Thomas Hobbes


Fragmentos de

Leviatán

 

 


Primera edición: En Londres, en la imprenta de Andrew Crooke, en 1651. Su título original en inglés fue Leviathan, or The Matter, Forme and Power of a Common Wealth Ecclesiasticall and Civil.
Fuente de esta versión en castellano: Biblioteca digital del Instituto Nacional de Estudios Politicos (INEP), México.
Preparado para marxists.org: Por Rodrigo Cisterna, agosto 2013.
Esta edición: Marxists Internet Archive, agosto 2013.


 

 

INTRODUCCION

La Naturaleza (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo, como en otras muchas cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial. Y siendo la vida un movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se mueven a sí mismos por medio de resortes y ruedas como lo hace un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos la república o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatua y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y del poder ejecutivo, nexos artificiales; la recompensa y el castigo (mediante los cuales cada nexo y cada miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que hacen lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares constituyen su potencia; la salus polpuli (la salvación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte. Por último, los convenios mediante los cuales las partes de este cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí, aseméjanse a aquel fiat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la Creación.

Al describir la naturaleza de este hombre artificial me propongo considerar:

1. La materia de que consta y el artífice; ambas cosas son el hombre.

2. Cómo y por qué pactos se instituye, cuáles son los derechos y el poder justo o la autoridad justa de un soberano; y qué es lo que lo mantiene o lo aniquila.

3. Qué es un gobierno cristiano.

Y, por último, qué es el reino de las tinieblas.

Por lo que respecta al primero existe un dicho acreditado según el cual la sabiduría se adquiere no ya leyendo en los libros sino en los hombres. Como consecuencia aquellas personas que por lo común no pueden dar otra prueba de ser sabios, se complacen mucho en mostrar lo que piensan que han leído en los hombres, mediante despiadadas censuras hechas de los demás, a espaldas suyas. Pero existe otro dicho mucho más antiguo, en virtud del cual los hombres pueden aprender a leerse fielmente uno al otro si se toman la pena de hacerlo; es el nosce te ipsum, léete a ti mismo: lo cual no se entendía antes en el sentido, ahora usual, de poner coto a la bárbara conducta que los titulares del poder observan con respecto a sus inferiores; o de inducir hombres de baja estofa a una conducta insolente hacia quienes son mejores que ellos. Antes bien, nos enseña que por la semejanza de los pensamientos y de las pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro, quien se mire a sí mismo y considere lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc. Y por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles son los pensamientos y pasiones de los demás hombres en ocasiones parecidas. Me refiero a la similitud de aquellas pasiones que son las mismas en todos los hombres; deseo, temor, esperanza, etc., no a la semejanza entre los objetos de las pasiones, que son las cosas deseadas, temidas, esperadas, etc. Respecto de éstas la constitución individual y la educación particular varían de tal modo y son tan fáciles de sustraer a nuestro conocimiento que los caracteres del corazón humano, borrosos y encubiertos, como están, por el disimulo, la falacia, la ficción y las erróneas doctrinas, resultan únicamente legibles para quien investiga los corazones. Y aunque, a veces, por las acciones de los hombres descubrimos sus designios, dejar de compararlos con nuestros propios anhelos y de advertir todas las circunstancias que pueden alterarlos, equivale a descifrar sin clave y exponerse al error, por exceso de confianza o de desconfianza, según que el individuo que lee sea un hombre bueno o malo.

Aunque un hombre pueda leer a otro por sus acciones, de un modo perfecto, sólo puede hacerlo con sus circunstantes, que son muy pocos. Quien ha de gobernar una nación entera debe leer, en sí mismo, no a este o aquel hombre, sino a la humanidad, cosa que resulta más difícil que aprender cualquier idioma o ciencia; cuando yo haya expuesto ordenadamente el resaltado de mi propia lectura, los demás no tendrán otra molestia sino la de comprobar si en sí mismos llegan a análogas conclusiones. Porque este género de doctrina no admite otra demostración.

 

 

PARTE I

 

CAPITULO IV

Del Lenguaje

 

La invención de la imprenta, aunque ingeniosa, no tiene gran importancia si se la compara con la invención de las letras. Pero ignoramos quién fue el primero en hallar el uso de las letras. Dicen los hombres que quien en primer término las trajo a Grecia fue Cadmo, hijo de Agenor, rey de Fenicia. Fue, ésta, una invención provechosa para perturbar la memoria del tiempo pasado, y la conjunción del género humano, disperso en tantas y tan distintas regiones de la tierra; y tuvo gran dificultad, como que procede de una cuidadosa observación de los diversos movimientos de la lengua, del paladar, de los labios y de otros órganos de la palabra; añádase, además, a ello la necesidad de establecer distinciones de caracteres, para recordarlas. Pero la más noble y provechosa invención de todas fue la del lenguaje, que se basa en nombres o apelaciones, y en las conexiones de ellos. Por medio de esos elementos los hombres registran sus pensamientos, los recuerdan cuando han pasado, y los enuncian uno a otro para mutua utilidad y conversación. Sin él no hubiera existido entre los hombres ni el gobierno ni sociedad, ni contrato ni paz, ni más que lo existente entre leones, osos y lobos. El primer autor del lenguaje fue Dios mismo, quien instruyó a Adán cómo llamar las criaturas que iba presentando ante su vista. La Escritura no va más lejos en esta materia. Ello fue suficiente para inducir al hombre a añadir nombres nuevos, a medida que la experiencia y el uso de las criaturas iban dándole ocasión, y para acercarse gradualmente a ellas de modo que pudiera hacerse entender. Y así, andando el tiempo, ha ido formándose el lenguaje tal como lo usamos, aunque no tan copioso como un orador o filósofo lo necesita. En efecto, no encuentro cosa alguna en la Escritura de la cual directamente o por consecuencia pueda inferirse que se enseñó a Adán los nombres de todas las figuras, cosas, medidas, colores, sonidos, fantasías y relaciones. Mucho menos los nombres de las palabras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, negativo, indiferente, optativo, infinitivo, que tan útiles son; y menos aún las de entidad, intencionalidad, quididad, y otras, insignificantes, de los Escolásticos.

Todo este lenguaje ha ido produciéndose y fue incrementado por Adán y su posteridad, y quedó de nuevo perdido en la torre de Babel cuando, por la mano de Dios, todos los hombres fueron castigados, por su rebelión, con el olvido de su primitivo lenguaje. Y viéndose así forzados a dispersarse en distintas partes del mundo, necesariamente hubo de sobrevenir la diversidad de lenguas que ahora existe, derivándose por grados de aquélla, tal como lo exigía la necesidad (madre de todas las invenciones); y con el transcurso del tiempo fue creciendo de modo cada vez más copioso.

El uso general del lenguaje consiste en trasponer nuestros discursos mentales en verbales: o la serie de nuestros pensamientos en una serie de palabras, y esto con dos finalidades: una de ellas es el registro de las consecuencias de nuestros pensamientos, que siendo aptos para sustraerse de nuestra memoria cuando emprendemos una nueva labor, pueden ser recordados de nuevo por las palabras con que se distinguen. Así, el primer uso de los hombres es servir como marcas o notas del recuerdo. Otro uso se advierte cuando varias personas utilizan las mismas palabras para significar (por su conexión y orden), una a otra, lo que conciben o piensan de cada materia; y también lo que desean, temen o promueve en ellos otra pasión. Y para este uso se denominan signos. Usos especiales del lenguaje son los siguientes: primero, registrar lo que por meditación hallamos ser la causa de todas las cosas presentes o pasadas, y lo que a juicio nuestro las cosas presentes o pasadas puedan producir, o efecto: lo cual, en suma, es el origen de las artes. En segundo término, mostrar a otros el conocimiento que hemos adquirido, lo cual significa aconsejar y enseñar uno a otro. En tercer término, dar a conocer a otros nuestras voluntades y propósitos, para que podamos prestarnos ayuda mutua. En cuarto lugar, complacernos y deleitarnos nosotros y los demás, jugando con nuestras palabras inocentemente, para deleite nuestro.

A estos usos se oponen cuatro vicios correlativos: Primero, cuando los hombres registran sus pensamientos equivocadamente, por la inconstancia de significación de sus palabras; con ellas registran concepciones que nunca han concebido, y se engañan a sí mismos. En segundo lugar, cuando usan las palabras metafóricamente, es decir, en otro sentido distinto de aquel para el que fueron establecidas, con lo cual engañan a otros. En tercer lugar, cuando por medio de palabras declaran cuál es su voluntad, y no es cierto. En cuarto término, cuando usan el lenguaje para agraviarse unos a otros: porque viendo cómo la Naturaleza ha armado a las criaturas vivas, algunas con dientes, otras con cuernos, y algunas con manos para atacar al enemigo, constituye un abuso del lenguaje agraviarse con la lengua, a menos que nuestro interlocutor sea uno a quien nosotros estamos obligados a dirigir; en tal caso ello no implica el agravio, sino correctivo y enmienda.

La manera como el lenguaje se utiliza para recordar la consecuencia de causas y efectos, consiste en la aplicación de nombres y en la conexión de ellos.

De los nombres, algunos son propios y peculiares de una sola cosa, como Pedro, Juan, este hombre, este árbol: algunos, comunes a diversas cosas, como hombre, caballo, animal. Aun cuando cada uno de éstos sea un nombre, es, no obstante, nombre de diversas cosas particulares; consideradas todas en conjunto constituyen lo que se llama un universal. Nada hay universal en el mundo más que los nombres, porque cada una de las cosas denominadas es individual y singular.

El nombre universal se aplica a varias cosas que se asemejan en ciertas cualidades u otros accidentes. Y mientras que un nombre propio recuerda solamente una cosa, los universales recuerdan cada una de esas cosas diversas.

