritorio, las manos, al principio apoyadas sobre el borde de la mesa de trabajo, pronto se agitaban en gestos amplios y firmes, como si colaboraran con los labios a modelar la expresión del pensamiento. El rostro aureolado de cabello, el porte de la cabeza y toda la actitud del cuerpo eran orgullosos y altivos. Su altura era superior a la media, el pecho fuerte, la espalda ancha y robusta, pero la musculatura era fina y las piernas, en comparación con el tronco, parecían un poco delgadas. Un día, en México, por jugar, se midió conmigo. Me advirtió que tenía un centímetro menos que yo. Pero este centímetro no había sido medido científicamente y yo creo que es necesario alargarlo. Trotsky debía medir entre un metro setenta y siete y un metro setenta y ocho.

En el otoño de 1920, una inglesa, Clare Sheridan, escultora y prima de Winston Churchill, vino a Moscú a modelar las cabezas de varios dirigentes bolcheviques. En sus memorias, que no dejan de tener interés, escribe que Trotsky "me indicó hasta qué punto su rostro era asimétrico. Abrió la boca y castañeteó los dientes para mostrarme que su mandíbula inferior estaba torcida". Esos defectos no eran aparentes. Clare Sheridan observa asimismo: "Su nariz era también torcida y parecía que alguna vez se la hubiera quebrado". Luego, a continuación: "Le pedí que se quitara los quevedos porque me molestaban. Detesta sacárselos; dice sentirse Ždesarmado` y absolutamente perdido sin sus quevedos. Quitárselos, para él es como una especie de dolor físico; forman parte de él y, sin ellos su personalidad se transforma completamente. Es una lástima, pues esos quevedos estropean una cabeza que, sin ellos, sería clásica". A lo largo de todos los años que estuve cerca de él, sólo vi a Trotsky sin sus lentes dos o tres veces; casi nunca se los sacaba, salvo cuando estaba con Natalia a solas. Esos lentes eran demasiado gruesos y, sin ellos, los ojos parecían más pequeños y más cercanos uno de otro.

Lo que Trotsky escribía puede dividirse en tres partes: la correspondencia, los artículos y folletos, los grandes libros.

Había grupos trotskistas en una treintena de países. Cada uno de esos grupos estaba, la mayoría de las veces, dividido en dos o tres fracciones que libraban una dura lucha ideológica y organizativa. Desde el momento en que consideraba estar suficientemente informado, Trotsky intervenía directamente en esas luchas. Eso constituía una parte importante de su correspondencia. En casos menos críticos, escribía largas cartas, llenas de consejos. Dictaba en francés a Frank y a mí; en alemán a Otto o a Jan; para algunos que leían ruso, dictaba directamente a Maria Ilinichna. Cada dos o tres días dictaba una larga carta para Liova, que estaba entonces en Berlín. La correspondencia era clasificada en los archivos que se encontraban en la cancillería.

Los artículos eran suscitados por la actualidad política. Trotsky raramente tenía dos artículos en barbecho al mismo tiempo. El artículo podía ser una nota corta o alargarse hasta el punto de convertirse en un folleto o en un pequeño libro. Todos esos artículos, excepto más tarde algunos artículos cortos redactados en circunstancias difíciles, estaban escritos en ruso. Muchos fueron publicados en el Boletín de la Oposición. Una vez traducidos, se publicaban en la prensa trotskista a través del mundo. De tanto en tanto, destinaba un artículo de carácter más general a la prensa "burguesa", en Alemania o en los Estados Unidos, para conseguir un poco de dinero. Los grandes libros fueron Mi vida, La Historia de la revolución rusa, La Revolución traicionada y, posteriormente, el Lenin y el Stalin. En esos casos, el trabajo se extendía varios meses, a veces varios años y se llevaba a cabo conjuntamente con los otros escritos.

Esta división tripartita que acabo de esbozar no era, por supuesto, absolutamente estricta. En ciertas ocasiones un texto que había sido comenzado como una carta, adquiría un título y se convertía en un artículo. Algunos folletos como ¿Y ahora? alcanzaban a ser libros. La división permite, no obstante, introducir cierta organización en la masa de escritos dejados por Trotsky. Corresponde también a sus métodos de trabajo.

A mi llegada a Prinkipo partíamos a pescar o de caza a las cuatro y media de la mañana. Regresábamos hacia las ocho. Desayunábamos rápidamente y algo ligero. Maria Ilinichna llegaba y Trotsky se ponía a dictar. La cancillería, donde Maria Ilinichna se sentaba frente a la máquina de escribir, tenía una puerta que daba al escritorio de Trotsky. Este se ponía a andar de un lado para el otro, de su escritorio a la cancillería y, sin detenerse, dictaba, si no a plena voz, por lo menos en voz bastante alta. Eso duraba a menudo hasta la una de la tarde. Si y o estaba en mi cuarto, escuchaba esas frases martilleadas, rítmicas y melodiosas.

Podía entreverse cuál había sido la potencia de esa laringe ante una multitud, en una época en que el arte de la oratoria todavía no tenía a su disposición la técnica electrónica.

Las cartas en francés o en alemán, Trotsky nos las dictaba sentado frente a su escritorio. Manejaba bien el francés pero tenía algunas dificultades, sobre todo con el subjuntivo y las conjunciones. Lo hablaba, por cierto, con gran naturalidad. Por momentos la voz tomaba en francés un tono agudo que no tenía en ruso, la u francesa se escuchaba como i y la e muda se convertía en é cerrada. Por lo que yo pude juzgar, su sintaxis alemana era mejor que su sintaxis francesa y también su pronunciación. Más tarde habría de mejorar mucho su inglés; pero cuando en 1933, Swabech y posteriormente Shachtman estuvieron en Prinkipo, escribió con ellos las cartas en inglés.

Antes de mi llegada a Prinkipo, las traducciones del ruso al francés eran hechas en Francia por diversas personas. Maurice Parijanine tradujo al francés Moya Zhizn ("Mi vida"). Las fiorituras con que había adornado su traducción y sus notas personales que agregó al texto de Trotsky produjeron algunos altercados que Gérard Rosenthal contó en su libro sobre Trotsky[2]. Las cosas llegaron a arreglarse un poco. En la primavera de 1932, Raymond Molinier envió a Parijanine a Prinkipo, donde se quedó tres semanas. Trotsky le explicó que quería que las traducciones de sus escritos fueran precisas y claras, sin aditamentos, y le confió la traducción de la Historia de la Revolución Rusa.

Creo que Parijanine hizo incluso una parte de esa traducción en Turquía, bajo el control de Trotsky. En el mismo momento de mi llegada a Prinkipo se estaban corrigiendo las pruebas del segundo volumen. Trotsky encontraba que la traducción de Parijanine era todavía demasiado verbosa. Una de mis primeras tareas al llegar a Prinkipo fue recortar, con Frank, las volutas con que Parijanine había ornado la prosa de Trotsky. Después de mi llegada a Prinkipo me puse a traducir los artículos que éste escribía. Al principio, una vez que la traducción estaba lista, le leía el texto en francés, en su escritorio, mientras él seguía el texto ruso. Luego de algunas semanas, abandonó esa práctica.

El desayuno que, como ya dije, se tomaba de regreso de la pesca, cerca de las ocho y media, era simple y rápido, bebíamos té o comíamos queso de cabra. Natalia se ocupaba del té y lo servía a todo el mundo. Cuando el té estaba demasiado caliente, Trotsky, a la manera rusa, lo volcaba de la taza al platillo y lo bebía aspirándolo. A mí, que venía de Francia, cuando sucedió aquello por primera vez, me pareció que era algo que no debía hacerse.

El almuerzo era a la una, o un poco antes. Nunca duraba más de una media hora. Bebíamos agua. Hubo una botella de vino de los Dardanelos sobre la mesa el 7 de noviembre que, como se sabe, es al mismo tiempo el aniversario de la insurrección de Octubre y el del nacimiento de Trotsky. Muy a menudo comíamos pescado. La carne era presentada en albóndigas de carne picada, en tomates o pimientos rellenos y casi nunca era carne de carnicería. Trotsky no comía mucho. Además, parecía no prestar atención a lo que comía. Durante los siete años que comí tres veces por día, sentado a su derecha, nunca le oí hacer observación cualquiera sobre un platillo. Podía hablar de las diferencias entre las manzanas francesas y las manzanas americanas, pero no se trataba de sus gustos personales, sino que enunciaba observaciones sociológicas. En el retiro de Prinkipo, con ese grupo de personas que no variaba durante meses, no siempre hacía el gasto de una conversación. Me acuerdo de comidas, en periodos difíciles, en las que no pronunció ni una sola palabra. En general, eran observaciones sobre el trabajo, una noticia que había recibido en una carta o leído en un diario, observaciones políticas que volvíamos a encontrar, unos días más tarde, en un artículo y que había ensayado con nosotros. Alguna vez surgía algún recuerdo. Recuerdos de juventud, como esa vez en que había hecho el ridículo en casa de su primo de Odesa poniendo mostaza a un pollo. A veces, recuerdos del Kremlin, donde él vivió en un departamento próximo al de Lenin. De cada época de su vida, en fin, salvo de una: la guerra civil. A menudo lo oí comparar tal o cual episodio de la guerra civil rusa con un episodio de la guerra civil norteamericana o con la revolución mexicana, en particular más tarde, cuando en México encontró a hombres que habían tomado parte en ella. Pero ésas eran observaciones políticas. Recuerdos de carácter personal referidos a esa época jamás escuché ninguno. Sus comentarios sobre la gente eran muy a menudo sarcásticos. Los que se referían a sus enemigos y adversarios, por supuesto. Pero su sarcasmo era burla amistosa cuando se ejercía, muy a menudo, sobre quienes lo rodeaban. Por ejemplo, cuando Daladier era primer ministro, solía decirme: "Su amigo Daladier [...]". Evidentemente, yo no era de ningún modo responsable de Daladier. A un norteamericano podía llegar a decirle: "Su amigo Roosevelt [...]". Su conversación tenía frecuentemente ese tono mordaz. En su viaje a México, Bretón observó ese costado bromista de Trotsky.

Después del almuerzo, Trotsky tomaba una siesta y estaba prohibido entonces molestarlo por cualquier cosa que fuera, aun un telegrama Era en ese momento cuando leía cosas no políticas, por lo general una novela rusa o francesa. Es así como llegó a leer Los hombres de buena voluntad, de Jules Romains, a quien llamaba "un artista incomparable". Después de haber leído, dormitaba unos veinte minutos y la siesta terminaba a las cuatro. La vida recomenzaba en la casa.

Cuando yo llegué a Prinkipo, tomábamos el té todos juntos a la tarde, en el comedor, y se producían entonces las mismas conversaciones que durante el almuerzo. Más tarde, esa costumbre se perdió y Trotsky tomaba el té en su habitación, con Natalia. La cena era a las siete, ligera y breve. Después de ella Trotsky seguía todavía trabajando en su escritorio, luego se retiraba a su dormitorio cerca de las nueve o nueve y media. Dormía por lo general bastante mal y tomaba somníferos; Natalia solía lamentarse al día siguiente ante nosotros: "L. D. de nuevo tuvo que tomar nembutal anoche," Frankel me contó que en 1931, en el momento de las encarnizadas luchas de fracciones en el grupo trotskista francés, si al final del día llegaba un telegrama anunciando una nueva peripecia de la lucha, se ponía de acuerdo con Natalia para que no fuera entregado a Trotsky hasta el día siguiente, para no perturbarle la noche. Trotsky no fumaba y no toleraba que se fumara en su presencia.

Le gustaba poner nombres a la gente que lo rodeaba. Como a mí no me gustaba el té, logré, después de algún tiempo, que me dieran leche a la mañana. A partir de ese instante me convertí en "Molokan", el bebedor de leche, nombre de una secta rusa cuyos miembros se alimentaban de leche. Por haber logrado poner en marcha la bomba de agua, fui bautizado "el Tecnócrata", en la primavera de 1933, cuando la Tecnocracia hacía su aparición en la escena. Cuando tuve que hacer los trámites por las visas ante el consulado francés en Estambul, me convertí en el "ministro de Relaciones Exteriores".

Mucho tiempo después, en México, cuando yo ya conocía bien sus costumbres y sabía adelantarme a sus exigencias, fui "Uzhé" (Uyé), un sobre nombre que, al parecer, Lenin había dado a Sverdlov.

El primer visitante que llegó a Turquía luego del arribo de Trotsky a Estambul, fue un abogado francés, Maurice Paz, que llegó el 12 o 13 de marzo de 1929 y se quedó unas semanas. Era en París uno de los dirigentes del grupo de oposición que publicaba la revista Contre le courant. Las discusiones políticas que tuvo con Trotsky rápidamente se volvieron agrias.

Por añadidura, Paz no parecía olvidarse de que era abogado. He oído decir que le pidió a Trotsky que le reembolsara los gastos del viaje. No era el tipo de gente que Trotsky buscaba. Paz le recomendó una marca de tinta; Trotsky, siempre preocupado por su pluma y por todo lo que tuviera que ver con el acto de escribir, encontró que la tinta era buena y la adoptó. "Es lo único que hizo bien", decía Trotsky después, al hablar de Paz.

A fines de marzo llegó de París un joven desconocido que rápidamente conquistó a Trotsky. El 20 de abril, Trotsky escribió a Maurice Paz lo siguiente: "Personalmente, Raymond Molinier es uno de los hombres más serviciales, prácticos y enérgicos que se pueda imaginar. Fue él quien encontró un alojamiento, él quien discutió las condiciones con la propietaria, etc. Está muy decidido a quedarse con nosotros unos meses, con su mujer". Trotsky ciertamente se había dejado conquistar por Raymond Molinier. Unos meses más tarde, declaraba a alguien que había venido a visitarlo: "Raymond Molinier es la prefiguración del revolucionario comunista futuro". Raymond regresó a París en mayo; Jeanne, su mujer, cuyo nombre de soltera era Martin des Palliéres, se quedó unos meses más en Prinkipo, cumpliendo las funciones de secretaria francesa y, como ya hemos visto, de cocinera improvisada.

Alfred y Marguerite Rosmer llegaron un poco antes de fines de mayo. Eran viejos amigos de Trotsky. Rosmer y él se habían conocido en París, durante la primera guerra mundial, y se habían vuelto a encontrar en Rusia, en los primeros años de la revolución. Marguerite se quedó cuatro semanas, Alfred hasta mediados de julio. A comienzo de julio llegaron Gérard Rosenthal, Pierre y Denise Naville, para tomar parte en las discusiones que habrían de desembocar en la formación de un grupo trotskista común en Francia y en el lanzamiento de La Vérité. A fines de mayo había venido un lituano-austríaco, Jakob Frank (o Graef), que conocía el ruso y de quien hablaré de nuevo más adelante; cumplió funciones de secretario hasta fin de octubre. Robert Ranc, un francés elegido por Marguerite Rosmer, llegó a principios de octubre y se quedó algunos meses. Gérard Rosenthal vino de nuevo a fin de enero de 1930 y permaneció alrededor de dos meses.

De este modo, las idas y venidas prosiguieron. Jan Frankel arribó de Praga el 15 de abril de 1930, recomendado por Marguerite Rosmer. Se quedó bastante más tiempo que quienes lo habían precedido y fue su presencia lo que permitió a Liova partir a Berlín el 18 de febrero de 1931.

Durante uno de sus viajes periódicos a Turquía, Raymond Molinier vino con Jeanne y se volvió solo a París unas semanas más tarde, dejando a Jeanne en Prinkipo. En una de esas noches cálidas turcas, Jeanne y Liova se amaron. Jeanne consideraba el episodio como una aventura de una noche y pensaba regresar a París para reunirse con Raymond. Pero Liova se tomó el asunto mucho más en serio y habló incluso de suicidarse si Jeanne no se quedaba a vivir con él. Quedaron finalmente juntos y ella se ligó posteriormente mucho a él. Sus cartas luego de la muerte de Liova, en 1938, muestran una desesperación desgarradora. Trotsky se irritó mucho con Liova por su relación con Jeanne; pero ya hablaré más adelante de las relaciones de Trotsky con su hijo.

Unos días después de la partida de Liova a Berlín, en la noche del 28 de febrero al primero de marzo, a las dos de la mañana, los habitantes de la residencia Izzet Pashá fueron despertados por un incendio. Trotsky, Natalia y Zina se precipitaron al jardín. Frankel se quedó en la casa en llamas para arrojar los legajos del archivo por la ventana, hasta que los bomberos lo obligaron a salir. El incendio era del tipo que en inglés se llama un flash fire, es decir, un incendio que pasa rápidamente y se consume solo. Cuando estuve en Prinkipo, vi algunos libros con el lomo ennegrecido por el fuego, pero que no se habían quemado y estaban casi intactos. El incendio había sido originado por un calefón instalado en el desván que había sido dejado encendido durante la noche. El fuego sólo dañó el desván y el primer piso no llegó a derrumbarse. En el primer piso mismo, el incendio, al pasar tan rápidamente, no llegó a tocar dos armarios cerrados, cuyo contenido fue encontrado intacto. Se perdieron libros, una colección de fotografías de la época de la revolución, carpetas de recortes de diarios que habían sido ordenadas para un libro sobre la situación mundial, efectos personales, dos máquinas de escribir rusas. Se salvó el manuscrito del segundo tomo de la Historia, en el que estaba trabajando Trotsky, los legajos de correspondencia con los deportados de Siberia, en realidad todos los documentos importantes. Trotsky mismo consiguió sacar al salir el cuaderno de direcciones siberianas. En una conversación que tuve con Natalia en 1958, ella me manifestó que sólo se perdieron las cosas impresas, excepto tal vez unas cartas que estaban sobre el escritorio de Trotsky y sobre el de Maria Ilinichna, así como unas páginas de un manuscrito que Trotsky estaba escribiendo sobre el affaire Oustric de Francia. Unos años más tarde, en una carta, Trotsky declara que en el incendio se destruyó un manuscrito suyo sobre Marx y Engels. Pero me inclino a pensar que, en ese punto, la memoria le falló. Fue bastante después, a principio de 1933, cuando tuvo durante cierto tiempo el proyecto de escribir ese libro. En sus cartas de los primeros meses de 1931, no menciona tal trabajo y, en 1958, en la conversación que tuve con Natalia, ella negó que un manuscrito de esa naturaleza se hubiera perdido en el incendio.

Los sobrevivientes se fueron a instalar en el Hotel Savoy, donde ocuparon un pequeño pabellón en el patio, compuesto de tres habitaciones. Frankel habría de declarar más tarde: "Nos sentíamos todos abatidos y estábamos muy apenados por las pérdidas irreparables que había causado el incendio, todos, menos el compañero Trotsky. Una vez que nos hubimos instalado, desplegó sus manuscritos sobre la mesa, hizo venir a la dactilógrafa (que esa noche se había quedado en el Hotel Savoy) y se puso a dictarle capítulos de su libro como si nada hubiera pasado durante esa noche". Trotsky hizo exactamente lo mismo en circunstancias parecidas, como por ejemplo, el primer atentado en Coyoacán, la madrugada del 25 de mayo de 1940. Después de haberse aguantado, en medio de la noche, los disparos de los asesinos conducidos por Siqueiros y mientras esperaba la llegada de la policía mexicana, Trotsky se sentó a la mesa y se puso a escribir. Dictar o empuñar la pluma, eran para él medios de conservar su equilibrio moral.

Unos días después del incendio, Raymond y Henri Molinier llegaron de París y comenzó la búsqueda de una nueva vivienda. Se encontró una casa en Moda, un barrio de Kadikóy, en la costa asiática de la que hablé anteriormente; la instalación se realizó en los últimos días de marzo.

Desde mayo de 1929, Alfred y Marguerite Rosmer habían desempeñado el papel de órganos de transmisión entre Trotsky y el mundo exterior. Era en particular Marguerite la encargada de las relaciones con los editores y la que guardaba las sumas de dinero, nada extraordinarias, pero no obstante relativamente significativas, que producían los contratos por la autobiografía y la Historia. Luego se produjo la ruptura entre Trotsky y los Rosmer y esas funciones pasaron a Raymond Molinier.

A mi llegada a Prinkipo, las personas que estaban más cerca de Trotsky en lo que se refiere a las decisiones prácticas, eran Liova, entonces en Berlín, Jan Frankel, en Prinkipo, y Raymond Molinier, en París. Para algunas cuestiones bien definidas, Henri Molinier desempeñaba un papel importante.

El clima entre esa gente que rodeaba a Trotsky era marcadamente antinavillista. Liova y Frankel, sin hablar de los hermanos Molinier, en su apreciación de Naville establecían muchos menos matices que Trotsky quien, a pesar de los desacuerdos con Naville y de que muy a menudo estaba irritado contra él, conservaba respeto por sus cualidades intelectuales. En la habitación que yo compartía con él, Frankel guardaba, arriba de un armario, dos ejemplares de La Révolution surréaliste para mostrárselos a los recién llegados y hacerles ver, de este modo, los horrores del pasado surrealista de Naville.

Con los visitantes y recién llegados, Trotsky desplegaba toda su amabilidad. Hablaba, explicaba haciendo gestos, hacía preguntas, era por momentos verdaderamente encantador. La presencia de alguna mujer joven parecía animarlo aún más. Pero, cuanto más se había trabajado con él, más exigente era y más brusco solía ser su trato. La situación en que vivíamos tenía mucho que ver en eso. Teníamos que vivir meses juntos, que pronto serían años, día tras día, en un espacio restringido, con constantes medidas de seguridad. Todo estaba previsto, las visitas, las salidas. "Usted me trata como a un objeto", me dijo un día.

En su tercera emigración, de 1929 a 1940, las tres personas con las que se permitía ser más brusco fueron Liova, Jan Frankel y yo. Frankel me contó que en Prinkipo las relaciones entre Liova y su padre llegaron en un momento dado a un punto tal que Liova habló de ir al consulado soviético en Estambul para tramitar su regreso a Rusia. Frankel no me dijo lo que hizo Liova, pero en una carta de éste a su madre, fechada el 7 de julio de 1937, hay una frase misteriosa: "[...] si me hubieran autorizado a volver a la URSS en 1929 [...]", lo que parece indicar que Liova realmente fue a presentar una solicitud al consulado soviético y que ese pedido habría sido rechazado. Trotsky colmó toda medida cuando, el 15 de febrero de 1937, a propósito de un retraso en el envío de declaraciones sobre los procesos de Moscú, escribió a Liova, que estaba entonces en París: "Me es difícil decir de dónde recibo los peores golpes, si de Moscú o de París". En lo que a mí respecta, yo sentía que en mis relaciones con Trotsky había una modulación constante. Eran períodos de confianza alegre y cálida, seguidos, sin que se supiera muy bien por qué, de momentos taciturnos, incluso tensos. Curiosamente, Trotsky tuvo más tarde en México, con los norteamericanos, relaciones en cierta manera más simples, quizás un poco más reservadas, pero menos variables. Era ciertamente entonces más viejo, pero tal vez su impaciencia se debilitaba ante la placidez americana.

Para salir a pescar teníamos, como ya dije, un bote con motor fuera de borda. Luego de cada salida al mar, lo retirábamos del bote y lo hacíamos marchar durante unos minutos en un barril de agua dulce para purgar el sistema de enfriamiento del agua de mar, muy corrosiva, que había quedado en él. Un día de junio de 1933, al regresar de la pesca a la mañana, nos dimos cuenta de que no teníamos más aceite de la densidad requerida y que sólo nos quedaba un aceite de densidad diferente que se utilizaba en el invierno; decidimos entonces no utilizar el motor hasta que consiguiéramos el aceite apropiado. A la tarde me dispuse a enjuagar el motor en el barril; era urgente evacuar el agua de mar, aun cuando para ello fuera necesario que el motor marchara con un aceite de una densidad diferente. Puse entonces el motor en marcha en el barril, en la parte baja del jardín, cerca del desembarcadero. En el momento en que escuchó los traquidos del motor, Trotsky salió al balcón de la casa y me gritó, con todas sus fuerzas: "¡Pare eso inmediatamente!" En esos instantes era inútil intentar explicarle las cosas.

Trotsky tenía con los objetos relaciones limitadas y precisas. Había, en general, -cómo decirlo- cierta rigidez, cierta falta de naturalidad y de sentido de la improvisación en la manera como los manejaba. Alrededor suyo había cierto número de objetos que le eran familiares: la estilográfica, el motor del bote, los instrumentos de pesca, la escopeta de caza. Ellos tenían que ser tratados de acuerdo a ciertas reglas, difícilmente modificables. La adaptación a un nuevo objeto siempre era una operación relativamente complicada. La pluma contaba mucho. La elección de una nueva pluma exigía muchos ensayos. Los avíos de pesca eran objeto de un gran cuidado. Apreciaba mucho las líneas y los anzuelos que le traían o enviaban de los Estados Unidos. Manejaba el motor fuera de borda de acuerdo a las reglas que le habían indicado y sufría si alguien se apartaba de ellas, aunque fuera un poco. Frankel me contó en Prinkipo que, aun en Rusia, Trotsky había querido tener un automóvil propio y aprender a conducir. Joffe, un diplomático soviético amigo de Trotsky, le había hecho traer un Mercedes Benz, especialmente equipado con un motor muy poderoso. Trotsky se puso al volante y, a los 400 metros, se metió con el auto en una zanja. Ése fue el fin de su aprendizaje. En Saint-Palais, en el verano de 1933, no había en la casa, por razones de seguridad, más que trotskistas. Las tareas domésticas recaían sobre Jeanne Martin y Vera Lanis, ayudadas por todos los que entonces vivían alrededor de Trotsky. Sobre todo al atardecer, nos quedaba la tarea desagradable de lavar la vajilla. Una vez, Trotsky quiso ayudarnos. Empezó a secar cada plato y cada vaso con una minucia tal que la operación se prolongó hasta tarde en la noche, dejándonos a todos más cansados que si no nos hubiera ayudado.

Trotsky no tenía alrededor suyo ni adornos ni recuerdos. Durante un tiempo conservó cerca de su cama una fotografía de Rakovsky que había sido, sin duda, su amigo personal más cercano en Rusia. La fotografía había salido de Rusia en 1932, en condiciones difíciles. En abril de 1934, después de la capitulación de Rakovsky, yo estaba quemando papeles sin valor, viejos borradores, en el jardín de la residencia de Barbizon, cuando Trotsky se acercó y me dijo, tendiéndome la fotografía de Rakovsky: "Tenga, puede quemar esto también".

La mesa de su escritorio estaba siempre llena de papeles. Los ordenaba a su manera y siempre sabía perfectamente dónde se encontraba cada cosa. Nadie podía tocar nada de esa mesa; Natalia le quitaba el polvo muy por encima. En Prinkipo, Trotsky tenía en un escritorio un cofrecito de metal, que llamábamos el tesoro, y en el que guardaba las cartas más confidenciales. Posteriormente ya no guardaba nada en su escritorio: todo entraba a los archivos, clasificados por los secretarios. Las únicas cosas que no entraban en los legajos de los archivos, eran las cartas de Serguei, que Natalia guardaba en su cuarto.

Cuando llegué a Prinkipo, en Estambul se encontraba un norteamericano, B. J. Field (cuyo verdadero nombre era Gould) y su esposa, Esther. Ambos habían sido miembros del grupo trotskista norteamericano, pero habían sido expulsados en una de las luchas de fracciones. Field era economista de profesión y había trabajado para una firma de Wall Street. Era el momento en que la gran crisis tocaba fondo, Trotsky se interesaba mucho en la situación económica y apreciaba los conocimientos concretos de Field. Hubo entonces, en las semanas que siguieron a mi llegada, una serie de entrevistas. Nos reuníamos cerca de las cuatro y media de la tarde en el escritorio de Trotsky. La conversación era, si mal no recuerdo, en alemán. Trotsky tenía incluso el proyecto de escribir un libro en colaboración con Field sobre la situación económica mundial, pero nada surgió de ese proyecto. Durante esas sesiones, Esther Field, en un rincón, pintaba un retrato al óleo de Trotsky. No sé qué fue de ese retrato.

La primera vez que Raymond Molinier me pidió que fuera a Prinkipo fue en junio de 1933. Después, mi partida se postergó pues acababa de surgir la eventualidad de un viaje de Trotsky a Checoslovaquia, para consultar a unos médicos y pasar algún tiempo en una estación balnearia. Todo julio y agosto estuvimos inseguros respecto de ese viaje; por momentos las cosas parecían arreglarse pero luego el proyecto era puesto en duda por las vacilaciones del gobierno checoslovaco. En septiembre se hizo evidente que el viaje no se haría y fue entonces que se decidió mi propio viaje a Prinkipo. Cuando llegué allí, un nuevo proyecto se esbozaba, el de un viaje de Trotsky a Copenhague, para dar una conferencia, invitado por un grupo de estudiantes daneses. Nada estaba aún decidido en el momento en que yo llegué, pero a comienzos de noviembre todo se arregló bastante rápidamente. Tan rápidamente que muchos asuntos quedaron pendientes. Alguien tenía que quedarse a resolverlos y la suerte cayó sobre el que había llegado último, es decir, yo. Trotsky y los demás habitantes de la casa, excepto Sieva y yo, partieron el 14 de noviembre de 1932. Sieva tenía que ir a Viena, donde su madre iría a esperarlo; pero el cónsul austríaco en Estambul se negaba a conceder la visa, a ese muchachito de 6 años, sin instrucciones especiales, las que tardaban en llegar. Todo se arregló finalmente y el 23 de noviembre me embarqué con Sieva hacia Marsella. De ahí tomamos el tren a París, donde yo permanecí mientras Trotsky estaba en Copenhague.

Trotsky aceptó la invitación de los estudiantes daneses porque le daba la oportunidad de defender sus ideas mediante la palabra, encontrar un número relativamente grande de sus camaradas de ideas y porque, quizás, podría presentársele la posibilidad de establecerse en un país de Europa occidental. Discretos esfuerzos ante el gobierno danés para obtener una visa de estadía permanente, o aunque fuera sólo bastante prolongada, no tuvieron resultado. Ningún otro país ofreció residencia. Hubo que retomar el camino de Prinkipo. El gobierno francés ni siquiera permitió que Trotsky se detuviera en París. El 6 de diciembre, llegado de Dunkerque a la Gare du Nord a las 10 de la mañana, tenía que tomar a las 11 y 10 el tren de Marsella en la Gare de Lyon.

Las fechas de salida de los barcos eran tales que había que esperar una decena de días al próximo barco para Estambul. Las autoridades francesas se pusieron de acuerdo para permitir a Trotsky que pasara ese lapso en un suburbio de Marsella, alojado en una residencia que se rentaría para la ocasión. Henri Molinier fue entonces a Marsella para buscar una casa que conviniera y ponerla en condiciones. El 4 de diciembre, yo partía también de París a Marsella. El 5, con Henri trabajamos para dar los últimos toques al acomodo de la casa y el 6, tomé el tren hacia Avignon para esperar, allí, aquél en que llegaba Trotsky de París. En Avignon me encontré entonces con Trotsky. Esa fue la primera vez que vi a Liova. Luego, durante el viaje de Avignon a Marsella, viajé en el mismo compartimiento con Trotsky y Liova. Me puse a hablar del grupo trotskista de París, al que había tenido la ocasión de ver de cerca durante las anteriores semanas. Trotsky me paró. Estaba seguro -me dijo- de que la policía francesa había instalado micrófonos en el vagón. Traté de explicarle que era bastante difícil (con la técnica de ese momento), a causa del ruido de fondo, valerse de un micrófono disimulado en un tren en marcha, pero permaneció escéptico.

El tren hizo una parada excepcional en una pequeña estación de los alrededores de Marsella, Le Pas-des Lanciers. Era allí donde teníamos que encontrar a Henri Molinier quien nos esperaría con automóviles para ir a la mencionada residencia. Henri estaba efectivamente allí con los automóviles, pero había una contraorden. Las autoridades francesas habían decidido que teníamos que dirigirnos directamente al puerto y embarcarnos en un pequeño barco italiano, el Campidoglio, que partía para Estambul al día siguiente (ya era de noche). Fue una gran decepción, pero nada podía hacerse. Tomamos entonces el camino al muelle y llegamos al Campidoglio. Era verdaderamente un barco muy pequeño, viejo, que, según nos dijeron, transportaba yeso. La pasarela era casi una simple plancha, horizontal. Trotsky y Natalia subieron a bordo con Raymond Molinier. Yo todavía estaba en el muelle, arreglando diversos asuntos, cuando Trotsky reapareció, avanzando con pasos bruscos por la plancha que servía de pasarela. Pronto estuvo junto al comisario especial que se encontraba en el extremo de la misma, sobre el muelle. Trotsky agitaba su dedo bajo la nariz del comisario y le decía: "No podemos viajar en semejantes condiciones. El gobierno francés nos ha engañado". Esa fue una de las veces en que lo vi absolutamente furioso. "¿Cree usted tener el derecho de meterme por la fuerza de la policía francesa en un barco italiano?" gritaba. El comisario le respondió: "Sí", pero no tuvo la audacia de impedir físicamente que Trotsky pasara, aunque tenía a su disposición todos los medios del Estado francés. Natalia venía detrás, con Raymond. Era evidente que el barco de carga, un verdadero cascajo, no llevaba pasajeros normalmente, que algo había sido arreglado de prisa, a pedido de las autoridades francesas que querían ver a Trotsky lo más pronto posible fuera del territorio. Además de que iba a tardar más de 15 días para llegar a Estambul, el barco tenía que hacer escala varias veces, cargando y descargando mercaderías, con un ruido espantoso a cualquier hora del día y de la noche. Henos aquí, entonces, en el muelle, a la luz de proyectores, junto al desdichado Campidoglio. Es medianoche. Algunos de nosotros están sentados sobre las maletas. Muchos agentes de policía, de uniforme y de civil, nos rodean; pero no hay periodistas: evidentemente la policía francesa no tiene ningún interés en difundir sus planes.

