Andrés Nin

La situacion política y las tareas del proletariado

Proyecto de “Tesis políticas”, elaboradas por Nin, para presentarla al Congreso nacional del POUM, el 19 de junio de 1937. Dicho Congreso no llegó a celebrarse a causa de la represión.


Escrito: Junio de 1937.
Digitalización: Martin Fahlgren, 2012.
Esta edición: Marxists Internet Archive, febrero de 2012.


I

Los acontecimientos que se han desarrollado en España después del Congreso de constitución del POUM, celebrado en Barcelona el 29 de septiembre de 1935, han confirmado que la posición fundamental de nuestro partido, al afirmar que la lucha no estaba planteada entre la democracia burguesa y el fascismo, sino entre el fascismo y el socialismo, y al calificar de democrática socialista nuestra revolución, era completamente justa.

La experiencia de 1931-1935 había demostrado sobradamente la impotencia de la burguesía para resolver los problemas fundamentales de la revolución democrática burguesa y la necesidad de que la clase obrera se pusiera decididamente al frente del movimiento de emancipación para realizar la revolución democrática e iniciar la revolución socialista. La persistencia de las ilusiones democráticas y de la alianza orgánica con los partidos republicanos, había de conducir fatalmente al reforzamiento de las posiciones reaccionarias y, en un próximo porvenir, al triunfo del fascismo como única salida de un régimen capitalista incapaz de resolver sus contradicciones internas dentro del marco de las instituciones democráticas burguesas.

La lección de Asturias, donde el proletariado, al tomar decididamente la dirección del movimiento en octubre de 1934, asestó un golpe mortal a la reacción, y la de Cataluña, donde en los mismos días se evidenció una vez más la incapacidad y la inconsciencia de los partidos pequeño-burgueses, no fue debidamente aprovechada, como resultado de la ausencia de un gran partido revolucionario. Los partidos socialista y comunista, en vez de aprovechar la lección de Octubre impulsando la Alianza obrera, que tan espléndidos resultados había dado en Asturias, y canalizando todos los esfuerzos en el sentido de asegurar la hegemonía de la clase obrera, infeudaron nuevamente el proletariado, a través del Frente Popular, a los partidos republicanos burgueses, fracasados estrepitosamente en octubre y desaparecidos virtualmente de la escena política.

El período que precedió inmediatamente a las elecciones del 16 de febrero se caracteriza por la galvanización de los partidos republicanos, por obra y gracia de socialistas y comunistas oficiales, y por un cierto renacer de las ilusiones democráticas entre las masas, las cuales, sin embargo, parecen moverse más bien por el vehemente deseo de obtener la amnistía de los presos y condenados de octubre que por confianza en los partidos republicanos. Este deseo era tan unánime y el movimiento tan avasallador, que nuestro partido no tuvo más remedio que sumarse al mismo, pero conservando íntegramente su personalidad e independencia, y ejerciendo una crítica dura y despiadada de la política republicana. Esta táctica, que nos salvó del aislamiento, nos permitió acercarnos a grandes masas, hasta entonces inasequibles para nosotros, entre las cuales difundimos nuestros principios.

La gestión de los republicanos de izquierda en el poder, después del 16 de febrero, fue la confirmación absoluta de nuestras previsiones. Desde el primer momento, se estableció un divorcio profundo entre el gobierno y el poderoso impu1so de las masas, que obligaba a aquél a dictar el decreto de amnistía e iniciaba un vasto y profundo movimiento de huelgas. Desde abajo se reclamaba una actuación rápida y enérgica, una política de realizaciones revolucionarias y de medidas rigurosas contra la reacción, cada día más insolente. Desde arriba, se efectuaba una política de pasividad, de contemplaciones funestas; una política cuyo lema parecía ser el no variar nada, no asustar a nadie ni lesionar los intereses de las clases explotadoras. El resultado de esta política fue el levantamiento militar-fascista del 19 de julio de 1936. El estampido de los cañones y el crepitar de las ametralladoras aquella madrugada de julio, despertó de su sueño a los trabajadores que mantenían aún ilusiones democráticas. La victoria electoral del 16 de febrero no había zanjado el problema planteado en nuestro país. La reacción fascista recurría a argumentos más contundentes que la papeleta electoral. Valiéndose de la situación privilegiada que el propio gobierno de la República le había concedido al mantenerla en los puestos estratégicos más importantes, la inmensa mayoría de la oficialidad del ejército, al servicio de las clases reaccionarias, desencadenaba la guerra civil.