De los nombres universales algunos son de mayor extensión, otros de extensión más pequeña; los de comprensión mayor son los menos amplios: y algunos, a su vez, que son de igual extensión, se comprenden uno a otro, recíprocamente. Por ejemplo, el nombre cuerpo es de significación más amplia que la palabra hombre, y la comprende; los nombres hombre y racional son de igual extensión, y mutuamente se comprenden uno a otro. Pero ahora conviene advertir que mediante un nombre no siempre se comprende, como en la gramática, una sola palabra, sino, a veces, por circunlocución, varias palabras juntas. Todas estas palabras: el que en sus acciones observa las leyes de su país, hacen un solo nombre, equivalente a esta palabra singular: justo.

Mediante esta ampliación de nombres, unos de significación más amplia, otros de significación más estricta, convertimos la agrupación de las consecuencias de las cosas imaginadas en la mente, en agrupación de las consecuencias de sus apelaciones. Así, cuando un hombre que carece en absoluto del uso de la palabra (por ejemplo, el que nace y sigue siendo perfectamente sordo y mudo) ve ante sus ojos un triángulo y, junto a él, dos ángulos rectos (tales como son los ángulos de una figura cuadrada) puede, por meditación, comparar y advertir que los tres ángulos de ese triángulo son iguales a los dos ángulos rectos que estaban junto a él. Pero si se le muestra otro triángulo, diferente, en su traza, del primero, no se dará cuenta, sin un nuevo esfuerzo, de si los tres ángulos de éste son, también, iguales a los de aquél. Ahora bien, quien tiene el uso de la palabra, cuando observa que semejante igualdad es una consecuencia no ya de la longitud de los lados ni de otra peculiaridad de ese triángulo, sino, solamente, del hecho de que los lados son líneas rectas, y los ángulos tres, y d4e que ésta es toda la razón de por qué llama a esto un triángulo, llegará a la conclusión universal de que semejante igualdad de ángulos tiene lugar con respecto a un triángulo cualquiera, y entonces resumirá su invención en los siguientes términos generales: Todo triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos ángulos rectos. De este modo la consecuencia advertida en un caso particular llega a ser registrada y recordada como una norma universal; así, nuestro recuerdo mental se desprende de las circunstancias de lugar y tiempo, y nos libera de toda labor mental, salvo la primera; ello hace que lo que resultó ser verdad aquí y ahora, será verdad en todos los tiempos y lugares.

Ahora bien, el uso de palabras para registrar nuestros pensamientos en nada resulta tan evidente como en la numeración. Un imbécil de nacimiento, que nunca haya podido aprender de memoria el orden de los términos numerales, como uno, dos y tres, puede observar cada uno de los toques de la campana y asentir a ellos o decir uno, uno, uno; pero nunca sabrá qué hora es. Parece ser que existió un tiempo en que las denominaciones numéricas no estaban en uso; entonces afanábanse los hombres en utilizar los dedos de una o de las dos manos para las cosas que deseaban contar; de aquí procede que en la actualidad nuestras expresiones numerales sean diez en diversas naciones, si bien en algunas son cinco, después de lo cual se vuelve a comenzar de nuevo. Quien puede contar hasta diez, si recita los números sin orden, se perderá a sí mismo y no sabrá lo que ha hecho: mucho menos podrá sumar y restar, y realizar todas las demás operaciones de la aritmética.

Así que sin palabras no hay posibilidad de calcular números; mucho menos magnitudes, velocidades, fuerza y otras cosas cuyo cálculo es tan necesario para la existencia o el bienestar del género humano.

Cuando dos nombres se reúnen en una consecuencia o afirmación como, por ejemplo, un hombre es una criatura viva, o bien si él es un hombre es una criatura viva, si la última denominación, criatura viva, significa todo lo que significa el primer nombre, hombre, entonces la afirmación o consecuencia es cierta; en otro caso, es falsa. En efecto: verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas.

Y donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad. Puede haber error, como cuando esperamos algo que no puede ser, o cuando sospechamos algo que no ha sido: pero en ninguno de los dos casos puede ser imputada a un hombre falta de verdad.

Si advertimos, pues, que la verdad consiste en la correcta ordenación de los hombres en nuestras afirmaciones, un hombre que busca la verdad precisa tiene necesidad de recordar lo que significa cada uno de los nombres usados por él, y colocarlos adecuadamente; de lo contrario se encontrará el mismo envuelto en palabras, como un pájaro en el lazo; y cuanto más se debata tanto más apurado se verá. Por esto en la Geometría (única ciencia que Dios se complació en comunicar al género humano) comienzan los hombres por establecer el significado de sus palabras; esta fijación de significados se denomina definición, y se coloca en el comienzo de todas sus investigaciones.

Esto pone de relieve cuán necesario es para todos los hombres que aspiran al verdadero conocimiento examinar las definiciones de autores precedentes, bien para corregirlas cuando se han establecido de modo negligente, o bien para hacerlas por su cuenta. Porque los errores de las definiciones se multiplican por sí mismos a medida que la investigación avanza, y conducen a los hombres a absurdos que en definitiva se advierten sin poder evitarlos, so pena de iniciar de nuevo la investigación desde el principio; en ello consiste el fundamento de sus errores. De aquí resulta que quienes se fían de los libros hacen como aquellos que reúnen diversas sumas pequeñas en una suma mayor sin considerar si las primeras sumas eran o no correctas; y dándose al final cuenta del error y no desconfiando de sus primeros fundamentos, no saben qué procedimiento han de seguir para aclararse a sí mismos los hechos. Limítanse a perder el tiempo mariposeando en sus libros, como los pájaros que habiendo entrado por la chimenea y hallándose encerrados en una habitación, se lanzan aleteando sobre la falsa luz de una ventana de cristal, porque carecen de iniciativa para considerar qué camino deben seguir. Así en la correcta definición de los nombres radica el primer uso del lenguaje, que es la adquisición de la ciencia. Y en las definiciones falsas, es decir, en la falta de definiciones, finca el primer abuso del cual proceden todas las hipótesis falsas e insensatas; en ese abuso incurren los hombres que adquieren sus conocimientos en la autoridad de los libros y no en sus meditaciones propias; quedan así tan rebajados a la condición del hombre ignorante, como los hombres dotados con la verdadera ciencia se hallan por encima de esa condición. Porque entre la ciencia verdadera y las doctrinas erróneas la ignorancia ocupa el término medio. El sentido natural y la imaginación no están sujetos a absurdo. La Naturaleza misma no puede equivocarse: pero como los hombres abundan en copiosas palabras, pueden hacerse más sabios o más malvados que de ordinario. Tampoco es posible sin letras, para ningún hombre, llegar a ser extraordinariamente sabio o extraordinariamente loco (a menos que su memoria esté atacada por la enfermedad, o por defectos de constitución de los órganos. Usan los hombres sabios las palabras para sus propios cálculos, y razonan con ellas: pero hay multitud de locos que las evalúan por la autoridad de un Aristóteles, de un Cicerón o de un Tomás, o de otro doctor cualquiera, hombre en definitiva.

 

 

CAPITULO XIII

De la CONDICIÓN NATURAL del Género Humano, en lo que concierne a su Felicidad y su Miseria

 

La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra.

En cuanto a las facultades mentales (si se prescinde de las artes fundadas sobre las palabras, y, en particular, de la destreza en actuar según reglas generales e infalibles, lo que se llama ciencia, arte que pocos tienen, y aun éstos en muy pocas cosas, ya que no se trata de una facultad innata, o nacida con nosotros, ni alcanzada, como la prudencia, mientras perseguimos algo distinto) yo encuentro aún una igualdad más grande, entre los hombres, que en lo referente a la fuerza. Porque la prudencia no es sino experiencia; cosa que todos los hombres alcanzan por igual, en tiempos iguales, y en aquellas cosas a las cuales consagran por igual. Lo que acaso puede hacer increíble tal igualdad, no es sino un vano concepto de la propia sabiduría, que la mayor parte de los hombres piensan poseer en más alto grado que el común de las gentes, es decir, que todos los hombres con excepción de ellos mismos y de unos pocos más a quienes reconocen su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la coincidencia con ellos mismos. Tal es, en efecto, la naturaleza de los hombres que si bien reconocen que otros son más sagaces, más elocuentes o más cultos, difícilmente llegan a creer que haya muchos tan sabios como ellos mismos, ya que cada uno ve su propio talento a la mano, y el de los demás hombres a distancia. Pero esto es lo que mejor prueba que los hombres son en este punto más bien iguales que desiguales. No hay, en efecto y de ordinario, un signo más claro de distribución igual de una cosa, que el hecho de que cada hombre esté satisfecho con la porción que le corresponde.

De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros.

Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia o todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación, y es generalmente permitido. Como algunos se complacen en contemplar su propio poder en los actos de conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias serían felices manteniéndose dentro de límites modestos, si no aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán subsistir, durante mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan defensivo. Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre, aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir también.

Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subestimación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), arrancar una mayor estimación de sus contendientes, inflingiéndoles algún daño, y de los demás por el ejemplo.

Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria.

La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr la seguridad; la tercera para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.

Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuanta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.

Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden proporcionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni computo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.

A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a sí mismo; cuando emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del hombre no son pecados en sí mismos; tampoco lo son los actos que de las pasiones proceden hasta que consta que una ley las prohíbe: que los hombres no pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se pongan de acuerdo con respecto a la persona que debe promulgarla.

Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero; pero existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil.

(...)

En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aquellas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan ni propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que puede tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello puede afirmarse de esa miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.

Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo.

La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegarlos hombres por mutuo consenso.| Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza: a ellas voy a referirme, más particularmente, en los dos capítulos siguientes.

 

 

CAPITULO XIV

De la Primera y de la Segunda LEYES NATURALES, y de los CONTRATOS

 

EL DERECHO DE NATURALEZA, lo que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin.

Por LIBERTAD se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra, la ausencia de impedimentos externos, impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder que un hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que use el poder que le resta, de acuerdo con lo que su juicio y razón le dicten.

Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de conservarla; o bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor preservada. Aunque quienes se ocupan de estas cuestiones acostumbran confundir jus y lex, derecho y ley, precisa distinguir esos términos, porque el DERECHO consiste en la libertad de hacer o de omitir, mientras que la LEY determina y obliga a una de esas dos cosas. Así, la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad, que son incompatibles cuando se refieren a una misma materia.

