OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

TEMAS DE NUESTRA AMERICA

 

"LA REVOLUCION MEXICANA"
POR LUIS ARAQUISTAIN*
 

 

El tiempo de "ricorso" en que se encuentra desde hace algunos meses la Revolución Mexicana —vencida la reacción militar, con el activo concurso de los obreros y campesinos, el Presidente provisorio, licenciado Portes Gil, ha creído políticamente oportunas y hábiles no pocas concesiones a los intereses reaccionarios, a expensas de las masas revolucionarias— aleja un poco del lector actual el libro de Araquistain, que alcanza al momento en que, asesinado Obregón, el presidente Calles afirmó su decisión irrevocable de dejar la presidencia al término de su período legal y pronunció una formal condena del, caudillaje. La revolución mexicanas según sus palabras, era lo suficientemente fuerte y adulta para proseguir sin la brújula de un jefe providencial. La constatación de esta madurez sugería a Araquistain las siguientes reflexiones:

«La muerte de Obregón no hará retroceder la historia. En el estado presente de la evolución social de México, ningún hombre, por grande que sea, es indispensable. Ya no conducen los individuos sino las masas organizadas por la revolución de 1919. El héroe ahora es la nueva sociedad que se está forjando y que producirá cuantos líderes le sean precisos. El magnicidio resulta inútil. Un fanático o un sicario no puede detener la marcha ascendente de un pueblo que busca su libertad con tanto ahínco y a costa de tanta sangre».

De ese instante a hoy, el panorama político de México se ha modificado sensiblemente. Ara­quistain dejó a la Revolución en su "línea de Obregón". Algunas posiciones habían sido abandonadas y algunas , esperanzas habían sido licenciadas, bajo la conminatoria de los hechos; pero las conquistas de los artículos 27 y 123 de la Constitución ,eran irrenunciables. La línea de Obregón no se ha mostrado más inexpugnable que la línea de Hindenburg. Con la muerte de Obregón, se produjo la fractura del frente único revolucionario. Morones y los laboristas, fueron condenados al ostracismo del poder. Empezó una lucha entre el obregonismo y la Crom. El Partido Comunista que había sostenido la candidatura de Obregón, reivindicó su derecho a una política autónoma, aprestándose para las  campañas de la candidatura de Rodríguez Triana y del block obrero y campesino. La insurrección reaccionaria de los generales Escobar, Aguirre, etc., exigió la temporal soldadura del frente revolucionario. Todas las fuerzas obreras y campesinas fueron llamadas al combate contra la ofensiva reaccionaria. La tentativa de estos jefes militares que tan seriamente amenazó al poder, como la de Gómez y Serrano, no había sido posible exclusivamente por la ambición pretoriana de sus caudillos, sino por el estímulo de fuerzas anti-revolucionarias, actuantes en el campo mismo de la Revolución. Debelada la revuelta, el gobierno provisorio de Portes Gil, no extraño al influjo de estas fuerzas, inauguró una política íntimamente inspirada en la tendencia a reducirlas a la obediencia y a la disciplina por medio de una serie de concesiones a los intereses que traducían. Esta política en breve plazo, ha conducido al abandono de la antigua línea revolucionaria. El gobierno de México ha pactado primero con el imperialismo, en seguida con el clero. No ha retrocedido ante el desarme violento de las mismas masas de campesinos que lo habían ayudado a destruir las tropas de los cabecillas reaccionarios. Ha fusilado a organizadores y líderes de estas masas como José Guadalupe Rodríguez. Persigue a los comunistas y a los agraristas, como cualquier fascismo balcánico. Una de las condiciones tácitas de paz con las derechas es la represión de la extrema izquierda. Podría decirse que el gobierno de Portes Gil ha batido la insurrección reaccionaria, para apropiarse en seguida de su programa. El código de trabajo, significa una radical rectificación de la política obrera animada por el espíritu del artículo 27 de la Constitución. Rectificación operada con astucia jurídica, pero inspirada netamente en el interés capitalista. La capitulación ante los petroleros, desvanece las ilusiones del "Estado anti-imperialista".