II

El levantamiento militar-fascista provoca una formidable reacción en la clase trabajadora, que se lanza resueltamente al combate y, a pesar de la pasividad, en unos casos, y de la traición, en otros, de los partidos republicanos, cuyos representantes oficiales se niegan a entregar las armas a los trabajadores, aplasta la insurrección en los centros industriales más importantes del país.

Esta intervención resuelta de los trabajadores tiene consecuencias políticas inmensas. Los órganos del poder burgués quedan, en realidad, deshechos. Se crean comités revolucionarios por doquier. El ejército permanente se derrumba, y es remplazado por las milicias. Los obreros toman posesión de las fábricas. Los campesinos se apoderan de las tierras. Conventos e iglesias son destruidos por el fuego purificador de la revolución. En pocas horas, o a lo sumo en pocos días, los obreros y campesinos resuelven, por la acción directa revolucionaria, los problemas que la burguesía republicana no ha podido resolver en cinco años – es decir, los problemas de la revolución democrática – e inician la revolución socialista por medio de la expropiación de la burguesía.

Durante un cierto período, los órganos del poder burgués no son más que una sombra. El poder real lo ejercen los comités revolucionarios, que forman una tupida red en todas las regiones no ocupadas por los facciosos.

Sin embargo, en este primer período el impulso revolucionario es mucho más vigoroso en Cataluña que en España. Cataluña va, indudablemente, a la cabeza de la revolución, porque gracias a la influencia del POUM, de la CNT y de la FAI, que no se incorporaron al Frente Popular, el oportunismo democrático republicano ha penetrado menos en la masa trabajadora.

La insurrección fascista, pues, destinada principalmente a ahogar el movimiento obrero revolucionario, lo acelera vertiginosamente, dando a la lucha de clases una violencia inaudita, y planteando claramente el problema del poder: o fascismo o socialismo. Lo que se proponía ser una contrarrevolución preventiva se convierte en revolución proletaria, con todas las características distintivas de la misma: relajamiento del mecanismo estatal burgués, descomposición del ejército, de las fuerzas coactivas del Estado y de las instituciones judiciales, armamento de la clase trabajadora, que ataca y vulnera el derecho de propiedad privada; intervención directa de los campesinos que expropian a los terratenientes, y finalmente la convicción, por parte de las clases explotadoras, de que su dominio ha terminado.

En las primeras semanas que siguen al 19 de julio, el convencimiento de que el pasado no puede volver, de que la República democrática está superada, es general. Y el impulso de la revolución es tan poderoso que los propios partidos de la pequeña burguesía proclaman la caducidad del régimen capitalista y la necesidad de emprender la transformación socialista de la sociedad española.

La única salida inmediata de la situación era coordinar el empuje de las masas a instituir un poder vigoroso, basado en los organismos salidos de las entrañas de la revolución, como expresión directa de la voluntad de los que desempeñaban un papel predominante en la lucha contra el fascismo. Ese poder vigoroso no podía ser otro que un gobierno obrero y campesino. Esta posición, sostenida por el POUM desde el momento en que el carácter de la lucha apareció con claridad, tropezó con la oposición de todos los partidos del Frente Popular, y en primer lugar del Partido Comunista, y con la indecisión de la CNT, cuya ideología anarquista le impedía darse cuenta de la importancia fundamental y decisiva del problema del poder.

Entre tanto, con ayuda de una campaña tenaz y sistemática, iban abriéndose paso dos concepciones de consecuencias funestas para el desarrollo victorioso de la lucha de la clase obrera. La primera de estas concepciones se expresaba en los términos: ”Primero ganar la guerra, después se hará la revolución”. De acuerdo con la segunda, consecuencia directa de la primera, en la guerra actual los obreros y campesinos luchan por el mantenimiento de la república democrática parlamentaria, y por tanto no se puede hablar de revolución proletaria. Más tarde, esta concepción tuvo una derivación insospechada: la de que la dramática contienda que ensangrienta y arruina al país, es ”una guerra por la independencia nacional y la defensa de la patria”.

Nuestro partido adopta desde el primer momento una actitud de oposición decidida frente a estas concepciones contrarrevolucionarias.