Comienzan las discusiones. Llamadas telefónicas a París. Trotsky me dicta el texto de un largo telegrama que enviará a Herriot, entonces presidente del Consejo, a Chautemps, ministro del Interior, y a Monzie, ministro de Educación Nacional y en el que protesta por la manera como la policía francesa lo ha engañado. Alguien sugiere que podríamos tomar un barco italiano, un verdadero barco de pasajeros que llega a Estambul, si Italia concede una visa de tránsito. Como el Campidoglio no va a levar anclas antes de mediodía, la policía francesa permite a Trotsky y quienes lo acompañan puedan pasar el resto de la noche en un hotel de Marsella, dejando sentado que si a la mañana siguiente Italia no acuerda la visa de tránsito, Trotsky será metido por la fuerza en el Campidoglio.

Hacia las tres y media de la madrugada vamos a instalarnos, pues, en el Hotel Regina, en Marsella. El día para mí no ha terminado: tengo que montar guardia, sentado en una silla en el pasillo del hotel, a la puerta de la habitación de Trotsky y Natalia.

Al día siguiente, el 7 de diciembre, Henri Molinier va a primera hora al Consulado italiano. Llamada a Roma. La visa de tránsito es acordada. En la mitad de la tarde tomamos el tren para Vintimilla. Nosotros, es decir, Trotsky, Natalia, Jan Frankel, Otto Schüssler y yo. Trotsky y Natalia se han tenido que separar de Liova, que regresará a Berlín. En la frontera, un comisario especial italiano nos atiende. Las relaciones franco-italianas no eran excelentes en aquella época y, después del incidente de Marsella, el comisario italiano no puede contenerse de hacer un comentario burlón, indirectamente, sobre Francia. "Aquí, señor Trotsky, usted está libre", declara. Era evidentemente una exageración. La travesía de Italia se hacía en condiciones perfectamente determinadas y bajo el permanente control de la policía. De Vintimilla partimos hacia Génova y de Génova a Milán, a donde arribamos el 8 por la mañana. Casi inmediatamente volvimos a salir hacia Venecia, a la que llegamos poco después de las tres de la tarde para tomar allí el barco para Estambul. Al llegar nos encontramos con que el barco acababa de partir pero que, por tren, podíamos alcanzarlo en Brindisi, donde tenía que hacer escala. Mientras esperábamos la salida del tren, el comisario nos hizo visitar la ciudad y recorrimos los canales en una lancha. Cerca de las nueve de la noche tomamos el tren para Brindisi de donde al día siguiente, el 9 de diciembre, inmediatamente nos embarcamos en el vapor italiano Adria.

Mientras se sucedían todas estas tribulaciones, Trotsky estaba melancólico y taciturno. Durante unas semanas había vivido una vida llena de encuentros nuevos y ahora tenía que abandonar Europa occidental y volverse a sumergir en el aislamiento de Prinkipo. En la escala del Pireo, no descendió a tierra. Llegamos a Estambul el 11 a la noche, bastante tarde. Pasamos la noche a bordo y desembarcamos a la mañana siguiente. Pierre Frank, que había venido de París por tren, llegó antes que nosotros a Estambul y verificó, antes de nuestra llegada, que todo estaba en orden en la casa. Ése fue el fin del viaje a Copenhague.

La vida retomó su curso como antes en Prinkipo. Trotsky se puso a trabajar nuevamente. Parecía tener energías renovadas. Estaba decepcionado, ciertamente, por el rechazo que se le opuso a su intención de quedarse en Europa occidental, pero tal vez nunca creyó verdaderamente que habrían de autorizarlo. Su atención se concentró en dos temas, la situación económica en Rusia, extremadamente grave en ese momento, y la consolidación organizativa del movimiento trotskista internacional que comenzaba a hacer relativos progresos. Respecto de la economía rusa, tuve con él una conversación sobre las tasas de desarrollo; me procuré una tabla de logaritmos en la librería francesa de Pera y le tracé cierto número de curvas, basadas sobre diferentes tasas de crecimiento. Puso las hojas en su escritorio, pero no las utilizó. Tengo la impresión de que un argumento matemático no le era transparente, no le transmitía confianza.

La noche de Navidad hubo una gran tempestad. El mar estaba tan desencadenado que aun en el pequeño estanque interno del desembarcadero de la casa, los dos botes no estaban seguros; las olas pasaban por encima del muelle. Tuvimos que sacar, en plena noche, los botes del agua sólo con los brazos y llevarlos al jardín. Trotsky estaba junto a nosotros, lleno de vigor.

Cuando Trotsky dejó el consulado soviético de Estambul, el gobierno soviético le había dado una suma de 1 500 dólares, como "derechos de autor".Trotsky recibió también un pasaporte soviético. ¿Profesión? "¡Escritor!" Reportajes que le hicieron en la prensa mundial le significaron modestas sumas de dinero que le permitieron instalarse en Turquía. Los contratos editoriales, sobre todo por la autobiografía y la Historia, produjeron sumas más importantes. Una parte de ese dinero sirvió para financiar la publicación del Boletín de la Oposición y ayudó a que saliera cierta cantidad de publicaciones trotskistas, como La Vérité. Se enviaba también un poco de dinero a los deportados de Siberia. En la penuria en que se debatían en esa época todos los revolucionarios, los contratos literarios habían producido un relativo desahogo. Pero cuando yo llegué a Prinkipo, en octubre de 1932, el final de ese desahogo estaba cerca. El viaje a Copenhague, con los desplazamientos de un número bastante grande de personas, tuvo como saldo un importante déficit financiero, a pesar de las sumas que pagaron los organizadores dinamarqueses y la radio norteamericana. En los meses siguientes las dificultades recrudecieron. Pero de todo eso hablaré después. Jan Frankel dejó Prinkipo el 5 de enero para irse a París. Allí tenía que tomar parte en el trabajo del Secretariado Internacional, que pronto habría de ser transferido de Berlín a París.

El 5 de enero, Zina se suicidó con gas en Berlín. Fue encontrada muerta a las dos de la tarde. Liova envió a Natalia un telegrama que llegó el 6, apenas nos levantábamos de la mesa, después del almuerzo. Si mal no recuerdo, fue Pierre Frank el que estaba entonces de guardia y llevó el telegrama a Natalia, cuando ella alcanzaba el primer piso. Trotsky y Natalia se encerraron inmediatamente en su habitación, sin decirnos nada. Nos dimos cuenta de que algo grave había pasado, no sabíamos qué. Nos enteramos de la noticia por los diarios de la tarde. En los días que siguieron, Trotsky entreabría de tanto en tanto la puerta de su habitación para pedir una taza de té. Cuando, unos días más tarde, salió para ponerse de nuevo a trabajar, tenía los rasgos devastados. Dos profundas arrugas se le habían formado a cada lado de la nariz y le enmarcaban la boca. Su primer trabajo fue dictar una carta pública dirigida al Comité Central del Partido Comunista ruso en la que hacía recaer la responsabilidad de la muerte de su hija sobre Stalin.

Yo no conocí a Zina. Fueron Jan Frankel y Jeanne Martin quienes me hablaron de ella. De los cuatro hijos de Trotsky, ella era la que más se parecía físicamente a él y, en cierta manera, moralmente también. Las cartas que escribía a su padre eran llenas de pasión. Había salido de Rusia a fines de1930, con su hijo Vsievolod, nacido en 1926. El padre del niño, Platón Volkov, había sido deportado a Siberia. De la familia de Trotsky, ella fue la última en salir de Rusia. Había llegado a Prinkipo con su hijo el 8 de enero de 1931. De su estadía en Turquía sé muy poco. Partió hacia Berlín el 22 de octubre de 1931, dejando a Sieva. En Berlín se iba a encontrar con Liova y Jeanne Martin; tenía la intención de seguir un tratamiento psicoanalítico. Trotsky se irritó porque ella había dejado a Sieva en Prinkipo. El 30 de junio de 1932, escribía a Liova: "Mamá (Natalia) tiene los pies y manos absolutamente atados por Sieva, hay que apresurar lo más que se pueda el asunto Sieva". Esta última frase se refería a la partida eventual de Sieva a Alemania, donde se encontraría con su madre. Cuando yo llegué a Prinkipo, en octubre de 1932, Sieva todavía estaba allí. Era una muchachito dulce y tranquilo, iba todas las mañanas a la escuela y apenas se hacía notar en la casa. Natalia estaba lejos de tener pies y manos "absolutamente" atados por él.

En Berlín, Zina encontró un médico judío que hablaba fluidamente el ruso y empezó a hacerse tratar por él. Jeanne la veía mucho. Como ya conté antes, Sieva viajó de Prinkipo a París en noviembre de 1932. El 14 de diciembre partió de París a Berlín, donde se encontró con su madre a mediados de diciembre de 1932. He aquí lo que Jeanne Martin me escribió en una carta de fecha 27 de marzo de 1959:

"Usted sabe, Zina en definitiva se había olvidado un poco de Platón. Hacía tanto tiempo que se habían separado que no se le podría verdaderamente reprochar nada. Se estaba curando de su tuberculosis. No quería en absoluto regresar a Rusia, muy por el contrario. Era L. D. el que quería que ella pensara en regresar, pues había comenzado a comportarse de manera no muy razonable, desde varios puntos de vista. Temía sobre todo verse algún día obligada a regresar a Rusia. Tuvo realmente accesos de delirio y fue internada para que la trataran en una clínica, pero jamás llegó a perder su espíritu y todo eso, por otro lado, no duró mucho. El doctor, consultado una vez por nosotros sobre la cuestión Sieva, nos aconsejó dejarlo junto a ella; no veía ningún peligro para él en estar cerca de Zina. Vea usted, ella pensó alejarlo de su lado en el momento fatal. Su último pensamiento fue para él. Estaba también muy acomplejada y en realidad eso parece bastante natural, si puede decirse, cuando se conoce su vida anterior a la llegada a Berlín. Pero no pienso que haya sido solamente la inminencia, que ella sentía, de un regreso de su enfermedad mental, de la que la creíamos curada, puesto que había salido de la clínica y regresado a vivir libremente a su pensión, con Sieva, lo que la haya empujado a eliminarse. Estaba desesperada, pero de su desesperación yo solamente podría hablarle, no escribirle. Su desesperación debe haberse desplegado a lo largo de todos esos papeles que dejó en su casa, sin intentar destruirlos, sin siquiera haber pensado en hacerlo. Me pregunto por qué no destruimos todo eso, pero no era yo quien tenía que tomarla iniciativa. Y si León (Liova) creyó que había que conservarlos [...]. Lo cierto es que la policía se los llevó en dos allanamientos que hizo en mi casa (en París, calle Lacretelle), cuando la muerte de León y es terrible pensar que la policía puso sus sucias manos en esas cosas tan delicadas y dolorosas. Nunca pudieron ser recuperadas ni encontradas la huella, cuando después de la guerra se los reclamó oficialmente, con todos los papeles que se llevaron de casa. Había desaparecido todo, se nos dijo finalmente".

En una conversación que tuve con ella en septiembre de 1959, Jeanne mencionó todavía tres hechos. El primero, que en Berlín Zina no se confiaba a Liova. Incluso antes de suicidarse, sólo dejó a Jeanne una carta breve. Era una nota perfectamente lúcida en la que decía: "Ocúpense de Sieva, él es bueno". El segundo hecho, es que en el momento de su muerte, Zina estaba embarazada; Jeanne no hizo ningún comentario al respecto y yo no puedo decir más nada de eso. El tercer hecho es que durante el tratamiento psicoanalítico de Zina, Trotsky había mandado al psiquiatra las cartas que ella le había enviado; Trotsky pensó sin duda ayudar de este modo al médico; pero Zina lo supo y quedó profundamente herida. Las últimas cartas de Zina a su padre revelan que ella se sentía abandonada. El 14 de diciembre de 1932, le escribió: "Querido papá, sólo espero de ti siquiera unas pocas líneas". La tragedia personal que fue para Trotsky la muerte de su hija muy pronto desapareció en la tragedia política que se abatió sobre Europa. El 30 de enero de 1933, Hindenburg llamaba a Hitler a la cancillería del Reich. Se estableció, por entonces, en Alemania una situación bastarda. Los dos grandes partidos obreros y los sindicatos todavía estaban intactos, mientras que el partido nazi tenía el gobierno entre sus manos. El 2 de marzo, en una de esas reuniones de la tarde en su estudio, Trotsky nos dijo: "Se deben explotar todas las posibilidades a fondo. Es como si tuvieran ustedes que escalar una montaña abrupta que -creen ustedes- sólo les ofrece una pared lisa. Cuando se encuentran frente a ella, les parece imposible treparla. Pero si se valen de cada falla, de cada escalón natural, de cada intersticio, para aferrarse con las manos o para apoyar el pie, entonces pueden escalar el peñón más alto, en las condiciones más difíciles. Hay que tener valentía, y también prudencia y perspicacia". Las organizaciones obreras nada hicieron. Hitler se enardeció. La farsa del incendio del Reichstag le permitió barrer, a comienzos de marzo, los sindicatos y los partidos obreros y establecer su régimen totalitario.

La reacción de Trotsky no se hizo esperar. El 14 de marzo terminó su artículo titulado La tragédie du prolétariat allemand ("La tragedia del proletariado alemán") con un subtítulo: "Les ouvriers allemands se reléveront, le stalinisme ¡Jamais!" ("Los obreros alemanes se reincorporarán, el stalinismo ¡Jamás!"). Hay que recordar, una vez más que hasta entonces la actitud de Trotsky hacia las organizaciones comunistas oficiales había sido la de la reforma. El movimiento trotskista se presentaba como una oposición en el marco de la Tercera Internacional, aun cuando hubiese sido formalmente excluido de ella. Aquí y allá, al margen de la organización trotskista, algunos pequeños grupos o individuos habían hablado de una nueva Internacional, pero Trotsky siempre había rechazado decididamente la idea. El abandono de la política de la reforma indicaba, por lo tanto, una ruptura. Toda la actividad cotidiana de los grupos trotskistas había sido hasta ese momento tratar de hacerse oír por los miembros de las organizaciones comunistas oficiales. El cambio de política se hizo, por otro lado, en varias etapas.

Ya en esa reunión del 2 de marzo, Trotsky nos había dicho: "Estoy seguro de que si Hitler se queda con el timón en Alemania y el Partido (Comunista) se hunde, habrá que edificar entonces un nuevo partido. Pero la parte constitutiva más importante de ese partido vendrá del antiguo". No era ésa, entonces, más que una opinión hipotética. Después de la catástrofe del 5 de marzo, el artículo del 14 de marzo rechazaba como fenecida la política de la reforma del Partido Comunista alemán, pero mantenía esa política para los otros partidos de la Internacional Comunista, en particular para el partido ruso. No obstante, el problema de la Internacional en su conjunto no podía dejar de plantearse. En abril, el Comité ejecutivo de la Internacional Comunista había adoptado, por unanimidad, una resolución que declaraba que la política seguida por el Partido Comunista alemán "había sido enteramente correcta hasta el momento del golpe de Estado de Hilter inclusive". El Comité ejecutivo, bajo la orden de Stalin, cubría a Stalin. Hubo aquí y allá reacciones episódicas en las filas de los partidos comunistas; pero, como organización, la Internacional permanecía en el puño de Stalin. La política de la reforma perdía toda razón de ser.

El 15 de julio de 1933, Trotsky, bajo el pseudónimo de G. Gourov, dirigía a los grupos trotskistas un artículo titulado: "Es necesario construir de nuevo partidos comunistas y una Internacional comunista". En ese artículo, la política de la reforma había sido abandonada para el conjunto de las organizaciones comunistas dominadas por Stalin. Esta política -decía el artículo- se había vuelto ahora "utópica y reaccionaria". En ese renunciamiento a la política de la reforma el partido ruso planteaba un problema muy particular. Poco tiempo antes de su artículo del 15 de julio, Trotsky nos había dicho en Prinkipo, durante una junta: "Desde abril estamos por la reforma en todos los países, excepto Alemania, donde estamos por un partido nuevo. Podemos ahora asumir una posición simétrica, es decir, estar por un nuevo partido en todos los países, excepto la URSS, donde tenemos que estar por la reforma del partido bolchevique". Esta posición jamás fue formulada por escrito. Salvo, quizás, en una carta a Liova, pero ni de eso podría estar yo seguro. En todo caso, fue rápidamente abandonada.

El giro político coincidió, por azar, con un cambio de residencia. El 17 de julio, Trotsky dejaba Turquía para ir a instalarse a Francia. Cuando desembarcó, el 24 de julio, las traducciones del artículo del 15 de julio apenas habían llegado a las manos de los dirigentes de los diversos grupos trotskistas. Durante las semanas que siguieron, las primeras en Francia, la nueva política provocó abundantes discusiones. Pero de todo eso hablaré más adelante.

En esa primavera de 1933, igualmente cambiaron las comunicaciones con Rusia o, mejor dicho, cesaron. Cuando los jefes de la oposición de izquierda fueron deportados a Siberia, a fines de 1927 y comienzo de 1928, pudieron, durante los seis primeros meses del año 1928, escribirse libremente. Eran hombres que habían ocupado posiciones importantes en el aparato estatal, en puestos políticos, económicos o diplomáticos. La correspondencia que se intercambió entre los diversos lugares de deportación de Siberia contiene estudios en profundidad sobre los problemas políticos y económicos del momento. Algunas cartas son verdaderos pequeños tratados de teoría marxista. En la segunda mitad de 1928 la censura se volvió más severa, pero los deportados se comunicaban todavía entre ellos, muy frecuentemente a través de postales o telegramas. En Alma Atá, como más tarde me contó Natalia, Trotsky y el grupo de opositores que se había quedado en Moscú, aún se comunicaban. Cuando un vaso con flores aparecía en cierta ventana, era señal de que acababa de llegar un correo de Moscú. Era Liova el que se ocupaba de esos contactos.

Después de su llegada a Turquía, Trotsky siguió en relación con cierto número de deportados siberianos, quizás con una veintena. No escribían a Prinkipo sino a diferentes direcciones en Francia y Alemania. Muy a menudo eran postales; no se daban más que noticias personales, pero eso solo era ya importante. Con los años, las comunicaciones se hicieron cada vez más intermitentes; en 1932, sin embargo, todavía llegaron a pasar noticias; incluso llegó esa fotografía de Rakovsky de la que ya he hablado. Liova, primero en Prinkipo y luego en Berlín, era el centro de esos intercambios. De tanto en tanto se enviaba una pequeña suma de dinero.

Las comunicaciones con los opositores de Moscú o Leningrado habían cesado. Única excepción, la madre de Zina, Alexandra Lvovna Bronstein, que vivía en Leningrado. Zina se escribía con ella. A la muerte de Zina, Trotsky recibió una carta de Alexandra Lvovna y le respondió. Escribió la carta a mano y me entregó el sobre cerrado, sobre el cual había escrito la dirección con su letra de imprenta. Me pidió que enviara la carta certificada, con aviso de recepción. El aviso de recepción no llegó nunca.

En ese momento, en los primeros meses de 1933, las comunicaciones con Rusia habían cesado completamente. Hubo que esperar varios años hasta que llegaran noticias directas de Rusia, a través de los sobrevivientes: Tarov, Ciliga, Víctor Serge, Reiss, Krivistky. Las relaciones con los grupos opositores de Siberia habían cesado entonces completamente desde hacía mucho tiempo.

En mayo de 1933 supimos por los diarios que Máximo Gorki regresaba de Italia a Rusia a bordo de un barco soviético, el Jean Jaurés, que haría escala en Estambul. Trotsky nos aconsejó, a Pierre Frank y a mí, que tratáramos de ver a Gorki para obtener informaciones sobre los deportados trotskistas en Siberia. El día indicado por los diarios, encontramos el Jean Jaurés amarrado a un muelle de Estambul y subimos a bordo. Se nos preguntó quiénes éramos y qué queríamos. "Somos comunistas franceses y queremos ver a Gorki". Cuatro o cinco mocetones bien robustos vinieron inmediatamente y tomaron posición en torno nuestro. Pronto se presentó Pechkov, el hijo adoptivo de Gorki. Le dijimos quiénes éramos exactamente. No dio muestras de ninguna hostilidad hacia nosotros. Su padre adoptivo no estaba bien, nos dijo, y no nos podía atender; nos preguntó que podía hacer él por nosotros. Le hablamos de Rakovsky, sobre el que recientemente habían llegado noticias inquietantes de Rusia. Uno o dos ángeles de la guarda paraban la oreja. Pechkov nos prometió que hablaría de ello a Gorki y abandonamos el barco. Naturalmente, nunca nos llegó ninguna noticia de ese lado.

Los primeros seis meses de 1933 marcaron igualmente un gran cambio físico en Trotsky. Ya he relatado como a la muerte de Zina dos arrugas se le habían formado en el rostro. La vida recomenzó su curso, pero las arrugas no desaparecieron y poco a poco se profundizaron. Cuando yo llegué a Prinkipo en octubre de 1932 Trotsky tenía, ciertamente, canas, pero todavía tenía algunos cabellos negros. El rostro y la cabeza aún no eran tan diferentes de los que presentan las fotografías de 1924 o 1925. En esos primeros meses de 1933, los cabellos se volvieron blancos. A menudo, en lugar de tirárselos exageradamente hacia atrás, se los peinaba lacios, al costado. En unos meses, casi en unas semanas, adquirió la fisonomía que habría de tener, aproximadamente, hasta su muerte. Quienes conocieron a Trotsky en el transcurso de su vida frecuentemente han advertido el cuidado que ponía en la ropa. Yo mismo, al llegar a Prinkipo, lo vi vestido todo de lino blanco. Fue en esa primavera de 1933 cuando comenzó a mostrar menos cuidado por la ropa. El tiempo también aportaba su cuota: febrero fue un mes muy frío, vientos helados soplaban del mar Negro. La casa no tenía calefacción, sino apenas unas especies de braseros. El viento azotaba como una tempestad y la pesca se volvía impracticable durante días y días. Un día, después de almorzar, no habiendo podido pescar durante una semana, nos consultamos mutuamente Natalia, Frank, Otto y yo. Nos tenía inquietos esa falta de actividad física para Trotsky y yo fui entonces encargado de proponerle ir a cazar unos conejos en la Pequeña Isla, Kütchük Ada, un islote deshabitado al sudoeste de Prinkipo. Golpeé a la puerta de su estudio. "¡Sí!". Entré y le expuse el proyecto. "¡Bah! ¡Cazar conejos!", dijo con desdén. No le interesaba.

Poco a poco las grandes salidas a pescar de la mañana fueron abandonadas. Salíamos ahora hacia las cuatro y media de la tarde, después de la siesta, y no íbamos lejos. A menudo nos quedábamos muy cerca, sin perder de vista la casa. Hacíamos algunos intentos y si eran infructuosos, Trotsky se alzaba de hombros y decía "¡Niet rybi!" (No hay pescado) y regresábamos.

Fue en una de esas pequeñas salidas a pescar de la tarde que casi encontramos la muerte. Debía ser por mayo. Habíamos partido cerca de las cuatro y media, Trotsky, Kharalambos y yo. No pensábamos ir muy lejos, no habíamos llevado siquiera al policía turco como era la costumbre, lo cual probablemente, como ya veremos, sirvió para salvarnos la vida. El cielo estaba gris, pero el tiempo parecía calmo y Kharalambos había dado su autorización.

Ya no se veía la casa, pero estábamos todavía entre Prinkipo y Halki, cuando un viento norte se levantó. En unos minutos fue una tempestad. Kharalambos, quien vio inmediatamente el peligro, detuvo el motor. Nos dijo que nos acostáramos en el piso del bote para bajar el centro de gravedad, y se puso a maniobrar la espadilla. Trotsky y yo estábamos tirados en el fondo del bote, semicubiertos de agua. A cada ola, el bote subía y volvía a caer con un ruido sordo. Con una mano Kharalambos maniobraba el remo; con la otra, achicaba. Eso duró quizás una media hora. Empujado por el viento y aunque apenas guiado por Kharalambos, el bote poco a poco pudo ser conducido hacia el lado sur de la isla, donde encontró aguas más calmas. Pudimos abordar e hicimos fuego para secarnos. Yo volví a pie con Trotsky, mientras Kharalambos esperaba con el bote que mejorara un poco el tiempo. Entretanto, Natalia, que había visto el peligro desde la casa, salió con Pierre Frank en un coche tirado por caballos para ver qué había sucedido y, eventualmente, venir en nuestra ayuda. Pero en la parte oeste de la isla, donde nos encontrábamos, el camino se aparta mucho de la costa y se dirige hacia los bosques de pinos, por eso ella y Frank no habían podido vernos. Fue una felicidad volvernos a encontrar todos en la casa. Pierre Naville y Gérard Rosenthal han señalado, cada uno por su lado, en sus recuerdos, cómo, de 1929 a 1931, Trotsky empleó la palabra "fusilar" en la conversación. Yo mismo, cuando llegué a Prinkipo, más de una vez lo oí decir, a propósito de adversarios que lo irritaban: "¡Ah! Habría que fusilarlos! [...]" En aquella primavera de 1933, la palabra desapareció de su vocabulario. Dejó de permitirse ese tipo de ironía.

Fue también en ese momento cuando las dificultades financieras se agravaron. Después de la llegada de Hitler al poder dejaron de llegar los derechos de autor que venían de Alemania. Los derechos de autor en los Estados Unidos, que eran los ingresos más claros y que se depositaban en una cuenta bancaria en Nueva York, se depreciaron cuando Roosevelt devaluó el dólar en abril de 1933. Al regreso de Copenhague, Trotsky no tenia en cierne ningún libro. Pensó en un momento dado escribir un libro sobre la situación económica y política mundial, luego, un relato de las relaciones entre Marx y Engels (La novela de una gran amistad), una historia del Ejército Rojo, retratos de diplomáticos soviéticos (Rakovsky, Joffe, Vorovsky y Krassin). Todo eso quedó en proyectos. No firmó ningún contrato, por lo tanto, no hubo tampoco derechos de autor. Los artículos que pagaba la prensa mundial se hicieron esporádicos: Trotsky estaba absorbido por preocupaciones políticas y, por otra parte, los directores de periódicos y de revistas apenas disponían de recursos. El 27 de abril de 1933 escribí a Liova que nos quedaba en total y para todo 1780 dólares y que las perspectivas de obtener algo en un futuro más o menos cercano eran sombrías. Natalia y yo hacíamos cuentas tratando de reducir los gastos de todos lados. Una norteamericana, Sara Jacobs, que conocía el ruso y era miembro de la organización trotskista norteamericana, se había ofrecido para venir a Prinkipo como dactilógrafa. Eso significaba economizar el sueldo de Maria Ilinichna. Sara llegó en junio y el 18 Maria Ilinichna dejó su trabajo.

Se habían producido, por otro lado, desde el regreso de Copenhague, algunas llegadas y partidas. Jan Frankel se había ido, como ya dije, el 5 de enero. Ame Swabeck, entonces uno de los dirigentes del grupo trotskista norteamericano, llegó en febrero y se quedó unas semanas. El 10 de abril, Otto Schüssler se fue para ir a establecerse en Praga y trabajar en la publicación de un nuevo diario trotskista alemán en el exilio, el Unser Wort. Como secretario alemán habría de ser reemplazado por Rudolf Klement, un joven estudiante de Hamburgo, quien llegó el 27 de abril. Max Shachtman, uno de los dirigentes del grupo trotskista norteamericano llegó el 23 de mayo y se fue de Turquía con nosotros, cuando en julio partimos a Francia. Pierre Frank dejó Prinkipo el 22 de junio, para regresar a París. Erwin Ackerknecht (Eugen Bauer), en ese entonces el principal dirigente del grupo trotskista alemán, llegó el 7 de julio, pero su estadía fue breve, pues teníamos que salir para Francia pocos días más tarde. Esas llegadas, que se escalonaban a intervalos de dos o tres meses, siempre eran un pequeño acontecimiento en la vida de la casa.

En 1933 todavía había malaria en Prinkipo. En la casa todos tomábamos quinina, lo que nos dejaba un poco sordos. A pesar de la quinina, yo tuve en mayo de 1933 accesos de fiebre cada vez más frecuentes y hubo que decidir mi internación en el hospital francés de Estambul. El médico principal del hospital era francés, el profesor Gassin. Durante las pocas semanas que Trotsky estuvo en el Consulado soviético de Estambul, Minsky, el agente principal de la GPU, le dio información acerca de los agentes secretos de las grandes potencias en Turquía. Le había indicado, en particular, que el doctor Gassin era uno de los jefes del espionaje francés en esa parte del mundo. Trotsky, o alguien de la casa, hizo, creo, más tarde una consulta médica al doctor. El 25 de mayo por la mañana, poco antes de mi partida hacia el hospital, cuando me encontraba en cama con fiebre, Trotsky vino a verme a mi habitación. Me reveló las actividades del doctor Gassin y luego me dijo: "¡Oh! usted sabe, el hospital, no se está mal allí; se está casi tan bien como en la cárcel; se puede leer en paz". Pasé una decena de días en el hospital.

A comienzos de junio, Georges Simenon estuvo de paso en Estambul y envió a Trotsky una carta pidiéndole una entrevista para Paris-Soir. Trotsky lo recibió el 6 de junio y le entregó una declaración bastante larga, que fue publicada. Se pueden citar las siguientes líneas: "El fascismo y, sobre todo, el nacionalsocialismo alemán significan para Europa un peligro incuestionable de sacudimientos bélicos. Al estar al margen, tal vez yo me equivoque, pero me parece que no nos damos lo suficientemente cuenta de toda la amplitud de ese peligro. Si se tiene en vista una perspectiva, no de meses, sino de años -pero no de decenas de años, en todo caso- , considero como absolutamente inevitable una explosión guerrera por parte de la Alemania fascista. Esa es precisamente una cuestión que puede ser decisiva para la suerte de Europa". Hoy en día, esas palabras pueden parecer triviales, justamente porque la historia las ha confirmado con una exactitud tan tremenda. Pero si echamos un vistazo sobre lo que los políticos y periodistas decían en ese momento, entonces, cuando todavía la gente se hacía tantas ilusiones sobre el papel del führer, se verifica su fuerza profética. En la conversación, Simenon preguntó a Trotsky si estaba listo para "retomar el servicio activo en Rusia"; Trotsky dijo sí con un movimiento de cabeza. Simenon le dejó a Trotsky una de sus novelas. La acción se desarrollaba en África. Trotsky leyó el libro y lo elogió: había encontrado que la explotación de los negros estaba muy bien descrita.

Fue Maurice Parijanine quien emprendió, después de la formación del gobierno de Daladier, a comienzos de 1983, una campaña para que se autorizara a Trotsky residir en Francia. Se dirigió a cierto número de parlamentarios y personalidades políticas. Llevó adelante su campaña con vigor y habilidad. Trotsky había dado su acuerdo, había incluso escrito las cartas que le había pedido Parijanine que escribiera, pero alimentaba pocas esperanzas. Todavía estaba bajo el decreto de expulsión dictado contra él por el gobierno francés en 1916. Mucha agua había corrido bajo los puentes desde aquel entonces. Pero la administración seguía siendo la misma. El 4 de julio Parijanine pudo escribir a Trotsky diciéndole que el decreto de expulsión había sido revocado. En Prinkipo, ésa fue una buena sorpresa. El 12 de julio yo me dirigía al consulado francés de Estambul para hacer visar los pasaportes de Trotsky y de Natalia. Todo se hizo muy simplemente. Las visas fueron concedidas sin restricciones explícitas.

Había que organizar ahora la mudanza. Ya no se trataba de un viaje de ida y vuelta, como cuando se realizó la partida hacia Copenhague. Los archivos y los libros fueron embalados en grandes cajones. El 15 de julio, Frankel llegó de París. Habría de quedarse hasta después de nuestra partida para arreglar la cuestión de la casa con el propietario, vender los botes y otras pertenencias. El 17 de julio nos embarcamos en la nave italiana Bulgaria, con destino a Marsella, Trotsky, Natalia, Max Shachtman, Sara Jacobs, Rudolf Klement y yo. Una chalana fue traída hasta el desembarcadero de la casa para recoger los cajones y llevarlos directamente al barco. A último momento, una chalupa vino a recogernos. El barco soltó amarras al final de la tarde. Cuando el sol se ocultaba, estábamos ya en el mar de Mármara y, sobre el puente, Trotsky miraba cómo Estambul desaparecía en el horizonte.

 

 

II.

Francia

 

En la escala del Pireo, Trotsky y Natalia se quedaron a bordo. En Catania, yo descendí a tierra con Natalia. Quizás también en Nápoles. Trotsky permaneció a bordo durante todo el viaje. Sufría de lumbago. Pasó, por así decir, todo el viaje en su cabina y la mayor parte del tiempo acostado. Escribió un breve artículo sobre el libro de Ignazio Silone, Fontamara. Agregó un toque de ironía al artículo fechándolo así: "A bordo del Bulgaria, 19 de julio de1933", pues era un libro contra el fascismo y nosotros estábamos en un barco italiano.