La condición del hombre (tal como se ha manifestado en el capítulo precedente) es una condición de guerra de todos contra todos, en la cual cada uno esté gobernado por su propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus enemigos. De aquí se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene derecho a hacer cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras persiste ese derecho natural de cada uno con respecto de todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de existir durante todo el tiempo que ordinariamente la Naturaleza permite vivir a los hombres. De aquí resulta un precepto o regla general de la razón, en virtud de la cual, cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla contiene la ley primera y fundamental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La segunda, la suma del derecho de naturaleza, es decir: defendernos a nosotros mismos, por todos los medios posibles.

De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se ordena a los hombres que tiendan hacia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo. En efecto, mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto le agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra. Y si los demás no quieren renunciar a ese derecho como él, no existe razón para que nadie se despoje de dicha atribución, porque ello más bien que disponerse a la paz significaría ofrecerse a sí mismo como presa (a lo que no está obligado ningún hombre). Tal es la ley del Evangelio: Lo que pretendáis que los demás os hagan a vosotros, hacedlo vosotros a ellos. Y esta otra ley de la humanidad entera: Quod tibi non vis, alteri ne feceris.

 

(...)

CAPITULO XV

De Otras Leyes de Naturaleza

 

De esta ley de Naturaleza, según la cual estamos obligados a transferir a otros aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad, se deduce una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pactos que han celebrado. Sin ello, los pactos son vanos, y no contienen sino palabras vacías, y subsistiendo el derecho de todos los hombres a todas las cosas, seguimos hallándonos en situación de guerra.

En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la JUSTICIA. En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los hombres tienen derecho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser injusta. La definición de injusticia no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es justo.

Ahora bien, como los pactos de mutua confianza, cuando existe el temor de un incumplimiento por una cualquiera de las partes (como hemos dicho en el capítulo anterior), son nulos, aunque el origen de la justicia sea la estipulación de pactos, no puede haber actualmente injusticia hasta que se elimine la causa de tal temor, cosa que no puede hacerse mientras los hombres se encuentran en la condición natural de guerra. Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al cumplimiento de sus pactos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que esperan del quebrantamiento de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa propiedad que adquieren los hombres por mutuo contrato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder no existe antes de erigirse el Estado. Eso mismo puede deducirse, también, de la definición que de la justicia hacen los escolásticos cuando dicen que la justicia es la voluntad constante de dar a cada uno lo suyo. Por tanto, donde no hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y donde no se ha erigido un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad. Todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay Estado, nada es injusto. Así, que la naturaleza de la justicia consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien, la validez de los pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente para compeler a los hombres a observarlos. Es entonces, también, cuando comienza la propiedad. 

(...)

 

 

SEGUNDA PARTE

DEL ESTADO

 

CAPITULO XVII

De las Causas, Generación y Definición de un ESTADO

 

La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV.

Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan para ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y mana, para protegerse contra los demás hombres.

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Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver establecida durante su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante un tiempo limitado, como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque obtengan una victoria por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior, después, cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece como enemigo, otros lo consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.

Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven en forma sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas) y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos, ni poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio común: por ello, algunos desean inquirir por qué la humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto:

Primero, que los hombres están en continua pugna de honores y dignidad y las mencionadas criaturas no, y a ello se debe que entre los hombres surja por esta razón, la envidia y el odio, y finalmente la guerra, mientras que entre aquellas criaturas no ocurre eso.

Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no difiere del individual, y aunque por naturaleza propenden a su beneficio privado, procuran a la vez, por el beneficio común. En cambio, el hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que es eminente.

Tercero, que no teniendo esas criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón, no ven, ni piensan que ven ninguna falta en la administración de su negocio común; en cambio, entre los hombres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y capaces para gobernar la cosa pública, que el resto; dichas personas se afanan por reformar e innovar, una de esta manera, otra de aquella, con lo cual acarrean perturbación y guerra civil.

Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen voz, en cierto modo, para darse a entender unas a otras sus sentimientos, necesitan este género de palabras por medio de las cuales los hombres pueden manifestar a otros lo que es Dios, en comparación con el demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y aumentar o disminuir la grandeza aparente de Dios y del demonio, sembrando el descontento entre los hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.

Quinto, que las criaturas irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño, y, por consiguiente, mientras están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En cambio el hombre se encuentra más conturbado cuando más complacido está, porque es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduría y controlar las acciones de quien gobierna el Estado.

Por último, la buena inteligencia de esas criaturas es natural; la de los hombres lo es solamente por pacto, es decir, de modo artificial. No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo.

El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una sola voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros tranferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera.

Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina ESTADO, en latín, civitas. Esta es la generación de aquel gran LEVIATAN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO suyo.

Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos; le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de Estado político, o Estado por institución, y en el primero de Estado por adquisición. En primer término voy a referirme al Estado por institución.

 

 

CAPITULO XVIII

De los DERECHOS de los Soberanos por Institución

Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra, debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres.

De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo reunido. En primer lugar, puesto que pactan, debe comprenderse que no están obligados por un pacto anterior a alguna cosa que contradiga la presente. En consecuencia, quienes acaban de instituir un Estado y quedan, por ello, obligados por el pacto, a considerar como propias las acciones y juicios de uno, no pueden legalmente hacer un pacto nuevo entre sí para obedecer a cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su permiso. En consecuencia, también, quienes son súbditos de un monarca no pueden sin su aquiescencia renunciar a la monarquía y retornar a la confusión de una multitud disgregada; ni transferir su personalidad de quien la sustenta a otro hombre o a otra asamblea de hombres, porque están obligados, cada uno respecto de cada uno, a considerar como propio y ser reputados como autores de todo aquello que pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es, a la sazón, su soberano. Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los restantes deben quebrantar el pacto hecho con ese hombre, lo cual es injusticia; y, además, todos los hombres han dado la soberanía a quien representa su persona, y, por consiguiente, si lo deponen toman de él lo que es suyo propio y cometen nuevamente injusticia. Por otra parte si quien trata de deponer a su soberano resulta muerto o es castigado por él a causa de tal tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo, ya que es, por institución, autor de cuanto su soberano haga. Y como es injusticia para un hombre hacer algo por lo cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es también injusto por esa razón. Y cuando algunos hombres, desobedientes a su soberano, pretenden realizar un nuevo pacto no ya con los hombres sino con Dios, esto también es injusto, porque no existe pacto con Dios, sino por mediación de alguien que represente a la persona divina; esto no lo hace sino el representante de Dios que bajo él tiene la soberanía.

Pero esta pretensión de pacto con Dios es una falsedad tan evidente, incluso en la propia conciencia de quien la sustenta, que no es, sólo, un acto de disposición injusta, sino, también, vil e inhumana.

En segundo lugar, como el derecho de representar la persona de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto de uno a otro, y no del soberano en cada uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose en una infracción, puede ser liberado de su sumisión. Que quien es erigido en soberano no efectúe pacto alguno, por anticipado, con sus súbditos, es manifiesto, porque o bien debe hacerlo con la multitud entera, como parte del pacto, o debe hacer un pacto singular con cada persona. Con el conjunto como parte del pacto, es imposible, porque hasta entonces no constituye una persona; y si efectúa tantos pactos singulares como hombres existen, estos pactos resultan nulos en cuanto adquiere la soberanía, porque cualquier acto que pueda ser presentado por uno de ellos como infracción del pacto, es el acto de sí mismo y de todos los demás, ya que está hecho en la persona y por el derecho de cada uno de ellos en particular.

Además, si uno o varios de ellos pretenden quebrantar el pacto hecho por el soberano en su institución, y otros o alguno de sus súbditos, o él mismo solamente, pretende que no hubo semejante quebrantamiento, no existe, entonces, juez que pueda decidir la controversia; en tal caso la decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos los hombres recobrar el derecho de protegerse a sí mismos por su propia fuerza, contrariamente al designio que les anima al efectuar la institución. Es, por tanto, improcedente garantizar la soberanía por medio de un pacto precedente.

La opinión de que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional, procede de la falta de comprensión de esta verdad obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que palabras y aliento, no tienen fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza pública; es decir, de la libertad de acción de aquel hombre o asamblea de hombres que ejercen la soberanía, y cuyas acciones son firmemente mantenidas por todos ellos, y sustentadas por la fuerza de cuantos en ella están unidos. Pero cuando se hace soberana a una asamblea de hombres, entonces ningún hombre imagina que semejante pacto haya pasado a la institución. En efecto, ningún hombre es tan necio que afirme, por ejemplo, que el pueblo de Roma hizo un pacto con los romanos para sustentar la soberanía a base de tales o cuales condiciones, que al incumplirse permitieran a los romanos deponer legalmente al pueblo romano. Que los hombres no advierten la razón de que ocurra lo mismo en una monarquía y en un gobierno popular, procede de la ambición de algunos que ven con mayor simpatía el gobierno de una asamblea, en la que tienen esperanzas de participar, que el de una monarquía, de cuyo disfrute desesperan.

En tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano mediante votos concordes, quien disiente debe ahora consentir con el resto, es decir, avenirse a reconocer todos los actos que realice, o bien exponerse a ser eliminado por el resto. En efecto, si voluntariamente ingresó en la congregación de quienes constituían la asamblea, declaró con ello, de modo suficiente, su voluntad (y por tanto hizo un pacto tácito) de estar a lo que la mayoría de ellos ordenara. Por esta razón si rehusa mantenerse en esa tesitura, o protesta contra algo de lo decretado, procede de mudo contrario al pacto, y por tanto, injustamente. Y tanto si es o no de la congregación, y si consiente o no en ser consultado, debe o bien someterse a los decretos, o ser dejado en la condición de guerra en que antes se encontraba, caso en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia.

