OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

JOSE CARLOS MARIATEGUI

VI


EL AGUA LUSTRAL

TODO hombre ha de ser lavado con el agua del dolor. Toda existencia humana ha de pasar por alguna prueba, que la tiemple y la purifique.

El serafín que, con un carbón encendido, limpia los labios de Isaías para hacerlo más digno de pronunciar el nombre del Altísimo, es símbolo viviente de la purificación del hombre.

Mariátegui, castigado desde niño con la enfermedad, vuelve a recibir, en el año 1924, la visita del espíritu alado que, con la brasa, quema escorias y limpia impurezas. Vuelve a sentir, en su cuerpo, y de qué tremenda manera, el aguijón de la enfermedad.

"Mariátegui está mal, muy mal". Así decían sus amigos con acento tembloroso y apesadumbrado. Sí; le había vuelto ese mal que, cuando niño, lo había dejado casi inválido, dolencia que para hacer explosión tomara el pretexto de un golpe, pero que en realidad era una infección que se localizaba en la pierna. Y. ahora que su inteligencia se encontraba en pleno ejercicio, cuando el Perú esperaba tanto de su talento, de su cultura, de su voluntad de trabajo y de organización, otra vez la enfermedad asaltaba el organismo de Mariátegui, debilitado por el excesivo trabajo intelectual, el clima limeño, las privaciones impuestas por su pobreza de escritor austero e idealista.

Sus amigos estábamos consternados. Día a día aguardábamos noticias del proceso del mal. La fiebre alcanzaba grados increíbles: 40, 41, 42. En la pierna sana, la que le servía para caminar a Mariátegui, había aparecido un tumor. ¿Podría resistir el paciente a la acometida de la infección?

Una mañana, a las 8, habíase puesto tan mal el escritor, que se reunieron, enseguida, los cirujanos. Y el médico, doctor Gastañeta, expuso su opinión: había que amputar inmediatamente la pierna al enfermo. No había otro remedio y no se debía perder tiempo. Si no, Mariátegui moriría.

La madre de José Carlos, doña Amalia de Mariátegui, allí presente, se opuso. No quería ver a su hijo disminuido, mutilado, sin fuerzas —creía ella— para afrontar la vida. Además, doña Amalia era rigurosamente católica; le preocupaba el problema religioso y antes que intervención quirúrgica, quería un sacerdote que confesara a su hijo.

Mas Anita tenía otro criterio para contemplar el asunto. Amaba profundamente a su compañero y conocía todas las reservas de energía espiritual que se escondían en el endeble organismo físico de José Carlos. ¿Amputado, mutilado, inválido? ¡Qué importaba! Si su inteligencia y su espíritu habían de permanecer intactos; vivientes, luminosos, poderosos. Y allá había de reconfortarlo, de ayudarlo, de sostenerlo para hacerle más suave el áspero y difícil camino, que comenzaba para él. ¡Que se lo lleven a la mesa de operaciones, que le corten la pierna, pero que viva José Carlos! Esto ocurría a las 9 de la mañana. A las doce el bisturí del cirujano había separado el miembro enfermo del cuerpo de Mariátegui —la intervención se había realizado sin anestesia; el caso apuraba y el escritor estaba casi inconsciente— y cerca del lecho de un cuarto del Hospital. Italiano, doña Amalia y Anita esperaban; la anciana, llorosa, casi desfalleciente; la joven, tranquila, animosa, confiada. Ella sabía que José Carlos no debía morir, porque su destino y su misión no habían sido cumplidos.

Pasaron varios días, después de la operación. Anita había salido del Hospital a atender al pequeño Sigfrido que estaba enfermo. Mariátegui, a quien acompañaba un amigo, levantó las frazadas de su lecho. No sentía dolor alguno en la pierna, sino un adormecimiento y tenía curiosidad de saber cómo estaba esa pierna. Fue entonces un momento de inmenso desaliento —el único que manifestó en toda su existencia— el que se produjo en el espíritu de Mariátegui. Al verse amputado, al constatar que iba a ser un inválido para el resto de su vida, tuvo una crisis de llanto verdaderamente patética y se halaba el cabello, en un arranque de desesperación.

Anita, a quien llamaron apresuradamente, lo encontró en ese estado de llanto y de nervios. Al verla, él la tomó de las manos y con el contacto de esas manos queridas, con la suave presencia de la compañera, contemplando los claros ojos y el bello rostro, aún con "los rurales colores de la doncella de Siena", su angustia se va calmando, la serenidad vuelve a su alma y la queja enmudece en sus labios. El médico que entra al cuarto, a ordenar una poción sedante, encuentra una escena familiar, tranquila. Mariátegui, sus manos en las de su mujer, y sobre la almohada el macilento rostro, ya apaciguado.

Mariátegui jamás volvió a quejarse. Soportó con varonil entereza su destino y, en su silla de ruedas, era un ejemplo de heroica y sencilla alegría. Alegría sin gestos y sin palabras, que le brotaba del alma, venciendo la miseria de su cuerpo, acechado por implacable mal.

La situación económica de Mariátegui y los suyos era verdaderamente angustiosa. ¿Cómo pagar los gastos de la operación, de la clínica y de la convalecencia que se anunciaba sin complicaciones, pero larga y penosa? ¿Cómo atender a la esposa y a los pequeños hijos? Un hermoso movimiento de solidaridad fraterna se produce, entonces, entre los intelectuales y artistas del Perú. Escritores de las más diversas ideologías, artistas de distintas tendencias, estudiantes, obreros, aportaron su ayuda al compañero, en las horas difíciles que atravesaba. Mariátegui pudo salir de Lima, para convalecer. Permaneció algún tiempo en Miraflores, cuyas brisas marinas tonificaron su organismo. Después se fue a Chosica; el clima de aquel pueblo, acurrucado al pie de los Andes, completó su convalecencia.

Mientras tanto, en Lima, sus amigos lo esperábamos. En la casa de la calle Washington el sillón de inválido tenía ya su sitio.

Había de comenzar la etapa final y, la más fecunda, de la vida de José Carlos Mariátegui.