El 24 de julio por la mañana nos acercábamos a Marsella. El capitán nos informó que había recibido instrucciones por radio según las cuales el barco debía detenerse en un determinado lugar en alta mar, a la altura de Marsella, y esperar allí una lancha de la policía. Pensamos que íbamos a bajar todo sen esa lancha y, en consecuencia, nos preparamos. De pronto, la lancha apareció y abordó el barco. La única persona que subió al buque fue Liova. Me entregó una carta que contenía instrucciones sobre lo que tenía que hacer y descendió rápidamente en la lancha con su padre y su madre, con algunas maletas de mano solamente. La lancha, donde también había policías franceses, desapareció rápidamente. El barco reanudó su marcha hacia el puerto. Todo sucedió tan velozmente que nos habíamos quedado con las pistolas, lo cual me ocasionó luego dificultades con la aduana francesa. Según las instrucciones de Liova yo debía partir de Marsella a Lyon por tren, con algunas valijas; de Lyon, después de haberme asegurado que ningún periodista seguía mis pasos, debía atravesar Francia y reunirme con Liova en la estación de Saintes, cerca de la costa atlántica, dos días después a una determinada hora de la mañana. Los otros miembros de nuestro grupo debían partir a París con la totalidad del equipaje y quedarse allí hasta nueva orden. Las medidas estaban destinadas a despistar a los periodistas y, en lo posible a la GPU. El 26 por la mañana me encontré entonces con Liova en la estación de Saintes y llegamos enseguida a la residencia donde estaba Trotsky. Era cerca de Saint-Palais, a unos diez kilómetros al norte de Royan. La casa se encontraba junto al mar, en un lugar donde la costa era rocosa y escarpada, a uno o dos kilómetros al norte del centro de Saint-Palais, no lejos de una playa llamada la Grande Cote. La residencia, Les Embruns (Las Brumas) estaba rodeada de un gran jardín y no había vecinos cercanos. Raymond Molinier la había descubierto y fue bien elegida. Además, eran las vacaciones; toda la costa era un lugar de veraneo y en las semanas siguientes nadie habría de prestar una particular atención a los habitantes de la casa, aun cuando su manera de vivir saliera un poco de lo común.

Me contaron el viaje de Marsella a Saint-Palais. La lancha había llegado a Cassis. Allí, un comisario especial de la Seguridad había hecho firmar a Trotsky una notificación que le acordaba el permiso de residir en Francia en las mismas condiciones que cualquier otro extranjero, sin ninguna restricción particular. De Cassis salieron en automóvil por Aix-en-Provence, Montpellier, Albi y Montauban. Pasaron la noche en Tonneins, un pueblito de Aquitania, y llegaron a Saint-Palais el 25 por la tarde. En el momento mismo en que llegaban, un incendio en unas malezas cerca de la casa retrasó un poco la instalación. En un momento dado se temió que, por la presencia de los bomberos y la multitud de curiosos, Trotsky hubiera podido ser reconocido. Pero no sucedió nada de eso. Trotsky se quedó en el automóvil, con su pañuelo en la parte inferior del rostro, como si estuviera resfriado, hasta que se pudo finalmente entrar en la casa. El viaje, en suma, había transcurrido bien.

El único punto negro era la salud de Trotsky. Sufría todavía de su lumbago y durante el viaje cada sacudida había sido muy penosa para él. Entre tanto, la prensa anunció que Trotsky se había dirigido a Royat, pequeña estación veraniega cerca de Clermont-Ferrand, a más de 300 kilómetros de Royan. Nunca supe cuál había sido la fuente de esa falsa noticia ¿Hubo acaso una verdadera filtración, seguida de una deformación del nombre? ¿La policía francesa, dio a algún periodista amigo un nombre de consonancia parecida pero falso para confundir? Durante la permanencia en Saint-Palais hubo, como habremos de ver, innumerables visitas. No obstante, el secreto de la casa de Las Brumas fue perfectamente mantenido.

Poco después de nuestra llegada fui a ver al prefecto en La Rochelle. Había sido informado, por supuesto, del arribo de Trotsky al departamento a su cargo. Los detalles de la estadía habían sido arreglados en París, entre los altos funcionarios de la Seguridad y Henry Molinier. Di al prefecto nuestra dirección exacta y me aseguró que nadie más la conocería en el departamento. Luego, la conversación tomó un giro menos oficial y me contó que había conocido a Rakovsky en Montpellier, donde los dos habían seguido sus estudios.

Fui también a ver al propietario de la casa, que vivía a pocos kilómetros de ahí. Era un coleccionista. Me habló largamente de las chimeneas Enrique IV. Durante nuestra permanencia en su casa, nunca vino y sólo supo, mucho más tarde, quién había vivido allí. La atmósfera de vacaciones facilitaba las cosas.

El 3 de agosto llegó Rudolf Klement de París. Pronto llegaría también Sara Jacobs. Las máquinas de escribir se pusieron a resonar en toda la casa. Ninguna persona ajena a nuestro grupo podía entrar. Jeanne Martin y Vera Lanis se encargaban de cocinar y de hacerla limpieza. Vera Lanis, de origen rumano, era entonces la compañera de Raymond Molinier. Jóvenes trotskistas de París vinieron para ayudarnos a mantener la guardia. Como en Prinkipo, durante la noche alguien montaba la guardia y hacía las rondas. Vinieron así, cada uno sólo por unas semanas, Yvan Craipeau, Jean Beaussier y Lastérade.

En toda nuestra estadía en Saint-Palais, Trotsky sólo salió de la casa para hacer esporádicos y breves paseos en automóvil, al anochecer, por el campo cubierto de viñas.

Pasaba en cambio mucho tiempo en el jardín que rodeaba la casa. Raymond Molinier había traído de París a dos pastores alemanes, Benno y Stella, el macho y la hembra, y Trotsky jugaba a menudo con ellos, lanzándoles palos que los perros le traían de vuelta.

A principio de agosto, Raymond trajo de París, en automóvil, a André Malraux. Debía ser el 7 de agosto. Los viajeros llegaron al final de la tarde. Después de una primera conversación con Trotsky, Malraux fue a pasar la noche en Saint-Palais o en Royan. A la mañana siguiente regresó. Hubo dos encuentros, a solas, entre Malraux y Trotsky, en el escritorio, y Malraux publicó en abril de 1934, un relato bastante detallado de esos encuentros. Los dos interlocutores hablaron del arte en Rusia después de la revolución, del problema del individualismo y del comunismo, de las causas de la derrota del Ejército Rojo en Polonia en 1920, de la estrategia de una guerra futura entre el Japón y Rusia. Hubo también conversaciones en el jardín, a las que nosotros nos mezclamos. En la primavera de ese año, en Prinkipo, Trotsky había leído Viaje al fin de la noche de Céline, y había escrito un artículo sobre el libro. Trotsky y Malraux se pusieron a hablar de Céline, Trotsky en la escalinata de la casa, Malraux un poco más abajo. Malraux, que conocía a Céline, se puso a remedarlo, imitando sus gestos y su manera de hablar.

A la noche, antes de despedirse, Trotsky y Malraux se fueron a caminar al campo. Yo los acompañé. Llegamos a un promontorio que dominaba el océano. El sol acababa de ocultarse. Los gestos vivaces de Malraux se perfilaban en el cielo que se iba cubriendo de sombras. Trotsky tenía los gestos precisos, controlados, didácticos de alguien que explica. Al pie del promontorio, el mar castigaba las rocas. El último tema de conversación fue el de la muerte. "Hay algo que el comunismo nunca podrá vencer: la muerte" dijo en sustancia Malraux. Trotsky le contestó: "Cuando un hombre ha cumplido la tarea que se le ha dado, cuando ha hecho lo que quería hacer, la muerte es sencilla".

Después de la partida de Malraux, Trotsky no hizo a su respecto, en la conversación, ninguna observación que yo recuerde. Hay que decir que en esos días las preocupaciones políticas, e incluso organizativas, no faltaban. Ya he contado cómo Trotsky acababa de dirigir la proa hacia una nueva Internacional. Era un gran cambio para el movimiento trotskista. El 27 de julio, justo después de nuestra llegada a Saint-Palais, todos los habitantes de la casa participaron de una reunión sobre la nueva perspectiva. Para dar una idea del clima político de esos días, he aquí algunas frases de Trotsky durante esa entrevista: "Está también la cuestión secundaria y subordinada del nombre. ¿Cuarta Internacional? No es muy agradable. Cuando se rompió con la Segunda Internacional, se cambiaron los fundamentos teóricos. Aquí no; nosotros seguiremos sobre la base de los cuatro primeros congresos (de la Internacional Comunista). Podríamos también proclamar: La Internacional Comunista somos nosotros! Y llamarnos Internacional Comunista (bolcheviques-leninistas). Hay argumentos en favor y en contra. El título de Cuarta Internacional es más claro. Esa es tal vez una ventaja para las grandes masas. Si se trata de la selección más lenta de cuadros, probablemente la ventaja esté en el otro: Internacional Comunista (bolcheviques-leninistas)".

He descrito ya las etapas que vivió Trotsky para pasar de la política de la reforma a la de la nueva Internacional. Vemos ahora sus últimas vacilaciones. No duraron mucho. Aunque la nueva organización habría de permanecer lejos de las "grandes masas" y ocuparse de "la selección más lenta de cuadros", muy pronto adoptó el título de Cuarta Internacional.

La nueva orientación fue rápidamente aceptada por los trotskistas en el mundo entero. La política de la reforma verdaderamente había agotado todas sus posibilidades. Pero había más aún. De golpe se planteaba la cuestión de entrar en relación con numerosos grupos independientes. La llegada de Hitler al poder, la parálisis de las grandes organizaciones obreras, el cretinismo de los stalinistas alemanes, todo eso había, pese a todo, sacudido a la gente. Existían, a través de toda Europa occidental, grupos socialistas y comunistas que, durante mucho tiempo al margen de las dos grandes Internacionales o separados de ellas recientemente, buscaban caminos nuevos. El Independent Labour Party en Inglaterra, el partido de Sneevliet y el de Kadt en Holanda, el SAP en la emigración alemana y varias otras organizaciones aquí y allá estaban dispuestas de ahora en adelante a escuchar las ideas trotskistas. Trotsky mismo ya no estaba en Prinkipo, a miles de kilómetros; estaba ahora en Francia, listo para encontrarse con los jefes de esos grupos y discutir con ellos. Los visitantes llegaban a París y, de allí, Raymond Molinier los llevaba en automóvil a Saint-Palais, dos, tres o cuatro a la vez. O bien Liova les daba en París instrucciones confidenciales y yo iba a recibirlos a la estación de Saintes.

El encuentro con Sneevliet fue particularmente cálido. Trotsky y él se habían conocido en Moscú, volviéndose a ver en Copenhague en noviembre de 1932, cuando el viaje de Trotsky a Dinamarca. Hablaban en alemán y se tuteaban.

Caso único entre quienes no eran rusos. Entre los rusos, por lo que yo sé, Trotsky solamente tuteaba a Rakovsky. Fue durante la permanencia de Trotsky en Saint-Palais cuando se produjo la primera fisura en sus relaciones con Raymond Molinier. Ya he dicho cuánta confianza Trotsky depositaba en él. En agosto de 1933 pudo observar, en el transcurso de diversas discusiones y negociaciones políticas, las maneras de actuar de Raymond Molinier más de cerca que en las condiciones un poco artificiales de Prinkipo. A fines de agosto, me dictaba casi cotidianamente, a la tarde, una pequeña esquela; más tarde, me iba a Royan para leerle por teléfono la nota a Raymond Molinier. Esas notas eran después destruidas. Una lucha de fracciones había estallado en el grupo trotskista francés. La oposición a la dirección, en la que Molinier desempeñaba el papel principal, emanaba del "grupo judío", fracción compuesta de obreros peleteros del quatriéme arrondisemertt (distrito cuarto de París) al que se habían unido algunos estudiantes. Esta oposición habría de formar más tarde, después de la escisión, un nuevo grupo que tomó el nombre de Unión Comunista Unificada. En agosto, no estábamos todavía en eso. Raymond Molinier evidenciaba mucha impaciencia respecto de la oposición y quería deshacerse de ella lo más pronto posible. El contenido de las notas de Trotsky para Raymond era, en su conjunto, que había que llevar adelante la lucha en el plano de la discusión política, responder a los argumentos de la oposición, aclarar las divergencias, pero no precipitar medidas organizativas de escisión.

En Saint-Palais, en contacto con muchas personas, Trotsky no podía tampoco no darse cuenta de hasta qué punto los procedimientos de Raymond Molinier en las cuestiones financieras provocaban hostilidad y sospecha. Raymond y Henri Molinier estaban "en los negocios". Compraban a precio vil pagarés que no habían sido pagados y trataban luego de cubrirlos por medios que, tal vez sin sobrepasar los límites de la legalidad, comportaban la brutalidad y el chantaje. Su firma se llamaba Instituí Frangais de Recouvrement, y eran conocidos en el mundo de los negocios de París por sus métodos. Recuerdo que más tarde, en la primavera de 1936, tuve que buscar trabajo. Respondí a un pequeño aviso y fui a entrevistarme con mi empleador eventual. Me pidió referencias. Evidentemente, yo no podía dar el nombre de Trotsky. Tomado de sorpresa, dije que había trabajado para Raymond Molinier. Al oír ese nombre, el rostro de mi interlocutor se llenó de terror y me gritó "¡Salga de aquí!" Por los medios que empleaban, Raymond y Henri Molinier se hacían de sumas que no eran enormes pero que, no obstante, en el estado de indigencia en que se encontraba la mayoría de los militantes trotskistas, parecían importantes.

En septiembre, Natalia fue a París y se quedó allí unas semanas para ver a algunos amigos. Era la primera vez que, desde Moscú, Trotsky y ella se separaban. La corriente de visitantes se agotaba. Las líneas de demarcación política comenzaban ahora a dibujarse. Aparecía claro que después de un período de curiosidad y aun de entusiasmo, cierto número de grupos querían conservar sus distancias con el trotskismo.

El Independent Labour Party inglés y el SAP alemán, no iban a formar parte del movimiento trotskista. En los primeros días de septiembre, Trotsky tuvo entrevistas bastante largas con Fritz Sternberg, un economista alemán al que Trotsky pensaba convencer de que escribiera la parte económica del programa de la nueva Internacional. Nada se hizo pues Sternberg muy pronto se alejó del trotskismo. Cabe señalar que las tres oportunidades en que Trotsky pensó requerir una colaboración literaria, fue con economistas: Field en Prinkipo, Sternberg en Saint- Palais y, posteriormente, Otto Rühle en México. Tal vez haya que ver allí el signo de cierta falta de seguridad en Trotsky en el campo de la economía política.

El 10 de septiembre Trotsky recibió la visita de un trotskista francés, Louis Saufrignon, de Poitiers. La conversación giró en torno de la nueva orientación hacia la Cuarta Internacional. "¿En definitiva, usted propone recomenzar todo?" dijo Saufrignon a Trotsky, quien le respondió: "Eso mismo". Al final de la entrevista, ya los dos de pie, Saufrignon preguntó a Trotsky a quemarropa: "Camarada Trotsky ¿qué piensa usted de Stalin?" Pregunta propia de un visitante. La respuesta de Trotsky, textual, fue: "Es un hombre de una voluntad prodigiosa".

En el viaje de Estambul a Marsella Trotsky había tenido un ataque de lumbago. En Saint-Palais se había repuesto y en las tres primeras semanas de agosto, llenas de visitas y de conversaciones, se sentía con bastante buena salud. Hacia fines de agosto, tuvo una fiebre bastante fuerte, la misma que lo había atacado en diferentes épocas de su vida y que los médicos, para ocultar su ignorancia mediante el griego, llamaban fiebre criptogenética. Después, en las semanas siguientes, tuvo altas y bajas.

A mediados de septiembre el tiempo cambió. El viento soplaba tempestuosamente sobre el Atlántico. Ya no eran los días soleados del verano, sino días sombríos y nublados. La casa mereció su nombre, Las Brumas. El mar rugía al pie del acantilado rocoso que bordeaba el jardín. Trotsky solía pasar días enteros en cama. Yo le llevaba los diarios. Tenía los rasgos descompuestos y los cabellos en desorden. No obstante, si bien es cierto que había días malos, también los había buenos, en los que Trotsky escribía y recibía visitas.

Durante su estadía en Las Brumas, vinieron a verlo unas 45 personas para discutir con él de política. Gran parte de esos visitantes eran extranjeros. Henry Molinier no registró en París ninguna recriminación por parte de la Seguridad, lo cual parece indicar que, tal como lo había asegurado el prefecto de Charente-Inférieure, no había vigilancia policial alrededor de la casa. Pero nosotros, en cambio, sí habíamos organizado nuestra vigilancia en los alrededores. Habíamos reparado en algunos grupos de rusos blancos. Eran veraneantes, inofensivos. El secretario de la célula de Royan del Partido Comunista, Gourbil, tenía una pequeña bicicletería en Saint-Palais. Supimos que era opositor y que podíamos confiar en él. A partir de la segunda mitad de agosto, vino a la casa y tuvo algunos encuentros con Trotsky que lo pusieron muy contento.

Gourbil me indicó que un miembro del Partido Comunista, Marcel Cureaudau, tenía ideas opositoras, pero que no sabía hasta dónde llegaban. Llevarlo a la casa significaba algún riesgo. Podía llegar a hablar. Esperamos entonces hasta los últimos días de nuestra estadía en Saint-Palais, cuando el secreto de la residencia iba a dejar de ser importante. Cureaudau era chofer de taxi en Royan. Un día de octubre, me aproximé a su taxi y le pregunté si quería ver a Trotsky. Estupefacción. La entrevista fue de lo mejor. A Trotsky lo ponían muy contento esos contactos con trabajadores franceses. Al final del encuentro, Cureaudau tuvo inevitablemente que preguntar a Trotsky: "Camarada Trotsky ¿cómo perdió usted el poder?" "¡Ah, camarada Cureaudau, usted sabe, el poder no se pierde tan fácilmente como se pierde el portamonedas!" Y se lanzó a una descripción de todo lo que había sucedido en Rusia después de la muerte de Lenin. (Si se me permite, sólo por esta vez hacer un paréntesis, yo diría que tal vez en cierto sentido, se pierde el poder como se pierde el portamonedas; se cree tenerlo; de pronto, uno tantea alrededor suyo, se pierde un voto en el Politburó, desaparece y ya no se lo puede volver a encontrar; habría que examinar también en qué sentido Trotsky tuvo alguna vez el poder.)

Natalia volvió de París el 8 de octubre con Henri y Raymond Molinier. Se decidió preparar un viaje de vacaciones: Trotsky tenía necesidad de descanso. El 9 de octubre, a las 11 de la mañana, Trotsky y Natalia partieron en automóvil de Saint-Palais, con Henri Molinier y Jean Meichler. Trotsky se había afeitado la barba para evitar ser reconocido. Por Burdeos y Mont-de-Marsan, llegaron a Bagnères-de-Bigorre, en los Pirineos, donde se instalaron en un hotel. Los otros habitantes de la casa partieron a París. Fin del episodio Saint-Palais.

Trotsky y Natalia, tomando como centro a Bagnères-de- Bigorre, hicieron excursiones en diversas direcciones. Fue así como llegaron a visitar Lourdes. Trotsky mismo dio más tarde sus impresiones sobre esa visita en su diario (en la fecha del 29 de abril): "Una feria de los milagros, un centro donde se venden gracias divinas [...] En verdad, el pensamiento humano está empantanado en sus propios excrementos." Henry Molinier había dejado el grupo para regresar a París a fin de encontrar una nueva residencia para Trotsky. Creo que Jeanne Martin vino a pasar unos días con los "vacacionistas". Fueron tres semanas de reposo, durante las cuales Trotsky no escribió una sola línea, contentándose con leer los diarios.

El 31 de octubre a las cinco de la tarde, los viajeros tomaron, de Bagnères-et-Bigorre, el autobús para Tarbes y allí, a las once de la noche, el tren para Orléans. Al día siguiente, en Orléans, Raymond Molinier los esperaba en un automóvil. Meichler regresó a París. Raymond condujo a Trotsky y a Natalia a Barbizon. Yo había llegado ese mismo día, el lo de noviembre, a Barbizon con Henry Molinier, de París.

Barbizon es una pequeña ciudad del departamento Seine- et-Marne, a unos cincuenta kilómetros al sudeste de París, a orillas del bosque de Fontainebleau. Algunos pintores habían hecho que se conociera, pero todavía era entonces un lugar extremadamente tranquilo. Henri Molinier había rentado una casa que se encontraba sobre un caminito que bordeaba el bosque. La casa Ker Moniquetenía dos pisos; las habitaciones eran pequeñas, las escaleras y los pasillos estrechos. Nos sentíamos amontonados en esa casa, ya no era el espacio de Prinkipo o de Saint-Palais. La habitación y escritorio de Trotsky estaban en el primer piso. El jardín no era grande. La casa no era más que un chalet suburbano, pero el sitio era calmo. Volví a Barbizon en1973. El camino a orillas del bosque no ha cambiado, pero Ker Monique ha sido demolida y ha dado lugar a una residencia más espaciosa.

La instalación se hizo en pocos días. Además de Trotsky y Natalia, los habitantes permanentes de la casa eran Rudolf Kleinent, Sara Jacobs, Gabrielle Brausch, que era mi compañera y yo. Gaby y Natalia se ocupaban de la cocina Liova, Jeanne y Henri Molinier venían frecuentemente en automóvil. La mujer del trotskista italiano Blasco (Tresso) a quien llamábamos la Blascotte, venía una vez por semana a ayudar a Gaby y a Natalia aponer la casa en orden. Nadie más entraba allí. Aun en París, los trotskistas franceses, salvo raras excepciones, ignoraban dónde residía Trotsky. Barbizon, por otro lado, está más cerca de París que Saint-Palais. Como ya dije, la visa francesa de Trotsky no contenía ninguna restricción explícita; pero su lugar de residencia tenía que ser, naturalmente, aprobado por las autoridades. No creo que hubieran permitido a Trotsky vivir en París. Las cosas habían andado tan bien en Saint- Palais, que Henry Molinier corrió el riesgo de presentar a las autoridades francesas el plan de una instalación en Barbizon, el cual fue aceptado. Barbizon parecía un compromiso razonable; no era París, pero no estábamos muy lejos de ella.

En Barbizon, las autoridades locales, en particular el alcalde, ignoraban la presencia de Trotsky. No hubo vigilancia policial directa y constante de Ker Monique durante mucho tiempo. Por nuestra parte, no hacíamos guardia nocturna porque solamente éramos dos hombres, Rudolf Klement y yo y, teniendo en cuenta las otras tareas, habría sido físicamente imposible. Confiábamos en el incógnito, en los perros y en la disposición de las habitaciones de la casa. Yo dormía muy cerca de la puerta.

He relatado ya cómo vacilaba Trotsky, en la primavera de 1933, entre diferentes proyectos de libros. En Saint-Palais, siempre pensaba en escribir uno sobre el Ejército Rojo. A fin de agosto, en una carta, describió su contenido a un representante editorial norteamericano. Pero, unos días después, un agente literario inglés le sugirió escribir un libro sobre Lenin. Después de algunos titubeos, el libro de Lenin fue el que ganó la partida.

Una vez instalado en Barbizon, Trotsky se puso a trabajar en ese libro. Liova le traía material de París, sobre todo libros rusos. Creo que era Boris Nikolaievsky quien ayudaba a Liova a conseguirlos. Al leerlos, Trotsky marcaba al margen algunos pasajes, con una ligera raya de lápiz. Esos pasajes eran pasados a continuación a máquina, en París. En Barbizon, los extractos eran clasificados en legajos, con los recortes de periódicos y documentos diversos. Durante el invierno, el trabajo avanzó regularmente y algunos capítulos del libro fueron escritos.

Trotsky y Natalia daban paseos a pie en el bosque de Fontainebleau, que empezaba justo enfrente de la casa. Pero pronto, con la llegada del invierno, el bosque dejó de ser acogedor. Las tardes de invierno Trotsky y yo salíamos para dar cortos paseos por las calles de Barbizon. Los habitantes de la pequeña ciudad que detrás de sus ventanas nos veían pasar, no imaginaban que ese hombre de edad, pero con el paso todavía firme, era Trotsky. "Vestirse, comer, todas esas miserables pequeñas cosas que hay que repetir todos los días", me dijo un día que caminábamos por la calle principal de Barbizon. Otro día: "La política es la ciencia de las perspectivas. Es lo que los franceses quieren decir cuando hablan de la ciencia de la medida. Pero, para ellos, la medida es la pequeña medida." Fue igualmente durante uno de esos paseos por las calles de Barbizon que me habló de su autobiografía. Rieder, el editor francés, le había propuesto publicar una edición abreviada de su autobiografía, alrededor de un tercio del texto original. Trotsky había releído su libro y marcado con lápiz, al margen, los pasajes que deberían constituir esa edición abreviada. Esa había sido para él una ocasión de releerse, algo que jamás hacía. Se quejó mucho de su libro. "Está mal escrito, hay muchas cosas que habría que haber dicho y que no están. Por otro lado, hay cosas que no deberían estar".

Trotsky se quejaba siempre mucho de las erratas. Las publicaciones trotskistas, impresas en condiciones muy difíciles, hormigueaban de erratas. Trotsky enviaba cartas de reproche a los responsables, y ése era un punto que a menudo se repetía en sus conversaciones. Pero él mismo no releía las pruebas de sus escritos, libros o artículos, que se imprimían en ruso. Liova era el encargado de hacerlo. Es así que algunas indicaciones para la dactilógrafa rusa, escritas por Trotsky con lápiz fino en el manuscrito final de la Historia, fueron incorporadas al texto impreso. Trotsky me habló de ello en uno de esos paseos por Barbizon y se mostró muy irritado. Pero la Historia seguía siendo evidentemente, la obra que él ponía por encima de todas las demás y, aparte de ciertas observaciones de impresión, no le achacaba crítica alguna.

Benno y Stella habían sido instalados en dos casillas en el jardín de la casa. Trotsky se dedicó a cuidarlos. Les llevaba la comida. Una noche, Benno se puso a aullar sin fin y sin razón aparente, como a veces suelen hacer los perros. Salí a calmarlo, pero sin éxito. Los vecinos llamaron por teléfono para quejarse del ruido, amenazando con llamar a la policía. La situación se volvió engorrosa. Súbitamente, en medio de la noche, Trotsky bajó de su cuarto, tomó una correa de cuero, salió afuera y avanzó hacia Benno, gritando y golpeando con la cuerda. El perro se refugió en su casa. Durante un buen momento, Trotsky siguió golpeando sobre la casilla con la correa, lanzando a Benno insultos en ruso. El ladrido cesó.

Pronto se organizaron viajes a París. Eso sucedía el domingo, cada dos o tres semanas, en algunos momentos todas las semanas. Al comienzo, Liova y Henry Molinier venían a buscar a Trotsky en automóvil el domingo por la mañana. Pero pronto, la salida se simplificó. Yo me iba con él, caminábamos hasta la carretera principal de Fontainebleau y allí tomábamos el autobús que iba a París. En él, Trotsky se ponía un pañuelo en la boca, como si estuviera resfriado, para disimular su barbita, que se había vuelto a dejar crecer de regreso de su viaje a Los Pirineos. Al cabo de un tiempo, alternamos Rudolf Klement y yo. En París, unos amigos habían puesto a disposición de Liova cinco o seis departamentos que utilizábamos uno tras otro. Entre las personas que Trotsky veía de este modo, había dirigentes trotskistas, franceses o extranjeros, que vivían en París o que venían especialmente para verlo. Durante un tiempo Trotsky participó incluso, más o menos regularmente, de las sesiones del Secretariado Internacional. Pudo encontrarse así con refugiados políticos alemanes o austríacos, Willi Schlamm, en particular. Fue entonces cuando reanudó las relaciones personales y políticas con Ruth Fischer y Maslov. Se reunió con Simone Weil, con quien tuvo una viva discusión sobre la naturaleza del Estado soviético.

A la noche, cuando terminaban las conversaciones, Trotsky a veces paseaba un poco por las calles de París antes de regresar a Barbizon. Me acuerdo de haber descendido con él por el boulevard Saint-Michel. Liova iba a su derecha, yo a su izquierda. Llevaba el pañuelo en el mentón. Se detenía en los escaparates de las librerías.

El 7 de noviembre de 1933, Liova y Jeanne vinieron a cenar a Barbizon. Hubo una botella de vino, esta vez francés, en la mesa. Estábamos en el pequeño comedor de esa casona de extramuros, con muebles de un gusto espantoso, pero Trotsky y Natalia, con su hijo cerca, con amigos en París, se sentían menos aislados que en Turquía y vivían sin duda, en ese momento, las horas menos difíciles de su exilio.

A fines de enero, Sara Jacobs decidió bastante bruscamente volver a Nueva York, donde vivía su marido. Partió antes de que hubiera sido posible encontrar una solución para reemplazarla. El 20 de febrero, tres semanas después de que Sara había dejado de trabajar, Trotsky todavía escribía a Liova (en alemán): "Meine Arbeit ist sehr desorgariisiert." [3]

Luego de los desórdenes provocados por la derecha contra el gobierno Daladier el 6 de febrero en la Plaza de la Concordia y de la respuesta de la izquierda el 12 de febrero, Francia se polarizó políticamente. En París, el grupo trotskista intentaba ir más allá de la simple propaganda; se abrían ante él algunas posibilidades de acción. Se decidió que yo fuera a militar a París pero que vendría a Barbizon uno o dos días por semana, para ocuparme de la correspondencia en francés. Gaby se vino a vivir conmigo y fue reemplazada por Trude, la mujer de Otto Schüssler, que entonces vivía en París. Rudolf Klement se quedó en Barbizon. Max Gawenski (Segrave), un trotskista polaco cuyo ruso estaba lejos de ser perfecto, venía por momentos a Barbizon a escribir a máquina en ese idioma. La situación no era nada satisfactoria desde el punto de vista del trabajo para Trotsky. No duró, por otro lado, mucho tiempo, como veremos pronto.

Había en Trotsky cierto tono didáctico, a veces un poco pedante y yo diría casi conservador. Desconfiaba de cualquier innovación en el campo de la teoría marxista. Tenía una expresión para esas innovaciones: "Recortarle la barba a Marx." En febrero de 1933, en Prinkipo, nos había pedido a Pierre Frank y a mí, que reuniéramos todas las tesis y resoluciones adoptadas por los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista. Quería juntarlos tal como eran y hacer de ellos una especie de carta de la organización trotskista internacional. Cuando los textos estuvieron reunidos, percibimos que trataban, junto a las grandes perspectivas políticas, una gran cantidad de problemas episódicos y caducos que era imposible revivirlos tal cual para hacer con ellos un programa. El proyecto tuvo que ser abandonado. El 13 de marzo de 1934, Trotsky terminó un artículo sobre las cuestiones militares y la guerra futura, en el cual decía: "No obstante, a pesar de la motorización de los transportes y de los artefactos militares, la necesidad de tener caballos para el ejército casi no ha cambiado: como en tiempos de Napoleón, hace falta un caballo para cada tres soldados." En el mismo momento en que Trotsky escribía esas líneas, un comandante francés predecía el papel de los tanques en la guerra futura.

La Seguridad no había informado a ninguna autoridad local sobre la presencia de Trotsky en Barbizon. Sin embargo, quienes vivían en la residencia Ker Monique eran algo tan diferente a una familia francesa como para haber atraído, a partir de febrero, la atención de la gendarmería de Ponthierry, alertada sin duda por los chismes de Barbizon. Más tarde supe, por ejemplo, que algunos pobladores del lugar habían sospechado que la residencia albergaba un equipo de monederos falsos. ¿Por qué? Porque comprábamos mucha leche: al parecer, los impresores clandestinos de moneda beben mucha leche para prevenir los efectos tóxicos del plomo. En Barbizon, por lo tanto, las malas lenguas marchaban a buen ritmo. Los gendarmes no habían encontrado nada preciso que reprochar a los habitantes de la casa, pero no dejaban de preguntarse quiénes eran y qué hacían.

El 12 de abril de 1934, a las 11 de la noche, Rudolf Klement regresaba a Barbizon en una bicicleta a motor. Había ido a pasar el día a París, había visto a Liova y ahora traía el correo. Dos gendarmes lo interpelaron bajo el pretexto de que sus luces no estaban en regla. Le pidieron la licencia de circulación de la bicicleta a motor. No estaba a su nombre, sino, me parece, al mío. Lo acusaron de andar en una bicicleta robada. Klement transportaba cartas venidas de todo el mundo, periódicos en lenguas extranjeras. No pudo explicar claramente quién era y a dónde iba y además hablaba francés con acento alemán. Todo eso era más que suficiente para volverlo sospechoso; los gendarmes lo detuvieron. El 13, el procurador de Melun y el prefecto de Seine-et- Marne se pusieron de acuerdo sobre el trámite a seguir. Estaba claro, por las cartas interceptadas, que el asunto concernía a Trotsky. Antes de ir más lejos, el procurador de Melun preguntó, por teléfono, al Ministerio del Interior cuáles eran las condiciones de la estadía de Trotsky en Francia. Le respondieron que su visa era perfectamente legal, pero que en ese momento debería encontrarse en Córcega. ¿Por qué? Es difícil decirlo. Después de los acontecimientos de febrero, el gobierno Daladier había dejado el lugar al gobierno de Doumergue, mucho más a la derecha. Con el cambio de gobierno, muchos altos funcionarios habían sido trasladados, cosa que ocurrió sobre todo en el Ministerio del Interior. Es posible que un funcionario nuevo, que jamás había tenido el expediente de Trotsky en sus manos, tomado de sorpresa por la llamada telefónica y teniendo presentes los artículos de la prensa de julio de 1933, hubiera podido responder que Trotsky tenía que encontrarse en Córcega. Henry Molinier sólo trataba en la Seguridad con un restringido número de personas y el lugar de residencia de Trotsky no era una información que circulaba por muchos expedientes. Uno o dos altos funcionarios lo conocían y, seguramente, un tercero era el que había respondido a la llamada telefónica. El 14 de abril, a la mañana, el procurador de Melun llegó a la residencia Ker Monique, acompañado por gendarmes, con Klement esposado y con un escribano, para interrogar a Trotsky sobre el asunto de la bicicleta a motor. La acusación de robo evidentemente no se sostenía. Trotsky mismo ha contado esa visita en su diario, en las fechas 18 y 21 de marzo de 1935. Cualesquiera hubieran podido ser los móviles exactos del funcionario que había respondido a la llamada telefónica, el gobierno francés se aprovechó de la ocasión. Se valió de ese incidente local, que quizás hubiera preferido que no se produjera, pero que ahora le venía muy bien aprovechar para modificar las condiciones de la estadía de Trotsky en Francia. El gobierno de Daladier, después que le concedió la visa a Trotsky, pareció no haberse inquietado por él. Con el ministerio Doumergue, mucho más a la derecha, esa actitud se volvía anacrónica. Una campaña de prensa se desencadenó: los diarios pedían que Trotsky "volviera" a Córcega, donde jamás había estado, o que en su defecto se tomaran medidas más severas contra él.