En cuarto lugar, como cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios del soberano instituido, resulta que cualquiera cosa que el soberano haga no puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por ninguno de ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización de otro, no comete injuria alguna contra aquel por cuya autorización actúa. Pero en virtud de la institución de un Estado, cada particular es autor de todo cuanto hace el soberano, y, por consiguiente, quien se queja de injuria por parte del soberano, protesta contra algo de que él mismo es autor, y de lo que en definitiva no debe acusar a nadie sino a sí mismo; ni a sí mismo tampoco, porque hacerse injuria a uno mismo es imposible.

Es cierto que quienes tienen poder soberano pueden cometer iniquidad, pero no injusticia o injuria, en la auténtica acepción de estas palabras.

En quinto lugar, y como consecuencia de lo que acabamos de afirmar, ningún hombre que tenga poder soberano puede ser muerto o castigado de otro modo por sus súbditos. En efecto, considerando que cada súbdito es autor de los actos de su soberano, aquél castiga a otro por las acciones cometidas por él mismo.

Como el fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene derecho al fin lo tiene también a los medios, corresponde de derecho a cualquier hombre o asamblea que tiene la soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de los medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca de los obstáculos e impedimentos que se oponen a los mismos, así como hacer cualquiera cosa que considere necesario, ya sea por anticipado, para conservar la paz y la seguridad, evitando la discordia en el propio país y la hostilidad del extranjero, ya, cuando la paz y la seguridad se han perdido, para la recuperación de la misma. En consecuencia, En sexto lugar, es inherente a la soberanía el ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz; y por consiguiente, en qué ocasiones, hasta qué punto y respecto de qué puede confiarse en los hombres, cuando hablan a las multitudes, y quién debe examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados. Porque los actos de los hombres proceden de sus opiniones, y en el buen gobierno de las opiniones consiste el buen gobierno de los actos humanos respecto a su paz y concordia. Y aunque en materia de doctrina nada debe tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la regulación de la misma por vía de paz. Porque la doctrina que está en contradicción con la paz, no puede ser verdadera, como la paz y la concordia no pueden ir contra la ley de naturaleza. Es cierto que en un Estado, donde por la negligencia o la torpeza de los gobernantes y maestros circulan, con carácter general, falsas doctrinas, las verdades contrarias pueden ser generalmente ofensivas. Ni la más repentina y brusca introducción de una nueva verdad que pueda imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino sólo en ocasiones suscitar la guerra. En efecto, quienes se hallan gobernados de modo tan remiso, que se atreven a alzarse en armas para defender o introducir una opinión, se hallan aún en guerra, y su condición no es de paz, sino solamente de cesación de hostilidades por temor mutuo; y viven como si se hallaran continuamente en los preludios de la batalla. Corresponde, por consiguiente, a quien tiene poder soberano, ser juez o instituir todos los jueces de opiniones y doctrinas como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir la discordia y la guerra civil.

En séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad. En efecto, antes de instituirse el poder soberano (como ya hemos expresado anteriormente) todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de guerra; y, por consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para la paz y dependiente del poder soberano es el acto de este poder para asegurar la paz pública. Esas normas de propiedad (o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, de lo legítimo e ilegítimo en las acciones de los súbditos, son leyes civiles, es decir, leyes de cada Estado particular, aunque el nombre de ley civil esté, ahora, restringido a las antiguas leyes civiles de la ciudad de Roma; ya que siendo ésta la cabeza de una gran parte del mundo, sus leyes en aquella época fueron, en dichas comarcas, la ley civil.

En octavo lugar, es inherente a la soberanía el derecho de judicatura, es decir, de oír y decidir todas las controversias que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil o natural, con respecto a los hechos. En efecto, sin decisión de las controversias no existe protección para un súbdito contra las injurias de otro; las leyes concernientes a lo meum y tuum son en vano; y a cada hombre compete, por el apetito natural y necesario de su propia conservación, el derecho de protegerse a sí mismo con su fuerza particular, que es condición de la guerra, contraria al fin para el cual se ha instituido todo Estado.

En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es decir, de juzgar cuándo es para el bien público, y qué cantidad de fuerzas deben ser reunidas, armadas y pagadas para ese fin, y cuánto dinero se ha de recaudar de los súbditos para sufragar los gastos consiguientes. Porque el poder mediante el cual tiene que ser defendido el pueblo, consiste en sus ejércitos, y la potencialidad de un ejército radica en la unión de sus fuerzas bajo un mando, mando que a su vez compete al soberano instituido, porque el mando de las militia sin otra institución, hace soberano a quien lo detenta. Y, por consiguiente, aunque alguien sea designado general de un ejército, quien tiene el poder soberano es siempre generalísimo.

En décimo lugar, es inherente a la soberanía la elección de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios, tanto en la paz como en la guerra. Si, en efecto, el soberano está encargado de realizar el fin que es la paz y defensa común, se comprende que ha de tener poder para usar tales medios, en la forma que él considere son más adecuados para su propósito. En undécimo lugar se asigna al soberano el poder de recompensar con riquezas u honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o con la ignominia, a cualquier súbdito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció; o si no existe ley, de acuerdo con lo que el soberano considera más conducente para estimular los hombres a que sirvan al Estado, o para apartarlos de cualquier acto contrario al mismo.

Por último, considerando qué valores acostumbran los hombres a asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a otros hombres (lo que entre ellos es constante motivo de emulación, querellas, disensiones y, en definitiva, de guerras, hasta destruirse unos a otros o mermar su fuerza frente a un enemigo común) es necesario que existan leyes de honor y un módulo oficial para la capacidad de los hombres que han servido o son aptos para servir bien al Estado, y que exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución esas leyes. Pero siempre se ha evidenciado que no solamente la militia entera, o fuerzas del Estado, sino también el fallo de todas las controversias es inherente a la soberanía. Corresponde, por tanto, al soberano dar títulos de honor, y señalar qué preeminencia y dignidad debe corresponder a cada hombre, y qué signos de respeto, en las reuniones públicas o privadas, debe otorgarse cada uno a otro.

Estos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía, y son los signos por los cuales un hombre puede discernir en qué hombres o asamblea de hombres está situado y reside el poder soberano. Son estos derechos, ciertamente, incomunicables e inseparables. El poder de acuñar moneda; de disponer del patrimonio y de las personas de los infantes herederos; de tener opción de compra en los mercados, y todas las demás prerrogativas estatutarias, pueden ser transferidas por el soberano, y quedar, no obstante, retenido el poder de proteger a sus súbditos. Pero si el soberano transfiere la militia, será en vano que retenga la capacidad de juzgar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si se desprende del poder de acuñar moneda, la militia es inútil; o si cede el gobierno de las doctrinas, los hombres se rebelarán contra el temor de los espíritus. Así, si consideramos cualesquiera de los mencionados derechos, veremos al presente que la conservación del resto no producirá efecto en la conservación de la paz y de la justicia, bien para el cual se instituyen todos los Estados. A esta división se alude cuando se dice que un reino intrínsecamente dividido no puede subsistir. Porque si antes no se produce esta división, nunca puede sobrevenir la división en ejércitos contrapuestos. Si no hubiese existido primero una opinión, admitida por la mayor parte de Inglaterra, de que estos poderes estaban divididos entre el rey, y los Lores y la Cámara de los Comunes, el pueblo nunca hubiera estado dividido, ni hubiese sobrevenido esta guerra civil, primero entre los que discrepaban en política, y después entre quienes disentían acerca de la libertad en materia de religión; y ello ha instruido a los hombres de tal modo, en este punto de derecho soberano, que pocos hay, en Inglaterra, que no adviertan cómo estos derechos son inseparables, y como tales serán reconocidos generalmente cuando muy pronto retorne la paz; y así continuarán hasta que sus miserias sean olvidadas; y sólo el vulgo considerará mejor que así haya ocurrido.

Siendo derechos esenciales e inseparables, necesariamente se sigue que cualquiera que sea la forma en que alguno de ellos haya sido cedido, si el mismo poder soberano no los ha otorgado en términos directos, y el nombre del soberano no ha sido manifestado por los cedentes al cesionario, la cesión es nula: porque aunque el soberano haya cedido todo lo posible si mantiene la soberanía, todo queda restaurado e inseparablemente unido a ella.

Siendo indivisible esta gran autoridad y yendo inseparablemente aneja a la soberanía, existe poca razón para la opinión de quienes dicen que aunque los reyes soberanos sean singulis majores, o sea de mayor poder que cualquiera de sus súbditos, son universis minores, es decir, de menor poder que todos ellos juntos. Porque si con todos juntos no significan el cuerpo colectivo como una persona, entonces todos juntos y cada uno significan lo mismo, y la expresión es absurda. Pero si por todos juntos comprenden una persona (asumida por el soberano), entonces el poder de todos juntos coincide con el poder del soberano, y nuevamente la expresión es absurda. Este absurdo lo ven con claridad suficiente cuando la soberanía corresponde a una asamblea del pueblo; pero en un monarca no lo ven, y, sin embargo, el poder de la soberanía es el mismo, en cualquier lugar en que esté colocado.

Como el poder, también el honor del soberano debe ser mayor que el de cualquiera o el de todos sus súbditos: porque en la soberanía está la fuente de todo honor. Las dignidades de lord, conde, duque y príncipe son creaciones suyas. Y como en presencia del dueño todos los sirvientes son iguales y sin honor alguno, así son también los súbditos en presencia del soberano. Y aunque cuando no están en su presencia, parecen unos más y otros menos, delante de él no son sino como las estrellas en presencia del sol.

Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos y otras irregulares pasiones de aquel o aquellos cuyas manos tienen tan ilimitado poder. Por lo común quienes viven sometidos a un monarca piensan que es, éste, un defecto de la monarquía, y los que viven bajo un gobierno democrático o de otra asamblea soberana, atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de gobierno. En realidad, el poder, en todas sus formas, si es bastante perfecto para protegerlos, es el mismo. Considérese que la condición del hombre nunca puede verse libre de una u otra incomodidad, y que lo más grande que en cualquiera forma de gobierno puede suceder, posiblemente, al pueblo en general, apenas es sensible si se compara con las miserias y horribles calamidades que acompañan a una guerra civil, o a esa disoluta condición de los hombres desenfrenados, sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus manos, apartándoles de la rapiña y de la venganza. Considérese que la mayor construcción de los gobernantes soberanos no procede del deleite o del derecho que pueden esperar del daño o de la debilitación de sus súbditos, en cuyo vigor consiste su propia gloria y fortaleza, sino en su obstinación misma, que contribuyendo involuntariamente a la propia defensa hace necesario para los gobernantes obtener de sus súbditos cuanto les es posible en tiempo de paz, para que puedan tener medios, en cualquier ocasión emergente o en necesidades repentinas, para resistir o adquirir ventaja con respecto a sus enemigos. Todos los hombres están por naturaleza provistos de notables lentes de aumento (a saber, sus pasiones y su egoísmo) vista a través de los cuales cualquiera pequeña contribución aparece como un gran agravio; están, en cambio, desprovistos de aquellos otros lentes prospectivos (a saber, la moral y la ciencia civil) para ver las miserias que penden sobre ellos y que no pueden ser evitadas sin tales aportaciones.

 

 

CAPITULO XXI

De la LIBERTAD de los Súbditos

LIBERTAD significa, propiamente hablando, la ausencia de oposición (por oposición significo impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales e inanimadas como a las racionales. Cualquiera cosa que esté ligada o envuelta de tal modo que no pueda moverse sino dentro de un cierto espacio, determinado por la oposición de algún cuerpo externo, decimos que no tiene libertad para ir más lejos. Tal puede afirmarse de todas las criaturas vivas mientras están aprisionadas o constreñidas con muros o cadenas; y del agua, mientras está contenida por medio de diques o canales, pues de otro modo se extendería por un espacio mayor, solemos decir que no está en libertad para moverse del modo como lo haría si no tuviera tales impedimentos. Ahora bien, cuando el impedimento de la moción radica en la constitución de la cosa misma, no solemos decir que carece de libertad, sino de fuerza para moverse, como cuando una piedra está en reposo, o un hombre se halla sujeto al lecho por una enfermedad.

De acuerdo con esta genuina y común significación de la palabra, es un HOMBRE LIBRE quien en aquellas cosas de que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado para hacer lo que desea.

Ahora bien, cuando las palabras libre y libertad se aplican a otras cosas, distintas de los cuerpos, lo son de modo abusivo, pues lo que no se halla sujeto a movimiento no está sujeto a impedimento. Por tanto cuando se dice, por ejemplo: el camino está libre, no se significa libertad del camino, sino de quienes lo recorren sin impedimento. Y cuando decimos que una donación es libre, no se significa libertad de la cosa donada, sino del donante, que al donar no estaba ligado por ninguna ley o pacto. Así, cuando hablamos libremente, no aludimos a la libertad de la voz o de la pronunciación, sino a la del hombre, a quien ninguna ley ha obligado a hablar de otro modo que lo hizo. Por último, del término libre albedrío no puede inferirse libertad de la voluntad, deseo o inclinación, sino libertad del hombre, la cual consiste en que no encuentra obstáculo para hacer lo que tiene voluntad, deseo o inclinación de llevar a cabo.

Temor y libertad son cosas coherentes; por ejemplo, cuando un hombre arroja sus mercancías al mar por temor de que el barco se hunda, lo hace, sin embargo, voluntariamente, y puede abstenerse de hacerlo si quiere. Es, por consiguiente, la acción de alguien que era libre: así también, un hombre paga a veces su deuda solo por temor a la cárcel, y sin embargo, como nadie le impedía abstenerse de hacerlo, semejante acción es la de un hombre en libertad. Generalmente todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por temor a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos.

Libertad y necesidad son coherentes, como, por ejemplo, ocurre con el agua, que no sólo tiene libertad, sino necesidad de ir bajando por el canal. Lo mismo sucede en las acciones que voluntariamente realizan los hombres, las cuales, como proceden de su voluntad, proceden de la libertad, e incluso como cada acto de la voluntad humana y cada deseo e inclinación proceden de alguna causa, y ésta de otra, en una continua cadena (cuyo primer eslabón se halla en la mano de Dios, la primera de todas causas), proceden de la necesidad. Así que a quien pueda advertir la conexión de aquellas causas le resultará manifiesta la necesidad de todas las acciones voluntarias del hombre. Por consiguiente, Dios, que ve y dispone todas las cosas, ve también que la libertad del hombre, al hacer lo que quiere, va acompañada por la necesidad de hacer lo que Dios quiere, ni más ni menos. Porque aunque los hombres hacen muchas cosas que Dios no ordena ni es, por consiguiente, el autor de ellas, sin embargo, no pueden tener pasión ni apetito por ninguna cosa, cuya causa no sea la voluntad de Dios. Y si esto no asegurara la necesidad de la voluntad humana por consiguiente, de todo lo que de la voluntad humana depende, la libertad del hombre sería una contradicción y un impedimento a la omnipotencia y libertad de Dios. Consideramos esto suficiente, a nuestro actual propósito, respecto de esa libertad natural que es la única que propiamente puede llamarse libertad.

Pero del mismo modo que los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, la conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial que podemos llamar Estado, así tenemos también que han hecho cadenas artificiales, llamadas leyes civiles, que ellos mismos, por pactos mutuos han fijado fuertemente, en un extremo, a los labios de aquel hombre o asamblea a quien ellos han dado el poder soberano; y por el otro extremo, a sus propios oídos. Estos vínculos, débiles por su propia naturaleza, pueden, sin embargo, ser mantenidos, por el peligro aunque no por la dificultad de romperlos.

Sólo en relación con estos vínculos he de hablar ahora de la libertad de los súbditos. En efecto, si advertimos que no existe en el mundo Estado alguno en el cual se hayan establecido normas bastantes para la regulación de todas las acciones y palabras de los hombres, por ser cosa imposible, se sigue necesariamente que en todo género de acciones, conforme a leyes preestablecidas, los hombres tienen la libertad de hacer lo que su propia razón les sugiera para mayor provecho de sí mismos. Si tomamos la libertad en su verdadero sentido, como libertad corporal, es decir: como libertad de cadenas y prisión, sería muy absurdo que los hombres clamaran, como lo hacen, por la libertad de que tan evidentemente disfrutan. Si consideramos, además, la libertad como exención de las leyes, no es menos absurdo que los hombres demanden corno lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual todos los demás hombres pueden ser señores de sus vidas. Y por absurdo que sea, esto es lo que demandan, ignorando que las leyes no tienen poder para protegerles si no existe una espada en las manos de un hombre o de varios para hacer que esas leyes se cumplan. La libertad de un súbdito radica, por tanto, solamente, en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones ha predeterminado el soberano: por ejemplo, la libertad de comprar y vender y de hacer, entre sí, contratos de otro género de escoger su propia residencia, su propio alimento, su propio género de vida, e instruir sus niños como conveniente, etc.

No obstante, ello no significa que con esta libertad haya quedado abolido y limitado el soberano poder de vida y muerte. En efecto, hemos manifestado ya, que nada puede hacer un representante soberano a un súbdito, con cualquier pretexto, que pueda propiamente ser llamado injusticia o injuria. La causa de ello radica en que cada súbdito es autor de cada uno de los actos del soberano, así que nunca necesita derecho a una cosa, de otro modo que como él mismo es súbdito de Dios y está, por ello, obligado a observar las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, es posible, y con frecuencia ocurre en los Estados, que un súbdito pueda ser condenado a muerte por mandato del poder soberano, y sin embargo, éste no haga nada malo.

(...)

La libertad, de la cual se hace mención tan frecuente y honrosa en las historias y en la filosofía de los antiguos griegos y romanos, y en los escritos y discursos de quienes de ellos han recibido toda su educación en materia de política, no es la libertad de los hombres particulares, sino la libertad del Estado, que coincide con la que cada hombre tendría si no existieran leyes civiles ni Estado, en absoluto. Los efectos de ella son, también, los mismos. Porque así como entre hombres que no reconozcan un señor existe perpetua guerra de cada uno contra su vecino; y no hay herencia que transmitir al hijo, o que esperar del padre; ni propiedad de bienes o tierras; ni seguridad, sino una libertad plena y absoluta en cada hombre en particular, así en los Estados y repúblicas que no dependen una de otra, cada una de estas instituciones (y no cada hombre) tiene una absoluta libertad de hacer lo que estime (es decir, lo que el hombre o asamblea que lo representa estime) más conducente a su beneficio. Sin ello viven en condición de guerra perpetua, y en los preliminares de la batalla, con las fronteras en armas, y los cañones enfilados contra los vecinos circundantes. Atenienses y romanos eran libres, es decir, Estados libres: no en el sentido de que cada hombre en particular tuviese libertad para oponerse a sus propios representantes, sino en el de que sus representantes tuvieran la libertad de resistir o invadir a otro pueblo. En las torres de la ciudad de Luca está inscrita, actualmente, en grandes caracteres, la palabra LIBERTAS; sin embargo, nadie puede inferir de ello que un hombre particular tenga más libertad o inmunidad, por sus servicios al Estado, en esa ciudad que en Constantinopla. Tanto si el Estado es monárquico como si es popular, la libertad es siempre la misma.

Pero con frecuencia ocurre que los hombres queden defraudados por la especiosa denominación de libertad; por falta de juicio para distinguir, consideran como herencia privada y derecho innato suyo lo que es derecho público solamente. Y cuando el mismo error resulta confirmado por la autoridad de quienes gozan fama por sus escritos sobre este tema, no es extraño que produzcan sedición y cambios de gobierno.

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Refiriéndonos ahora a las peculiaridades de la verdadera libertad de un súbdito, cabe señalar cuáles son las cosas que, aun ordenadas por el soberano, puede, no obstante, el súbdito negarse a hacerlas sin injusticia; vamos a considerar qué derecho renunciamos cuando constituimos un Estado, o, lo que es lo mismo, qué libertades nos negamos a nosotros mismos, al hacer propias, sin excepción, todas las acciones del hombre o asamblea a quien constituimos en soberano nuestro.