III

La fórmula ”primero ganar la guerra, después se hacer la revolución”, es fundamentalmente falsa. En la contienda que se desarrolla actualmente en España, guerra y revolución son, no sólo dos términos inseparables, sino sinónimos. La guerra civil, estado más o menos prolongado del conflicto directo entre dos o más clases de la sociedad, es una de las manifestaciones, la más aguda, de la lucha entre el proletariado, por una parte, y por otra la gran burguesía y los terratenientes, que atemorizados por el avance revolucionario del proletariado, intentan instituir un régimen de dictadura sangrienta, que consolide sus privilegios de clase. La lucha en los frentes de batalla no es más que una prolongación de la lucha en la retaguardia. La guerra es una forma de la política. Esta política es la que guía la guerra en todos los casos. Los ejércitos defienden siempre los intereses de una clase determinada. Se trata de saber si los obreros y campesinos de los frentes se baten por el orden burgués o por una sociedad socialista. Guerra y revolución son tan inseparables en el momento actual en España como la eran en Francia en el siglo XVIII y en Rusia en 1917-1920. ¿Cómo podemos separar la guerra de la revolución, cuando la guerra no es más que la culminación violenta del proceso revolucionario que se está desarrollando en nuestro país desde el año 1930 acá?

En realidad, la fórmula: ”primero ganar la guerra [...]” encubre el propósito efectivo de frustrar la revolución. Las revoluciones hay que hacerlas cuando existen circunstancias favorables para ello, y estas circunstancias la historia nos las ofrece excepcionalmente. Si no se aprovechan los momentos de máxima tensión revolucionaria, el enemigo de clase va reconquistando posiciones y acaba por estrangular la revolución. La historia del siglo XIX y la más reciente de la posguerra (Alemania, Austria, Italia, China, etc.), nos ofrece abundantes ejemplos en este sentido. Aplazar la revolución para después de ganada la guerra, equivale a dejar las manos libres a la burguesía para que, aprovechándose del descenso de la tensión revolucionaria, vaya restableciendo su mecanismo de opresión a fin de preparar, sistemática y progresivamente, la restauración del régimen capitalista. La guerra – ya lo hemos dicho – es una forma de la política. El régimen político sirve siempre a una clase determinada, de la cual es la expresión y el instrumento. Mientras dure la guerra hay que hacer una política: ¿al servicio de quién?, ¿de qué intereses de clase? Toda la cuestión radica aquí. Y la garantía de una victoria rápida y segura en los frentes estriba en una política revolucionaria firme en la retaguardia, capaz de inspirar a los combatientes el brío y la confianza indispensables para la lucha; capaz también de impulsar la solidaridad revolucionaria del proletariado internacional, la única con que podemos contar, de crear una sólida industria de guerra, de reconstituir sobre bases socialistas la economía desquiciada por la guerra civil, de forjar un ejército eficiente al servicio de la causa proletaria, que es la de la humanidad civilizada. El instrumento de esta política revolucionaria no puede ser más que un gobierno obrero y campesino.

IV

Como en Rusia en 1917, en toda Europa después de la guerra imperialista, el obstáculo más considerable que se opone al avance victorioso de la revolución proletaria es el reformismo, agente de la burguesía en el movimiento obrero. Pero se da el caso paradójico de que, en nuestro país, el exponente más característico del reformismo castrador sea precisamente el Partido Comunista de España, y su filial el Partido Socialista Unificado de Cataluña, afiliados a una internacional, la Internacional Comunista, surgida como consecuencia de la ruptura ideológica y orgánica con el reformismo. Prisionero de la burocracia soviética, que se 'ha vuelto de espaldas a la revolución proletaria internacional para cifrar todas sus esperanzas en los países ”democráticos” y la Sociedad de Naciones, el comunismo oficial ha abandonado definitivamente la política revolucionaria de clase para orientarse hacia la alianza con los partidos burgueses democráticos (Frente Popular) y preparar psicológicamente a las masas para la próxima guerra mundial. De aquí la consigna: ”Lucha por la independencia nacional”, que traducida al lenguaje de la política internacional significa: ”sujeción de la España revolucionaria a los intereses del bloque imperialista franco-británico”, del cual forma parte asimismo la URSS. Las consecuencias nefastas de esta política no han tardado en dejarse sentir: especulando con las dificultades de la guerra y las posibles complicaciones internacionales, el reformismo, apoyado eficazmente por los representantes de la burocracia estalinista, los cuales, a su vez, han especulado con la ayuda prestada por la URSS, ha logrado socavar sistemáticamente las conquistas revolucionarias, preparando el terreno a la contrarrevolución. Nuestra eliminación del gobierno de la Generalidad, las tentativas de formación de un ejército popular ”democrático”, ”neutral”, la supresión de las milicias de retaguardia y la reconstitución del orden público a base del restablecimiento del antiguo mecanismo, la censura periodística, son las etapas más importantes de este proceso contrarrevolucionario, que continuará inflexiblemente hasta el total aplastamiento del movimiento revolucionario si la clase trabajadora española no se decide a reaccionar, rápida y vigorosamente, reconquistando las posiciones logradas en las jornadas de julio e impulsando la revolución socialista hacia adelante.