Mucho antes del asunto de Barbizon, Liova había arrendado en Lagny, en Seine-et-Marne, a unos 25 kilómetros al este de París, una casa a la que iba raramente y que tenía en reserva. Sólo dos o tres personas de su proximidad conocían su existencia. El 15 por la noche, Henri Molinier y él llevaron rápidamente a Trotsky y a Natalia de Barbizon a Lagny. Yo me instalé en Ker Monique. Los periodistas llegaron. Pronto hubo una buena docena que durante el día montaba guardia alrededor de la casa. Se alojaban en un hotel de Barbizon. También venían curiosos y la pequeña ciudad gozó de una animación desacostumbrada. Yo hacía teatro, fingiendo que Trotsky y Natalia estaban todavía en la casa. Por la mañana, abría los postigos de las habitaciones del primer piso, donde habían vivido; por la noche las cerraba. Para mi gran sorpresa, la farsa resultó.

Los periodistas nunca vieron a nadie, salvo a mí, salir de la casa, lo cual debía parecerles un poco extraño; pero como nadie había señalado la presencia de Trotsky en otra parte, nada podía conmover su certeza de que Trotsky seguía estando en Ker Monique. Al leer en los diarios de la mañana ciertos detalles que yo había dado telefónicamente a Liova o a Raymond Molinier la víspera, me di cuenta de que los periodistas habían conectado, a cierta distancia de la casa, un teléfono de campaña a nuestra línea telefónica. Era entonces muy fácil engañarlos. Simplemente daba por teléfono, en un tono falsamente confidencial, detalles ficticios. Había adoptado el nombre de Marcel y la prensa pronto hablaba de hechos y gestos de Marcel.

En la semana sólo estaban alrededor de la casa los periodistas. Pero el domingo se juntaba una multitud. Creo recordar que alguien había organizado en París viajes especiales en autobús. Un domingo por la tarde llegó a formarse una masa de varios centenares de personas alrededor de la casa.

El bosque de atrás había sido invadido. Se oían gritos, insultos, una verdadera muchedumbre de ociosos de domingo por la tarde, dispuestos a todo. Yo estaba solo en la casa, con Benno y Stella. Los dos gendarmes presentes no hubieran podido hacer gran cosa contra una multitud semejante. Un mocetón se puso a subir la barda. Me acerqué con Benno. Me gritó que estaba en su casa, en Francia, en su país, y que podía hacer lo que se le diera la gana. Le respondí que yo también estaba en el mío. Se sorprendió de oírme hablar sin acento, esperaba seguramente encontrarse con un extranjero y se detuvo, desconcertado, a caballo sobre la barda. Al ver a Benno que gruñía junto a mí, probablemente recuperó el juicio y bajó del otro lado.

Durante todos los años que pasé junto a Trotsky, solamente en esos días supe lo que era el miedo. La prensa sostenía una campaña desenfrenada contra Trotsky. Las pasiones se encendían. Todo el mundo creía todavía que estaba en Ker Monique y tuve que pasar las noches, solo, en esa casa.

Después de un sitio de una docena de días, una mañana me aproximé al grupo de periodistas y les anuncié que Trotsky estaba lejos de Barbizon. No me odiaron demasiado por haberlos engañado. Había sido en buena ley. Entre tanto, después de pasar unos días en Lagny, Trotsky partió a Chamonix con Meichler. Allí vivió en un hotel, sin saber muy bien qué iba a pasar al día siguiente. Natalia se quedó en París. Henri Molinier continuaba sus tratos con las autoridades francesas. Se hablaba de enviar a Trotsky a Madagascar o a la Reunión. El gobierno turco, al que se sondeó discretamente, hizo saber que no permitiría el regreso de Trotsky a Turquía. Era el planeta sin visa. A comienzos de mayo, partimos de París en automóvil, una mañana, Natalia, Raymond Molinier y yo. Nos reunimos con Trotsky y Meichler en Chamonix. Siguieron unos días bastante confusos. Como no estábamos lejos de la frontera, la Seguridad imaginó que intentaríamos pasar a Suiza. Entregó el número de nuestro automóvil a un periodista, que lo publicó. Era una advertencia para que respetáramos ciertas condiciones, una de las cuales era no aproximarnos demasiado a las fronteras. Finalmente, el 10 de mayo, con el acuerdo de la Seguridad, nos instalamos, Trotsky, Natalia y yo, en una pensión familiar, la pensión Gombault, en La Tronche, pequeña ciudad cerca de Grenoble. Di mi nombre a la dueña. Trotsky y Natalia eran mis tíos. Mi nombre era lo bastante extranjero como para explicar el acento y las maneras de Trotsky y Natalia. Para evitar las comidas en común en la mesa con los demás huéspedes, Trotsky y Natalia simulaban un duelo reciente. Natalia se vestía de negro y había cosido un brazalete del mismo color en la manga de la chaqueta de Trotsky. Los dos comían en su habitación y, cuando salían, los habitantes de la casa guardaban a su alrededor un silencio conmovedor. Era verdaderamente una pequeña pensión, bastante más familiar que un hotel, y sin ese tipo de astucias hubiera sido muy difícil no verse arrastrado por conversaciones siempre susceptibles de despertar sospechas.

Yo comía en la mesa del comedor común, observando lo mejor que podía lo que sucedía a mi alrededor. Casi al mismo tiempo que nosotros había llegado a la pensión un "agente de seguros". Era, en realidad, un inspector de la policía, Gagneux. Habíamos sido informados oficialmente de su presencia. La Seguridad estaba en ese momento también interesada en que no se descubriera el incógnito. Gagneux y yo fingimos hacernos amigos. Así podíamos encontrarnos en cualquier momento sin despertar sospechas. En su mayoría, los pensionistas eran jóvenes de América Latina que estudiaban en la Universidad de Grenoble y no se metían en lo que no les interesaba directamente. El peligro estaba en otra parte, como pronto veremos.

El tiempo era bueno. Trotsky y Natalia se sentaban a veces, separados de los demás, en el parque de la casa. Trotsky leía los diarios y me dictaba un poco en francés. A la tarde a menudo dábamos un paseo por el campo, entonces relativamente poco edificado y muy bello. Un día, en uno de esos paseos, nos encontramos, de pronto, en medio de un cementerio. Era un cementerio de emigrados rusos. Las lápidas, en ruso, tenían nombres de coroneles, de generales. Trotsky pasó rápidamente, sin decir nada.

Pronto descubrimos que la propietaria de la pensión era católica practicante y, además, monárquica. Gagneux cumplía su oficio de policía y reunía informaciones que luego me comunicaba. Se planteó la cuestión de la misa del domingo. Cuando llegaba el domingo, Gagneux, que era masón, salía como si fuera a la misa; todo eso para proteger el incógnito de León Trotsky en una pensión de familia monárquica. Una comedia a lo Feydeau. Nosotros, por nuestra parte, juzgábamos más prudente dar un paseo el domingo por la mañana, a la hora de la misa. Un domingo por la mañana, entramos incluso en una iglesia; era, creo, la iglesia Saint-André, cerca de la plaza Grenette, muy conocida por Stendhal. Era el momento del sermón. Trotsky se quedó unos minutos a escuchar al sacerdote. Cuando salió me preguntó: "¿Usted cree que habla tan bien como Gérard?" Gérard Rosenthal era, de los trotskistas parisinos, uno de los que tenía más dotes oratorias.

En la sala de la pensión había diarios y revistas a disposición de todos. Un buen día descubrí, recientemente llegado, un número de L'Illustration con un hermoso grabado: un retrato de Trotsky y de Natalia. El tema era de actualidad. En el grabado Trotsky tenía su barbita y sus cabellos estaban peinados hacia atrás, mientras que en la pensión se había afeitado y peinado al costado. Natalia era más o menos la misma en el grabado y en la realidad. Aun cuando se tuvieran dudas sobre uno y otro, la proximidad confirmaba la certeza. Alerté a Gagneux. Sustrajo la revista. Creo que la dueña se la reclamó. La conservó hasta que nos fuimos, pretextando que leía un artículo. Trotsky da un cuadro vivo de la estadía en esa pensión en su diario, con fecha 8 de mayo de 1935. Dejamos La Tronche el 28 de mayo. Raymond Molinier había alquilado una casa en Saint-Pierre-de-Chartreuse, un pueblo perdido de los Alpes, a unos treinta kilómetros al norte de Grenoble. Yo regresé a París para volver a ocupar mi lugar en el grupo trotskista. Trotsky y Natalia se instalaron en Saint-Pierre, con Raymond Molinier y Vera Lanis. La única persona que estuvo con ellos cierto tiempo fue Max Gawenski, que escribía a máquina en ruso. Esa iba a ser, pensábamos, una residencia de una duración indefinida.

Hice un viaje de París a Saint-Pierre a mediados de junio, para llevar el correo. No tuve una buena impresión de la instalación. El pueblo era verdaderamente muy pequeño y una casa habitada por desconocidos, recién llegados al pueblo, no podía dejar de llamar la atención. Por añadidura, las cualidades de Raymond Molinier no eran de aquéllas que hubieran permitido adaptarse a la vida cotidiana con Trotsky, en una casa pequeña. Gawenski no era un excelente dactilógrafo en ruso y tenía más bien mal carácter. De todos modos este arreglo no duró mucho.

Mientras Trotsky estaba en Saint-Pierre-de-Chartreuse, yo hice un viaje a Holanda y otro a Bélgica. En las inmediaciones de Trotsky había dos planes que se llamaban, en código, el plan Parijanine y el plan Marguerite. El primero era que Trotsky pasara a otro país de una manera perfectamente legal. El segundo, era hacer la misma operación, pero ilegalmente. En junio de 1934, con las dificultades que presentaba la permanencia de Trotsky en Francia y los peligros de toda clase que entrañaba, Liova se puso de acuerdo conmigo para poner en marcha el plan Marguerite. Me fui a Holanda a ver a Sneevliet. Se trataba de encontrar, en el partido de Sneevliet, un holandés del tamaño y de la edad de Trotsky que se le pareciera más o menos vagamente, hacerlo venir a Francia y que luego saliera ilegalmente, para que la policía francesa no marcara esa salida en su pasaporte. Toda la operación se hizo sin dificultades, y dispusimos entonces de un pasaporte en reserva, en París. Al poco tiempo, fui a ver a Henri Spaak, en Bruselas. Era el jefe de una oposición en el Partido Socialista y manifestaba simpatías por el trotskismo, simpatías que, por otro lado, no habrían de durar (Trotsky habla de él en su diario, con fecha 26 de marzo de 1935). Georges Vereeken, uno de los dirigentes del grupo trotskista belga, me acompañó y Spaak nos recibió en su despacho. Nos habló en primer lugar, en términos groseros de los jefes del Partido Socialista: "Yo, en principio, me cago en ellos". La frase me pareció pobre, políticamente. Le hice entonces la pregunta acerca de cómo Trotsky podría pasar la frontera franco-belga en caso de necesidad. "Ningún problema -respondió-, iré a buscarlo en mi automóvil y, en la frontera, mostraré mi credencial de diputado".

Cuando vivía en Saint-Pierre Trotsky sugirió que el grupo trotskista francés entrara en el Partido Socialista. Después de la llegada de Hitler al poder, las calumnias stalinistas contra los trotskistas se habían vuelto cada vez más violentas. Los miembros del Partido Comunista francés o de la Juventud Comunista estaban entonces tan intoxicados de propaganda antitrotskista que era imposible tener una discusión con ellos. Se iban inmediatamente a las manos. Trotsky pensaba que si los trotskistas entraban en el Partido y en las juventudes socialistas, encontrarían allí un medio en el que podrían trabajar. La sugerencia, que muy pronto llamaríamos "el giro francés", provocó una viva discusión en el grupo trotskista francés y también en todo el movimiento trotskista a través del mundo. No hacía todavía demasiado tiempo que los trotskistas se habían considerado como parte de la Internacional Comunista. Entrar en el Partido Socialista era, para muchos de ellos, un choque psicológico. Raymond Molinier y Naville se separaron por esa cuestión: Molinier estaba por el ingreso, Naville en contra. Cuando llegó el otoño, la mayor parte del grupo trotskista francés estaba dentro del Partido Socialista.

La instalación en Saint Pierre-de-Chartreuse se hizo con el acuerdo de la Seguridad. De hecho, las autoridades francesas habían dado a Trotsky y a Natalia papeles de identidad ficticios. Su nombre, de ahora en adelante, era Lanis y eran de nacionalidad rumana. Trotsky era profesor. "Lanis" era el nombre verdadero de la compañera de Raymond Molinier, Vera. Pero el prefecto de Isére tenía sus razones para no estar satisfecho con la presencia de Trotsky en su departamento y sobre todo en Saint-Pierre, un pueblo cuyo alcalde, católico ferviente, era enemigo personal del prefecto. Si se descubría la presencia de Trotsky, se produciría un escándalo que recaería sobre el prefecto. Se las arregló entonces para difundir el secreto. La prensa local publicó informaciones que, sin dar la dirección exacta del refugio, indicaban bastante bien la región. Era una especie de chantaje. Si no se cedía a él, las informaciones serían más precisas.

A fines de junio, por consiguiente, fue necesario abandonar bruscamente Saint-Pierre. Trotsky, Natalia y Raymond Molinier partieron a Grenoble, donde yo, que venía de París, me reuní con ellos. No teníamos ningún plan para una nueva instalación y la situación parecía sin salida. Había que empezar de nuevo desde cero. Raymond se fue a París para encontrar una solución. A fin de hacer menos difíciles los problemas del incógnito, Natalia partió con él. Trotsky y yo tomamos el autobús para Lyon, donde nos instalamos en un hotel. Comíamos en el restaurante. Durante el día, Trotsky leía los diarios y nos paseábamos por la ciudad. Compramos algunos libros. Trotsky tomó la costumbre de ir por las noches al cine. Una tarde entramos en una biblioteca pública. Trotsky pidió un libro de Fourier. Nos quedamos dos o tres horas leyendo. Tiempo después, en Nueva York, durante la guerra, conté ese episodio a André Bretón. Se interesó mucho por el relato de esa lectura de Trotsky, que quizás contribuyó a que escribiera su Oda a Fourier. Un día, cuando paseábamos Trotsky y yo por las calles de Lyon, un mendigo nos tendió la mano. "Déle algo", me dijo. Le di una moneda de dos francos (de entonces). "Déle más", me dijo Trotsky. Entonces le di un billete de cinco francos. Trotsky nunca llevaba dinero consigo. Vivió en varios países sin saber de qué color era su dinero. Nos sentábamos a menudo en los bancos de los parques. Un día, en uno de ellos, estábamos mirando jugar a los niños. Una madre dio una bofetada a su hijo. "La dialéctica del amor y del odio", dijo Trotsky. Posteriormente, en México, cuando salíamos un día del dentista, me dijo: "Debería haber, una manera sintética de curar un diente". Eran esas sus maneras de reencontrar la dialéctica marxista en la vida cotidiana. En los parques de Lyon, Trotsky me dictó algunas cartas y notas. Raymond vino a vernos, trayéndonos un paquete de cartas. Había que responderlas, el trabajo continuaba. Pero, en general, Trotsky estaba, en esos días, taciturno e inquieto. La inseguridad de su situación comenzaba a pesarle.

Mientras Trotsky y yo estábamos en Lyon, Henry y Raymond Molinier se afanaban: Henry tratando de negociar con las autoridades francesas, Raymond buscando un lugar conveniente.

Pronto se dibujó una solución. Después del problema de Barbizon, yo había ido a ver a Maurice Dommanget, uno de los líderes del sindicato de docentes, en el pequeño pueblo de Oise, donde era maestro. Al igual que cierto número de colegas suyos en el sindicato docente, aunque no era trotskista, tenía simpatía por Trotsky. Yo le había preguntado si no podía encontrar un maestro que tuviera una casa lo suficientemente grande en una aldea o en una pequeña ciudad lejos de París, que pudiera albergar a Trotsky, mediante el pago de una renta. Dommanget dijo que iba a buscar. Es así como, a comienzos de julio, vino a proponerme la casa de Laurent Beau, maestro en Domeñe, pequeña ciudad a una decena de kilómetros al este de Grenoble. Raymond Molinier fue a ver el lugar. Todo estaba bien. La casa de Beau, de tres pisos, rodeada de un gran jardín, se encontraba en la carretera de Savoie, un poco apartada de la ruta, quizás a unos dos kilómetros del centro de Doméne. Beau no era trotskista; era un maestro de izquierda, y estaba decidido a alquilar una parte de su casa a Trotsky.

Llegamos a Doméne Trotsky, Natalia y yo, justo antes de mediados de julio de 1934. Henri Molinier nos llevó en automóvil. Los primeros arreglos de la casa se hicieron un poco al azar. Trotsky se instaló, creo, en la pieza de trabajo de Beau, en la planta baja. No era cuestión de tener una dactilógrafa rusa y Trotsky se puso a escribir a mano. Después de un período en el cual comíamos con los Beau, Natalia comenzó a preparar algunos platillos, para Trotsky y ella, ayudada un poco por la señora Beau. Yo comía muy seguido fuera. Tenía una bicicleta y era fácil ir al centro de Doméne. Gagneux, el inspector judicial, se había instalado en Doméne y vigilaba la casa. Era una vigilancia de doble filo; por un lado, velaba para que nadie viniera a perturbar la clandestinidad de Trotsky; por el otro, observaba quién venía a ver a Trotsky.

La casa no tenía vecinos cerca. En la parte de atrás, el jardín subía en pendiente directamente al contrafuerte de los Alpes. Trotsky y Natalia podían ir a pasear en esa dirección, seguros de que no encontrarían a nadie. A veces, por la noche, Beau nos llevaba en su autito a hacer un paseo de una media hora o una hora al campo, sin paradas. Trotsky y Natalia se sentaban detrás, yo al lado de Beau. La conversación con Beau era más bien pobre.

Había en Grenoble un joven profesor, Alexis Bardin, cuyos dos hermanos eran miembros del grupo trotskista en París; uno de ellos (Boitel) desempeñaba incluso un papel importante. Alexis Bardin y su mujer, Violette, fueron autorizados por el prefecto de Isére a visitar a Trotsky y a Natalia. Bardin era miembro del Partido Socialista y participaba en la vida política y sindical. Las conversaciones entre Trotsky y él pronto giraron en torno a la política local de Grenoble. Trotsky se interesaba por los menores detalles: le gustaba volver a sumergirse en una actividad concreta y cotidiana. Bardin era un trotskista ferviente y desplegaba una actividad cada vez mayor. Algunos de sus discursos, en los congresos sindicales, fueron escritos por Trotsky. Unos años antes, previamente a la llegada de Hitler al poder en Alemania, Trotsky había escrito también los discursos que pronunciaba en el Landtag de Prusia un trotskista alemán, Oskar Seipold.

La situación política en Francia era cada vez más febril y había mucho que hacer en el grupo trotskista de París. Pronto se decidió que yo dividiría mi tiempo entre Doméne y París. Pasaba tres o cuatro semanas en París, luego me iba a Doméne por dos o tres semanas, y así regularmente. Todo eso carecía de estabilidad y dependía más que nada de las necesidades del momento. Estuve en Doméne en octubre, para traducir la primera parte de ¿A dónde va Francia?. Traducía el manuscrito a medida que Trotsky escribía. El folleto era un análisis de la situación política en Francia y, por supuesto, no podía ser publicado con el nombre de Trotsky sin comprometer más su situación ante las autoridades francesas. Mi traducción tenía algunos arreglos como para que no se advirtieran las marcas más notorias de su estilo. El texto fue publicado en La Vérité como si hubiera sido escrito colectivamente por un grupo de trotskistas franceses. No obstante, el manuscrito ruso debía ser puesto en un sitio seguro. Natalia lo cosió en la valenciana de mi chaqueta cuando tuve que volver a París. En Doméne estuve todo el mes de enero de 1935. El primero de diciembre de 1934, Kirov, secretario del Partido Comunista en Leningrado, había sido asesinado, en circunstancias bastante misteriosas, por un joven terrorista, Nikolaiev, cuyos móviles eran todavía desconocidos. Stalin lanzó una nueva campaña de calumnias contra los trotskistas y se entregó a sangrientas represiones e incluso hizo fusilar a docenas de funcionarios de la GPU. Trotsky trataba de demostrar, con las informaciones que entonces tenía a su disposición, el mecanismo del asunto. Yo traducía al francés lo que él escribía, que se publicó finalmente poco después en París, en forma de un folleto sobre el asunto Kirov. En la conversación, Trotsky me esbozó una teoría de lo que él llamaba "el socialismo coronado". "Ya verá usted, Stalin se va hacer coronar". Pensaba que después del asesinato de Kirov, Stalin habría de adoptar un título majestuoso, a la manera de Bonaparte cuando se convirtió en Napoleón. En cierto modo, eso fue lo que ocurrió. Stalin se convirtió en el Padre de los pueblos y se rodeó de esa aureola de adulación bizantina que más tarde habría de llamarse el "culto a la personalidad". El asesinato de Kirov y sus secuelas marcaron una etapa importante en la construcción del mito. Trotsky tal vez esperaba un regreso a algo más tradicional, más formal. Yo estaba en Doméne cuando nació mi hijo, a fin de enero. Raymond Molinier me dio la noticia en una de esas conversaciones telefónicas que yo tenía con él desde Grenoble casi todos los días. Creyó que me hacía una buena broma anunciándome que habían nacido gemelos. Yo no tenía por qué no creerle y le pasé la noticia a Trotsky. "La mezcla de razas siempre es muy fértil", dijo inmediatamente. Gaby era pequeña y morena, yo soy alto y rubio. Trotsky no necesitó más para construir una teoría.

Yo estaba de nuevo en Doméne en febrero, cuando Trotsky escribió la segunda parte de ¿Ou va la France?. El 7 de febrero empezó a escribir su diario. Ese diario, muy conocido hoy en día, es un documento precioso para el estudio de su personalidad y quiero decir sobre él algunas palabras. Fue escrito durante un período particularmente difícil del exilio y sería tal vez abusivo extrapolar, sin reservas ni modificaciones, la atmósfera que evoca ese diario y proyectarla a todo el exilio de Trotsky. Además, las proporciones entre los diferentes intereses de Trotsky se encuentran, en el diario, deformadas. El sabía que ese diario podía caer en manos de las autoridades francesas si se producía de nuevo cualquier otro incidente. El texto, en consecuencia, está lleno de pequeñas astucias. Con fecha de abril, Trotsky escribe que "no sabe" quién escribió ¿Ou va la France?. Tengo incluso la impresión de que Trotsky, que unos meses antes, cuando el asunto de Barbizon, se había calificado a sí mismo de "viejo conspirador", escribió en alguna medida su diario para tener algo que mostrar a la policía francesa. "¡Miren ustedes de lo que me ocupo!". Por lo tanto toda una parte de su actividad política no aparece. Sus constantes intervenciones en las luchas de fracciones de los diferentes grupos trotskistas, su correspondencia política, las visitas mismas que recibía, de todo eso no quedan huellas. Liova, Jeanne, Raymond Molinier a menudo iban de París a Doméne. Aparte de ellos, hubo varios visitantes que vinieron para mantener discusiones políticas con Trotsky. Vinieron, por ejemplo, Henryk Sneevliet, Pierre Naville, Jean Rous y Marceau Pivert. A fin de escapar de la vigilancia de Gagneux, Raymond Molinier ocultó a Yvan Craipeau en la cajuela posterior de su automóvil mientras atravesaban el pueblo.

Dos o tres meses después de la llegada de Trotsky a Doméne, se pensó en organizar un poco mejor el interior de la casa. Beau puso a disposición de Trotsky y de Natalia todo un piso. Una habitación servía de dormitorio, otra de estudio. En un pasillo se instalaron estantes que se llenaron de libros. Cuando yo estaba, trabajaba y dormía en un cuarto pequeño, en el mismo piso. Hubo que instalar en ese piso un baño. Eso significó un gasto muy importante. Ni Beau ni Trotsky tenían mucho dinero. En realidad, Trotsky atravesaba entonces por una situación financiera muy difícil. En medio de sus tribulaciones no podía escribir artículos para que se los pagaran. Se regateó la parte que cada uno tenía que pagar. Durante cierto tiempo las relaciones fueron muy tensas. Trotsky y Beau no se hablaban. Posteriormente, un poco antes de su partida, las cosas se arreglaron en alguna medida. El episodio llevó a Trotsky a escribir en su diario, con fecha 12 de febrero de 1935: "No hay criatura más repugnante que un pequeñoburgués comprometido en la acumulación primitiva. Nunca había tenido la ocasión de observar un tipo semejante tan de cerca como ahora". La cólera se adivina en el texto. Hablar de acumulación primitiva es abusar de una categoría de la economía marxista. Beau ciertamente no iba a transformarse en capitalista en virtud de la renta que le pagaba Trotsky. Natalia hace sonar la campana de otro modo cuando habla en sus recuerdos de los Beau como de "gente excelente". En mayo tomé en París el tren de Grenoble, para ir a Doméne. El viaje era largo, la tarde era calurosa. Me dirigí al vagón restaurante a beber una botellita de soda Perrier. El mesero me trajo un recibo que deslicé entre las páginas del libro que estaba leyendo, uno de los que tenía que entregar a Trotsky. Al día siguiente de mi llegada, yo estaba en el jardín, cerca de la casa. Trotsky apareció en la ventana de su estudio y, blandiendo el pedacito de papel, me gritó: "¡Eh! ¡Eh! ¡Así que tirando la casa por la ventana en el restaurante del tren!" Sabía algunas expresiones del argot y le gustaba usarlas. Felizmente yo no había bebido más que agua mineral!

En Noruega se había formado un gobierno socialista. Un trotskista alemán refugiado allí, Walter Held, movilizó a unos amigos noruegos para que solicitaran al gobierno una visa para Trotsky. El 8 de junio de 1935 llegaba yo a Domene, de París, con la noticia de que el gobierno noruego había concedido a Trotsky un permiso de residencia. Las visas no habían sido materialmente asentadas en los pasaportes de Trotsky y de Natalia, pues sus documentos estaban en Domene, pero la autorización había sido otorgada. Había que partir a París lo antes posible. En dos días, Natalia y yo empaquetamos la ropa, manuscritos, algunos libros. La despedida de los Beau fue breve. El 10 por la noche tomamos el tren hacia París en la estación de Grenoble. El director de la Seguridad de Grenoble nos acompañaba. Cuando íbamos a subir al tren me hizo notar que el prefecto de Isére se encontraba en el otro andén, vigilando de lejos la partida de Trotsky. Trotsky y Natalia ocuparon un compartimiento ellos solos y durmieron en los asientos. Yo me quedé toda la noche junto a la puerta, en el pasillo, y llegamos a París a la madrugada. Liova nos esperaba en la estación. Trotsky y Natalia se dirigieron inmediatamente al departamento de Gérard Rosenthal o, mejor dicho, de su padre, un médico parisino muy conocido.

Se supo entonces que el gobierno noruego vacilaba y hubo varias jornadas de negociaciones febriles. Las autoridades francesas querían que Trotsky abandonara el país lo más pronto posible y ciertamente no estaban dispuestas a permitir un retorno a Domene. Por otra parte, en ese momento se llevaba a cabo el Congreso Nacional del Partido Socialista, en Mulhouse; los trotskistas franceses estaban a punto de ser excluidos de ese partido. Gran cantidad de cuestiones de táctica política se planteaban. Miembros del grupo trotskista de París venían a menudo a ver a Trotsky. Esos días han sido descritos en detalle por Trotsky en su diario, con fecha 20 de junio de 1935, en páginas escritas por lo tanto poco tiempo después de los acontecimientos. El 13 de junio todo se arregló finalmente. La visa noruega fue acordada por seis meses. Estábamos listos para partir.

 

 

III.

Noruega

 

En la noche del 13 al 14 de junio de 1935 tomamos en la Estación del Norte el tren de las 12 y cuarto para Amberes, Trotsky, Natalia, Jean Rous y yo. Rous, que era entonces uno de los dirigentes del grupo trotskista francés, venía con nosotros hasta Amberes para que yo no estuviera solo de custodia; Trotsky quería también discutir con él sobre los problemas del grupo trotskista francés. Llegamos a Amberes por la mañana y encontramos allí a Jan Frankel, que había venido de Checoslovaquia. Nos instalamos en el Hotel Excélsior.

En noviembre de 1932, en esa misma ciudad de Amberes, la policía belga había organizado un verdadero sitio alrededor del barco que conducía a Trotsky a Dinamarca, mientras que en 1935 nos dejó tranquilos. La policía francesa, igualmente, en la Estación del Norte, había sido extremadamente discreta. El viaje se realizó mucho más sencillamente que los anteriores desplazamientos de Trotsky.

A comienzos de junio de 1934, la prefectura de Isére entregó a Trotsky y a Natalia "verdaderos" falsos documentos de identidad, a nombre de Lanis. He aquí una página de cada uno de esos documentos.

Durante los días 14 y 15, Trotsky tuvo en Amberes conversaciones con varios trotskistas belgas y también con los miembros de un grupo socialista flamenco, la Liga. El 15, a las 8 de la noche, partimos hacia Oslo a bordo del barco noruego París, Trotsky, Natalia, Frankel y yo. Rous se volvió a París. En el barco todo anduvo bien. Los pasajeros, su mayoría noruegos, no parecían prestarnos atención. El 18 por la mañana, el barco costeaba el fiordo de Oslo. Las formalidades de inmigración fueron rápidas, el desembarco muy sencillo; descendimos al muelle mezclados con los demás pasajeros. Si había periodistas presentes, no se mostraron. Partimos inmediatamente en automóvil hacia Jevnaker, una pequeña ciudad a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Oslo, y nos instalamos en un hotelito muy limpio por algunos días.

Para guiarnos en ese mundo nuevo estaba Walter Held, cuyo verdadero nombre era Heinz Epe, un trotskista alemán refugiado en Noruega desde hacía un tiempo y casado con una noruega. Alrededor de él, algunos amigos noruegos; en particular Olav Scheflo, un periodista que había hecho mucho por la obtención de la visa y Kjell Ottesen, un estudiante.

El 23 de junio Trotsky y Natalia se instalaron en la casa de los esposos Knudsen. Konrad Knudsen era diputado en el Parlamento noruego. El arreglo había sido hecho por intermedio de Scheflo, amigo de los Knudsen. La casa, sin ser lujosa, era grande y cómoda, en medio del césped, sin bardas, cerca de un pequeño bosque. El lugar, que reunía varias casas, se llamaba Wexhall y estaba unido a la pequeña ciudad de Honefoss a unos sesenta kilómetros (a vuelo de pájaro) al norte de Oslo. Como los Knudsen sólo podían dar a Trotsky una parte de su casa, se decidió que allí se viviría con un reducido número de secretarios y sin guardia regular. Jan Frankel sería el único secretario. El 25 regresé a Francia por tren y tuve la ocasión de atravesar la Alemania de Hitler. En Domene habíamos dejado libros y archivos. Fueron enviados a Honefoss a fin de julio. También se envió una máquina de escribir en ruso. Se había encontrado una secretaria rusa y el trabajo regular recomenzaba.