Eudocio Ravines —joven escritor peruano, que ha logrado en Europa, en un severo aprendizaje que ojalá tuviera imitadores en nuestros estudiantes de fuera, una admirable madurez— avizoraba hace pocos meses, desde su mirador de París, el "thermidor mexicano".

Pero este "ricorso", si nos distancia bastante del período a que corresponden las sagaces indagaciones de Luis Araquistain, no disminuyen el valor de su libro, la primera visión panorámica de una Revolución rencorosamente difamada por la propaganda imperialista y conservadora. Araquistain previene en más de un pasaje, al lector de juicios sumarios, contra toda ilusión excesiva.

«Contra lo que se ha dicho tantas veces —apunta— la Revolución Mexicana no es socialista. No intenta crear, como en Rusia, una propiedad agraria común, sino una propiedad individual, como en Francia». La Revolución Mexicana se clasifica históricamente como una revolución democrático-burguesa que, atacando el latifundio, por su inmovilidad feudal, en virtud de las leyes del crecimiento capitalista y de la necesidad política de apoyarse en las reivindicaciones de las masas, mantiene intacto el principio de la propiedad privada». «En última instancia —dice Araquistain— la Revolución Mexicana se ha limitado a suprimir ese concepto básico de la propiedad absoluta y a sustituirlo con otro concepto más moderno: que toda forma de propiedad es sólo legítima como servicio, como función social, y que si un propietario no sabe cumplir con esa función, la sociedad, por el instrumento del Estado, tiene el derecho y aun el deber de desposeerle y traspasar la propiedad a un propietario más competente o más probo». Pero en el reparto de tierras el nuevo régimen mexicano ha avanzado muy despacio. Araquistain consigna en su libro las cifras de la adjudicación de tierras a los ejidos. «Las tierras repartidas en diez años, de 1916 a 1926, fueron 3'158,875 hectáreas en una superficie total de 196'230,000 hectáreas, o sea el 1.8 por 100. No es para alarmar a nadie. Los jefes de familia beneficiados por esos repartos, fueron poco más de 300,000 en una población agrícola aproximada de cuatro millones de habitantes. Los repartos provisionales en este tiempo fueron de 2'525,849 hectáreas. Como se ve, la Revolución dista aun mucho de estar completa». Esto es, en el hecho, lo mismo que sostienen los revolucionarios del block obrero-campesino, en su campaña por llevar adelante la Revolución, aunque Araquistain no suscribiría ciertamente ninguno de los principios teóricos de su programa. La política agraria de los gobiernos surgidos del movimiento que formuló sus principios en la Constitución del 17, ha sido, en la práctica, moderada y transaccional.

Pero sus mismos modestos resultados, que, como observa Araquistain, «no han impedido que los expropiados hayan puesto y sigan poniendo el grito en el cielo», no habrían sido posibles sin la acción armada de las masas campesinas. Madero, después de haber derrocado a Porfirio Díaz, no supo comprender las reivindicaciones de Zapata. Carranza, elevado al poder por las fuerzas populares revolucionarias, sublevadas contra el traidor Victoriano Huerta, no tendió a otra cosa que a la restauración del porfirismo. Araquistain lo anota con penetración y objetividad.