En la situación presente, inequívocamente revolucionaria, la consigna ”lucha por la república democrática parlamentaría” no puede servir más que los intereses de la contrarrevolución burguesa. Hoy más que nunca ”la palabra “democracia” no es más que una tapadera con la que se quiere impedir al pueblo revolucionario que se levante y acometa, libre, intrépidamente y por su cuenta, la edificación de la sociedad nueva” (Lenin). Como nos ha enseñado el marxismo revolucionario, la república democrática no es más que una forma enmascarada de la dictadura burguesa. En el período de apogeo del capitalismo, cuando éste representaba un factor progresivo, la burguesía podía permitirse el lujo de conceder una serie de libertades ”democráticas” – considerablemente limitadas, condicionadas, por el hecho de su dominación económica y política – a la clase trabajadora. Hoy, en la época del imperialismo, ”última etapa del capitalismo”, la burguesía, para superar sus contradicciones internas, se ve precisada a recurrir a la instauración de regímenes de dictadura brutal (fascismo), que destruyen incluso las mezquinas libertades democráticas. En estas circunstancias, el mundo se halla ante un dilema fatal: o socialismo o fascismo. Los regímenes ”democráticos” han de ser forzosamente fugaces, inconsistentes, con la agravante de que al adormecer y desarmar a los trabajadores con sus ilusiones, preparan eficazmente el terreno para la reacción fascista.

Para justificar su monstruosa traición al marxismo revolucionario, los estalinistas arguyen que la república democrática que preconizan será una república democrática distinta de las demás, una república ”popular”, de la que habrá desaparecido la base material del fascismo. Es decir, que dejan escandalosamente de lado la teoría marxista del Estado como instrumento de dominación de una clase para caer en la utopía del Estado democrático ”por encima de las clases”, al servicio del pueblo, con objeto de mistificar a las masas y preparar la consolidación pura y simple del régimen burgués. Una república de la cual ha desaparecido la base material del fascismo, no puede ser más que una república socialista, por cuanto la base material del fascismo es el capitalismo.

V

El antifascismo en abstracto, hábilmente manejado por los reformistas – que preparan política y psicológicamente las condiciones favorables para una intervención en la próxima guerra imperialista mundial, presentada como una contienda entre los países fascistas y los países democráticos – es el antídoto de la revolución proletaria, la expresión de la política de ”unidad nacional”, a la cual el marxismo ha opuesto siempre la lucha de clases.

Si el dilema ante el cual la historia ha colocado al proletariado español es ”fascismo o socialismo”, el problema fundamental de la hora presente es el problema del poder. Todos los demás – el de la organización militar, el de la industria de guerra, el de los abastos, el de la reconstrucción económica del país, el de la seguridad interior, etc. – están subordinados a ese problema fundamental, cuya solución depende de la clase en cuyas manos esté el poder.

¿Cuál es la actitud de los distintos sectores del movimiento obrero ante este problema?

El Partido Comunista, el Partido Socialista Obrero y el Partido Socialista Unificado de Cataluña preconizan la política del Frente popular, que presupone el ejercicio del poder por gobiernos ”antifascistas”, de coalición con la burguesía y con un programa democrático burgués.

La CNT y la FAI, se declaran resueltamente partidarias de la revolución social y, por tanto, adversarios acérrimos de la restauración de la república democrática; pero su tradición antiestatal y la propaganda sistemática a favor del comunismo libertario, realizada durante largos años, dificulta su evolución hacia la concepción del poder proletario.

Nuestra actitud frente a esOS distintos sectores se halla determinada por el papel que desempeñan o pueden desempeñar en el curso del desarrollo de los acontecimientos actuales.