Durante la manifestación del 12 de febrero de 1934 en París, Jan Frankel había sido descubierto como extranjero por un policía de civil. Detenido, fue posteriormente expulsado de Francia. De regreso a Praga, hizo borrar de su pasaporte, por un falsificador profesional de papeles, la notificación de expulsión. Con ese pasaporte, auténtico pero adulterado, había entrado en Noruega. En octubre de 1935, por ser extranjero, tuvo que presentarse ante la policía noruega. La adulteración del pasaporte podía ser descubierta, lo cual habría provocado un pequeño escándalo en torno a Trotsky. Se juzgó conveniente que regresara a Checoslovaquia. De regreso en Praga se ocupó de buscar un reemplazante. Eligió a un trotskista checoslovaco, Erwin Wolf, que llegó a Honefoss el 15 de noviembre. Frankel había pasado varios años con Trotsky, Wolf evidentemente no tenía esa experiencia. Tampoco tenía mucha afición por las tareas propias de secretario y en los meses siguientes la correspondencia y los manuscritos de Trotsky habrían de conocer cierto desorden. De regreso a París me puse de nuevo a militar en el grupo trotskista francés. Se desarrollaba entonces una viva lucha en la organización de las juventudes socialistas. Allí, más que en el partido adulto, los trotskistas habían logrado algún éxito luego de su ingreso a la organización socialista. Habían reclutado adherentes. Además, el grupo de Fred Zeller, que tenía en sus manos la conducción de la Entente del Sena, se había aproximado bastante a ellos. A fines de julio, en Lille, el Congreso Nacional de la organización de la juventud socialista excluyó a los trotskistas y a sus aliados. El 30 de julio, desde Lille, envié a Trotsky el siguiente telegrama: "Congreso Nacional juventud nos excluye y a izquierda Zeller." El 8 de agosto, varios representantes de los excluidos, Fred Zeller, David Rousset, Yvan Craipeau y yo nos reunimos en la calle Feydeau con una comisión compuesta por dirigentes del Partido Socialista, entre los que estaba León Blum. Nuestra expulsión había sido urdida por la derecha del Partido, alentada por pro-stalinistas. La comisión desempeñaba un papel conciliador y no había perdido la esperanza de que permaneciéramos en la organización socialista aunque sometidos, por supuesto, a condiciones bastante duras. Estábamos sentados en torno de una mesa angosta y larga. Blum estaba casi en frente de mí. Con voz meliflua pero no sin encanto y con cierta fuerza de argumentación, nos presentaba las posiciones socialistas tradicionales. Pero las cosas habían ido demasiado lejos y no había ya retorno posible. El grupo Zeller se unió a los trotskistas para formar una organización juvenil independiente. A fines de octubre, Zeller viajó a Noruega para ver a Trotsky y se quedó alrededor de tres semanas. Por cierto, preguntó a Trotsky cómo había podido perder el poder. "¿Porqué no se valió usted del formidable aparato que tenía entre las manos para resistir?" Trotsky calificó la pregunta de "ingenua", pero escribió un artículo bastante largo titulado "¿Por qué Stalin venció a la oposición?" con fecha 12 de noviembre, que quizás sea la presentación más completa y más coherente de sus opiniones sobre el problema, con sus puntos fuertes y también con sus costados débiles. En particular declaraba: "No hay ninguna duda de que un golpe de Estado militar contra la fracción de Zinoviev, Kamenev, Stalin y los otros no presentaba en esos días ninguna dificultad y que no habría ni siquiera costado un derramamiento de sangre; pero el resultado de ese golpe de Estado habría sido una marcha acelerada hacia esa burocratización y esa bonapartización contra las que la oposición de izquierda había decidido luchar". Todo el artículo aporta elementos para ser estudiados. En su entusiasmo de neófito, Zeller envió desde Noruega a un amigo stalinista, a París, una postal en la que le decía: "¡Muera Stalin! ¡Viva Trotsky!" El amigo no encontró nada mejor que remitir la postal a la dirección del Partido Comunista. Pequeño escándalo: los stalinistas presentaron la tarjeta como un llamado al terrorismo individual. Hacia fines de 1935, Trotsky entró en negociaciones, por intermedio de Liova, con el Instituto Internacional de Historia Social en Amsterdam para venderle sus cartas de los años 1917-1922: cerca de 900 documentos. Se trataba, por cierto, de copias, dactilografiadas o fotográficas, pues los originales, por decisión del Politburó, habían sido depositados en Moscú. El contrato de venta fue firmado el 28 de diciembre de 1935. El 26 de enero de 1936, Liova envió a su padre una nota manuscrita en ruso sobre la entrega de la correspondencia al Instituto de Amsterdam en laque decía: "Retiré (de los documentos enviados al Instituto) en total tres documentos de Lenin (y dos fotografías de esos tres documentos, no había fotografía del tercero). En el primer telegrama se lee: Actúen a la vez por la corrupción y por la amenaza de un exterminio general. En el segundo: Les cortaremos el pescuezo a todos si prenden fuego al petróleo. En el tercero: la exigencia de fusilar a los obreros de Ijevsk por sabotaje. Mientras tanto, guardo los documentos". Es el único caso de ocultamiento voluntario de textos que yo haya conocido en la intimidad de Trotsky. Y en este caso se trataba de proteger la memoria de Lenin. ¿Qué fue de esos documentos que retiró Liova? No lo sé. No he podido encontrarlos en el libro de Jan M. Meijer, The Trotsky papers 1917-1922. Lo único que encontré fue, en la página 545, el texto de un telegrama enviado por Lenin a Skliansky, con fecha 8 de junio de 1919, a propósito de los obreros de Ijevsk; "Envíe un telegrama (con mi firma) a Melnitchansky diciéndole que sería una desgracia vacilar y dejar sin castigar las ausencias con ejecuciones", lo que parece corresponde al tercer documento descrito por Liova. Cuando Trotsky propuso el ingreso del grupo trotskista francés al Partido Socialista, Naville manifestó su desacuerdo, se separó de la organización, y formó un pequeño grupo aparte. Una vez que se produjo el ingreso, decidió entrar también al Partido Socialista. En este partido, cada vez más los grupos se vieron obligados a trabajar en común y cuando los trotskistas fueron excluidos, en agosto de 1935, y hubo que reconstituir un grupo trotskista independiente, Naville formó parte de la dirección del grupo, con Raymond Molinier, Frank, Bous, Bardin (Boitel) y algunos otros. Hacia septiembre u octubre, Molinier comenzó a manifestar signos de impaciencia hacia sus colaboradores. El grupo se desarrollaba demasiado lentamente para su gusto; el diario del grupo, La Vérité, era según él demasiado abstracto y no conseguía penetrar en las capas obreras. Se dibujó una línea de demarcación y la organización se escindió en dos fracciones. Yo me quedé junto a Raymond Molinier. Desde mi adhesión al movimiento trotskista había estado ligado políticamente a él, en los diversos vaivenes de la vida interna del grupo trotskista francés. Había sido el hombre de confianza de Trotsky. Nadie tenía tanta energía como él. Cuando los acontecimientos súbitamente reclamaban una acción, Raymond Molinier estaba allí para encontrar el dinero, imprimir un cartel, organizar un mitin. En una especie de bravata que era habitual en él, Raymond Molinier envió a Trotsky una carta en la que descargaba todas sus baterías. Le describía sus proyectos, con precisiones que todavía no había comunicado a la gente que lo rodeaba o por lo menos a mí. En esos mismos días escribí a Trotsky describiéndole la situación tal como yo la veía. Como no le hablaba de los planes precisos que Molinier le había hecho llegar, por la simple razón de que los ignoraba, se imaginó que yo quería engañarlo. Yo era, sin embargo, uno de los mejor situados para saber que eso era imposible. De todos lados le llegaban informaciones, de Liova y de muchos otros corresponsales regulares que le escribían frecuentemente. La fractura se produjo a comienzos de diciembre. El grupo Molinier-Frank, en el que yo estaba, comenzó a publicar un diario nuevo, La Commune. Jeanne Martin también formaba parte de ese grupo. Eso habría de crear más tarde una situación entre Liova y ella que, con los años, se convertiría en muy penosa. En esas semanas la escisión no iba más allá de esas luchas de fracciones que nunca habían faltado. Las negociaciones entre los dos grupos continuaban. En cuanto a mí, las relaciones con Trotsky se habían cortado. Por supuesto, eso me afectó mucho. La Commune no progresaba más que La Vérité. Nos enfrentábamos a las mismas dificultades y no había ninguna fórmula mágica. Antes de mediados de enero de 1936 yo abandonaba lo que había ya comenzado a parecerme una aventura. Durante unas semanas, floté, a distancia de ambos grupos. Entré al grupo trotskista oficial hacia mediados de febrero. Gaby que, como yo, había estado en el grupo de Molinier en momentos de la escisión, se quedó en él, lo cual creó entre ella y yo una situación bastante parecida a la que existía entre Jeanne y Liova.

Mis tribulaciones políticas habían tenido repercusiones en mi vida personal. Lejos de ambos grupos, tuve que buscar un empleo. Con la ayuda de André Thirion, a quien había conocido en la sección socialista del décimo noveno distrito, ingresé a la "Francia mutualista", para trabajar como actuario. Era una sociedad quedaba pensiones vitalicias a ex combatientes de la guerra de 1914-1918 y en la que trabajaban unos 200 empleados. Thirion, sin pertenecer a la dirección, ocupaba un puesto bastante importante y había conseguido trabajo para algunos jóvenes surrealistas. Reinicié mi correspondencia con Trotsky. Le envié, apenas aparecido, el librito que André Gide había escrito luego de su viaje a Rusia, Retour de URSS (Regreso de la URSS).

En la segunda mitad de mayo se lanzó en Francia una ola de huelgas, con ocupaciones de fábricas. Una noche de comienzos de junio, se sintió que planeaba sobre París una extraña atmósfera. La policía no aparecía. Las calles estaban desiertas, sólo unos grupos de obreros se dirigían de una fábrica ocupada a otra. Pero eso no duró mucho. Las negociaciones recomenzaron y la ciudad recuperó un rostro más familiar. El 7 fueron concluidos lo que se llamó los acuerdos Matignon, entre el gobierno de Blum, el sector patronal y los sindicatos.

El lunes 8 de junio, "Francia mutualista" se ponía en huelga. Ocupamos los locales. En el día, las mujeres hacían la comida para todos. De noche, nos acostábamos en el piso. Las cosas se hacían con mucho buen humor y una gran disciplina. Yo era secretario del comité de huelga; el comité se instaló en el despacho del director. Dos agentes de policía vinieron amablemente a la puerta a preguntar, a los efectos de un censo, cuántos eran los huelguistas, uno de ellos escribió la cantidad en un cuaderno. Esta huelga no era, por cierto, más que una gota de agua en la ola de huelgas que se había desatado en el país. En el microcosmos de "Francia mutualista", las negociaciones tomaban la forma de interminables reuniones entre el director y sus adjuntos por un lado, y el comité de huelga, por el otro, en torno a una inmensa mesa. La huelga tuvo como saldo importantes aumentos de salarios, vacaciones pagas y otras ventajas. Desde Noruega, Trotsky seguía de muy cerca la situación en Francia. El 10 de junio, me escribió: "Le adjunto un nuevo artículo que me parece muy URGENTE. Le ruego hacer lo posible de lo imposible para que llegue cuanto antes a los camaradas y aparezca en el diario. El mejor nombre para el diario sería Le Soviet Eso nos dará la posibilidad de penetrar en las filas de los obreros comunistas y, por otro lado, el nombre corresponde totalmente a la situación. Como cintillo: "¿Los soviets en todas partes? ¡De acuerdo! Pero empecemos por Francia".

El artículo cuyo texto ruso me enviaba Trotsky con la carta fue La revolución francesa ha comenzado, con fecha 10 de junio, que era la continuación de un primer artículo sobre la situación en Francia, La etapa decisiva, con fecha 3 de junio que me había enviado unos días antes. En cuanto a la exclamación "¡Los soviets en todas partes!" era entonces la consigna más corriente en las manifestaciones organizadas por el Partido Comunista. En la noche traduje el artículo de Trotsky, sentado en el escritorio del director de la "Francia mutualista".

El grupo trotskista francés acababa de reorganizarse. El 1° de junio se había logrado una reconciliación (que sólo habría de durar unos meses) con el grupo Molinier; nos habíamos puesto otro nombre, Partido Obrero Internacionalista y buscábamos un título para el periódico. Por eso Trotsky hacía la propuesta. Se ve su preocupación por el detalle; no solamente piensa en un título para el periódico, sino que también prevé los titulares. El nombre propuesto no fue aceptado y Trotsky comenzó a mostrar una impaciencia creciente hacia la dirección del grupo francés. Pensaba que éste no trabajaba con la urgencia que le parecía exigir la situación. El 12 de junio me escribió: "Recibida su cartita (donde yo le anunciaba la huelga de Francia mutualista) y felicito al señor secretario del Comité de huelga. Espero que usted haya transmitido mi segundo artículo a la redacción (era el enviado el 10 de junio). Si ésta no asume la obligación que yo exijo (es decir, publicar inmediatamente los artículos de Trotsky, sin modificaciones), haré una declaración pública desentendiéndome de toda responsabilidad especial respecto del órgano de la sección francesa (del movimiento trotskista internacional) y quedaré en relación con los camaradas para un boletín semanal de pocas páginas en las que podré hablar con plena libertad". (En esta carta y en la anterior a ella, ambas dictadas a alguien que no era francés, Erwin Wolf, corrijo la ortografía pero mantengo el giro de las frases).

Cuando se conoce el precio que ponía Trotsky en todo lo que se había edificado en el plano de la organización en el movimiento trotskista, los cuidados con que había incubado la formación de estos grupos, se puede medir el aspecto extraordinario de ese proyecto de boletín. Fue aún más lejos por esa vía. Al poco tiempo recibí una carta a mano, de la que no hay copia y cuyo original desgraciadamente se perdió, en la que me proponía lo siguiente: publicar en París un diario que se llamara Le Soviet para el que Trotsky me enviaría de Noruega casi todo el contenido de cada número, yo traduciría los textos y me ocuparía de su impresión. Habría que mantener respecto de la conducción del grupo trotskista francés una especie de neutralidad. Toda la empresa era, evidentemente, quimérica. Trotsky me había elegido para ese proyecto por las siguientes razones: podía traducir rápidamente sus artículos del ruso al francés; tenía alguna experiencia en cuestiones de imprenta; finalmente, luego de mi pertenencia temporaria al grupo Molinier y, posteriormente, mi ruptura con ese grupo, no tenía una solidaridad política particular con el equipo Rous-Bardin-Naville, ni con el equipo Molinier-Frank, que constituían entonces la dirección del grupo trotskista francés. El proyecto de diario independiente nació muerto. Los acontecimientos evolucionaron rápidamente. La ola de huelgas tuvo un reflujo. Las relaciones de Trotsky con la dirección del grupo francés mejoraron un poco.

El 19 de julio estalló la guerra civil española. Hacia fin de mes, Trotsky comunicó a Liova su intención de ir clandestinamente a Cataluña. Liova y yo hicimos algunos planes. Pensábamos en un barco pesquero que iba de Noruega a España, pero nada, fuera de algunas conversaciones.

El 5 de agosto Trotsky terminó el manuscrito del libro en el que trabajaba hacía algún tiempo, La Revolución traicionada y lo envió a sus traductores. Salió de Wexhall para hacer una excursión con Xonrad Knudsen, hacia Christiansand. Durante la noche del 5 al 6, miembros del pequeño grupo pro-nazi noruego invadieron la casa de los Knudsen y se apoderaron de cartas y documentos que pertenecían a Trotsky. En París, Liova estaba inquieto y me pidió que fuera a Noruega. Me embarqué en Amberes y llegué a Oslo el 25 de agosto por la mañana. Todavía el barco se deslizaba por las aguas del fiordo de Oslo cuando trajeron a bordo los diarios de la mañana. Pude descifrar los titulares: anunciaban la ejecución de Zinoviev y de Kamenev. Llegué a Wexhall, donde encontré a Trotsky, Natalia y Erwin Wolf, así como a la familia Knudsen. Los periodistas llamaban por teléfono a cualquier hora para obtener declaraciones de Trotsky sobre el proceso de Moscú. Trotsky estaba preocupado, en primer lugar, a causa del proceso, luego, porque en razón de aquél, el gobierno noruego endurecía su actitud hacia él. Moscú ejercía una presión cada vez más fuerte sobre el gobierno, reclamando medidas contra Trotsky y amenazando, si no se tomaban, con suspender la compra de arenques noruegos.

El 28 de agosto Trotsky fue a Oslo con Erwin Wolf para testimoniar en el juicio contra los nazis noruegos que habían invadido la casa de los Knudsen. Los procesos contra los fascistas se transformaban en una acción contra Trotsky. De testigo se convertía en acusado. A la tarde, en la gran sala de la casa de los Knudsen yo acababa de colgar el teléfono después de hablar con un periodista, cuando dos policías noruegos irrumpieron en la habitación, me agarraron y me llevaron. Un automóvil había traído a Trotsky de Oslo con unos policías. Trotsky descendió del automóvil. No pudimos decirnos nada. Wolf estaba en otro automóvil, al que me hicieron subir. Un policía fue rápidamente a buscar mi valija con mis pocas pertenencias personales y partimos hacia Oslo. Todo eso sin ninguna explicación. Nos llevaron, a Erwin y a mí, al gran edificio central de la policía en Oslo. Allí nos hicieron firmar una declaración en la que decíamos que abandonábamos Noruega por nuestra voluntad. La palabra era freiwillig, pues nos hablaban en alemán. De lo contrario, nos dijeron, los deportaremos a Alemania, a la Alemania de Hitler. Nos negamos. Wolf tenía un poco de dinero con él. Yo no tenía un centavo. En la celda me pasó un billete que yo escondí en uno de mis calcetines. No sabíamos en absoluto lo que iba a ser de nosotros ni cual era la suerte de Trotsky. Al día siguiente, sin explicaciones, nos metieron en un tren, entre dos policías. En la frontera sueca esos dos policías noruegos nos entregaron a dos policías suecos, quienes nos acompañaron hasta Dinamarca, donde nos entregaron a dos policías daneses. Llegamos a Copenhague el 30 de agosto, custodiados no ya por dos sino por seis policías daneses. No sabíamos todavía a dónde íbamos, ni lo que sucedía en el mundo. En la estación de Copenhague, un personaje importante de la policía nos dijo, muy amablemente, que íbamos a ser conducidos al hotel. Partimos en automóvil, flanqueados por policías. El automóvil recorría, a gran velocidad, las avenidas exteriores y penetró en un edificio. El "hotel" era una cárcel. Era incluso una cárcel para criminales peligrosos. A la noche nos pusieron a cada uno en una celda completamente desnuda, salvo una tarima empotrada en la pared y una cobija. A la noche nos quitaron toda la ropa y objetos personales, sin siquiera dejarnos un pañuelo. Al día siguiente nos llevaron, siempre sin la menor explicación. Llegamos a los muelles y nos obligaron a subir a una pequeña embarcación, el Algarve. El barco soltó inmediatamente las amarras. No había policías a bordo y el capitán era cordial. Supimos que la embarcación, un barco de carga muy pequeño, iba a Marruecos a comprar aceite de copra, que haría escala en Amberes, donde podíamos desembarcar. Más tarde, en alta mar, nos enteramos, por la radio, que Trotsky y Natalia serían internados por el gobierno noruego. Tuvimos mal tiempo; el barco, vacío, danzaba sobre las olas.

Llegamos a Amberes el 2 de septiembre. Dos policías belgas nos esperaban en el muelle. Tomamos el tren con ellos a París. En la frontera francesa los policías belgas evitaron a los policías franceses: temían que la policía francesa rechazara a Wolf, ciudadano checoslovaco, y lo hiciera regresar a Bélgica. Llegamos finalmente a París. La actitud de los países escandinavos hacia nosotros había sido provocada por presiones diplomáticas rusas. El 2 de septiembre, Trotsky y Natalia fueron internados por el gobierno noruego en Sundby, una aldea a 36 kilómetros al sudoeste de Oslo, cerca del pueblo de Storsand. Los alojaron en el primer piso de una casita cuya planta baja estaba ocupada por unos veinte policías. Trotsky no podía recibir visitas, las únicas excepciones eran su abogado noruego que vino a verlo algunas veces y Gérard Rosenthal, su abogado parisino, que fue autorizado a visitarlo. Su correspondencia era vigilada de cerca. Las cartas que escribía eran enviadas ya sea con un gran retraso o bien devueltas. No podía recibir más que breves y escasas comunicaciones.

Para tratar de refutar las falsas acusaciones lanzadas por Moscú, Trotsky se propuso, a través de sus abogados, intentar aquí y allá, en dos o tres países de Europa, procesos a las publicaciones comunistas oficiales que reproducían esas calumnias. El 29 de octubre, un decreto especial del gobierno noruego prohibía a un "extranjero internado" emprender cualquier acción jurídica. Incluso se prohibió a Trotsky pasear bajo vigilancia, en la puerta misma de la casa. Era un régimen carcelario, de prisión severa. En su conducta hacia Trotsky, el gobierno "socialista" de Noruega descendió a cometer ignominias tales que ni en las sombrías horas de Doméne, el gobierno de Doumergue jamás se había permitido.

De regreso a París, volví a ocupar mi lugar en el grupo trotskista francés, pero mi actividad cotidiana pronto fue colaborar con Liova en la refutación de las falsas alegaciones del proceso Zinoviev-Kamenev. Trotsky había sido reducido al silencio. Liova se puso a escribir un largo texto que poco a poco fue tomando forma. Yo lo traducía al francés y me ocupaba de su impresión. El texto, finalmente, vio la luz, era el Libro rojo, primera refutación sistemática de las falsificaciones del proceso Zinoviev-Kamenev.

Una comisión investigadora sobre el proceso de Moscú se había formado en París. Gérard Rosenthal, como abogado, tenía un papel muy activo en ella. Yo trabajaba con él. Fue en las sesiones de esta comisión donde pude ver de cerca a Alfred y Marguerite Rosmer, a André Bretón, a Victor Serge. Bretón era muy asiduo y siempre lleno de buena voluntad. Al fin de una reunión, por ejemplo, había a menudo que firmar un texto sobre el que todos se habían puesto de acuerdo. Cada uno se levantaba y venía a poner su firma. Bretón ponía la suya, con tinta verde, y debajo de su nombre escribía, en letra pequeña, "escritor", lo cual me sorprendió en un surrealista.

Durante ese otoño de 1936 veía a Liova casi diariamente y aprendí a conocerlo mejor. Trabajaba en condiciones difíciles: las persecuciones que venían de Moscú, las dificultades con las autoridades francesas, la falta de dinero, sus relaciones con Jeanne.

Liova manifestaba frecuentemente una especie de testarudez taciturna que más tenía que ver con la obstinación silenciosa de su madre que con la voluntad elocuente de su padre. Un día hablábamos en su departamento de la calle Lacretelle cuando yo saqué la cuestión de las medidas de excepción tomadas contra los homosexuales en los primeros tiempos del poder bolchevique. "Eran todos espías", me dijo con un tono perentorio.

Liova manifestaba hacia la dirección del grupo trotskista francés una constante desconfianza. No sin desprecio, decía casi todo el tiempo al hablar de ellos "los franceses". No vacilaba en decir, en la conversación, "nosotros, los rusos". En 1934 alababa al stalinista Dimitrov diciendo que tenía la "tripa bolchevique".

Su falta de confianza en los trotskistas franceses, por otro lado, tal vez le costó la vida. Cuando se sintió enfermo, en febrero de 1938, hubiera podido dirigirse a alguno de los dirigentes del grupo trotskista francés Rous, Naville o Gérard, que conocían a excelentes médicos. El padre de Gérard, en particular, era un gran médico parisino, podía dar los mejores consejos y abrir todas las puertas. En su departamento había parado Trotsky durante su estadía en París, en junio de 1935. Liova prefirió meterse en una clínica rusa que en París, en 1938, no podía sino estar infestada de rusos blancos y de agentes stalinistas. Se presentó como que era un ingeniero francés. En dos minutos los otros rusos no pudieron dejar de darse cuenta de que era ruso. La dirección del grupo trotskista francés se enteró de su ingreso a la clínica y de su operación muy tarde. En los momentos en que tomó su decisión estaba, junto a él, Jeanne, cuya honestidad evidentemente no se cuestiona pero que estaba animada por una hostilidad violenta y apasionada contra la conducción del grupo francés, y Mark Zborowski, de quien ahora se sabe que era un espía stalinista. Liova, en ese momento decisivo, no se puso en relación con ninguno de los dirigentes trotskistas franceses. Cuando tomó la decisión de internarse en esa clínica rusa estaba todavía perfectamente consciente, pero Zborowski probablemente no debe haber dejado de consolidarlo en su resolución.

Era noviembre de 1936. Trotsky estaba internado en Noruega. Unas semanas antes, Gérard, su abogado, había podido visitarlo en el lugar de su internación. Era casi el único a quien la censura noruega autorizaba, dentro de límites bastante estrechos, a escribirse con Trotsky. Nosotros, Liova, Gérard y yo, nos encontrábamos frecuentemente para arreglar los asuntos corrientes, que no dejaban de presentarse: las comunicaciones con Trotsky, la búsqueda de una salida al impasse noruego, el desarrollo de los procesos que Trotsky intentaba seguir aquí y allá para hacerse oír, la refutación de las calumnias lanzadas desde Moscú, la situación misma de Liova que había publicado bajo su nombre el Libro rojo, a pesar de haberse comprometido con las autoridades francesas abstenerse de cualquier acto político. Los problemas no faltaban y había de semana en semana, casi de día en día, decisiones importantes que tomar. Una mañana estábamos los tres sentados alrededor de una mesa, en la terraza cerrada de un café de boulevard Montparnasse. En la conversación, a Gérard se le ocurrió emplear el nombre "Jeanne Molinier". No veo muy bien de qué otra manera hubiera podido expresarse. El nombre "Martin", que era el apellido de soltera de Jeanne, nunca era utilizado en la organización. Cuando escuchó el nombre pronunciado por Gérard, Liova se levantó bruscamente y haciendo casi caerla mesa gritó: "No puedo trabajar en semejantes condiciones". Se fue. En las semanas siguientes tuve que servir de intermediario entre Gérard y él. Todo eso no hacía muy fácil el trabajo.

Durante los años que Liova vivió en París, su colaborador más cercano era Mark Zborowski que muchos años después fue públicamente desenmascarado como agente de la GPU. Desde la llegada de Trotsky a Estambul, cierto número de agentes stalinistas había penetrado en las filas de la organización trotskista. Sin mencionar aquí los espías locales, reclutados en el lugar y cuyas actividades no salían del marco de una sección nacional, había una buena media docena de agentes internacionales, es decir, agentes que se encontraban mezclados en la vida de varias secciones, en el trabajo del Secretariado Internacional, en la difusión del Boletín de la Oposición, que trabajaban con Liova, que se escribían con Trotsky y que incluso iban a verlo. Los tres principales de esos agentes eran los hermanos Sobolevicius y Mark Zborowski. Sus maneras de actuar merecerían todo un libro. Hubo otros individuos respecto de quienes no siempre es fácil decidir si fueron agentes de la GPU colocados en la organización trotskista o vacilantes que en un determinado momento capitularon ante Stalin.

Jakob Frank, o Graef, llegó a Prinkipo el 29 de mayo de 1929 y se quedó alrededor de cinco meses como secretario de Trotsky. Venía recomendado por Raissa Adler quien, aparentemente, era de buena fe. Era la mujer de Alfred Adler, el psicoanalista vienés. De origen ruso, Raissa Timofeievna había conocido a Trotsky durante la permanencia de éste en Viena, antes de la primera guerra mundial. A la llegada de Trotsky a Turquía, ella le envió, el 13 de febrero, un telegrama para saludarlo y pronto entró en correspondencia con él. Frank era un judío lituano. En la primavera de 1929, cuando Raissa Adler lo recomendó a Trotsky, él era miembro del Partido Comunista austríaco y había trabajado, hasta el otoño de 1927, como economista en la representación comercial soviética en Viena. No ocultó nada de esto a Trotsky quien, por otro lado, en ese momento, vio en esa actividad pasada una recomendación más que una razón para desconfiar. Frank se fue de Prinkipo hacia fines de octubre de 1929. ¿Cuál fue exactamente su papel? De la gente que vivía en Prinkipo en esa época o que pasó por allí y yo conocí, Liova, Jeanne, Alfred y Marguerite Rosmer, nadie dijo nunca nada preciso sobre él. Jeanne, a quien interrogué en 1958, se acordaba de Frank. No le había caído simpático. Lo había encontrado charlatán y presumido; pero, naturalmente, no había sospechado nada. Trotsky, en todo caso, confió en Frank. El 27 de enero de 1930, tres meses después de su partida, Trotsky escribía a un trotskista checoslovaco: "El camarada Frank fue durante varios meses mi secretario en Prinkipo. Usted le puede tener absoluta confianza" (subrayado por Trotsky). En 1930 Frank escribió un artículo sobre la situación económica rusa que fue publicado en el número 11 del Boletín de la Oposición. Pronto manifestó simpatías cada vez más abiertas por el stalinismo y se alejó de la oposición. ¿Fue uno de los capituladores que en la época no faltaban? Es posible. Al menos, así fue como lo juzgó Trotsky. Pero es también posible que haya sido desde el comienzo un agente formado y manipulado por la GPU. Cierto número de indicios permiten sostener esa versión. En efecto, era una costumbre bastante establecida de la GPU reclutar sus agentes para Europa occidental entre los judíos que hablaban ruso y salían de las regiones limítrofes de Rusia. Ése fue el caso de los hermanos Sobolevicius. Ése fue el caso de Zborowski. Pues bien, Frank entra también en esa categoría. Pero hay más aún: se puede encontrar en las cartas de la época cierta cantidad de indicios. Raymond Molinier escribía a Liova el 13 de enero de 1930: "Un llamado Román Well (Ruvin Sobolevicius), que dice estar en contacto con Frank, pide encargarse directamente de la difusión del Boletín en Alemania." Well, ahora se sabe, era en esa época un agente a sueldo de la GPU. Se vale, como vemos, del nombre de Frank para ofrecer sus servicios a Liova. Well mismo escribió a Trotsky, el 30 de agosto de 1930, cuando ya había penetrado profundamente en el grupo trotskista alemán: "Ya le escribí a usted diciéndole que hice la propuesta de que el camarada Frank fuera cooptado en la dirección nacional (del grupo trotskista alemán)". Frank, luego de su partida de Prinkipo, escribió a Trotsky el 17 de diciembre de 1929: "Román Well de Leipzig da buena impresión. Trabaja como un toro". Toda una red de recomendaciones recíprocas comienza a urdirse.

Kharin, empleado de la embajada soviética en París, había manifestado tener simpatías por el trotskismo. Creo que había servido de intermediario entre Trotsky y trotkistas de Moscú. Trotsky le envió de Prinkipo, hacia julio de 1929, todo el texto dactilografiado del primer número del Boletín de la Oposición; Kharin se iba a encargar de la impresión. Ahora bien, entregó el texto a la GPU. Había, por supuesto, una copia, pero eso retrasó la aparición del primer número del Boletín. Lo que es más grave es que me parece que se envió a Kharin documentos originales, traídos de Rusia por Trotsky, para que fueran reproducidos en facsímil en el Boletín. Los documentos se perdieron irremediablemente. Creo que oí hablar de ello a Liova o a Raymond Molinier, y una carta de Trotsky parece confirmarlo. El 28 de julio de 1937 escribía a Liova: "La comisión (Dewey) quiere tener el original o una copia certificada de la carta que Krúpskaya me envió luego de la muerte de Lenin. Por lo que me acuerdo, el original de esa carta de Krúpskaya, así como otros documentos preciosos, se perdieron en vinculación con el trabajo del Boletín de la Oposición (sospecho que fueron robados por agentes de la GPU)". Trotsky denunció a Kharin como provocador en la carta que envió a Blumkin. Kharin es, sin duda, ese tal Joseph, denunciado como agente stalinista a mediados de 1929, pero no estoy seguro de ello. El 18 de junio de 1930, Raymond Molinier escribía, de París, a Liova, por entonces en Prinkipo: "Para el trabajo en Büyük Ada y tu reemplazo, tendrías que pensar seriamente en Obin. El sabe bien el alemán, el francés y, como tú, el ruso. Sería uno de los más entregados; es activo e inteligente. Su mujer también escribe a máquina. Por otro lado, no es obligatorio que ella vaya; él no impondrá ninguna condición en ese sentido". Paul Okun (u Obin) era un judío de Ucrania, refugiado en Bruselas, que había demostrado simpatías trotskistas. Su instalación en Prinkipo no se produjo, pero pronto estuvo íntimamente mezclado en el trabajo del Secretariado Internacional. Raymond Molinier lo había hecho venir a París a comienzos de diciembre de 1930.Tomó el nombre de Mili. Era originario de Ucrania meridional. Ese nombre de Mili le había sido sugerido, si lo que me contaron es exacto, por el nombre del pueblo donde había nacido, Milovoyé. Este pueblo se encontraba a unos 200 kilómetros al este de Yanovka, el lugar de nacimiento de Trotsky. Si bien Obin no fue a instalarse en Prinkipo como secretario de Trotsky, Raymond Molinier al menos lo envió allí para una visita de unas semanas. He oído decir que Trotsky se complacía en intercambiar con Mili, en ruso, recuerdos de infancia. Hacia mediados de 1932, Obin hizo transacciones con la embajada soviética en París. Recibió la autorización de volver a Rusia y se fue a instalar a Kharkov, donde tenía familiares. ¿Qué fue de él? ¿Capitulador o agente?

Los hermanos Sobolevicius, Abraham y Ruvin, conocidos en la organización trotskista con los nombres de Senin y Román Well, hicieron su aparición en el grupo de Leipzig de la organización trotskista alemana en 1929. Eran entonces, como ahora se sabe, agentes reclutados y entrenados por la GPU desde hacía dos años. Eran judíos lituanos. El 26 de abril de 1930, Senin escribía a Trotsky: "Le sorprenderá quizás que le envíe esta carta desde Berlín. Eso se explica porque estoy pasando mis dos semanas de vacaciones con mi mujer, que es ciudadana ruso soviética, miembro del partido y trabaja en la representación comercial (soviética) de aquí. En los medios (comunistas) oficiales de aquí no se la conoce como mi mujer y ha sido únicamente por eso que no ha perdido su puesto". Los hechos mismos y el candor fingido con que son presentados, crean un sorprendente paralelismo con Jakob Frank.

Los dos hermanos Sobolevicius hicieron un ascenso rápido en la organización internacional. Hemos visto cómo Well se ofreció a Raymond Molinier para la difusión del Boletín de la Oposición en Alemania. Liova pronto confió en Well para esta difusión en Rusia misma y en los países limítrofes, lo que era bastante más grave. Los dos hermanos participaron en el trabajo de la dirección del grupo trotskista alemán y en el del Secretariado Internacional. Sabían además explotar las luchas de fracciones para facilitar su ascenso. Ya dije hasta qué punto eran antinavillistas los que rodeaban a Trotsky.Well y Senin fueron entonces antinavillistas a fondo. El 2 de diciembre de 1930 Raymond Molinier escribía a Liova: "Román Well tiene un odio terrible contra Naville. Mili ahora también tiene contra él un odio muy grande".