En efecto, en el acto de nuestra sumisión van implicadas dos cosas: nuestra obligación y nuestra libertad, lo cual puede inferirse mediante argumentos de cualquier lugar y tiempo; porque no existe obligación impuesta a un hombre que no derive de un acto de su voluntad propia, ya que todos los hombres, igualmente, son, por naturaleza, libres. Y como tales argumentos pueden derivar o bien de palabras expresas como: Yo autorizo todas sus acciones, o de la intención de quien se somete a sí mismo a ese poder (intención que viene a expresarse en la finalidad en virtud de la cual se somete), la obligación y libertad del súbdito ha de derivarse ya de aquellas palabras u otras equivalentes, ya del fin de la institución de la soberanía, a saber: la paz de los súbditos entre sí mismos, y su defensa contra un enemigo común.

Por consiguiente, si advertimos en primer lugar que la soberanía por institución se establece por pacto de todos con todos, y la soberanía por adquisición por pactos del vencido con el vencedor, o del hijo con el padre, es manifiesto que cada súbdito tiene libertad en todas aquellas cosas cuyo derecho no puede ser transferido mediante pacto. Ya he expresado anteriormente, en el capítulo XIV, que los pactos de no defender el propio cuerpo de un hombre, son nulos. Por consiguiente, Si el soberano ordena a un hombre (aunque justamente condenado) que se mate, hiera o mutile a sí mismo, o que no resista a quienes le ataquen, o que se abstenga del uso de alimentos, del aire, de la medicina o de cualquiera otra cosa, sin la cual no puede vivir, ese hombre tiene libertad para desobedecer.

Si un hombre es interrogado por el soberano o su autoridad, respecto a un crimen cometido por él mismo, no viene bligado (sin seguridad de perdón) a confesarlo, porque, como he manifestado en el mismo capítulo, nadie puede ser obligado a acusarse a sí mismo por razón de un pacto. Además, el consentimiento de un súbdito al poder soberano está contenido en estas palabras: Autorizo o tomo a mi cargo todas sus acciones. En ello no hay, en modo alguno, restricción de su propia y anterior libertad natural, porque al permitirle que me mate, no quedo obligado a matarme yo mismo cuando me lo ordene. Una cosa es decir: Mátame o mata a mi compañero, si quieres, y otra: Yo me mataré a mí mismo, o a mi compañero. De ello resulta que Nadie está obligado por sus palabras a darse muerte o a matar a otro hombre. Por consiguiente, la obligación que un hombre puede, a veces, contraer, en virtud del mandato del soberano, de ejecutar una misión peligrosa o poco honorable, no depende de los términos en que su sumisión fue efectuada, sino de la intención que debe interpretarse por la finalidad de aquélla. Por ello cuando nuestra negativa a obedecer frustra la finalidad para la cual se instituyó la soberanía, no hay libertad para rehusar; en los demás casos, sí. Por esta razón, un hombre a quien como soldado se le ordena luchar contra el enemigo, aunque su soberano tenga derecho bastante para castigar su negativa con la muerte, puede no obstante, en ciertos casos, rehusar sin injusticia; por ejemplo, cuando procura un soldado sustituto, en su lugar, ya que entonces no deserta del servicio del Estado. También debe hacerse alguna concesión al temor natural, no sólo en las mujeres (de las cuales no puede esperarse la ejecución de un deber peligroso), sino también en los hombres de ánimo femenino. Cuando luchan los ejércitos, en uno de los dos bandos o en ambos se dan casos de abandono; sin embargo, cuando no obedecen a traición, sino a miedo, no se estiman injustos, sino deshonrosos. Por la misma razón, evitar la batalla no es injusticia, sino cobardía. Pero quien se enrola como soldado, o recibe dinero por ello, no puede presentar la excusa de un temor de ese género, y no solamente está obligado a ir a la batalla, sino también a no escapar de ella sin autorización de sus capitanes. Y cuando la defensa del Estado requiere, a la vez, la ayuda de quienes son capaces de manejar las armas, todos están obligados, pues de otro modo la institución del Estado, que ellos no tienen el propósito o el valor de defender, era en vano.

Nadie tiene libertad para resistir a la fuerza del Estado, en defensa de otro hombre culpable o inocente, porque semejante libertad arrebata al soberano los medios de protegernos y es, por consiguiente, destructiva de la verdadera esencia del gobierno. Ahora bien, en el caso de que un gran número de hombres hayan resistido injustamente al poder soberano, o cometido algún crimen capital por el cual cada uno de ellos esperara la muerte, ¿no tendrán la libertad de reunirse y de asistirse y defenderse uno a otro? Ciertamente la tienen, porque no hacen sino defender sus vidas a lo cual el culpable tiene tanto derecho como el inocente. Es evidente que existió injusticia en el primer quebrantamiento de su deber; pero el hecho de que posteriormente hicieran armas, aunque sea para mantener su actitud inicial, no es un nuevo acto injusto. Y si es solamente para defender sus personas no es injusto en modo alguno. Ahora bien, el ofrecimiento de perdón arrebata a aquellos a quienes se ofrece, la excusa de propia defensa, y hace ilegal su perseverancia en asistir o defender a los demás.

En cuanto a las otras libertades dependen del silencio de la ley. En los casos en que el soberano no ha prescrito una norma, el súbdito tiene libertad de hacer o de omitir, de acuerdo con su propia discreción. Por esta causa, semejante libertad es en algunos sitios mayor, y en otros más pequeña, en algunos tiempos más y en otros menos, según consideren más conveniente quienes tienen la soberanía.

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Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acerca de una deuda, o del derecho de poseer tierras o bienes, o acerca de cualquier servicio requerido de sus manos, o respecto a cualquiera pena corporal o pecuniaria fundada en una ley precedente, el súbdito tiene la misma libertad para defender su derecho como si su antagonista fuera otro súbdito, y puede realizar esa defensa ante los jueces designados por el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud de una ley anterior y no en virtud de su poder, con lo cual declara que no requiere más si no lo que, según dicha ley, aparece como debido. La defensa, por consiguiente, no es contraria a la voluntad del soberano, y por tanto el súbdito tiene la libertad de exigir que su causa sea oída y sentenciada de acuerdo con esa ley. Pero si demanda o toma cualquiera cosa bajo el pretexto de su propio poder, no existe, en este caso, acción de ley, porque todo cuanto el soberano hace en virtud de su poder, se hace por la autoridad de cada súbdito, y, por consiguiente, quien realiza una acción contra el soberano, la efectúa, a su vez, contra sí mismo.

Si un monarca o asamblea soberana otorga una libertad a todos o a alguno de sus súbditos, de tal modo que la persistencia de esa garantía incapacita al soberano para proteger a sus súbditos, la concesión es nula, a menos que directamente renuncie o transfiera la soberanía a otro. Porque con esta concesión, si hubiera sido su voluntad, hubiese podido renunciar o transferir en términos llanos, y no lo hizo, de donde resulta que no era esa su voluntad, sino que la concesión procedía de la ignorancia de la contradicción existente entre esa libertad y el poder soberano. Por tanto, se sigue reteniendo la soberanía, y en consecuencia todos los poderes necesarios para el ejercicio de la misma, tales como el poder de hacer la guerra y la paz, de enjuiciar las causas, de nombrar funcionarios y consejeros, de exigir dinero, y todos los demás poderes mencionados en el capítulo XVIII.

La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto. La soberanía es el alma del Estado, y una vez que se separa del cuerpo, los miembros ya no reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito de conservarla. Y aunque la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta, por su propia naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones de los hombres tiene en si, desde el momento de su institución, muchas semillas de mortalidad natural, por las discordias intestinas.

Si un súbdito cae prisionero en la guerra, o su persona o sus medios de vida quedan en poder del enemigo, al cual confía su vida y su libertad corporal, con la condición de quedar sometido al vencedor, tiene libertad para aceptar la condición, y, habiéndola aceptado, es súbdito de quien se la impuso, porque no tenía ningún otro medio de conservarse a sí mismo. El caso es el mismo si queda retenido, en esos términos, en un país extranjero. Pero si un hombre es retenido en prisión o en cadenas, no posee la libertad de su cuerpo, ni ha de considerarse ligado a la sumisión, por el pacto; por consiguiente, si puede, tiene derecho a escapar por cualquier medio que se le ofrezca.

Si un monarca renuncia a la soberanía, para sí mismo y para sus herederos, sus súbditos vuelven a la libertad absoluta de la naturaleza. En efecto, aunque la naturaleza declare quiénes son sus hijos, y quién es el más próximo de su linaje, depende de su propia voluntad (como hemos manifestado en el precedente capítulo) instituir quién será su heredero. Por tanto, si no quiere tener heredero, no existe soberanía ni sujeción. El caso es el mismo si muere sin sucesión conocida y sin declaración de heredero, porque, entonces, no siendo conocido el heredero, no es obligada ninguna sujeción.

Si el soberano destierra a su súbdito, durante el destierro no es súbdito suyo. En cambio, quien se envía como mensajero o es autorizado para realizar un viaje, sigue siendo súbdito, pero lo es por contrato entre soberanos, no en virtud del pacto de sujeción. Y es que quien entra en los dominios de otro queda sujeto a todas las leyes de ese territorio, a menos que tenga un privilegio por concesión del soberano, o por licencia especial.

Si un monarca, sojuzgado en una guerra, se hace él mismo súbdito del vencedor, sus súbditos quedan liberados de su anterior obligación, y resultan entonces obligados al vencedor. Ahora bien, si se le hace prisionero o no conserva su libertad corporal, no se comprende que haya renunciado al derecho de soberanía, y, por consiguiente, sus súbditos vienen obligados a mantener su obediencia a los magistrados anteriormente instituidos, y que gobiernan no en nombre propio, sino en el del monarca. En efecto, si subsiste el derecho del soberano, la cuestión es sólo la relativa a la administración, es decir, a los magistrados y funcionarios, ya que si no tiene medios para nombrarlos se supone que aprueba aquellos que él mismo designó anteriormente.