El Partido Comunista de España y el Partido Socialista Unificado de Cataluña, por su posición política presente, inspirada directamente por la Internacional Comunista, instrumento a su vez de la burocracia soviética, deben ser considerados como organizaciones ultra oportunistas y ultrarreformistas. Por su política de colaboración de clases, por su renuncia total a los principios ya la táctica fundamentales del marxismo revolucionario, por su auxilio declarado y activo a los planes de estrangulación de la revolución española, tramados por el capitalismo nacional e internacional, el Partido Comunista y el PSUC desempeñan el papel de agentes de la burguesía en el movimiento obrero, más peligrosos para la revolución que la propia burguesía. por cuanto la etiqueta marxista con que se adornan facilita su penetración en las filas proletarias.

Los intereses supremos de la revolución exigen una crítica constante e implacable de las posiciones políticas de dichos partidos, crítica que contribuirá eficazmente a acentuar la diferenciación en el seno de los mismos, atrayendo a las posiciones revolucionarias a los elementos proletarios. Los acontecimientos actuales han puesto de manifiesto la inconsistencia ideológica de la llamada ”izquierda” del Partido Socialista Español, cuya fraseología revolucionaria había hecho nacer tantas esperanzas entre una buena parte de la vanguardia de la clase trabajadora. De las tendencias que existían en vísperas del 19 de julio no queda virtualmente nada. Entre las tendencias de ”derecha”. ”izquierda” y ”centro” no hay ninguna diferencia fundamental; todas ellas están unidas por una denominación común, la política del Frente Popular, que las lleva a renunciar a las posiciones revolucionarias del proletariado para hacer el juego de la burguesía democrática. Pero en la base del partido se nota un profundo malestar, producido principalmente por las tentativas del estalinismo para absorber al partido – como lo ha conseguido ya con las juventudes – y someterlo a la política de la burocracia de la Tercera Internacional. Muchos de los viejos militantes asisten con dolor y con un sentimiento de protesta sorda a la obra de destrucción, sistemáticamente llevada a cabo, de la organización que con tanto esfuerzo levantaran, ya la introducción de métodos que repugnan a su conciencia socialista ya las tradiciones del partido. Por otra parte, la política escandalosamente oportunista del Partido Comunista, caracterizada por una monstruosa deformación del marxismo, suscita viva y justificada inquietud entre los millones de trabajadores sinceramente revolucionarios que se han incorporado al PSOE, y que se dan cuenta, alarmados, de la labor de penetración que los estalinistas, valiéndose de todos los medios, realizan en sus filas.

La misión de nuestro partido debe consistir en ayudar a esos elementos a ver claro en la situación, tratando fraternalmente de guiarles por el buen camino, es decir, hacerles comprender la necesidad de una clara política de intransigencia proletaria, servida por un fuerte partido revolucionario.

Son deseables los acuerdos temporales con los elementos que, sin aceptar plenamente nuestras posiciones revolucionarias, están dispuestos a luchar contra la burocracia estalinista y sus métodos de corrupción.

La CNT y la FAI han coincidido con nosotros, desde el primer momento, en reconocer que la guerra y la revolución son inseparables, han coincidido asimismo con nosotros en la apreciación de algunos de los problemas fundamentales que se han planteado, tales como el del ejército, del orden público, etc. Pero las vacilaciones de las organizaciones mencionadas con respecto a la cuestión del poder, así como su posición estrictamente ”sindical”, que tiende a eliminar los partidos, lo que no obsta para que, al amparo de esta posición se establezca, a través de la UGT, una colaboración efectiva con socialistas y comunistas oficiales, ha hecho que esa coincidencia no diera los resultados fructíferos apetecidos.

El anarcosindicalismo ha rectificado notablemente sus posiciones anteriores, pero el peso de la tradición le ha impedido llevar esa rectificación hasta sus últimas consecuencias. Así, ha renunciado a su apoliticismo inveterado, entrando a participar en el gobierno de la república y en el de Cataluña, es decir, en gobiernos de colaboración con los partidos republicanos burgueses, sin atreverse a adoptar una actitud afirmativa, más fácilmente comprensible para las masas trabajadoras encuadradas en la CNT, con respecto a la formación de un gobierno obrero y campesino. Si la CNT y la FAI adoptaran esta actitud, el destino victorioso de nuestra revolución estaría garantizado. Sólo la conquista del poder permitiría la solución rápida y eficaz de todos los problemas que la revolución y la guerra han planteado.