En agosto de 1931, Well y Senin fueron a Prinkipo a visitar a Trotsky. Estaban, entonces, bien instalados en el corazón mismo de la organización trotskista. Cuando a fines de 1932 Trotsky fue a Copenhague, Senin llegó a verlo desde Berlín. Un poco antes, había hecho un viaje a Rusia y trajo a Trotsky noticias extremadamente pesimistas sobre la situación económica de allí. Ahora que se conoce su papel es todavía difícil decidirse acerca de cuál era su juego. La situación económica en Rusia, después de la aventura stalinista de la colectivización forzada en el campo, era realmente muy sombría. Tal vez Senin sólo daba a Trotsky detalles sobre una situación que éste podía muy bien juzgar con otros criterios y buscaba así fortalecer suposición en la organización trotskista. Tal vez era, para emplear la jerga de hoy, una maniobra de intoxicación, destinada a empujar a Trotsky en cierta dirección.

En diciembre de 1932 los desacuerdos y las discusiones se multiplicaron en el grupo trotskista alemán. Well y Senin consiguieron llevarse tras de sí a cierto sector de la organización. El diario del grupo trotskista alemán era Die permanente Revolution.

En enero de 1933 Well y Senin publicaron un número falso del diario, imitando el título y la disposición tipográfica. El número falso reclamaba el retorno al stalinismo y fue reproducido, con los comentarios apropiados, en el diario principal del Partido Comunista alemán, Die rote Fahne. En vísperas de la llegada de Hitler al poder, el grupo trotskista alemán se encontraba hecho añicos. Era asombroso, por otro lado, que en la atmósfera política sobrecalentada de los años 1931 y 1932, el grupo trotskista alemán hubiera progresado tan poco. Nada de parecido al progreso, aunque relativo, de los trotskistas franceses, también en una situación política abrasadora, de 1934 a 1936. En Alemania el estancamiento había sido completo y justo antes de la llegada de Hitler al poder, la desintegración. Se pueden dar muchas razones de estos hechos, pero uno se puede preguntar también si las maquinaciones solapadas de los hermanos Sobolevicius no constituyeron un factor importante de la parálisis del grupo trotskista alemán. Es así, en todo caso, como Trotsky interpretó las cosas.

El 5 de enero de 1933, escribía a Raymond Molinier: "Fue Well quien frenó los progresos de la oposición alemana, introduciendo la confusión en cada consigna, en cada artículo, en cada acción. Era muy difícil luchar contra él, puesto que nunca ponía los puntos sobre las íes". Descripción notable. Tanto más notable cuanto que Trotsky no pensaba entonces que Well fuera un agente profesional y lo tomaba por un capitulador. Su descripción, no obstante, de los métodos de Well corresponde exactamente a la manera de actuar que un agente profesional hubiera adoptado en parecidas circunstancias. Trotsky hace una descripción exacta, pero no extrae ninguna conclusión. El 14 de enero escribía a la dirección del grupo trotskista alemán: "Que los éxitos de la oposición de izquierda en Alemania no correspondan a la situación, no se explica ni mínimamente por la influencia paralizante que tendrían las ideas confusas y los métodos de sabotaje de Well y compañía". El 26 de septiembre de 1933 Trotsky escribía a Vitte, un trotskista griego al que enfrentaba en una lucha de fracciones: "[...] su coalición con elementos wellistas-seninistas [...]" Nunca deja de estar en el plano de la tendencia política, sin ver el del espionaje profesional.

Los hermanos Sobolevicius desparecieron momentáneamente de la escena. Pero en 1936, cuando el primer proceso de Moscú, Trotsky tuvo la ocasión de interesarse en ellos. Uno de los acusados del juicio, Valentin Olberg, había estado cerca de algunos grupos trotskistas en Alemania unos años antes. Trotsky se refirió a la cuestión en una carta a Liova del 22 de agosto de 1936: "Este ejemplo (de Olberg) confirma la hipótesis de que todos los otros testigos de cargo fueron reclutados por la GPU entre esos elementos que en el extranjero se mezclaron a la oposición de izquierda o que al menos intentaron hacerlo. Esa gente era ya entonces agentes directos de la GPU o bien jóvenes arribistas que esperaban hacer carrera en la oposición de izquierda y que luego se valieron de su traición a esa misma oposición de izquierda para hacer carrera, etc. Hay varios elementos de esa especie (Mili, por ejemplo, en París, los hermanos Well y Senin, Gráf, etc.)". En otra carta, fechada el mismo día, escribía también a Liova: "Lo que hay que esclarecer es si esos señores que nosotros conocemos bien, Mili, Well, Senin y Gráf, no se ocultan detrás de los nombres desconocidos que aparecen en el acta de acusación. En ese caso todos serían desenmascarados como simples informadores y provocadores". Senin, hacia 1935, pasó cierto tiempo en Rusia y ayudó a la ÜPU en la represión en contra de trotskistas deportados. Durante los primeros tiempos de la guerra civil española, se supo que Well hacía frecuentemente el trayecto de ida y vuelta entre Toulouse y Barcelona. Se podría escribir un libro entero sobre esa gente.

En 1937, en París, Raymond Molinier, que había tenido que abandonar los negocios, trabajaba como chofer de taxi. Un día vio a Well, a quien conocía perfectamente, tomar un taxi delante del suyo. Well iba acompañado por cuatro o cinco mocetones bien robustos. Molinier siguió el taxi que había tomado Well por las calles de París. Ese taxi se detuvo ante el edificio en el que vivía Liova, en la calle Lacretelle. Well descendió con sus acompañantes. Molinier se dio cuenta de que entraban a un departamento bastante cercano al de Liova. Se precipitó entonces al departamento de Liova para comunicarle la noticia. Pero fue Zborowski quien le abrió la puerta y le dijo: "Nosotros nos ocuparemos de eso, es asunto nuestro". ¡El episodio es transparente!

Sobre Mark Zborowski se han publicado ya muchas informaciones por lo que sólo daré algunos recuerdos personales. Encontré a Zborowski instalado como miembro del grupo trotskista francés y como colaborador de Liova en uno de mis regresos a París. Debía ser entre 1934 y 1936, pero no tengo un recuerdo preciso de mis primeros encuentros con él. Las relaciones entre los miembros de la organización trotskista tenían, por supuesto, sus ribetes personales. Con algunos, uno se entendía bien y era amigo; con otros, simplemente se trabajaba en común. Mis relaciones con Zborowski nunca fueron cordiales. Su cara hosca y su aspecto insignificante no me atraían nada. Pero jamás tuve sospechas particulares acerca de él. Liova le tenía confianza, lo veía casi a diario, trabajaba con él, hablaba con él en ruso, es decir, su común lengua materna.

Zborowski había llegado hasta Liova a través del grupo trotskista francés. Se había presentado como un estudiante que tenía simpatías trotskistas y había entrado en el grupo. Jeanne se enteró que sabía el ruso y se lo presentó a Liova. Zborowski utilizó una técnica bastante diferente de la de Well. Éste se presentaba como dirigente político. Tomaba posiciones, organizaba una fracción, intentaba maniobras, todo eso con fines de desorganización. Esa ese aspecto al que aludía Trotsky cuando, el 21 de diciembre escribía a Raymond Molinier: "Well tiene astucia y buenos puños, ha sabido apoyarse en algunos elementos obreros; por eso bastó que se desenmascarara para que la crisis estallara abiertamente". Zborowski actuaba de un modo muy diferente en la organización francesa. Era más bien rata. No llamaba por nada la atención. Votaba siempre con la mayoría. Apenas se advertía su existencia.

¿Cuáles fueron exactamente sus relaciones con Liova? Yo no pude observarlas sino a cierta distancia. Encontraba a Liova sin Zborowski, a Zborowskisin Liova. Sólo los vi juntos una o dos veces. Mi impresión bien definida es que Zborowski nunca planteaba a Liova una cuestión que hubiera podido provocar una discusión política cualquiera o al menos una conversación seria sobre un problema serio. Era servicial, siempre dispuesto a cumplir las tareas que Liova le encargaba. Nada resaltaba en él, salvo su insignificancia.

Well y Senin se habían desenmascarado la víspera misma de la llegada de Hitler al poder. En el torbellino político que siguió después, pronto se los olvidó. La orientación hacia la nueva Internacional abría una nueva perspectiva. Se miraba al futuro, no al pasado. Después del asunto Obin-Mill, Trotsky, el 10 de octubre de 1932, había reconocido que hubo, de su parte y de la de Liova, un "error" al haber confiado grandes responsabilidades a alguien cuya calificación casi única había sido que hablaba ruso. Este reconocimiento de un error seguía siendo abstracto. Con Well y Senin ni siquiera hubo eso. Se dio simplemente la espalda al pasado y, un año o dos más tarde, se repitió con Zborowski lo que se había hecho con ellos; alguien que habla ruso se presenta, se lo integra y pronto tiene en sus manos las direcciones del Boletín, se le otorga confianza en todo.

Por cierto que Trotsky no dejaba de multiplicar las recomendaciones. Me acuerdo que a mediados de 1932 yo había prestado a Molinier mi pasaporte. Se lo llevó a Berlín y lo entregó a Liova para que pudiera salir de Alemania en caso de necesidad. Cuando llegué a Prinkipo conté la historia a Trotsky. Se enojó. "Imagine usted que yo me enferme. Me llevan al hospital de Estambul. Me duermen. Y yo me pongo a hablar." El 10 de octubre de 1935, Trotsky escribía a Liova: "La GPU hará cualquier cosa para apoderarse de mis archivos", anticipándose así al robo de la calle Michelet. Pero todas esas recomendaciones seguían siendo abstractas. Como ya dije, Trotsky vociferaba contra las erratas pero dejaba a otros el cuidado de corregir las pruebas de sus libros. Lo mismo sucedía con otros detalles. Era demasiado gran señor para ocuparse de cerca de algunas cosas.

Trotsky me contó un día que, incluso en el poder, Lenin escribía él mismo, a mano, las direcciones de los sobres de las cartas que enviaba. Eso revela una preocupación por el detalle que era ajena a Trotsky, siempre dispuesto a valerse de secretarios. Pero, a pesar de su desconfianza, Lenin se había dejado engañar por Malinovsky. Hay que ser prudente, en consecuencia, cuando se alegan rasgos personales para iluminar estas cuestiones. Una vez hechas estas reservas, había en Trotsky no solamente una impaciencia respecto a los detalles, sino también una tal confianza en sus ideas, una tal pasión intelectual que lo llevaban a creer que en las condiciones requeridas uno no podía sino ser conquistado por sus ideas. En la primavera del 38 buscábamos una dactilógrafa rusa. Rita nos había dejado para casarse. Sara Jacobs había venido por un tiempo, pero no podía quedarse demasiado. Escribimos a diferentes países para tratar de conseguir a alguien. De Checoslovaquia nos contestaron que había una joven checa que hablaba ruso perfectamente, escribía a máquina en ruso y estaba decidida a ir a México. El único punto negro: que tal vez era stalinista. Entro al estudio de Trotsky y le doy estas informaciones. Hace un gran gesto con el brazo y dice: "¡Que venga! ¡La convenceremos!" El 14 de mayo de 1938 escribía a Jan Frankel (quien se encontraba entonces en Nueva York), a propósito de esa persona: "Se trata de una muchacha muy joven, de 18 años. No creo que pueda ser un terrible agente de la GPU. Pero si viene con simpatías por los stalinistas y con alguna mala idea contra nosotros (cosa que doy por excluida, pues nadie podría confiar combinaciones diabólicas a una muchachita sin experiencia), aun en ese caso nos sentimos bastante fuertes para vigilarla, controlarla y reeducarla". El 18 de junio de 1938, Trotsky escribía de nuevo a J. Frankel: "If the Czech girl is a good typist, I would be ready to accept her inmediately. The political apprehensions are in this case not very serious. A girl of eighteen years carinot make conspiracies in our home: we are stronger. In two or three months she would be totally assimilated " [4]. ¡Cuánta seguridad en sus ideas! Pero, sabiendo lo que sabemos hoy, uno se estremece al leer estas líneas. Podría agregarse que Trotsky tenía acerca de la psicología de las jovencitas de 18 años una visión un poco corta. Baudelaire veía más en profundidad.

A Naville, quien le manifestó sus sospechas sobre Zborowski, Trotsky le respondió un día: "¡Usted quiere privarme de mis colaboradores!" Lo cual era una manera más bien extraña de considerar las cosas. Cuando Blumkin lo visitó en Prinkipo en 1929, Trotsky le entregó una carta manuscrita para los opositores de Moscú. ¿Esa carta era realmente oportuna?

En el momento del asunto de Barbizón, Trotsky se calificó a sí mismo, en una declaración a la prensa, de "viejo conspirador". Pero, dos semanas más tarde, infringía las reglas de la conspiración. A fin de abril de 1934 vivía, como ya lo he contado, en un hotel, en Chamonix. Era entonces el momento más crítico en las relaciones con las autoridades francesas; el gobierno francés iba a decidir sobre su suerte. Trotsky se puso a trabajar en un proyecto de tesis sobre la lucha contra la guerra, tesis que habrían de publicarse en nombre del Secretariado Internacional. Si había un documento propiamente de la clandestinidad, era ése. Trotsky tiró en el cesto de papeles de su habitación del hotel una hoja de su borrador, que hizo el camino hasta llegar a manos de un inspector de la Seguridad. Fue necesaria toda la habilidad de Henri Molinier para minimizar el asunto.

En cuanto a Liova, ya he referido cómo se sentía de inmediato cómodo con un ruso. Hay que agregar que había, en sus relaciones con su padre, cierto matiz de diplomacia. Le comunicaba algunas cosas, pero callaba otras. En la noche del 6 al 7 de noviembre de 1936, la GPU robó en París una parte de los archivos de Trotsky. Habían sido depositados en un departamento de la calle Michelet. La policía francesa comprobó que el atentado había sido efectuado con una notable técnica profesional. Naturalmente, a través de Zborowski, la GPU sabía por adelantado lo que habría de encontrar en la calle Michelet. Después del robo, Liova escribió a su padre que los materiales robados consistían "en su mayor parte" de colecciones de periódicos de tendencias trotskistas en diversos idiomas. Cuesta creer que la GPU hiciera venir de Moscú a un equipo de ladrones profesionales para robar periódicos, sabiendo de antemano lo que allí se encontraba.

Cuando se sabe todo, no puede dejar de sorprender la ceguera de Liova respecto de Zborowski. Durante varios años se vio casi diariamente con él. No había entre ellos el obstáculo del idioma. Lo menos que puede decirse es que Zborowski no tenía un temperamento revolucionario muy manifiesto. Se pegaba a Liova sin ninguna idea que pudiera interesar.

Esas son las informaciones que puedo dar y las observaciones que puedo formular sobre el problema de los espías stalinistas en el movimiento trotskista. Lo cual está lejos, sin embargo, de agotar la cuestión. En diciembre de 1936 Liova y yo sólo teníamos sobre los planes del gobierno noruego concernientes a Trotsky noticias confusas y tardías. En un viejo pasaporte descubro la huella de una visa de tránsito alemana, que nunca utilicé y que me fue acordada el 22 de diciembre. Tal vez la había solicitado unos días antes, cuando Liova me pidió que partiera inmediatamente a Noruega para encontrarme con Trotsky en Oslo y acompañarlo a México. Supimos, por fin, que Trotsky y Natalia se habían embarcado el 19 de diciembre. Cuando la situación estuvo clara, Liova me pidió que me preparara para partir a México. Los funcionarios del consulado mexicano en París, que habían recibido instrucciones enviadas por iniciativa de Cárdenas, se mostraron muy amables y me entregaron inmediatamente todos los papeles necesarios para entrar a México. Yo no sabía mucho sobre ese país. Me acuerdo que la víspera de mi viaje fui a leer en la biblioteca Sainte-Geneviéve el artículo sobre México en una vieja enciclopedia.

 

IV.

Coyoacán

 

Me embarqué en Cherburgo, el 28 de diciembre de 1936, en el Empress of Australia para Nueva York. Era invierno y el barco, bastante grande, estaba casi vacío. A bordo había un grupo de estudiantes norteamericanos que volvían a su país después de una estadía de varios meses en Europa. Ese fue mi primer contacto con la juventud norteamericana, cuya vitalidad y espontaneidad pude sentir.

Pasé unos días en Nueva York, donde me reuní con trotskistas norteamericanos. Me acuerdo de una cena iluminada con velas en casa de James Burnham que me sorprendió mucho. Me alojé en casa de Harold Isaacs. Tomé el avión para México en Newark, en medio de una tormenta de nieve. El avión no fue más allá de Memphis. Una ventisca cubría todo el sudeste de los Estados Unidos y tuve que atravesar en tren las llanuras heladas. Por fin llegué a Laredo, donde tomé el avión para México. Aterricé en México el 11 de enero, al mediodía. Desde el aeropuerto tomé un taxi hacia Coyoacán. En la casa azul de la avenida Londres, rodeada de policías, me encontré con Trotsky y Natalia que habían llegado de Tampico una hora antes. Les di las noticias de París.

Escapado de la trampa noruega, Trotsky estaba lleno de entusiasmo. Había que organizar el secretariado lo más rápidamente posible, en un país nuevo, con una lengua nueva. Encontré una dactilógrafa rusa, muy competente, Rita Jakolevna, que empezó a trabajar el 16 de enero.

Se desarrollaba entonces el segundo proceso de Moscú, el de Rádek, Piatakov, Murálov, Sokólnikov y una docena más. Cada día, a los despachos de prensa que detallaban los puntos de acusación fabricados en Moscú, Trotsky respondía con un artículo, demostrando el mecanismo de la fabricación. Había que traducir ese artículo en el momento al inglés y al español, distribuirlo a las agencias de prensa internacionales y entregarlo a los diarios mexicanos. Por la noche, yo hacía la ronda de las redacciones de los periódicos de México.

Una de las falsas acusaciones del proceso de Moscú era que Piatakov había llegado en avión a Noruega en diciembre de 1935 para encontrarse con Trotsky. Se pudo establecer que en esa fecha el aeropuerto de Oslo estaba cerrado, a causa del mal tiempo. El 29 de enero Trotsky me dijo: "Así como un cuervo puede provocar una avalancha, la historia del avión de Piatakov puede ser el comienzo de la caída de Stalin". Y el 31, después de la ejecución de Piatakov: "Eso costará mucho a Stalin". Era esa una perspectiva demasiado estrecha. Sin duda pensaba él en Stalin cuando el 31 de enero me dijo: "La astucia, cualidad inferior de la inteligencia".

Diego Rivera había ofrecido a Trotsky la casa azul de Coyoacán, en la avenida Londres[5]. Él vivía entonces con Frida en San Ángel, a tres o cuatro kilómetros. Los dos tenían grandes atenciones con Trotsky. Conocimos a los miembros más activos del grupo trotskista mexicano. Eran jóvenes maestros o jóvenes obreros. Pronto empezaron a venir de noche, a la vez, dos o tres para montar guardia hasta la mañana, lo cual me permitía descansar del trabajo del día. Un alto funcionario mexicano, Antonio Hidalgo, aseguraba la relación con el gobierno y pronto se convirtió en un amigo personal. Era un hombre derecho, de carácter fuerte, que había participado en la revolución mexicana. Trotsky y Natalia le cobraron afecto. En cuanto a mí, corría a su despacho cuando había algún problema que arreglar con cualquier administración y siempre nos auxiliaba.

A comienzos de febrero pasamos con Hidalgo dos o tres semanas en la casa de campo de Bojórquez cerca de Cuernavaca. Era también un alto funcionario, amigo de Hidalgo, pero que guardaba cierta distancia respecto de nosotros. Las relaciones entre Trotsky y él eran corteses, pero nada más. Durante esa estadía en la residencia de Bojórquez fuimos a pasar el día a casa de Mújica, quien tenía un rancho muy cerca. Mújica era secretario de Comunicaciones y Obras Públicas; de hecho, era el amigo y colaborador más cercano de Cárdenas. Un encuentro entre Trotsky y Cárdenas, jefe del Estado, era imposible, pero no así una reunión con Mújica, que de cierta manera se hizo en lugar de la reunión con Cárdenas. Era un hombre de una gran inteligencia. La frente amplia y los ojos vivaces le daban una cierta semejanza con Trotsky, un parecido que tal vez él cultivaba. La conversación fue amistosa y animada. Se habló de México, sobre todo de sus problemas económicos y sociales, pero sin tocar temas políticos inmediatos. Los trotskistas norteamericanos habían organizado, para el 16 de febrero, un mitin en una gran sala de Nueva York, el Hipódromo. Trotsky debía hablar por teléfono desde México, en ruso y en inglés. Al final de la tarde estábamos, Trotsky, Natalia y yo, en una piecita del edificio de la compañía de teléfonos de México. Un micrófono había sido instalado en el medio de la pieza y un ingeniero había dado instrucciones a Trotsky sobre la forma de hablar. Nos quedamos allí varias horas. Por momentos, la comunicación con Nueva York parecía establecerse, pero luego inmediatamente se cortaba. Finalmente hubo que abandonar la idea. Yo todavía conocía bastante poco el medio mexicano. Si hubiera tenido entonces la experiencia que a continuación adquirí, tal vez habríamos podido encontrar una solución de reemplazo. En Nueva York, Max Shachtman sacó de su bolsillo el texto en inglés del discurso de Trotsky enviado como medida de precaución unos días antes y lo leyó al auditorio. Las comunicaciones telefónicas, evidentemente, no tenían en 1937 la calidad que tienen hoy en día. Pero estábamos, después de todo, en la central de teléfonos misma, rodeados de ingenieros. No hay en mi espíritu la menor duda de que la comunicación fue saboteada en alguna parte, ya sea por agentes rusos, o por las autoridades norteamericanas.

Jan Frankel llegó de Checoslovaquia el 19 de febrero. Un miembro del grupo trotskista norteamericano, Bernard Wolfe, vivía en la casa y se ocupaba de la correspondencia en inglés. Hacía mucho tiempo que Trotsky no tenía un secretario tan completo. Trabajaba mucho.

En febrero se encontraba en México un escritor norteamericano, Waldo Frank. Tenía lazos personales con los stalinistas de los Estados Unidos y de América Latina, pero los procesos de Moscú lo habían dejado perplejo. Vino a ver a Trotsky una o dos veces. Las conversaciones fueron animadas, pero quedaron en el aire. De Nueva York, John Dewey invitó a Frank a quedarse en México para participar en los trabajos de la comisión de investigación cuando sus representantes llegaran a México. Frank encontró un pretexto para zafarse. Tenía una gran vanidad. Había escrito a Trotsky pidiéndole una entrevista. Antes de decidirse, Trotsky me pidió que fuera a ver a Frank a la ciudad para tantear el terreno. Lo encontré en el vestíbulo de su hotel. Lo primero que me dijo para presentarse, sabiendo que yo era francés, fue: "Yo, sabe usted, soy el André Gide de las Américas".

Desde el mes de febrero Trotsky había reclamado la formación de una comisión investigadora internacional para examinar las acusaciones lanzadas contra él y su hijo en los procesos de Moscú. El proyecto dio un gran paso adelante cuando John Dewey, el filósofo norteamericano, aceptó formar parte de esa comisión e incluso ser su presidente. Además de seis norteamericanos, la comisión comprendía un francés (Alfred Rosmer), dos alemanes (OttoRühle y Wendelin Thomas), un italiano (Cario Tresca) y un mexicano (Francisco Zamora). Suzanne La Follette fue extremadamente activa y diligente como secretaria de la comisión...

Una subcomisión vino a México a oír la declaración de Trotsky y a interrogarlo. Las audiencias de esta subcomisión se realizaron del 10 al 17 de abril, en el salón de la casa de avenida Londres, arreglado para la ocasión. Había unos cuarenta asientos para los periodistas y el público y todo eso planteaba grandes problemas de seguridad.

Las audiencias de la subcomisión significaron, para quienes estaban alrededor de Trotsky, largas jornadas de trabajo. Legajos que habían pasado por Alma-Atá y Prinkipo fueron abiertos por primera vez desde la partida de Moscú. Había que leer todo para encontrar, aquí y allá, un documento útil. Docenas de declaraciones, reunidas a través del mundo, concernían a los puntos del proceso cuya falsedad se podía demostrar. A menudo había que obtener declaraciones de personas que habían sido siempre, o se habían vuelto adversarios políticos de Trotsky; había que traducirlas, hacerlas comprensibles al público y en particular a los miembros de la comisión. Había que aclarar, explicar, coordinar innumerables puntos de detalle. Inútil decir que no hubo, en todo este trabajo, ninguna adulteración, ningún disimulo, ni el menor dedazo a la balanza.

Fueron semanas de actividad febril en la casa de Coyoacán. Cada mañana, toda la gente de la casa se reunía en el estudio de Trotsky, donde se repartían las tareas. Se sentía revivir en Trotsky al organizador que había sido en los años de la revolución.

Jan Frankel se ocupaba de las relaciones con los miembros de la comisión y los trotskistas norteamericanos, bastante numerosos, que habían venido a México. Tenía que pasar por lo tanto mucho tiempo en la ciudad. Un día, Trotsky fue a la habitación de Frankel para reclamarle un documento. El documento no estaba listo. Trotsky regresó a su despacho dando un portazo, la puerta era de vidrio dividido en cinco o seis cristales. Las lluvias mexicanas habían gastado desde hacía tiempo la masilla de los vidrios. Con el golpe, los cristales cayeron uno tras otro y el estruendo cristalino de cada caída repercutió por toda la casa.

Hacia el final de los trabajos, durante un alto en la sesión, Trotsky y Dewey se encontraban en el patio. "Si todos los marxistas fueran como usted, señor Trotsky, yo sería marxista", dijo Dewey. A lo que retrucó Trotsky: "Si todos los liberales fueran como usted, señor Dewey, yo sería liberal". La vivacidad del intercambio fue notable, pero no podía dejar de encubrir cierta dosis de diplomacia. Trotsky tenía en ese momento respeto por el empuje y la fuerza del carácter de Dewey. Pero cuando unos meses más tarde, luego de oír por la radio el veredicto de la comisión de investigación, Dewey agregó algunas palabras personales sobre el bolcheviquismo, Trotsky se puso furioso. Había en el cuarto de baño de la casa, colgado encima de la tina, un cuadro al óleo, puesto allí sin duda por Frida cuando había arreglado la casa. Era un desnudo español del siglo XIX, cubierto de una espesa capa de barniz oscuro, el desnudo menos desnudo que se pueda imaginar. Durante las sesiones de la comisión, todo el mundo, miembros de la comisión y periodistas tenía que utilizar ese baño. En vísperas de la primera sesión, el cuadro desapareció; Natalia lo quitó a pedido de Trotsky. Una vez terminadas las sesiones, el cuadro fue nuevamente colgado en su sitio. ¿Qué significa este menudo incidente? Una desconfianza extrema hacia los periodistas, el deseo de no dar el menor motivo a la malicia. En este caso, era ir bastante lejos. Cuesta imaginar que un periodista norteamericano, aun el peor intencionado, pudiera fabricar un escándalo a propósito de aquel cuadro borroso.

Frida era una mujer notable por su belleza, temperamento e inteligencia. Muy pronto, en sus relaciones con Trotsky, comenzó a tener maneras bastantes libres. Su francés era pobre, pero hablaba bien inglés, pues había vivido largo tiempo en los Estados Unidos, cuando Diego pintaba allí sus murales. Con Trotsky, por lo tanto, hablaba muy a menudo en inglés y Natalia, que no entendía para nada ese idioma, se veía así excluida de la conversación. Frida no vacilaba, un poco a la manera norteamericana, en esgrimir la palabra "love". "All my love" decía a Trotsky cuando se despedía de él. Trotsky, aparentemente, cayó en el juego. Empezó a escribirle cartas. Deslizaba la carta en un libro y se lo daba a Frida, a menudo delante de otras personas, incluso frente a Natalia o Diego, recomendándole que lo leyera. Yo no sabía nada, por supuesto, de esas astucias en ese momento, fue Frida quien me las contó tiempo después.

Todo esto sucedía unas semanas después del final de las audiencias de la comisión Dewey. A fines de junio, la situación fue tal que los que se encontraban más cerca de Trotsky comenzaron a inquietarse. Natalia sufría. En cuanto a Diego, no se daba cuenta de nada. Era un hombre de unos celos enfermizos y la menor sospecha de su parte hubiera provocado una explosión. Uno puede imaginarse el escándalo y sus graves repercusiones políticas. Jan Frankel, si mis recuerdos no me engañan, se atrevió a hablar a Trotsky de los peligros que presentaba la situación. A comienzos de julio, para aplacar la tensión que crecía entre ellos, Trotsky y Natalia decidieron separarse por algún tiempo. Trotsky se instaló en la hacienda de un terrateniente, Landero, que Antonio Hidalgo y Diego Rivera conocían. Era cerca de San Miguel Regla, a unos 130 kilómetros al noreste de México, un poco más allá de Pachuca. Trotsky vivía allí con Jesús Casas, el oficial de policía que comandaba la pequeña guarnición de la avenida Londres y con Sixto, uno de los dos choferes de Diego Rivera. Podía pescar y andar a caballo. Llegó allí el 7 de julio. Natalia se quedó en Coyoacán.

El 11 de julio Frida fue a ver a Trotsky a la hacienda. Tengo buenas razones para creer que luego de esa visita Trotsky y Frida decidieron poner fin a sus relaciones amorosas. Hasta ese momento se habían dejado deslizar por la pendiente resbaladiza del flirt. De ahora en adelante no se podía seguir más lejos sin comprometerse a fondo. El desafío era demasiado grande. Los dos dieron marcha atrás. Frida estaba muy ligada a Diego y Trotsky a Natalia. Por otro lado, las consecuencias de un escándalo podrían ir demasiado lejos.

Natalia, que se había enterado del viaje de Frida a la hacienda, escribió a Trotsky para pedirle explicaciones. Trotsky, quien acababa de cumplir con lo que consideraba su deber rompiendo con Frida, respondió a Natalia llamándola "mi víctima" y declaraba que derramaba lágrimas "de piedad, de arrepentimiento y de [...] tormento". Algunas de las cartas que intercambiaron Trotsky y Natalia en esas tres semanas de su separación se han conservado. Después de su ruptura con Frida, Trotsky sintió que recuperaba toda su ternura por Natalia, y las cartas que le escribió entonces testimonian su cariño. Como contraparte, pronto apareció sin embargo un tema más oscuro. Es el "tormento". Por un mecanismo psicológico bastante conocido, Trotsky se puso a reprochar a Natalia, para aligerar su sentimiento de culpa hacia ella, una pretendida infidelidad. Tal vez pensaba también, que la mejor defensa es el ataque. El motivo se hizo oír primero con vacilación. "Con vergüenza, con odio hacia mí mismo te escribo esto [...]" Luego, la voz se hizo más fuerte. Trotsky planteó a Natalia preguntas sobre las relaciones que había tenido con un joven asistente, cuando ella trabajaba en el Comisariado del Pueblo de la Instrucción Pública, en los primerísimos tiempos del gobierno bolchevique, es decir, hacía un poco menos de veinte años. El asistente se había enamorado de Natalia, pero ella nunca había respondido a sus demandas. El estallido más intenso, por otro lado, no se produjo por carta, sino por teléfono. El 21 de julio por la mañana, Trotsky llamó desde Pachuca a Natalia para hacerle una escena de celos: ¡Trotsky aullando en ruso en un teléfono mexicano que andaba mal, para reprochar a Natalia una infidelidad ficticia, que se habría producido hacia casi veinte años! Natalia jadeaba. "Mi pequeño León no confía en mí. Me ha perdido la confianza. Es tu orgullo". Después de la llamada, Trotsky se sintió aliviado. "Me parece que me he calmado. Puedo, en todo caso, esperar a que nos veamos".

Esta crisis de celos no fue, al parecer, un accidente aislado. Trotsky mismo, en sus cartas, habla de "recidiva" y considera su "tormento" como una especie de fiebre cuyos accesos se producirían periódicamente. Cuando Trotsky y Natalia se conocieron en París, en 1903, ella tenía un amante y tuvo, antes de dejarlo, alguna vacilación. Después de la muerte de Trotsky, confiaba a una amiga: "Nunca me lo perdonó. Siempre volvía a lo mismo".

Durante esas semanas de julio de 1937, Natalia, por su lado, dio a Trotsky un golpe muy duro. El 18 de julio le escribía: "Todos, en el fondo, estamos terriblemente solos", lo que era, como Natalia misma lo hacía notar, una observación bastante trivial. Trotsky quedó muy sacudido por la frase. "Esa frase ha sido para mí como una cuchillada en el corazón". Puede haber dos razones que expliquen ese sacudimiento. En primer lugar, la frase traducía, por parte de Natalia, el sentimiento de su soledad. Pero era también para Trotsky una ofensa a su concepción del hombre comunista.

En medio de los tormentos del corazón aparece, en las cartas, el deseo sexual. El 19 de julio Trotsky informa a Natalia sobre el estado de su pene (empleando una palabra rusa popular) y describe, utilizando los términos más crudos, la mecánica de los retozos sexuales que sueña poder gozar con ella. Trotsky regresó a Coyoacán el 26 o el 27 de julio. Yo había ingresado al Hospital Francés de México el 17 de julio, para una operación de apéndice. No estaba por lo tanto en la avenida Londres cuando volvió Trotsky o si estaba ya me había acostado.

La vida en la casa recuperó su ritmo habitual. Para un observador exterior, las relaciones entre esas cuatro personas, Trotsky y Natalia, Diego y Frida, sólo estuvieron marcadas por diferencias sutiles. Se estableció cierta distancia entre Trotsky y Frida. Ya no se oyó más la palabra "love". El cambio más sensible se produjo, tal vez, en la actitud de Natalia hacia Frida: había momentos de frialdad que alternaban con efusiones súbitas. Trotsky pidió a Frida que le devolviera las cartas que le había escrito. "Podrían caer en manos de la GPU", le dijo. Frida se las devolvió y, al parecer él las destruyó. Fue entonces cuando Frida me habló un poco de lo que había pasado.