 

 

CAPITULO XXIX

De las Causas que Debilitan o Tienden a la DESINTEGRACIÓN de un Estado

 

Aunque nada de lo que los hombres hacen puede ser inmortal, si tienen el uso de razón de que presumen, sus Estados pueden ser asegurados, en definitiva, contra el peligro de perecer por enfermedades internas. En efecto, por la naturaleza de su institución están destinados a vivir tanto como el género humano, o como las leyes de naturaleza, o como la misma justicia que les da vida. Por consiguiente, cuando llegan a desintegrarse no por la violencia externa, sino por el desorden intestino, la falta no está en los hombres, sino en la materia; pero ellos son quienes la moldean y ordenan. Cuando los hombres se molestan con sus mutuas irregularidades, desean de todo corazón acoplarse entre sí dentro de un firme y sólido edificio, tanto por necesidad del arte de hacer leyes útiles para regular, según ellas, sus acciones, como por su humildad y paciencia para sufrir que sean eliminados los rudos y ásperos puntos de su presente grandeza; ahora bien, sin la ayuda de un arquitecto muy hábil, no lograrán verse reunidos sino en una edificación defectuosa, que pesando considerablemente sobre su propia época, vendrá a caer sin remedio sobre las cabezas de su posteridad.

Entre las enfermedades de un Estado quiero considerar, en primer término, las que derivan de una institución imperfecta, y semejan a las enfermedades de un cuerpo natural, que proceden de una procreación defectuosa.

Una de ellas es que un hombre, para obtener un reino, se conforma a veces con menos poder del necesario para la paz y defensa del Estado. Suele ocurrir, entonces, que cuando el ejercicio del poder otorgado tiene que recuperarse para la salvación publica, sugiere la impresión de un acto injusto, lo cual (cuando la ocasión se presenta) dispone a muchos hombres a la rebeldía. Del mismo modo que los cuerpos de los niños engendrados por padres enfermos, se hallan sujetos bien sea a una muerte prematura, o a purgar su mala calidad derivada de una concepción viciosa, que se manifiesta en cálculos y pústulas, cuando los reyes se niegan a sí mismos una parte necesaria de su poder, no es siempre (aunque sí a veces) por ignorancia de lo que es necesario para el cargo que asumen, sino en muchas ocasiones por esperanza de recobrarlo otra vez, a su antojo. Sin embargo, no razonan bien, porque quienes antes mantenían su poder pueden ser protegidos contra él por los Estados extranjeros, y teniendo en cuenta el bien de sus propios súbditos, pocas ocasiones se les escapan de debilitar la situación de sus vecinos.

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No ocurre esto solamente en la monarquía, puesto que aunque el antiguo Estado romano era erigido por el Senado y el pueblo de Roma, ni el Senado ni el pueblo presumían de detentar todo el poder; ello causó, primeramente, las sediciones de Tiberio Graco, Cayo Graco, Lucio Saturnino y otros, y posteriormente las guerras entre el Senado y el pueblo, bajo Mario y Sila, y más tarde bajo Pompeyo y César, hasta la extinción de su democracia y establecimiento de la monarquía.

Las gentes de Atenas estaban ligadas entre sí por una sola acción, la cual consistía en que nadie, bajo pena de muerte, propusiera la renovación de la guerra por la isla de Salamina. Y aun con ello, si Solón no hubiera motivado que se le considerara como loco, y, posteriormente, con los gestos y el hábito de un loco, y en verso, no hubiera propuesto tal cosa al pueblo que pululaba a su alrededor, hubiesen en perpetua amenaza un enemigo, a las puertas mismas de la ciudad; semejante dano o alteración amenaza a todos los Estados que han limitado su poder, por poco que sea.

En segundo lugar observo las enfermedades de un Estado, procedentes del veneno de las doctrinas sediciosas, una de las cuales afirma que cada hombre en particular es juez de las buenas y de las malas acciones. Esto es cierto en la condición de mera naturaleza, en que no existen leyes civiles, así como bajo un gobierno civil en los casos que no están determinados por la ley. Por lo demás es manifiesto que la medida de las buenas y de las malas acciones es la ley civil, y el juez es el legislador que siempre representa el Estado. Por esta falsa doctrina los hombres propenden a discutir entre sí y a disputar acerca de las órdenes del Estado, procediendo, después, a obedecerlo o a desobedecerlo, según consideran mas oportuno a su razón privada. Con ello el Estado se distrae y debilita.

Otra doctrina repugnante a la sociedad civil es que cualquiera cosa que un hombre hace contra su conciencia es un pecado, doctrina que depende de la presunción de hacerse a sí mismo juez de lo bueno y de lo malo. En efecto, la conciencia de un hombre y su capacidad de juzgar son la misma cosa; y como juicio, también la conciencia puede equivocarse. Por consiguiente, si quien no está sujeto a ninguna ley civil peca en todo cuanto hace contra su conciencia, porque no tiene otra regla que seguir, sino su propia razón, no ocurre lo mismo con quien vive en un Estado, puesto que la ley es la conciencia pública mediante la cual se ha propuesto ser guiado. De lo contrario y dada la diversidad que existe de pareceres privados, que se traduce en otras tantas opiniones particulares, forzosamente se producirá confusión en el Estado, y nadie se preocupará de obedecer al poder soberano, más allá de lo que parezca conveniente a sus propio ojos.

También se ha enseñado comúnmente que la fe y la santidad no se alcanzan por el estudio y la razón, sino por inspiración o infusión sobrenatural. Concedido esto, yo no comprendo por qué un hombre debe dar razón de su fe, o por qué cada cristiano no debe ser también un profeta, o por qué un hombre debe guiarse por la ley de su país más bien que por su propia inspiración como norma de sus acciones. Y así, nuevamente caemos en la falta de tomar sobre nosotros la tarea de juzgar sobre el bien y el mal; o de instituir como jueces de ello hombres particulares que pretenden estar sobrenaturalmente inspirados para la disolución de todo el gobierno civil. La fe viene de escuchar; y el escuchar, de aquellos accidentes que nos guían a la presencia de quien nos habla; tales accidentes son todos arbitrados por la Omnipotencia divina; sin embargo, no son sobrenaturales, sino solamente inobservables para la gran mayoría de quienes concurren a cada efecto.

Ciertamente la fe y la santidad no son muy frecuentes, pero no son milagros, sino cualidades que sobrevienen por la educación, disciplina, corrección y otras vías naturales por las cuales actúa Dios sobre su elegido, en el tiempo que considera adecuado. Estas tres opiniones, perniciosas a la paz y al gobierno, han procedido, en esta comarca del mundo, principalmente de las lenguas y plumas de divinos indoctos, que reuniendo las palabras de la Sagrada Escritura de modo diferente a lo que resulta aceptable para la razón, pretenden hacer pensar a los hombres que la santidad y la razón natural no pueden coexistir.

Una cuarta opinión repugnante a la naturaleza de un Estado es que quien tiene el poder soberano esté sujeto a las leyes civiles. Es cierto que los soberanos están sujetos, todos ellos, a las leyes de naturaleza, porque tales leyes son divinas y no pueden ser abrogadas por ningún hombre o Estado. Pero el soberano no está sujeto a leyes formuladas por él mismo, es decir, por el Estado, porque estar sujeto a las leyes es estar sujeto al Estado, es decir, al representante soberano, que es él mismo; lo cual no es sujeción, sino libertad de las leyes. Este error que coloca las leyes por encima del soberano, sitúa también sobre él un juez, y un poder para castigarlo; ello equivale a hacer un nuevo soberano, y por la misma razón un tercero, para castigar al segundo, y así sucesivamente, sin tregua, hasta la confusión y disolución del Estado. Una quinta doctrina que tiende a la disolución del Estado afirma que cada hombre particular tiene una propiedad absoluta en sus bienes, y de tal índole que excluye el derecho del soberano. Cada persona tiene, en efecto, una propiedad que excluye el derecho de cualquier otro súbdito, y la tiene solamente por el poder soberano sin cuya protección cualquier otro hombre tendría igual derecho a la misma. Pero si el derecho del soberano queda, así, excluido, no puede realizar la misión que le fue encomendada, a saber: la de defenderlos contra los enemigos exteriores y contra las injurias mutuas; en consecuencia, el Estado cesa de existir. Y si la propiedad de los súbditos no excluye el derecho del representante soberano a sus bienes, mucho menos a sus cargos de judicatura o ejecución, en los que representan al soberano mismo.

Existe una sexta doctrina directa y llanamente contraria a la esencia de un Estado: según ella el soberano poder puede ser dividido. Ahora bien, dividir el poder de un Estado no es otra cosa que disolverlo, porque los poderes divididos se destruyen mutuamente uno a otro. En virtud de estas doctrinas los hombres sostienen principalmente a algunos que haciendo profesión de las leyes tratan de hacerlas depender de su propia enseñanza, y no del poder legislativo.

En cuanto a la rebelión, en particular contra la monarquía, una de las causas más frecuentes de ello es la lectura de los libros de política y de historia, de los antiguos griegos y romanos. De esas lecturas, los jóvenes y todos aquellos que no están provistos con el antídoto de una sólida razón, reciben una impresión fuerte y deliciosa de los grandes hechos de armas realizados por los conductores de ejércitos, formándose, además, una idea grata de todo lo que ellos han hecho, e imaginando que su gran prosperidad no ha procedido de la emulación de hombres particulares, sino de la virtud de su forma popular de gobierno; entre tanto, no consideran las frecuentes sediciones y guerras civiles producidas por la imperfección de su política. A base, como digo, de la lectura de tales libros, los hombres se han lanzado a matar a sus reyes, porque los escritores griegos y latinos, en sus libros y discursos de política, consideraban legítimo y laudable para cualquier hombre hacer eso, sólo que a quien tal hacía lo llamaban tirano. Ni decían regicidio, es decir, asesinato de un rey, sino tiranicidio, asegurando que el asesinato de un tirano es legítimo. A base de los mismos libros, quienes viven bajo un monarca abrigan la opinión de que los súbditos en un Estado popular gozan de libertad, mientras que en una monarquía son esclavos todos ellos.