Sin renunciar a una labor tenaz y paciente encaminada a llevar a las masas confederales a esta posición, impuesta imperiosamente por la situación actual, debemos orientar todo nuestro esfuerzo en el sentido de estrechar las relaciones de nuestro partido con las organizaciones de la CNT y la FAI, nuestros aliados naturales en las circunstancias presentes. Las coincidencias importantísimas que ya se han manifestado y la necesidad de defender la revolución en peligro, imponen una alianza efectiva, que no presupone, ni mucho menos, la renuncia a la crítica recíproca, ni a la defensa de las posiciones respectivas.

VI

El deber imperioso del momento, pues, es la conquista del poder por el proletariado, aliado con los campesinos, y la formación consiguiente de un gobierno obrero y campesino, único capaz de organizar, de acuerdo con las necesidades de la población y de la guerra, la economía desquiciada, y de establecer un orden revolucionario en el país.

Este gobierno, para que tenga toda su eficacia revolucionaria, no puede ser designado desde arriba, como resultado de combinaciones más o menos diplomáticas, ni surgir de un parlamento constituido según las normas democráticas burguesas.

Un gobierno formado por delegados de organizaciones obreras nombrados por los comités superiores de las mismas, representaría, indudablemente, un paso adelante con respecto a la situación actual, pero no sería el gobierno que las circunstancias exigen. Elegido en estas condiciones, seguramente no iría mucho más allá de las posiciones del Frente popular.

El gobierno obrero y campesino ha de ser la expresión directa de la voluntad revolucionaria de las masas obreras y campesinas del país, y por lo tanto no puede surgir del Parlamento del 16 de febrero, completamente superado por los acontecimientos, ni del que pudiera resultar de unas elecciones efectuadas a base del sufragio universal. El Parlamento burgués ha de ser disuelto, y en su lugar debe convocarse un congreso que siente las bases económicas, sociales y políticas de la España libre de la dominación capitalista, que se está forjando en los campos de batalla, y elija el gobierno obrero y campesino. Esa asamblea no puede ser de tipo democrático burgués, es decir, no puede basarse en el derecho de representación para todas las clases, sino que ha de reflejar la nueva situación creada por la guerra civil y la revolución, concediendo todos los derechos a los que las sostienen con las armas en la mano o con el trabajo creador. En una palabra, el congreso debe estar formado por los delegados de los sindicatos obreros y campesinos, y de los combatientes.

Esos mismos órganos deben constituir la base de la transformación de todo el mecanismo del poder, empezando por los ayuntamientos, Con las modificaciones de detalle que las circunstancias impongan.

La orientación que propugna el POUM puede resumirse en estas dos consignas fundamentales: a) conquista del poder por la clase obrera; b) instauración de un régimen socialista.

En la etapa actual de la revolución, la conquista del poder por el proletariado no presupone forzosamente la insurrección armada. Las posiciones que, a pesar del retroceso sufrido por la revolución, sigue manteniendo la clase trabajadora, el peso específico de la misma y de sus organizaciones, y sobre todo el hecho de que siga teniendo una gran parte de las armas en sus manos, permiten la conquista pacífica del poder. Basta para ello que el proletariado recobre la confianza en su fuerza y se decida a afirmar intransigentemente su voluntad imponiéndola. De él depende enteramente que se restablezca la correlación de fuerzas del 19 de julio y que sepa utilizarla en beneficio propio, o, lo que es la mismo, de la revolución.

La conquista del poder por el proletariado significa la hegemonía absoluta de la clase trabajadora a fin de ahogar implacablemente toda tentativa contrarrevolucionaria y aplastar a la burguesía. Esta hegemonía de la clase no puede identificarse en ningún caso con la dictadura de un partido, sino que presupone la más amplia democracia obrera, el derecho  de crítica más absoluto para todos los sectores proletarios, la participación de todos en la obra común. Sólo las clases  explotadoras quedan privadas de todo derecho político. Cuando las clases hayan desaparecido completamente, los órganos de coacción resultarán superfluos y desaparecerá el Estado.