Estoy convencido de que la aventura amorosa que Trotsky tuvo con Frida fue la primera en su género, desde su salida de Rusia. En Turquía, en Francia, en Noruega, las circunstancias no se prestaban para ese tipo de cosas. Poco después del final de su aventura con Frida, Trotsky intentó entablar relaciones amorosas de otro carácter, con una mujer joven. Ya hablaré enseguida de ello. A la luz de lo que pude ver en México, por la manera como Trotsky se conducía ante Frida y esta otra joven mujer, por cierta audacia y soltura que ponía en esas maniobras, tiendo a creer que tuvo, a lo largo de toda su vida, cierto número de aventuras. Cuando Clara Sheridan esculpía en barro la cabeza de Trotsky en el despacho de éste en el Kremlin, en 1920, había en la conversación de Trotsky con ella y en toda su actitud hacia ella un elemento de flirt.

He oído decir (pero a alguien que no estaba en la cercanía inmediata de Trotsky) que en el momento mismo de la insurrección de octubre Trotsky mantenía relaciones con una joven inglesa rubia. Pero ése es un rumor sobre el que nunca pude saber nada preciso.

Bernard Wolfe había regresado a los Estados Unidos en agosto. A fines de septiembre llegó un nuevo norteamericano, Joseph Hansen. Al día siguiente, o quizás el día mismo de su llegada, teníamos que ir de visita a casa de la familia Fernández, que vivía en un suburbio de México. Era una familia mexicana cuyos tres hijos eran miembros del grupo trotskista mexicano. Todos los miembros de la familia tenían mucho afecto a Trotsky y a Natalia. A Trotsky le gustaba estar con ellos. Y nos marchamos en automóvil. Joe conducía, yo iba a su lado, Trotsky y Natalia detrás. Joe evidentemente no conocía la ciudad de México. Yo lo guiaba. A cada cruce de calles, yo le decía left, right o straight ahead. Al día siguiente de esa visita, no sé por qué razón, fue necesario que volviéramos a casa de Fernández. Dos visitas en dos días, era más bien extraordinario, pero en fin eso fue lo que sucedió. El trayecto era largo y complicado y era impensable que Joe pudiera acordarse del itinerario. Por lo tanto, igual que en la víspera, yo lo guiaba: left, right, straight ahead. De regreso a Coyoacán, Trotsky me hizo llamar a su escritorio. "¿No cree usted que habría que hacer que Joe se volviera a los Estados Unidos?" Yo estaba muy sorprendido. "¡Nunca aprenderá!" exclamó Trotsky. Salí en defensa de Joe, tratando de explicarle las cosas. Sin quedar muy convencido, Trotsky me dijo: "Ya veremos". Joe, de hecho, se convirtió, de todos los norteamericanos que vinieron a vivir a Coyoacán, en el que mejor se entendió con Trotsky y por el que Trotsky tuvo más estima.

A fin de octubre Jan Frankel se fue a vivir a los Estados Unidos. A comienzos de noviembre, Gaby llegó de Francia con mi hijo. En Francia, como ya conté más arriba, ella estaba en el grupo Molinier. Cuando se decidió que tenía que venir a México, ella había aceptado no tener ninguna actividad política. Había vivido varios meses en la casa de Barbizon y una vez instalada en Coyoacán se puso a ayudar a Natalia en las tareas domésticas.

Unas semanas después de su llegada, Gaby se encontraba un día en la cocina, preparando el almuerzo, con Natalia y una joven criada mexicana. En esa época Natalia todavía hablaba muy mal español; en realidad sólo conocía unas pocas palabras. Trataba de hacerse entender por las criadas mediante gestos o palabras aisladas. A veces llegaba a agarrar por el brazo a una muchacha para hacerle ver algo. En un momento dado, no sé por qué razón, Gaby pensó que Natalia trataba a la joven mexicana muy duramente y se lo dijo. Gaby tenía la manera franca de hablar de las bellevillenses (del barrio de París donde nació). Ciertamente también su pertenencia al grupo de Molinier había dejado en ella cierta dosis de animosidad que en ese momento resurgió. Se produjo, en suma, lo que sucede a menudo cuando dos personas se encuentran en la cocina. El tono subió de una y otra parte. En ese mismo instante, Trotsky, al ir de su escritorio al baño, pasó cerca de la cocina. Escuchó voces airadas, entró a la cocina y gritó. "¡Ahora mismo llamo a la policía!" No lo hizo, por supuesto, pero las terribles palabras ya habían sido pronunciadas.

Un poco más tarde yo estaba clasificando papeles cuando Trotsky vino a verme. "No debí haber dicho eso", me dijo con un aire confuso, casi avergonzado. Es la única vez que lo vi turbado. De todos modos, Gaby no podía quedarse. Volvió a Francia con mi hijo, pasando por Nueva York.

El 12 de noviembre de 1937, Trotsky me hizo enviar el siguiente telegrama: "Chautemps presidente Consejo París. El asunto asesinato Ignaz Reiss robo mis archivos y crímenes análogos me permito insistir necesidad someter interrogatorio al menos como testigo Jacques Duelos vicepresidente Cámara de diputados viejo agente por. Trotsky". La palabra "viejo" significaba evidentemente que había tenido conocimiento de la pertenencia de Duclos a la GPU cuando todavía Trotsky formaba parte del gobierno soviético. Era revelar un secreto de Estado. El telegrama provocó algunas olas en los medios trotskistas. Liova, en particular, pensó que su padre había dado un paso en falso al enviar ese telegrama.

Varias veces, en el transcurso del año 1937, Naville nos había escrito de París que André Gide tenía la intención de venir a México; pero cada vez posponía el viaje. En noviembre, el proyecto de Gide pareció precisarse. Trotsky trató de vencer sus titubeos. En un momento pensó escribirle para decirle todo lo que México podía ofrecerle; pero, finalmente, se abstuvo, pensando que Gide podía ver en su carta una tentativa de control. Decidió proceder de una manera menos directa y redactó un proyecto de carta que comenzaba por "Querido maestro" y detallaba todo lo que podía incitar a Gide a venir. La carta iba a ser firmada por varios artistas y escritores mexicanos, entre otros Diego Rivera, Salvador Novo y Carlos Pellicer. No me acuerdo si verdaderamente fue enviada; pero aun cuando lo hubiera sido, la carta no sirvió para nada, pues, como pronto lo supimos, Gide había cambiado bruscamente sus planes y había partido para África.

La casa de la avenida Londres, con su patio, sus jardines y sus dependencias, formaba un rectángulo exacto. Dos de los lados de ese rectángulo se encontraban sobre dos calles paralelas, avenida Londres y avenida Berlín. Un tercer lado se encontraba sobre una calle perpendicular a las mencionadas, la calle Allende. Las ventanas que daban a esas calles habían sido clausuradas; las habían obturado con grandes bloques de adobe mexicano. En cuanto al cuarto lado, colindaba con otra propiedad. A lo largo de todo ese costado había un muro bastante alto. Pero eso era más bien un inconveniente porque no podíamos observar lo que pasaba del otro lado de ese muro, por lo demás bastante cercano al dormitorio de Trotsky y Natalia. Ése era un motivo constante de inquietud para Diego Rivera y para mí. Hablábamos con frecuencia de él.

La inquietud de Trotsky se inclinaba hacia otra dirección. A fin de 1937, la campaña de injurias y de amenazas que los stalinistas mexicanos habían organizado contra él se hacía cada vez más virulenta. Trotsky temía un ataque contra la casa, de frente, por la esquina de la avenida Londres y la calle Allende, llevado a cabo por cientos de asaltantes. El ataque se disfrazaría de manifestación política y terminaría en un atentado contra él. Un día, me presentó su plan. Había que dejar permanentemente una escala apoyada contra el muro, en el extremo derecho del segundo patio, sobre la avenida Berlín. En aquella época esa calle no era más que un prado. Por la noche, estaba mal iluminada o, quizás, ni siquiera iluminada. No se veía, desde afuera, que nuestra casa se extendía hasta allí. En caso de ataque, Trotsky apoyaría esa escala contra el muro, saldría solo y sin que lo vieran, e iría rápidamente a pie a refugiarse en la casa de una joven mexicana que conocíamos. Separada de su marido, vivía en una casa de su propiedad, a pocas cuadras. El plan de escalar el muro tenía sus méritos. Era un plan astuto que me gustó. Un día, Trotsky me propuso un ensayo general. Apoyaría una noche la escalera al muro e iría a casa de la joven mexicana. Entre tanto yo había sabido por ésta, que en los dos o tres últimos meses, Trotsky le había hecho, cuatro o cinco veces, proposiciones directas y apremiantes. Ella las había ignorado, sin hacer ningún escándalo. Trotsky le había comunicado especialmente el plan de la escala y el proyecto de ensayo. El asunto cobraba un giro nuevo. Esta combinación de problemas de seguridad con una aventura amorosa no me gustó nada. No dije nada a Trotsky. Tal vez advirtió mi falta de entusiasmo. No apresuró el asunto del ensayo. Por otro lado, los acontecimientos se precipitaron y la situación cambió rápidamente.

Algunos indicios de idas y venidas hicieron que Diego Rivera y yo viéramos como cada vez más sospechosa la casa de al lado. Rivera, dando prueba de una gran generosidad, decidió comprarla, pero las formalidades iban a durar algunas semanas. Esas semanas eran peligrosas, pues si realmente había en preparación un atentado, los agentes iban a apresurarse a ejecutarlo antes de que se les escapara la casa de las manos. Finalmente nos quedamos con el siguiente plan: hasta que no nos entregaran la casa vecina, Trotsky iría a vivir a casa de Antonio Hidalgo, en las Lomas de Chapultepec, uno de los barrios más hermosos de México. Haríamos, además, todo lo posible por disimular la ausencia de Trotsky de la casa de Coyoacán.

El 13 de febrero de 1938 Trotsky se deslizó en el automóvil estacionado en el patio. Se acostó en el piso. Yo tomé el volante y la puerta de la cochera se abrió a nuestro paso. Rápidamente pasé frente a la garita de los policías, haciéndoles un gesto familiar con la mano, como cuando salía solo y de prisa. Trotsky se irguió y se sentó en el asiento trasero. Llegamos a la casa de Hidalgo que era muy confortable. No había niños. Hidalgo y su mujer llenaban de atenciones a Trotsky. En Coyoacán, Natalia había puesto en la cama algunas almohadas que simulaban el cuerpo de Trotsky; Alexandra Sokolóvskaya había recurrido a la misma astucia 35 años antes, cuando Trotsky había huido de Siberia. Las criadas eran mantenidas lejos de la habitación y Natalia iba de tanto en tanto a buscar té a la cocina para un Trotsky presuntamente enfermo. En casa de Hidalgo, Trotsky leía y escribía. El contacto entre Coyoacán y Chapultepec se hacía ya a través de Hidalgo o de mí.

Esa era nuestra vida cuando nos llegó la noticia de la muerte de Liova, el 16 de febrero. Con la diferencia horaria, la noticia llegó a Coyoacán cuando terminaba el almuerzo. Creo que fue el representante de una de las grandes agencias de prensa norteamericanas quien nos la dio por teléfono. Joe Hansen y Rae Spiegel estaban conmigo en la casa. Decidimos no decir nada a Natalia, no dejarle ver los diarios de la tarde y no dejar que atendiera el teléfono. Partí a buscar a Rivera a su casa de San Ángel. Es posible que entonces hayamos tenido una conversación telefónica con alguien en París, Gérard Rosenthal o Jean Rous, pero no tengo un recuerdo preciso en ese sentido. Partimos, Rivera y yo, a Chapultepec. Cuando entramos a la pieza en la que estaba Trotsky, Rivera se adelantó y le anunció la noticia. Trotsky, con el rostro endurecido, preguntó. "¿Natalia lo sabe?". "No", dijo Rivera. Trotsky replicó "Yo mismo se lo diré". Salimos rápidamente. Yo conducía, Rivera iba a mi lado. Trotsky, sentado detrás, se mantenía en silencio. En Coyoacán se encerró inmediatamente con Natalia en su habitación. De nuevo fue la reclusión que yo había conocido en Prinkipo, cuando la muerte de Zina. Por la puerta ligeramente entreabierta les pasábamos té. El 18, a la una de la tarde, Trotsky me entregó unas hojas, escritas con su letra en ruso, que me pidió hiciera pasar a máquina, traducir y distribuir a los periodistas. En esas líneas reclamaba una investigación sobre las circunstancias de la muerte de su hijo. Cuando días después de su reclusión Trotsky volvió a su despacho, se puso a escribir el folleto bien conocido sobre León Sedov. Poco antes de irse a la casa de Hidalgo, había terminado el manuscrito de su largo artículo, Su moral y la nuestra, y le había puesto la fecha, 10 de febrero. Cambió esa fecha al 16 y le agregó una postdata.

Jeanne escribió a Trotsky y a Natalia cartas desesperadas. Se había ligado mucho a Liova. Trotsky le envió un telegrama: "Sí, pequeña Jeanne, hay que vivir". Pero la situación cambió rápidamente. Liova había dejado, al morir, gran cantidad de papeles en su departamento de la calle Lacretelle. Dos o tres semanas después de su muerte, se hizo evidente que Jeanne, quien pertenecía al grupo Molinier, no estaba dispuesta a entregar esos papeles a Trotsky por intermedio de Gérard Rosenthal, el abogado de Trotsky en París, miembro del grupo trotskista oficial. Trotsky se puso furioso. Los papeles le correspondían de derecho, por todos los derechos, escritos o morales. Tuvo la impresión de que Jeanne jugaba con fuego. La policía francesa, pensaba, sólo buscaba la ocasión de poder meter la nariz en esos papeles; la GPU también, por otro lado. Estaba fuera de sí. Comenzaron una serie de altercados acerbos y dolorosos. Entre tanto, Natalia seguía escribiéndose con Jeanne. Dos mujeres destrozadas intercambiaban cartas llenas de aflicción. Aproximadamente seis semanas después de la muerte de Liova, a fines de marzo o comienzos de abril, yo estaba en mi habitación después del almuerzo. Trotsky dormía la siesta. En ese momento del día era cuando Natalia venía a menudo a verme para hablarme de los pequeños problemas de la casa o para hacer cuentas. Ese día, cuando entró en mi habitación, estaba muy agitada. Le corrían lágrimas por las mejillas. Exclamó: "Van, Van ¿sabe usted lo que me ha dicho? ¡Tú estás con mis enemigos!" Me repitió la frase en ruso, tal como Trotsky la había pronunciado. No había dicho "adversarios", sino "enemigos". Y sus enemigos empezaban entonces con Jeanne y Raymond Molinier, pero la lista era todavía mucho más larga. La frase, por supuesto, podía interpretarse de este modo: "Tú te conduces como si estuvieras de parte de mis enemigos" o "Tú haces el juego a mis enemigos". Pero lo cierto es que seis semanas después de la muerte de Liova, cuando Natalia estaba todavía desgarrada por el dolor, Trotsky había elegido, para expresarse, la frase más incisiva y más brutal.

Fue en esa época cuando supimos que André Bretón iba a venir a México a dar unas conferencias, enviado por el Ministerio de Relaciones Exteriores. Trotsky me pidió que le procurara libros de Bretón; no había leído nada suyo. Como el tiempo urgía, decidí hacerlos traer de Nueva York, en lugar de pedirlos a París. A fin de abril llegaron el Manifiesto del surrealismo, Nadja, Los vasos comunicantes y una o dos obras más. Abrí las páginas de los que estaban nuevos y se los llevé a Trotsky. Los apiló lejos, en una esquina de su escritorio, donde quedaron algunas semanas. Tengo la impresión de que los hojeó, pero que no los leyó ciertamente de punta a punta.

Cuando Bretón y Jacqueline llegaron a México, en la segunda mitad de abril, los fui a ver. Almorzamos en un restaurante mexicano tradicional. Bretón parecía muy contento de estar en México, todo lo maravillaba. Conmigo se mostraba muy afectuoso. El 29 de abril de 1938, yo escribí a Pierre Naville: "Bretón está aquí desde hace algún tiempo, maravillado por el país, por las pinturas de Diego y por todo lo que hay de magnífico en este país. La contraparte es que asiste a banquetes en recepciones oficiales, qué está asediado por una enorme multitud de personas [...]" Unos días después, es decir en los primeros días de mayo, fui a buscar en automóvil a México a Bretón y a Jacqueline para llevarlos a Coyoacán. El propio Bretón ha descrito ese primer encuentro con Trotsky y Natalia. Se habló del trabajo de la comisión investigadora sobre los procesos de Moscú en París, de la actitud de Gide, de la de Malraux. Se intercambiaron noticias, pero no se abordaron temas importantes. La segunda entrevista tuvo lugar el 20 de mayo. He conservado algunas notas de ella, escritas inmediatamente después del encuentro para mi uso personal. Están lejos de constituir un acta, pero dan algunas indicaciones sobre lo que sucedió. Apenas nos habíamos instalado en el estudio de Trotsky (estaban Bretón, Jacqueline, Natalia y yo), Trotsky se lanzó bastante rápidamente, y sin mayores miramientos, como si se hubiera preparado, en una defensa de Zola. Pretendía considerar al surrealismo como una reacción ante el realismo, en el sentido estrecho y específico de la concepción que había tenido Zola de la literatura. Dijo: "Cuando leo a Zola, descubro cosas nuevas que no conocía, penetro en una realidad más vasta. Lo fantástico, es lo desconocido". Bretón, bastante sorprendido, se puso tenso. Erguido, apoyado en el respaldo de su silla, dijo: "Sí, sí, sí, estoy perfectamente de acuerdo, hay poesía en Zola". Trotsky continuó: "Usted invoca a Freud pero ¿no es para una tarea contraria? Freud hace surgir al inconsciente en lo consciente. ¿No quiere usted ahogar lo consciente por el inconsciente?" Bretón respondió. "No, no, evidentemente que no". Luego hizo la inevitable pregunta: "¿Freud os compatible con Marx?" Trotsky respondió: "¡Oh! usted sabe...Esas son cuestiones que Marx no había estudiado. Para Freud, la sociedad es un absoluto, excepto quizás en El porvenir de una ilusión; ella asume la forma abstracta de la coacción. Hay que penetrar en el análisis de esa sociedad"

La reunión se distendió. Natalia sirvió el té. Se habló de las relaciones entre el arte y la política. Trotsky emitió la idea de crear una federación internacional de artistas y escritores revolucionarios, que contra balancearía las organizaciones stalinistas. Estaba claro: él tenía un plan en la cabeza desde que se había anunciado la venida de Bretón a México. Se empezó a hablar de un manifiesto, Bretón declaró estar de acuerdo para presentar el proyecto. Luego, los encuentros ya no fueron en el despacho de Trotsky sino excursiones en común, picnics en el campo mexicano. Bretón y Jacqueline estaban en relación cotidiana con Rivera y Frida. Vivieron incluso cierto tiempo en la casa de éstos, en San Ángel (a su llegada al país habían sido alojados en su departamento de México por Guadalupe Marín, la ex mujer de Diego Rivera). Con Trotsky tal vez hubo en total ocho o diez encuentros.

En París, en otoño de 1936, con motivo del trabajo de la comisión investigadora, yo había encontrado varias veces a Bretón en el café donde al final de la tarde se reunía con sus amigos. Allí había visto a Bretón actuando como jefe de escuela. En México me encontré con un Bretón bastante diferente, había abandonado su tono magistral, todo le provocaba curiosidad, estaba deseoso de ver y de aprender. A veces llegaba incluso a las confidencias. "Si usted supiera cómo me siento lejos por momentos de todo, aun de Jacqueline", me dijo un día. Trotsky, el hombre, le había causado una impresión fuerte. "Un príncipe de la Iglesia -decía- ¡y de qué Iglesia!"

El viaje de Bretón a México había provocado reacciones de odio por parte de los stalinistas. Bretón mismo habla de las maquinaciones dirigidas contra él en su discurso del 11 de noviembre de 1938. Su primera conferencia debía tener lugar en el Palacio de Bellas Artes. Trotsky estaba inquieto; pensaba que un grupo de stalinistas mexicanos podía perfectamente sabotearla. Me pidió que organizara un servicio de orden discreto. Me puse de acuerdo con los miembros del grupo trotskista mexicano para que, sin hacerse notar, se situaran en lugares estratégicos. No ocurrió nada enojoso. Pero el hecho deque Trotsky no hubiera vacilado en apelar a los miembros de un grupo político para asegurar la protección de una conferencia literaria de Bretón, muestra toda su buena voluntad hacia él.

Una tarde, en una de esas excursiones con Bretón y Jacqueline, nos detuvimos en una aldea para visitar una iglesia: Era del lado de Puebla, tal vez Cholula, no recuerdo exactamente. Ni Rivera ni Frida estaban con nosotros. La iglesia era, en el interior, baja y sombría. A la izquierda, el muro y los pilares estaban cubiertos de retablos, muy conocidos en México. Son pequeñas placas de metal, cuyo origen a menudo son latas viejas, en las cuales artistas populares pintan escenas de sucesos dramáticos, generalmente accidentes graves de consecuencias funestas de los que quien presenta el retablo ha podido escapar, gracias a la divina providencia. Como esos retablos se acumulan, hay algunos que se remontan a 50 u 80 años. En mi opinión, es la forma de arte popular más notable de México. Bretón estaba maravillado. Tan maravillado que comenzó a deslizar cierta cantidad de esos retablos bajo su chaqueta, tal vez una media docena. No tenía muchos escrúpulos por cuanto se encontraba en una iglesia y consideraba sin duda su acto como una forma de lucha anticlerical. Trotsky estaba muy irritado, lo percibí inmediatamente en su cara. No era ése el tipo de su anticlericalismo. Además, la situación no dejaba de ser peligrosa para él. En México, todos los bienes eclesiásticos pertenecen al Estado. Si las autoridades locales se hubieran dado cuenta del robo podría haberse producido un escándalo del que los stalinistas, entonces tan furiosamente encarnizados por comprometer la estadía de Trotsky, se habrían podido valer y haciendo vibrar la cuerda del patriotismo mexicano, acusar a Trotsky y a sus amigos de atentar contra del patrimonio nacional. Las consecuencias de todo eso podían ir muy lejos. Trotsky salió de la iglesia sin decir una palabra. Debo decir que en esa ocasión dio prueba de un gran control de sí mismo.

Poco después Trotsky comenzó a apurar a Bretón para que le presentara el proyecto de manifiesto. Bretón, con el aliento encendido de Trotsky en la nuca, se sentía paralizado y no podía escribir. "¿Tiene usted algo para mostrarme?" preguntaba Trotsky cuando se encontraban. Se creó así una situación en la que Trotsky venía a desempeñar el papel de maestro de escuela ante un Bretón alumno recalcitrante que no había hecho su tarea. Bretón estaba acongojado. La situación se arrastraba, y él se sentía completamente paralizado. Un día, en casa de Diego Rivera, en el jardín, me llamó aparte y me dijo: "¿No escribiría usted ese manifiesto?" Yo me negué para no hacer todavía más confuso el asunto. En junio tuvo lugar un viaje a Guadalajara. Diego Rivera estaba allí, pintando, y nosotros debíamos ir a encontrarnos con él. Partimos por la carretera de Guadalajara en dos automóviles. En el primero, conducido, si mal no recuerdo, por Joe Hansen, atrás iban Trotsky y Natalia y al lado del conductor, Bretón, a quien Trotsky había pedido que fuera con él para conversar. Yo estaba en el segundo automóvil, con Jacqueline y creo que con Frida. Era un norteamericano o un mexicano quien conducía. Después de alrededor de dos horas de camino, en una viaje que era entonces de aproximadamente ocho horas, el primer automóvil se detuvo. Nos detuvimos igualmente, a treinta o cuarenta metros del otro, me adelanté hacia el primer automóvil para saber qué ocurría. Joe vino a mi encuentro y me dijo: "The old man wants you". Bretón descendió también y se acercó al segundo automóvil. Nos cruzamos. Sin decirme nada, hizo un gesto de asombro, como de alguien que no comprende lo que sucede. Me ubiqué en el primer automóvil, que volvió a partir. Trotsky estaba sentado atrás, erguido y silencioso. No me dio ninguna explicación sobre lo que había pasado. Llegamos a Guadalajara y descendimos en un hotel, sin ocupamos del grupo Bretón-Rivera. Yo estaba muy perplejo. Joe, que no hablaba francés, no había podido seguir la conversación entre Trotsky y Bretón, y no podía informarme. Natalia me dijo algunas palabras bastante vagas. Una vez que estuvimos instalados, lo primero que Trotsky me pidió fue que arreglara una entrevista con Orozco, quien entonces vivía en Guadalajara. Rivera y Orozco eran en esa época los pintores más célebres de México. No eran enemigos; no obstante, por su carácter, sus gustos, su modo de vida, el estilo de pintura, se situaban en dos polos opuestos. Orozco era un introvertido atormentado mientras que Rivera era un extrovertido jovial. E1 hecho mismo de ser los dos más grandes pintores del país no podía sino crear entre ellos una especie de rivalidad, tenían entre sí pocas relaciones personales, o ninguna. Lo que Trotsky me pedía tenía un sentido bien claro: quería establecer cierta distancia respecto del grupo Rivera-Bretón. Fui entonces a ver a Orozco, quien me recibió en su estudio y arreglé la cita. Lo vimos al día siguiente o a los dos días, Trotsky, Natalia y yo. La conversación fue agradable, pero no tuvo la vivacidad ni la calidez que tenían frecuentemente los encuentros entre Trotsky y Rivera. Al salir, Trotsky nos dijo, a Natalia y a mí: "¡Es un Dostoievsky!"

Entretanto, Rivera y Bretón recorrían Guadalajara, en busca de cuadros y de objetos antiguos, como cuenta Bretón en su artículo "Souvenir du Mexique", reproducido en La Cié des champs. Volvimos a tomar el camino de México sin que Trotsky viera de nuevo a Bretón. Había sido el retraso persistente de Bretón en presentarle el proyecto de manifiesto lo que en el camino a Guadalajara provocó su cólera. Sin embargo, aparentemente, a Trotsky se le había pasado el enojo y no quería la ruptura. Cuando todo el mundo hubo regresado de Guadalajara, las relaciones, poco a poco, se restablecieron. Bretón nunca me contó en detalle lo que había pasado en el automóvil y yo tampoco le pregunté nada.

A principio de julio se decidió ir a pasar unos días a Pátzcuaro, en el Estado de Michoacán. Bretón, Jacqueline y yo partimos antes. Yo tenía que encontrar un hotel conveniente para Trotsky; Bretón y Jacqueline querían ver la región. Diego Rivera tenía en su casa de San Angel una colección bastante importante de figuras precolombinas de Chupícuaro. Campesinos del Estado de Guanajuato se las habían traído poco a poco. Esas estatuillas de barro, de apenas unos diez centímetros, representan mujeres desnudas, engalanadas y voluptuosas. Sus ojos almendrados y su sexo estaban moldeados con pequeñas tiras de barro adheridas. Bretón había admirado mucho esas damas de Chupícuaro. Un poco antes de Morelia me preguntó sino podíamos hacer un desvío para tratar de encontrar esas figuras. Era una improvisación. No teníamos informaciones precisas. Partimos, por lo tanto un poco a la aventura. Nos metimos en un camino de terracería. La estación de las lluvias había comenzado ya. Pronto, el automóvil se empantanó. Hubo que llamar a unos campesinos para que nos ayudaran a salir del mal paso. Abandonamos las damas de Chupícuaro y retomamos el camino a Pátzcuaro. Cuando ya habíamos logrado ponernos en marcha, Bretón me dijo: "Para mí es muy simple, yo habría dejado todo y habría seguido a pie". Eso me pareció extraño: ¿Dónde habría ido en ese campo mexicano?

En Pátzcuaro tomamos una lancha en el lago y fuimos, al caer la noche, a comer pescado blanco en la islita de Janitzio. Bretón cuenta todo esto en sus recuerdos de México.

La pequeña ciudad de Pátzcuaro era entonces apacible y encantadora. Al deambular por sus calles de piedra y por sus plazas silenciosas, uno se creería en el siglo XVII. El hotel que elegimos era en realidad una gran casa antigua con una decena de habitaciones y un jardín cubierto de flores. Dos días más tarde, Trotsky llegó con Natalia y dos norteamericanos; creo que uno de ellos era Joe Hansen. También llegaron Diego Rivera y Frida. Se hicieron planes. Después de las excursiones del día, por la noche habría pláticas sobre arte y política. Se habló incluso de publicar esas conversaciones con el título Las charlas de Pátzcuaro, firmadas por Bretón, Rivera y Trotsky. En la primera velada fue sobre todo Trotsky el que habló. La tesis que desarrolló era que en la futura sociedad comunista el arte se disolvería en la vida. No habría más danza, ni bailarines, ni bailarinas, sino que todos los seres se desplazarían de una manera armoniosa. No habría más cuadros: las habitaciones serían decoradas. La discusión fue remitida a la siguiente velada y Trotsky se retiró bastante temprano, según su costumbre. Yo me quedé a charlar con Bretón en el jardín."¿No cree usted que siempre habrá gente que querrá pintar sobre un cuadradito de tela?" me dijo.

No hubo segunda sesión. Bretón se enfermó. Tuvo fiebre y se le produjo una crisis de afasia. Jacqueline lo cuidaba con mucha dedicación. Estábamos inquietos, pero ella nos dijo que eso ya se había producido antes.

El 10 de julio Trotsky recibió la visita de un grupo de maestros de los alrededores. Se habían enterado que él estaba allí y habían venido a conversar. Se habló de las tareas y de los problemas del maestro rural. Trotsky comparó México con Rusia. Al final de esa conversación escribió a lápiz una nota breve en ruso sobre ese tema. La traduje al español y el texto fue enviado a los visitantes, que la publicarían en un pequeño periódico, Vida, órgano de los maestros de Michoacán.

Dejamos a Bretón al cuidado de Jacqueline y nosotros, Trotsky, Natalia, los norteamericanos y yo, regresamos a Coyoacán. Unos días después, Bretón y Jacqueline reaparecieron. Bretón se había repuesto bastante rápidamente. Salimos, finalmente, del impasse a propósito del manifiesto. Si no recuerdo mal, fue Bretón el que dio el primer paso. Entregó a Trotsky algunas páginas escritas a mano, con su letra apretada. Trotsky dictó unas páginas en ruso, yo las traduje al francés y se las mostré a Bretón. Después de nuevas conversaciones, Trotsky tomó el conjunto de los textos, los recortó, agregó palabras aquí y allá y pegó todo en un rollo bastante largo. Pasé a máquina el texto final en francés, traduciendo el ruso de Trotsky y respetando la prosa de Bretón. Sobre ese texto se pusieron de acuerdo. Cualquiera que lo lea puede, por el vocabulario, reconocer con seguridad los párrafos escritos por Trotsky y los que son de Bretón. El primero escribió un poco menos de la mitad del texto, el segundo un poco más. Dirigido a los artistas, el manifiesto fue publicado con las firmas de Bretón y Rivera, aunque éste no hubiera participado en su redacción. El manifiesto llamaba a la creación de una Federación Internacional de artistas revolucionarios independientes (FIARI). Fue traducido a varios idiomas y es bien conocido.

El último encuentro entre Trotsky y Bretón, justo antes de la partida de éste para Francia, fue muy cálido. La guerra amenazaba y Bretón iba tal vez a ser movilizado a su regreso a Francia. Eran los últimos días de julio. Estábamos en el patio lleno de sol de la casa azul de Coyoacán, en medio de los cactos, naranjos, buganvillas e ídolos, a punto de separarse, cuando Trotsky fue a buscar a su escritorio, el manuscrito común del manifiesto y se lo entregó a Bretón. Éste estaba muy emocionado. Era, por parte de Trotsky, un gesto inusitado, único inclusive en todo el período en que me tocó vivir con él. Hay un facsímil de uno de los pasajes del manuscrito en el libro de Bretón, La Cié des champs, entre las páginas 40 y 41, el manuscrito original debe encontrarse entre los papeles dejados por él. De regreso a Francia, Bretón fue movilizado, como se había temido, pero solamente durante unas semanas. El 11 de noviembre de 1938 pronunció un vibrante discurso en el que describía su estadía en México. Ese discurso ha sido publicado. Quisiera que se me permitiera aquí una observación personal. En ese discurso, Bretón declara que yo era "muy pobre". Las categorías de "pobre" o de "rico" no eran en las que yo hubiera pensado situarme durante mi vida con Trotsky. Evidentemente, disponíamos de muy poco dinero en la casa, yo no tenía lo que podría llamarse un salario y los pequeños gastos personales se arreglaban de la manera más simple entre Natalia y yo. Cuando llevé a Trotsky a su escritorio el texto impreso del discurso de Bretón, yo me sentía sin embargo turbado; temía que él pensara que la observación de Bretón había sido suscitada por alguna queja de mi parte. No me dijo nada, yo tampoco le dije nada y nunca hubo ningún malentendido entre nosotros al respecto. Lo que la observación de Bretón no obstante indica es que surrealistas y trotskistas vivían en mundos diferentes.

La visita de Bretón no había interrumpido la política revolucionaria. Se preparaba entonces la conferencia de la fundación de la Cuarta Internacional. El 18 de julio nos llegó la noticia de la desaparición de Rudolf Klement. Su cuerpo decapitado fue encontrado en el Sena unos días más tarde. Era él quien tenía entre sus manos todo el trabajo administrativo del Secretariado Internacional. Por Zborowski, la GPU conocía exactamente el papel de Klement y había golpeado cuando comenzaba a prepararse la mencionada conferencia. Esta debía tener lugar en septiembre, en París. Siguiendo el ejemplo de Marx que ante las propuestas inesperadas de algunos de sus discípulos había declarado no ser "marxista", Trotsky decía a veces que él no era "trotskista". De hecho, era "trotskista" en todo, si se entiende por eso que tenía una preocupación constante por los problemas internos de los diferentes grupos trotskistas. En la mayor parte de los casos, cada uno de esos grupos estaba dividido en dos o tres fracciones. Las luchas entre esas fracciones, sus alianzas y sus rupturas en el interior de un grupo o de un grupo al otro, todo eso le llevaba mucho tiempo. Consagraba a esas luchas de fracciones gran parte de su vida, de su energía y de su paciencia.