Digo que quienes viven en régimen monárquico abrigan tal opinión, y no los que viven en un gobierno popular, porque no encuentran tal materia. En suma, no puedo imaginar cómo una cosa puede ser más perjudicial a una monarquía que el permitir que tales libros sean públicamente leídos sin someterlos a un expurgo realizado por maestros discretos, aptos para eliminar el veneno que esos libros contienen. Yo no dudo en comparar este veneno con la mordedura de un perro rabioso, que es una enfermedad que los médicos llaman hidrofobia u horror al agua. En efecto quien resulta mordido así, tiene el continuo tormento de la sed, y aun aborrece el agua; y se halla en un estado tal como si el veneno tendiera a convertirlo en un perro. Así, en cuanto una monarquía ha sido mordida en lo vivo por esos escritores democráticos que continuamente ladran contra tal régimen, no hace falta otra cosa sino un monarca fuerte, a quien, sin embargo, aborrecen cuando tienen, por una cierta tiranofobia o terror de ser fuertemente gobernados.

Del mismo modo que han existido doctores que sostienen la existencia de tres espíritus en el hombre, así también piensan algunos que existen, en el Estado, espíritus diversos (es decir, diversos soberanos) y no uno solo, y establecen una supremacía contra la soberanía; cánones contra leyes, y autoridad eclesiástica contra la autoridad civil, perturbando las mentes humanas con palabras y distinciones que por sí mismas nada significan, pero que con su oscuridad revelan que en la oscuridad pulula, como algo invisible, otro reino nuevo, algo así como un reino fantástico.

Teniendo en cuenta que, evidentemente, el poder civil y el poder del Estado son la misma cosa, y que la supremacía y el poder de hacer cánones y de otorgar grados incumbe al Estado, se sigue que donde uno es soberano, otro es supremo; donde uno puede hacer leyes, otro hace cánones, siendo preciso que existan dos Estados para los mismos súbditos, con lo cual un reino resulta dividido en sí mismo y no puede subsistir. Por otra parte, a pesar de la distinción insignificante de temporal y espiritual, siguen existiendo dos reinos, y cada súbdito está sujeto a dos señores. El poder eclesiástico que aspira al derecho de declarar lo que es pecado, aspira, como consecuencia, a declarar lo que es ley (el pecado no es otra cosa que la transgresión de la ley); a su vez, el poder civil propugna por declarar lo que es ley, y cada súbdito debe obedecer a dos duenos, que quieren ver observados sus mandatos como si fueran leyes, lo cual es imposible. O bien, si existe un reino, el civil, que es el poder del Estado, debe subordinarse al espiritual, y entonces no existe supremacía sino en lo temporal. Por consiguiente, si estos dos poderes se oponen uno a otro, forzosamente el Estado se hallará en gran peligro de guerra civil y desintegración. En efecto, siendo el poder civil más visible, y estando sometido a la luz, más clara, de la razón natural, no puede escoger otra salida sino atraerse, en todo momento, una parte muy considerable del pueblo. Aunque la autoridad espiritual se halla envuelta en la oscuridad de las distinciones escolásticas y de las palabras enérgicas, como el temor del infierno y de los fantasmas es mayor que otros temores, no deja de procurar un estímulo suficiente a la perturbación y, a veces, a la destrucción del Estado. Es ésta una enfermedad que con razón puede compararse con la epilepsia (que los judíos consideraban como una especie de posesión por los espíritus) en el cuerpo natural. En efecto, en esta enfermedad existe un espíritu antinatural, un viento en la cabeza que obstruye las raíces de los nervios, y, agitándolos violentamente, elimina la moción que naturalmente tendrían por el poder del espíritu en el cerebro, y como consecuencia causa mociones violentas e irregulares (lo que los hombres llaman convulsiones) en los distintos miembros, hasta el punto de que quien se ve acometido por esa afección, cae a veces en el agua, y a veces en el fuego, como privado de sus sentidos; así también, en el cuerpo político, cuando el poder espiritual agita los miembros de un Estado con el terror de los castigos y la esperanza de recompensas (que son los nervios del cuerpo político en cuestión), de otro modo que como deberían ser movidos por el poder civil (que es el alma del Estado), y por medio de extrañas y ásperas palabras sofoca su entendimiento, necesariamente trastorna al pueblo, y o bien ahoga el Estado en la opresión, o lo lanza al incendio de una guerra civil.

A veces, también, en el gobierno meramente civil existe más de un alma, por ejemplo, cuando el poder recaudar dinero (que corresponde a la facultad nutritiva) depende de una asamblea general, quedando el poder de dirección y de mando (que es la facultad motriz) en poder de un hombre, y el poder de hacer leyes (que es la facultad racional) en el consentimiento accidental, no sólo de esos dos elementos sino, acaso, de un tercero. Esto pone en peligro al Estado, a veces por la falta de respeto a las buenas leyes, pero en la mayoría de los casos por falta de aquella nutrición que es necesaria a la vida y al movimiento. En efecto, aunque pocos perciban que ese gobierno no es gobierno, sino división del Estado en tres facciones, y le denominen monarquía mixta, la verdad es que no se trata de un Estado independiente, sino de tres facciones independientes; ni de una persona representativa, sino de tres. En el reino de Dios puede haber tres personas independientes sin quebrantamiento de la unidad en el Dios que reina; pero donde reinan los hombres, esto se halla sujeto a diversidad de opiniones, y no puede subsistir así. Por consiguiente, si el rey representa la persona del pueblo, y la asamblea general también la representa, y otra asamblea representa la persona de una parte del pueblo, no existe en realidad una persona ni un soberano, sino tres personas y tres soberanos distintos.

Ignoro a que enfermedad natural del cuerpo humano puedo comparar exactamente esta irregularidad de un Estado. Pero recuerdo haber visto un hombre que tenía otro hombre creciendo al lado suyo, con cabeza, brazos, torso y estómago propios: sí hubiera tenido otro hombre pegado al lado opuesto, la comparación hubiera podido resultar exacta.

Con ello me he referido a aquellas enfermedades del Estado que implica el máximo y más presente peligro. Existen otras que no son tan grandes, y que, sin embargo, merecen ser observadas. Tal es, en primer término, la dificultad de recaudar dinero para los usos necesarios del Estado, especialmente en caso de guerra inminente. Esta dificultad deriva de la opinión que cada súbdito tiene de su propiedad sobre tierras y bienes, excluyendo el derecho del soberano al uso de los mismos. De aquí que el poder soberano, en previsión de las necesidades y peligros del Estado (dándose cuenta de que está obstruido el paso del dinero al tesoro público, por la tenacidad del pueblo) cuando precisa extenderse, para salir el encuentro de los peligros y prevenirlos en sus comienzos, ese poder, decimos, se restringe tanto como puede, y cuando no puede más lucha con el pueblo por medio de estratagemas legales, para obtener pequeñas sumas que no bastan, pero, por último, se lanza violentamente a abrir la vía para una aportación suficiente, a falta de la cual perecerá; y puesto en tan extremo lance, reduce por fin al pueblo a su debido temple, sin lo cual el Estado está condenado a morir. En este sentido podemos comparar esta destemplanza con la fiebre intermitente, en la que quedando congeladas u obstruidas por materia emponzoñada las partes carnosas, las venas que por su curso natural se vacían en el corazón, no quedan (como debería ser) provistas por las arterias, con lo que en primer término sobreviene una contradicción helada y temblorosa de los miembros, y después un ardoroso y enérgico esfuerzo del corazón para forzar un paso a la sangre; y antes de lograrlo se apacigua con las leves refrigeraciones de cosas frías durante un tiempo, hasta que (si la naturaleza es bastante fuerte) quiebra por último la contumacia de las partes obstruidas y disipa el veneno en sudor, o (si la naturaleza es demasiado débil) el paciente muere.

Por otra parte, se da a veces en un Estado una enfermedad que se asemeja a la pleuresía, y que consiste en que cuando el tesoro del Estado fluye más allá de lo debido, se reúne con excesiva abundancia en uno o en pocos particulares, mediante monopolios o exacciones correspondientes a las rentas públicas; del mismo modo que la sangre, en una pleuresía, agolpándose en la membrana del pecho, alimenta en ella una inflamación, acompañada de fiebre y dolorosos pinchazos.

Así también, la popularidad de un súbdito potente (a menos que el Estado tenga una firme garantía de su fidelidad) es una enfermedad peligrosa, porque el pueblo (que debe recibir su estímulo motor de la autoridad del soberano), por la adulación o la reputación de un ambicioso, es apartado de la obediencia a las leyes, para seguir a un hombre de cuyas virtudes y designios no tiene conocimiento. Y esto es comúnmente de más peligro en un gobierno popular que en una monarquía, porque un ejército es de tanta mayor fuerza y multitud cuanto que puede hacerse creer que coincide con el pueblo. Fue por estos medios que Julio César, que había sido erigido por el pueblo frente al Senado, habiéndose ganado el afecto de su ejército, se hizo a sí mismo dueño de las dos cosas, el Senado y el pueblo. Este proceder de hombres populares y ambiciosos es simple rebelión, y puede asemejarse a los efectos de la brujería. Otra enfermedad de un Estado es la grandeza inmoderada de una ciudad, cuando es apta para suministrar de su propio ámbito el número y las expensas de un gran ejército; como también el gran número de corporaciones, que son como Estados menores en el seno de uno más grande, como gusanos en las entrañas de un hombre natural. A esto puede añadirse la libertad de disputar contra el poder absoluto, por aspirantes a la prudencia política, los cuales aunque están alimentados en su mayor parte por el viento que sopla del pueblo, animados por las falsas doctrinas, están constantemente debatiéndose con las leyes fundamentales, y molestan al Estado, como los pequeños gusanos que los médicos denominan ascárides.

Podemos añadir, además, el apetito insaciable o bulimia de ensanchar los dominios, con las heridas incurables que a cada causa de ello se inflinge muchas veces el enemigo; y los tumores de las conquistas mal consolidadas, que son en muchos casos, una carga, y que con menos peligro se pierden que se mantienen; así como también la letargia de la comodidad, y la consunción traída por el tumulto o la dilapidación.

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