Al conquistar el poder, la clase obrera no se limitará a utilizar el antiguo mecanismo del Estado – como lo ha hecho la burguesía democrática – sino que lo destruirá de raíz. Con ayuda de los comités de obreros, campesinos y combatientes, transformará de abajo arriba todo el mecanismo gubernamental e instituirá un gobierno barato y verdaderamente democrático. El gobierno barato será posible por la destrucción del viejo y costoso sistema burocrático, la supresión de los sueldos elevados, estableciendo como norma que nadie pueda percibir un sueldo superior al de un obrero calificado, el control vigilante y activo de las masas trabajadoras. La verdadera democracia quedará garantizada por la participación efectiva de la inmensa mayoría del país en la administración de la cosa pública, la elegibilidad de todos los cargos y su revocación en cualquier momento. En fin, el gobierno obrero y campesino será el gobierno de la victoria militar, pues sólo un gobierno de esa naturaleza es capaz de crear la moral indispensable para el triunfo, organizar una sólida industria de guerra, nacionalizar los Bancos, acabar con la especulación, concentrar y movilizar todos los recursos económicos del país para la guerra.

VII

Uno de los argumentos a que recurren con mayor frecuencia los reformistas para justificar su política colaboracionista y contrarrevolucionaria, es la necesidad de mantener el bloque con los partidos pequeño burgueses, con el fin de asegurar el concurso de una masa importante de la población.

La pequeña burguesía constituye, en efecto, un factor de la mayor importancia en todos los países, y muy particularmente en los que, como el nuestro, se han incorporado con gran retraso al proceso capitalista. Pero por su carácter de clase intermedia, equidistante de la gran burguesía y del proletariado, por su dependencia económica, no puede desempeñar un papel independiente en la vida política. Vacilante e indecisa, se mueve siempre entre las dos clases fundamentales, haciendo, en definitiva, la política de la una o de la otra. Los partidos pequeño burgueses mantienen vivo el equívoco de una política independiente – ni burguesa, ni proletaria –, pero, en realidad, son siempre un instrumento en roanos del gran capital, y, por lo tanto, un instrumento contra los intereses de la pequeña burguesía, cuya representación ostentan. Su política conduce indefectiblemente a la consolidación de las posiciones económicas del gran capital, y por consiguiente a la asfixia efectiva de la pequeña burguesía. La alianza con los partidos pequeño burgueses no representa la alianza con la pequeña burguesía, sino contra ella. La experiencia española, desde el 14 de abril acá, es muy elocuente a este respecto. La pequeña burguesía, y en primer lugar los campesinos, no ha visto satisfecha ninguna de sus reivindicaciones fundamentales. Todo lo conseguido lo debe a la acción independiente de la clase obrera.

La pequeña burguesía, potencialmente, no es revolucionaria ni reaccionaria. Quiere un orden, sea el que fuere, pero un orden.  Y este orden no lo puede establecer más que el proletariado o la burguesía. Cuando la clase obrera actúa resueltamente, dando la sensación neta de su fuerza y de que sabe lo que quiere y adónde va, la pequeña burguesía queda neutralizada e incluso, en gran parte, sigue al proletariado, o para decirlo con más propiedad, es arrastrada por él. Pero si en el momento decisivo la clase obrera falla, la pequeña burguesía pierde la fe en ella, le vuelve la espalda y pone nuevamente los ojos en la gran burguesía. Si en aquel momento aparece un caudillo más o menos demagógico, no le será difícil aprovecharse del desencanto de las masas pequeño burguesas, para convertirlas en la base social de un movimiento (fascismo), destinado a aplastar a la clase trabajadora e instaurar un régimen de dictadura sangrienta del gran capital.

La pequeña burguesía ha hecho la experiencia de la república democrática. Repetirla, equivale a preparar nuevos fracasos, a crear las premisas necesarias de una incorporación de las masas pequeño burguesas al campo reaccionario. Por el contrario, si la clase obrera aparece a los ojos de las masas populares del país como el verdadero guía de la revolución, como la única fuerza capaz de crear un régimen fuerte, un orden nuevo, la pequeña burguesía seguirá a aquélla como la siguió después de las jornadas gloriosas de julio.

La política de atracción de la pequeña burguesía no consiste, pues, en contener el ritmo de la revolución, sino en acelerarlo. Cuando más audaz y decidido se muestra el proletariado, más seguro puede estar de la colaboración de la pequeña burguesía, o por lo menos de su neutralización.