«La Revolución Mexicana es una réplica a los que, en el campo de la burguesía, calumnian o mistifican ése movimiento popular americano, más social que político, coma admite Araquistain, aunque detenido en su estadio político, donde pugnan por fijarlo los intereses capitalistas». Y este carácter de defensa, de plaidoyer** hace que Araquistain exagere, a veces, su esfuerzo por reconciliar la Revolución Mexicana con la opinión conservadora. Emplea, en el curso de su alegato, afirmaciones extremas, de gusto paradojal, como ésta, "Las grandes revoluciones, rara vez pretenden otra cosa que reanudar una gran tradición olvidada o abolida inicuamente". "La Revolución Mexicana es una obra patriótica y en el fondo conservadora, como todas las revoluciones auténticas". Sin duda, una revolución continúa la tradición de un pueblo, en el sentido de que es una energía creadora de cosas e ideas que incorpora definitivamente en esa tradición enriqueciéndola y acrecentándola. Pero la revolución trae siempre un orden nuevo, que habría sido imposible ayer. La revolución se hace con materiales históricos; pero, como diseño y como función, corresponde a necesidades y propósitos nuevos.

Araquistain, que es uno de los escritores de la España moderna que con más perspicacia y comprensión —y también con más simpatía y generosidad— aborda los problemas de Hispano-América, consigue, con todo, una interpretación exenta de prejuicios a los que la mayoría de sus colegas sería, sin duda, propensa.

Su sentimiento de español, no le impide fallar adversamente a España en más de un punto. Sin dificultad, comprende Araquistain lo que distingue a la colonización anglo-sajona de la española. A la América española, la emigración vino "a vivir del indio, a mantenerle en estado servil para que el militar, el clérigo, el encomendero y el funcionario pudieran organizarse en un régimen de castas privilegiadas". Y no se hace ilusiones sobre la función del emigrante español en el mantenimiento del espíritu de hispanidad en América. Piensa que el "emigrante español es el obstáculo más grande a una aproximación espiritual entre España y las repúblicas hispano-americanas. Su escasa ilustración, sus ambiciones puramente utilitarias. su tosquedad de modales, su espíritu anacrónico, a fuerza de ser ultraconservador, que le impide comprender la evolución social y política de América; su desdén por los nativos del país, como si todavía siguieran siendo los indios con pumas del Descubrimiento y él un Hernán Cortés o un Pizarro redivivós, todo esto levanta una infranqueable barrera de Mutilas refracciones psicológicas entre españoles y, americanos". Ciertamente, el emigrante español no es siempre así; pero Araquistain no elabora su juicio a base de casos singulares.

Y su condición de intelectual, no le estorba para darse cuenta de las responsabilidades de la intelligenizia en el sabotaje o la resistencia a la Revolución en México. Los escritores mexicanos, en su mayoría, se han adherido a la Revolución porque no les ha quedado otro camino. La existencia de algunos grupos de escritores revolucionarios no desmiente, sino más bien aviva por reacción y contraste, el conservantismo de la guardia vieja intelectual y aun de su descendencia. «Los más van en la cabalgata —apunta Araquistain— pero en el corazón y la cabeza están lejos. Los de mejor buena fe creen que una revolución hecha por campesinos y obreros y dirigida por generales improvisados y por estadistas que antes fueron agricultores o maestros de escuela, no puede ser bastante seria. Como acontece a menudo, por pobreza de imaginación muchos intelectuales se quedan a la zaga de la historia de su tiempo y de su país».

Y en otro capítulo escribe: «La Universidad es indispensable, pero, cuando se piensa que todos los hombres que han hecho y están haciendo la Revolución Mexicana, con raras excepciones, son autodidactos y que, al contrario, los hombres incubados en la Universidad, los licenciados en di- versas Humanidades, han sido y muchos siguen siendo los peores enemigos del nuevo régimen, no es para envanecerse de la llamada cultura humanista». Más sensibilidad histórica han mostrado, acaso, los artistas, los pintores. Tal vez el más justiciero homenaje del hermoso y honrado libro de Araquistain es —con el tributado a la memoria de Emiliano Zapata, el "Espartaco de México"— el rendido a Diego Rivera, pintor genial, el más grande expresador en sus frescos, ya universalmente famosos, del sentido social de la Revolución Mexicana.

 

 


NOTAS:

 

* Publicado en Variedades: Lima, 11 de Setiembre de 1929.

** Alegato judicial.