El reproche que incansablemente Trotsky hacía a los grupos trotskistas era su composición social: demasiados intelectuales, no los suficientes obreros. "Pequeñoburgueses", ésa es una acusación que aparece constantemente en sus escritos contra las personas y contra los grupos. Los dos únicos grupos sobre los que le escuché expresar una admiración sin reservas eran el de Charleroi, en Bélgica, compuesto por mineros, y el de Minneápolis, en los Estados Unidos, formado por camioneros.

Reconstruir el desarrollo de todas las luchas intestinas en las diversas secciones nacionales de la organización trotskista, constituiría un trabajo complejo y arduo. Sin embargo, sólo un estudio detallado y concreto que recreara las condiciones propias de cada situación, permitiría emitir un juicio sobre las decisiones de Trotsky en esas materias. Es demasiado fácil, en ese campo, dejarse llevar por apreciaciones superficiales. Sin duda, el resultado aparente de los enormes esfuerzos que Trotsky desplegó en las cuestiones organizativas fue más bien pobre. Para no citar mis que un ejemplo, Trotsky escribió sobre España páginas y páginas llenas de pasión revolucionaria, cuando, durante la guerra civil, el grupo trotskista de Barcelona contaba apenas con una decena de miembros, por lo general jóvenes sin experiencia. A la muerte de Trotsky, los grupos trotskistas no eran, cuantitativamente, tan diferentes de los diversos grupos de oposición que había encontrado al salir de Rusia. Una gran cantidad de hombres valiosos se habían declarado trotskistas en un momento u otro de su vida pero luego se habían alejado de las organizaciones trotskistas. No hay que olvidar las dificultades de esos años terribles. ¿Cómo revivir, para quienes no los conocieron, los años treinta? Las calumnias y las persecuciones stalinistas arreciaban. El dinero faltaba en un grado difícilmente imaginable y la falta de medios financieros paralizaba las tareas más simples.

Sin duda fue al desarrollo del trotskismo en Francia a lo que Trotsky dedicó los mayores esfuerzos, linos meses después de su llegada a Turquía prestó una gran atención a La Vérité, que entonces se fundaba. De 1929 a 1931, los conflictos entre Raymond Molinier, Pierre Naville y Alfred Rosmer le tomaron mucho tiempo. De 1935 hasta su muerte, la querella, cada vez más acerba, con Raymond Molinier se convirtió en una pesadilla. Ya conté cuál había sido la actitud de Trotsky durante las grandes huelgas de junio de 1936. "La revolución francesa ha comenzado", había escrito. A continuación, con el repliegue de los obreros franceses y su instalación en México, comenzó a ver los problemas del trotskismo en Francia un poco lejos. Distancia muy relativa, por cierto. Seguía siempre lo que pasaba, tanto en la escena política francesa como en el interior del grupo trotskista francés, pero ya no con la misma tensión.

En Coyoacán, las novedades sobre la vida interna del grupo francés y, en particular, sobre el funcionamiento de su conducción nos llegaban, sobretodo, a través de Jean Rous, quien escribía bastante regularmente largas cartas que, aunque destinadas a Trotsky, estaban dirigidas a mí. Rous tenía una letra muy mala y Trotsky no podía leer sus cartas sin dificultad. Tomé entonces la costumbre de hacer una copia a máquina de cada carta que entregaba luego a Trotsky. Un día, debía ser ya a mediados de 1939, acababa de llegar una carta de Rous. En pocas palabras informé a Trotsky su contenido y agregué: "Voy a pasársela a máquina". Trotsky me respondió: "No vale la pena, usted tiene otras cosas que hacer". Una actitud semejante hubiera sido impensable unos años antes.

Un universitario norteamericano, Hubert Herring, organizaba seminarios de estudio en México. Una o dos veces por año, llevaba su pequeño grupo, de unas treinta personas, a Coyoacán. Durante una o dos horas, Trotsky respondía a sus preguntas. A cambio de eso, Herring había puesto a disposición de Trotsky una casa que tenía en Taxco. Cada dos o tres meses íbamos allí a pasar una semana o dos. La primera estadía de este tipo se hizo poco tiempo después de las sesiones de la comisión Dewey. Más tarde, ya en 1938, en una de esas permanencias en Taxco, alquilamos caballos para hacer un paseo por los cerros que enmarcan la ciudad. Estaban con nosotros unos trotskistas norteamericanos, entre los que había varias mujeres, que habían venido a pasar dos o tres semanas a México y a ver a Trotsky. Éramos más de doce. Íbamos al paso y no parecía que fuéramos a marchar más velozmente. De pronto sin decir nada a nadie, ni siquiera a Natalia, Trotsky empezó a fustigar a su caballo, lanzó gritos en ruso y partió al galope. Yo estaba lejos de ser un jinete experimentado, pero no cabía ninguna vacilación: fustigué a mi caballo. Heme aquí galopando, sosteniéndome más mal que bien en la montura. Mi revólver se bamboleaba a mi costado. Si salí del paso sin incidentes, sin duda fue porque la montura era buena. Trotsky y yo galopamos así, yo siguiéndolo con esfuerzo, hasta reencontrarnos luego de cierto tiempo en la carretera de México a Taxco. Allí galopamos a gran velocidad, hasta la entrada a Taxco. Este tipo de acto inesperado era muy raro en Trotsky.

El día de los muertos en México es una fiesta popular y en los años treinta se celebraba todavía con más estruendo que en la actualidad. Ese día se desfilaba en las calles, en medio de los petardos, con esqueletos de cartón articula dos. Los niños mordisqueaban dulces macabros, calaveras de azúcar rosa, tibias de malvavisco. El 2 de noviembre de 1938, a la tarde, Diego Rivera llegó a la casa de Coyoacán. Jocoso como un aprendiz que acaba de hacer una broma, traía a Trotsky una enorme calavera de dulce color violeta, en cuya frente había escrito, en letras de azúcar blanca, "Stalin". Trotsky no dijo nada, hizo como si el objeto no estuviera allí. Cuando Rivera se fue, me pidió que la destruyera.

Diego Rivera poseía grandes cualidades. Una imaginación muy viva que le permitía hacer observaciones penetrantes sobre la gente. Pero en su actitud hacia las personas, precisamente, aparecía con más claridad el costado errático de su carácter. Podía fijar su mirada sobre tal aspecto de una persona, luego sobre tal otro y llegar de ese modo, a pocos días de distancia, a conclusiones opuestas en cuanto a su conducta respecto a esa persona. De allí la gran versatilidad en sus relaciones con los demás. Una mañana yo tomaba mi desayuno con Rivera y Frida en su casa de San Ángel, cuando trajeron el correo. Había una carta de un escritor norteamericano. Rivera miró el nombre del remitente, rompió la carta sin abrirla y la arrojó a la otra punta de la habitación gritando: "¡Ah, ese canalla! No se animó a tomar una porción clara sobre los procesos". Unos días después, al llegar a casa de Rivera, lo encontré conversando amistosamente con el remitente de la carta, quien le había escrito precisamente para anunciarle que venía. En Rivera, esos cambios bruscos en las relaciones personales se producían constantemente.

El grupo trotskista mexicano contaba con veinte o treinta miembros verdaderamente activos. A pesar de esa pequeña cantidad estaba dividido en fracciones. Una se reunía en torno a Octavio Fernández, otra, de Galicia. Rivera por lo general hacía bando aparte. Era también un miembro bastante particular. Mientras que los otros miembros de la organización eran jóvenes, maestros u obreros, con medios económicos muy reducidos, Rivera era una gloria nacional, la venta de sus cuadros le reportaba sumas bastante altas y era él quien a menudo subvenía a las necesidades financieras del grupo. Cuando se planteaba la cuestión de una acción cualquiera, por ejemplo la impresión de un cartel o la organización de un mitin, podía ya sea contribuir inmediatamente y de manera suficiente si estaba de acuerdo, y en el caso contrario, rezongando, imponer su voluntad. Una situación semejante conducía inevitablemente a tensiones en el interior del grupo. Hubiera sido preferible que Rivera se mantuviera al margen de la actividad cotidiana y sólo fuera un generoso simpatizante. Pero no, insistía mucho en participar en la vida interna del grupo.

La presencia de Trotsky en México no simplificaba las cosas. Los miembros activos del grupo, de cualquier fracción que fueran, nos ayudaban a asegurar la guardia durante la noche. Cada noche, dos o tres llegaban a la casa y se iban por la mañana. Trotsky conversaba con ellos cuando llegaban. Intervenía en las luchas de fracciones mediante consejos. Los militantes sentían esa presión constante sobre ellos. La situación en el interior del grupo era por lo tanto bastante caótica. El Secretariado Internacional y luego la Conferencia de fundación de la Cuarta Internacional habían tenido que tomar decisiones a propósito de la sección mexicana. En dicha conferencia, se votó una resolución que ordenaba la reorganización de dicha sección. Se leía allí: "En lo que se refiere al camarada Diego Rivera, la Conferencia declara asimismo que teniendo en cuenta las dificultades surgidas en el pasado con este camarada en las relaciones internas de la sección mexicana, no formará parte la organización reconstituida; pero su trabajo y su actividad en relación con la Cuarta Internacional quedarán bajo el control directo del Subsecretariado Internacional". Rivera no era hombre que aceptara sin protestar las decisiones tomadas de lejos, sin su participación directa. Los choques no podían sino ser constantes e inevitables.

Trotsky tenía con Rivera conversaciones frecuentes sobre la actividad del grupo mexicano. Los consejos que le daba variaban con el tiempo. En el otoño de 1938, Trotsky sin duda había llegado a la conclusión de que Rivera debía mantenerse a cierta distancia de la actividad cotidiana del grupo. ¿Qué le dijo exactamente? No lo sé. De esas conversaciones entre Trotsky y Rivera yo me mantenía voluntariamente al margen. De todos modos, esos consejos no podían sino irritar a Rivera, cuya ambición era precisamente ser también un militante político. Hay que agregar que el trotskismo de Rivera era bastante relativo. Durante el transcurso de nuestras relaciones, muy a menudo declaró: "Yo, usted sabe, soy un poco anarquista". Contaba, acerca de los bastidores de la Internacional Comunista, que había visto de muy cerca, que aun en la época de Lenin ocurrían allí cosas bastante sucias. De todo eso, evidentemente, no decía nada a Trotsky. Mostraba otra fachada. En 1938 escribió algunas tesis sobre los países de América Latina; en ellas analizaba la situación y el papel de las "sus burguesías", como las llamaba, de esos países con mucha penetración y vivacidad.

¿Cuáles fueron exactamente los sentimientos de Trotsky respecto de Rivera? Sólo puedo aportar algunos elementos de respuesta a esta pregunta. Después de las ignominias del gobierno noruego, Trotsky evidentemente reconocía los esfuerzos que había hecho Rivera para conseguirle la visa mexicana (Rivera, enfermo, había hecho un largo viaje a través de México para ir a hablar directamente con Cárdenas, por entonces de gira). Estaba muy agradecido igualmente por la hospitalidad que Rivera le ofrecía en su casa azul de Coyoacán. Pero había más. De todas las personas que yo conocí en tomo a Trotsky de 1932 a 1939, Rivera fue con el que más calurosamente y con la mayor entrega llegó a hablar. Por cierto, había con Trotsky límites que la conversación no franqueaba jamás, pero esos encuentros con Rivera tenían una confianza, una naturalidad, una soltura que no se daba con ninguna otra persona. Que un artista de fama mundial se hubiera unido a la Cuarta Internacional era algo que hacía feliz a Trotsky. Un día en que a mí se me había deslizado en mis observaciones una nota de escepticismo sobre la estabilidad política de Rivera, me dijo, no sin cierto tono de reproche: "Diego, es bueno que lo sepa, es un revolucionario". Ese era un título que él no discernía muy fácilmente. Debo agregar, sin embargo, que esa declaración se produjo en un momento en el que quizás él mismo necesitaba confirmarse.

El malestar, con su entrecruzamiento de factores políticos y personales, comenzó a dibujarse en octubre de 1938, dos o tres meses después del regreso de Bretón a Francia. A todas las circunstancias que he intentado describir, quizás haya que agregar, como una de las causas subyacentes, el hecho deque aparecía la firma de Rivera en un documento del que no había escrito una línea. Por supuesto, él había declarado estar de acuerdo, e incluso calurosamente de acuerdo. ¿Pero acaso es posible saber siempre lo que pasa en el corazón de un hombre? Esta no es más que una conjetura y no hay ningún otro episodio que pueda aportar para apoyarla. Hay que agregar también que, hacia mediados de octubre, Frida partió a Francia, donde iba a pasar varios meses, invitada por Bretón y Jacqueline, y Rivera no podía dejar de sentirse un poco desamparado.

En esas semanas, oscilaba entre actitudes opuestas. Un día quería ser secretario del grupo trotskista mexicano, él, el hombre menos dotado del mundo para ser secretario de lo que fuera. Al día siguiente, hablaba de renunciar al grupo e incluso a la Cuarta Internacional y de consagrarse únicamente a la pintura. A mediados de diciembre, Trotsky vino a verlo a San Ángel. Al final de la entrevista, Rivera manifestó estar de acuerdo en no hablar de renuncia y se separaron aparentemente en buenos términos.

El incidente que encendió la pólvora fue una carta de Rivera a Bretón, a fin de diciembre. Cuando tenía que escribir una carta en francés, Rivera solía pedirme que lo ayudara. Me dictaba la carta y yo la escribía a máquina. Es así como en los últimos días de diciembre de 1938 me pidió que fuera a su casa de San Ángel para escribir una carta a Bretón. Comenzó a dictarme. Enseguida vino una frase en la que cuestionaba los "métodos" de Trotsky. Inmediatamente dejé de escribir. "Escriba, escriba, yo mismo mostraré la carta a L.D.", me dijo Rivera. Tenía que decidirme. Con cualquier otra persona, me habría ido. Pero las relaciones entre Trotsky y Rivera eran excepcionales. Rivera era la única persona que podía venir a la casa a cualquier hora sin hacerse anunciar y Trotsky siempre lo recibía calurosamente. Con las otras visitas, había siempre un tercero presente que muy frecuentemente era yo; pero con Rivera ese contacto constante entre Trotsky y yo podía aflojarse y deliberadamente yo tenía el cuidado de mantenerme al margen de sus conversaciones. Trotsky me había dicho una vez, como puede recordarse: "Usted me trata como un objeto". Las relaciones entre Rivera y Trotsky constituían, en alguna medida, un campo reservado que escapaba al sistema. Acepté entonces la declaración de Rivera y me remití a él para que se explicara directamente con Trotsky, sin mi intervención. Rivera terminó su dictado. Antes de que me fuera, me repitió que mostraría él mismo la carta a Trotsky. "Nos explicaremos", agregó. Regresé a Coyoacán y pasé la carta a máquina, dejando una copia en mi mesa. Estuviera yo o no, Natalia venía a menudo a mi habitación, sobre todo cuando Trotsky dormía la siesta, para leer las cartas y documentos que Trotsky me había dictado y que yo había pasado a máquina. Encontró la copia de la carta de Rivera a Bretón, la leyó y fue a mostrársela a Trotsky. Se produjo una explosión.

Las quejas de Rivera contra los "métodos" de Trotsky se referían a dos pequeños hechos recientes. Después de la publicación del manifiesto Bretón-Rivera se había formado en México un núcleo minúsculo de la FIARI que publicaba una revista, Clave. En una sesión de la redacción de esta revista, un joven mexicano, José Farrel, fue nombrado secretario. Rivera, que había asistido a la reunión, no objetó nada. En la carta a Bretón calificaba este nombramiento de golpe de Estado, "amistoso y tierno" de Trotsky. Segundo punto, un artículo de Rivera, por decisión de última hora en la imprenta y sin que Trotsky lo supiera, había sido presentado como una carta a la redacción. Rivera atribuía la responsabilidad de este acto a Trotsky.

Trotsky pidió a Rivera, por intermedio mío, que escribiera una nueva carta a Bretón para rectificar los dos puntos. Rivera aceptó e hizo cita conmigo para dictarme la carta. A último momento la suspendió. Me fijó una nueva cita que anuló igualmente. Era visible que atravesaba por una crisis emocional. Las palabras "amistoso y tierno", en la carta a Bretón, muestran perfectamente que estaba todavía ligado por el afecto a Trotsky.

Ante la negativa de Rivera a escribir una nueva carta a Bretón, el tono se elevó. Se atravesó rápidamente las etapas sucesivas que, en una ruptura, van de la familiaridad a la hostilidad. No hubo más encuentros entre Trotsky y Rivera. Charles Curtiss, representante en México del Buró panamericano de la Cuarta Internacional, y yo, servíamos de intermediarios. El 12 de enero, Trotsky escribió a Frida, quien entonces se encontraba en París, una carta en la que le presentaba su manera de ver la ruptura. Frida, naturalmente, se puso del lado de Rivera.

No teniendo más que rendir cuentas políticas a Trotsky, Rivera se lanzó a una serie de combinaciones con diversos grupitos obreros, políticos o sindicales, que eran más o menos hostiles al trotskismo. Trotsky atacó con furia. Los puentes estaban cortados.

En ese momento comenzó la campaña electoral presidencial. Constitucionalmente, Cárdenas no podía volver a presentarse. Pero tampoco logró ni siquiera hacer aceptar un candidato de su elección. El ejército y los medios empresarios le impusieron la candidatura a Ávila Camacho, quien habría de ser elegido. Mújica, el amigo y colaborador más cercano de Cárdenas, decidió presentarse como candidato. Presentaba una imagen, con relación a Camacho, de candidato de la oposición de izquierda. Un tercer candidato, el general Almazán, estaba fuera del partido gubernamental y su imagen era de candidato de derecha. Pero la situación, por el hecho de que Ávila Camacho hubiera sido impuesto a Cárdenas, se volvió tan confusa que, al parecer, muchos cardenistas votaron por Almazán. En febrero, Rivera se lanzó, bastante activamente, en la campaña electoral de Mújica. Trotsky calificó este paso como traición política. Más tarde, Mújica retiró su candidatura y, al parecer, Rivera dio su apoyo a Almazán. Por entonces ya no teníamos ninguna relación con él.

Después de la ruptura con Rivera, Trotsky no podía permanecer en la casa azul de Coyoacán. ¿Cómo encontrar, tan rápidamente, una nueva casa de renta módica y que satisficiera cierto número de condiciones bien precisas? Desde fines de febrero, Trotsky propuso a Rivera, por mi intermedio, pagarle una renta mientras yo buscaba una nueva casa. Rivera rechazó, luego aceptó, finalmente rechazó. Todo eso vino a sumarse a la acrimonia de la última fase de la ruptura. En marzo encontré una casa, en Coyoacán, de alquiler muy bajo, pero en muy mal estado. Esa casa, que se encontraba en la avenida Viena, bastante cerca de la que íbamos a dejar, no estaba habitada. Pertenecía a una familia de comerciantes de México, los Turati, a quienes les había servido de casa de campo. Los propietarios estuvieron contentos de alquilarla, aun a Trotsky. Tenía sus aspectos positivos: un número bastante grande de piezas, un jardín grande, bardas, alrededores fáciles de vigilar pues el barrio estaba por entonces bastante despoblado. Pero había que hacer algunos arreglos para ponerla en condiciones, tenía incluso algunos pisos hundidos. Era necesario también amueblarla. Un joven trotskista mexicano, Melquíades, ayudado por otros, puso manos a la obra. Apenas en los primeros días de mayo pudimos mudarnos de la avenida Londres a la avenida Viena. El 5 Trotsky pasó de una casa a la otra. En el momento de abandonar la casa azul, Trotsky dejó sobre su escritorio vacío dos o tres pequeños objetos que Rivera y Frida, en días más serenos, le habían regalado, en particular la pluma que Frida le había dado y que había usado mucho tiempo.

Trotsky se sintió bien en la nueva morada. Una vez puesta en condiciones, no dejaba de tener atractivo. Había espacio. La disposición de las habitaciones era tal que la parte de la casa en la que vivían Trotsky y Natalia estaba bien separada y podían tener intimidad. Trotsky comenzó aplantar cactos, se instalaron conejeras y era él quien se encargaba todas las tardes de cuidar los conejos.

¿Qué papel desempeñó en la ruptura la aventura de 1937 entre Trotsky y Frida? A menudo me han hecho esa pregunta. Y muchos interlocutores, con aire entendido, me han querido convencer de que ellos saben perfectamente que ésa fue la causa verdadera de la ruptura. Yo diría que, directamente, ese papel fue nulo. He presentado más arriba en detalle el mecanismo de la ruptura. Agregaré dos observaciones. La primera, es que sé por Frida que Rivera ignoraba todo lo que había pasado entre Trotsky y ella. La segunda, es que se puede hacer un razonamiento indirecto: si las viejas relaciones amorosas entre Trotsky y Frida hubieran desempeñado algún papel en la ruptura, ésta habría tomado formas diferentes, pues Rivera era de unos celos enfermizos. Por todo lo que sé, puedo decir que no hubo en Rivera ninguna sospecha particular. Naturalmente, podía perfectamente tener un sentimiento de incomodidad ante la superioridad intelectual de Trotsky, pero esos efluvios de rivalidad no emanaban de un conocimiento preciso de lo que había pasado entre Trotsky y Frida, ni aun de vagas sospechas en ese sentido.

Alrededor de un año después de la ruptura entre Trotsky y Rivera, éste y Frida se divorciaron y luego volvieron a juntarse unos meses más tarde. Es posible que esta crisis conyugal haya sido provocada por lo que Rivera supo, de una manera u otra, sobre el pasado. Sus celos eran extremos, aunque él mismo engañara a Frida en todo momento (o tal vez a causa de ello). Eso explicaría tal vez también su extraña evolución política. En el momento de la ruptura con Trotsky, las tendencias antitrotskistas de Rivera tomaban cada vez más coloraciones anarquistas y liberales, pero ciertamente jamás stalinistas. En realidad, era él quien acusaba a Trotsky de stalinismo. Es posible que su adhesión al stalinismo, que no se produjo sino mucho después de la ruptura con Trotsky, haya sido provocada por una explosión de odio feroz cuando se enteró de lo que había sucedido entre Trotsky y Frida. Pero ésas son sólo conjeturas mías. Yo ya no estaba entonces en México y solamente trato de relacionar algunos hechos notorios con mi conocimiento íntimo del período anterior.

En junio o julio de 1939, Trotsky me pidió que fuera a investigar a la biblioteca nación de México a fin de encontrar textos sobre el siglo xvi y sus guerras de religión, así como sobre el fin del Imperio romano. Según él, con esas épocas de quiebra histórica teníamos que comparar la nuestra. Me vuelvo a ver todavía, de pie ante su escritorio, él también de pie, cerca de mí. Le hice algunas objeciones, le hablé de las atrocidades de las guerra de religión, de gente arrojada desde lo alto cié las torres sobre las lanzas de los soldados, al pie de esas torres. Me miró con una extraña tristeza y me dijo: "Ya verá usted". Se vio.

Durante esas investigaciones, encontré una cita de Tácito que califica a Locusta, la envenenadora al servicio de Nerón, de regni instrumentum, un instrumento del poder. Trotsky utilizó esa cita a propósito de Yagoda y de Iejov. Se puede encontrar un eco de estas preocupaciones de Trotsky en los últimos artículos que escribió, cuando se produjo la polémica en el grupo trotskista de los Estados Unidos, y en los que toca el tema de socialismo o barbarie. Tengo, no obstante, la impresión de que sus pensamientos iban más lejos de lo que entonces estaba dispuesto a poner sobre el papel.

Un tema volvía bastante a menudo en la conversación, o aun en los escritos de Trotsky: había que desconfiar de los "viejos" y apostar a los jóvenes. En el segundo artículo que había escrito sobre la capitulación de Rakovsky, el 27 de marzo de 1934, declaraba: "¡Que el viejo luchador de sesenta años sea reemplazado por tres jóvenes de veinte años!". Un día, debía ser en junio de 1939, inventó durante el almuerzo una especie de juego que consistía en evocar a todos los "viejos" que nos habían abandonado. Trotsky los contaba con los dedos. A cada nuevo nombre, lanzaba su antebrazo izquierdo hacia adelante y separaba un dedo. Así habíamos desgranado algunos nombres: Treint, Rakovsky, Van Overstraeten. Yo sugerí entonces, con un tono bastante tímido, pues no sabía cómo iba a tomar la cosa, "¿Rosmer?". Continuó, con un tono enérgico, apartando otro dedo, "¡Rosmer!".

Alfred y Marguerite Rosmer llegaron de Francia el 8 de agosto de 1939. Traían a Sieva. Fueron calurosamente recibidos. Era la primera vez que se veían desde 1929, en Prinkipo. En 1930 se había producido la ruptura política entre Trotsky y Rosmer, cuando Trotsky decidió apostar a Raymond Molinier. Durante toda la estadía de Trotsky y Natalia en Francia, de 1933 a 1935, no había habido contacto de ningún tipo con los Rosmer. Alfred y Marguerite se instalaron en la casa de Coyoacán y comían con nosotros. En las conversaciones, Trotsky y Rosmer hablaban de política, pero sin salir delas generalidades. Había una línea muy precisa que nunca se atravesaba. No se hablaba del pasado, tampoco de los problemas del grupo trotskista francés. Me acuerdo de un incidente que se produjo a fin de agosto. Trotsky había concebido la idea de una especie de comité directivo de la Cuarta Internacional, comité más bien honorífico y formado por personas que tuvieran un nombre conocido, aun cuando se encontraran en la periferia de los grupos trotskistas oficiales. Trotsky mencionó a Chen Tu-hsiu como miembro eventual de ese comité. Era un comunista chino muy conocido que se había hecho trotskista pero que había permanecido al margen de las luchas fracciónales que dividían a los diversos grupos trotskistas chinos. El proyecto de Trotsky era vago y no estoy seguro de que hayan subsistido de él huellas escritas. Una tarde, Trotsky me hizo llamar a su escritorio. Me habló de su proyecto y luego me dijo: "¿Usted podría preguntar a Rosmer si él querría formar parte de este comité?". Me quedé muy sorprendido. Era una pregunta extraordinaria. Trotsky y Rosmer se veían varias veces al día. Estaban ligados por la edad y por un pasado muy lejano. Yo era de una generación absolutamente diferente. Además Rosmer no podía no darse cuenta de que mi pregunta era hecha a pedido de Trotsky. Y Trotsky no podía no darse cuenta que Rosmer se daría cuenta. Hablé a Rosmer de ese proyecto de comité. Declaró estar de acuerdo, pero sin entusiasmo. El proyecto por otro lado murió antes de nacer. La declaración de la guerra se produjo en septiembre. Recuerdo haber escuchado, con Trotsky, en una radio de onda corta, la noticia del primer ataque de un barco inglés por un submarino alemán. Todo eso tenía el aire de algo ya sabido. Después fue "la guerra boba". Se advertía en Trotsky el cansancio de ver que se repetía una catástrofe de la que ya había sido testigo en 1914, pero también la fe de que en unos pocos años la guerra llevaría a la revolución socialista. En octubre, a propósito de Einstein, cuyo nombre había surgido en una conversación entre los dos, Trotsky me dijo: "¡Oh!Ž es ante todo un matemático". Es inexacto, por supuesto. La manera de pensar de Einstein es, fundamentalmente, la de un físico que ha tomado, absolutamente elaborados en los matemáticos mismos, los instrumentos matemáticos que necesitaba. La observación de Trotsky era un eco de las discusiones que se habían producido en Rusia, hacia 1922, cuando se intentó demostrar que las teorías de Einstein no amenazaban para nada el materialismo marxista porque no eran, en alguna manera, más que ficciones matemáticas.

En octubre se decidió mi partida a los Estados Unidos. Había vivido tantos años a la sombra de Trotsky que era necesario que viviera un poco por mí mismo. Iría a pasar unos meses a los Estados Unidos. Después se vería. Dejé la casa de Coyoacán el 5 de noviembre a la madrugada. La víspera, por la noche, tuve mi último encuentro con Trotsky. Hablamos de la situación en el grupo trotskista norteamericano. Ese grupo atravesaba por una crisis profunda; estaba dividido entre una mayoría, agrupada en tomo a Cannon, y una oposición dirigida por Shachtman y Burnham. Trotsky temía que Cannon, del que era solidario políticamente, tuviera tendencia a reemplazar el esclarecimiento de desacuerdos políticos por medidas organizativas, forzando la expulsión de la minoría. "Hay que contener a Cannon en el plano organizativo y empujarlo en el plano ideológico", me dijo. Un poco lo que me había pedido que comunicara a Raymond Molinier en agosto de1933.Es esa última conversación Trotsky no me daba ciertamente "directivas", que mi situación de recién llegado a Nueva York de ninguna manera me hubiera permitido aplicar. Me explicaba cómo veía él la situación y en qué dirección debía actuar, según mis medios. Todo eso, por otro lado, había sido desbordado por los acontecimientos. Cuando llegué a Nueva York, la escisión ya era un hecho.

Sobre los meses que pasaron desde mi partida de Coyoacán hasta el asesinato de Trotsky, no tengo mucho que decir aparte de lo que fue publicado y es bien conocido. Yo mantenía una correspondencia regular con Trotsky, le daba informaciones sobre lo que veía en el grupo norteamericano después de la escisión. El futuro asesino, Ramón Mercader, teledirigdo por la GPU, se ligó en París con una joven trotskista norteamericana, Sylvia Ageloff, y se convirtió en su amante. Ésta había sido bien elegida, pues tenía una hermana, Ruth Ageloff, por quien Trotsky tenía mucha simpatía. Ruth había estado en México en el momento de las sesiones de la comisión Dewey. Nos había ayudado mucho, traduciendo, escribiendo a máquina, buscando documentos. No había vivido en la casa pero durante varias semanas había venido casi diariamente a compartir nuestra vida y nuestro trabajo. Trotsky conservaba de ella un excelente recuerdo y una hermana de Ruth no podía sino ser bien recibida por él y por Natalia. Un segundo eslabón en la cadena de circunstancias que condujeron al asesino al escritorio de Trotsky, fue el papel de los Rosmer. Adolfo Zamora, quien en 1940 frecuentaba bastante asiduamente la casa de Coyoacán, me contó en 1972 que hubo, por parte de los Rosmer, y sobre todo de Marguerite, una verdadera pasión por Ramón Mercader. Le pedían constantemente pequeños servicios que, por cierto, él estaba siempre dispuesto a prestar. En México y en sus suburbios, los desplazamientos son difíciles. Mercader estaba siempre allí con su automóvil para llevar a los Rosmer de un lado para el otro. Hacían también excursiones, iban de picnic y solían llevarse a Sieva. Como Marguerite era muy amiga de Natalia, esa familiaridad de los Rosmer con Mercader no podía dejar de dar a éste cierto crédito ante Natalia y, por lo tanto, ante Trotsky.

Hay un punto que siempre me ha preocupado: ¿por qué el lenguaje de Ramón Mercader no despertó ninguna sospecha en el espíritu de los Rosmer? Mercader se pretendía belga. Ahora bien, como lo muestran los documentos conservados por la justicia mexicana, su francés estaba salpicado de hispanismos. Un belga y un español que hablan francés no se diferencian de la misma manera de un parisino. Rosmer era francés y conocía, evidentemente, el francés a fondo; manejaba incluso muy bien la pluma. ¿Cómo pudo no ser sensible a la manera de hablar de Mercader? Agosto de 1940. Vivo en Baltimore, donde enseño francés. El 21 por la mañana estoy en la calle. La pila de New York Times está allí, sobre la acera. Desde arriba echo un vistazo a los titulares. Está allí, en medio de la página: "Trotsky, wounded by 'friend' in home, is believeddying " [6]. Deambulo por las calles, luego, espero las noticias de la radio. Una voz anuncia: "León Trotsky died today in México City." [7] Todo se confunde.

Después de la muerte de Trotsky milité durante siete años en el movimiento trotskista. En 1948, las concepciones marxistas-leninistas sobre el papel del proletariado y su capacidad política me parecieron cada vez más en desacuerdo con la realidad. Fue también en ese momento cuando conocieron, quienes no querían cerrar los ojos ni taparse los oídos, toda la amplitud del universo concentracionario stalinista. Bajo esa impresión, me puse a examinar el pasado y llegué a preguntarme si los bolcheviques, al establecer un régimen policial irreversible, al anular toda opinión pública, no habían preparado el terreno sobre el que habría de salir el enorme hongo venenoso del stalinismo. Rumié mis dudas. Durante varios años, sólo el estudio de las matemáticas me permitió conservar mi equilibrio interior La ideología bolchevique estaba, para mí, en ruinas. Tuve que construir otra vida.

 

 

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[1] Lev Davidovich (Trotsky), a menudo llamado así por sus amigos políticos.

[2] Robert Laffont, Avavaunt de Trotsky, 1975.

[3] "Mi trabajo es muy desorganizado".

[4] "Si la joven checa es una buena dactilógrafa, estaría dispuesto a aceptarla inmediatamente. Las aprensiones políticas no son en este caso serias. Una chica de dieciocho años no puede realizar conspiraciones en nuestra casa: somos más fuertes. En dos o tres meses ella estaría totalmente asimilada".

[5] Hoy "Museo Frida Khalo".

[6] Trotsky, herido por un 'amigo' en su casa, se cree que agoniza.

[7] León Trotsky murió hoy en la ciudad de México.