VIII

La división de la clase obrera es, indudablemente, uno de los factores que se Oponen más poderosamente a que se cree entre las masas pequeño burguesas la sensación de fuerza invencible del proletariado. La unidad sindical – cuya ausencia, por otra parte, repercute desfavorablemente en la obra de organización socialista de la producción – constituiría un gran paso adelante en este sentido. Pero la burocracia reformista la sabotea sistemáticamente, por cuanto presiente que el movimiento sindical unificado le escaparía de las manos para pasar a las de los elementos revolucionarios. Impulsarla e imponerla constituye el deber ineludible de la clase trabajadora.

En el terreno político, deben surgir los órganos de unidad adecuados a las circunstancias. A fines de 1933 aparecieron las Alianzas obreras, destinadas a desempeñar en nuestro país el mismo papel que desempeñaran los soviets en la revolución rusa. Dichas Alianzas demostraron su magnífica eficacia revolucionaria durante la insurrección asturiana de octubre de 1934. Formada por todos los partidos y organizaciones obreras sin excepción, la Alianza obrera de Asturias demostró palmariamente al mundo los prodigios de heroísmo y de iniciativa de que es capaz el proletariado unido. Pero la política del Frente popular frustró aquellos espléndidos inicios, y nuevamente la clase trabajadora marchó a la zaga de los partidos republicanos. Si las Alianzas obreras no hubiesen sido liquidadas por los paladines de la colaboración de clases, los acontecimientos habrían tomado un giro completamente distinto del que tomaron, y la hegemonía del proletariado habríase afirmado indiscutiblemente.

Resucitarlas hoy sería un error, por cuanto corresponden a una etapa ya superada. Los congresos de delegados de los sindicatos obreros y campesinos, y de los combatientes, son sustancialmente lo mismo que eran las Alianzas obreras en la etapa anterior. En ellos debe basarse el gobierno de la clase trabajadora, de ellos deben surgir los órganos del poder;  ellos deben encarnar la unidad de acción de los trabajadores por encima de las diferencias que les separan en el terreno de la organización sindical y política. En ellos se basará la futura Unión Ibérica de Repúblicas Socialistas.

Ni la unidad sindical, ni las asambleas de delegados obreros, campesinos y combatientes, excluyen la posibilidad de la formación de alianzas entre los sectores de la clase obrera que coincidan en la concepción del momento y la actitud de la clase trabajadora. Al contrario, estas alianzas están claramente dictadas por la situación.

En el caso concreto de nuestra revolución, se impone la constitución de un Frente Obrero Revolucionario, formado por la CNT, la FAI y el POUM, organizaciones que coinciden en el reconocimiento de la necesidad de cerrar el paso al reformismo, evitar el retorno a la situación anterior al 19 de julio y de impulsar la revolución proletaria, llevándola hasta sus últimas consecuencias. Un programa de realizaciones claras y concretas – hoy perfectamente posible – debería ser la base del Frente Obrero Revolucionario, cuya formación determinaría, indiscutiblemente, un cambio fundamental en la correlación de fuerzas e imprimiría un poderoso empuje a la revolución.

IX

Uno de los argumentos predilectos empleados por 1os reformistas contra la revolución proletaria, es el de que sería fatalmente ahogada por los países capitalistas.

La clase trabajadora cometería un profundo error si no contase con la probabilidad de una intervención armada extranjera contra la revolución española. Pero si el proletariado no pudiera lanzarse a la lucha revolucionaria decisiva más que en el caso de estar seguro de que dicha intervención no iba a producirse, tendría que renunciar de antemano a toda esperanza de emancipación. Porque es evidente que el capitalismo internacional no podrá asistir pasivamente, por espíritu de conservación, a la victoria del proletariado en ningún país del mundo.

El peligro de la intervención existe, y si el factor decisivo fuera la. superioridad técnico-militar, la derrota del proletariado podría considerarse como descontada. Pero hay un factor real infinitamente más eficaz: la fuerza expansiva de la revolución. Triunfante en España, tendría una repercusión inmediata en los demás países, y muy particularmente en Italia y Alemania, a cuyos regímenes fascistas asestaría un golpe mortal.

La revolución rusa fue la causa inmediata del hundimiento de los imperios centrales, hizo tambalear el régimen capitalista en toda Europa, y provocó un movimiento tan intenso de solidaridad proletaria internacional, que contribuyó poderosamente al fracaso de la intervención. Las consecuencias de la revolución española pueden ser no menos trascendentales. La victoria de la clase obrera de nuestro país modificaría inmediatamente, en favor del proletariado, la correlación de fuerzas en el mundo entero, dando un impulso decisivo a la revolución proletaria internacional.