Pierre Proudhon
Que es la Propiedad?

CAPÍTULO II
DE LA PROPIEDAD CONSIDERADA COMO DERECHO NATURAL . -
DE LA OCUPACIÓN Y DE LA LEY CIVIL COMO CAUSAS EFICIENTES DEL DERECHO DE PROPIEDAD DEFINICIONES

El derecho romano definía la propiedad como el derecho de usar y de abusar de las cosas en cuanto lo autorice la razón del derecho. Se ha pretendido justificar la palabra abusar diciendo que significa, no el abuso insensato e inmoral, sino solamente el dominio absoluto. Distinción vana, imaginada para la santi- ficación de la propiedad, sin eficacia contra los excesos de su disfrute, los cuales no previene ni reprime. El propietario es dueño de dejar pudrir los frutos en su árbol, de sembrar sal en su campo, de ordeñar sus vacas en la arena, de convertir una viña en erial, de transformar una huerta en monte. ¿Todo esto es abuso, sí o no? En materia de propiedad el uso y el abuso se confunden necesariamente.

Según la Declaración de los derechos del hombre, publicada al frente de la Constitución de 1793, la propiedad es "el dere- cho que tiene todo hombre de disfrutar y disponer a su volun- tad de sus bienes, de sus rentas, del fruto de su trabajo y de su industria".

El Código de Napoleón, en su art. 544, consigna que "la propiedad es el derecho de disfrutar y disponer de las cosas de la manera más absoluta, en tanto no se haga de ellos un uso prohibido por las leyes y reglamentos".

Ambas definiciones reproducen la del derecho romano: to- das reconocen al propietario un derecho absoluto sobre las co- sas. Y en cuanto a la restricción determinada por el Código, al decir en tanto que no se haga de ellas un uso prohibido por las leyes y los reglamentos, dicha restricción tiene por objeto, no limitar la propiedad, sino impedir que el dominio de un propie- tario sea obstáculo al dominio de los demás. Es una confirma- ción del principio, no una limitación.

En la propiedad se distingue: 1º, la propiedad pura y simple, el derecho señorial sobre la cosa, y 2º, la posesión. "La pose- sión -dice Duranton- es una cuestión de hecho, no de dere- cho." Y Toullier: "La propiedad es un derecho, una facultad legal; la posesión es un hecho". El arrendatario, el colono, el mandatario, el usufructuario, son poseedores; el señor que arrienda, que cede el uso, el heredero que sólo espera gozar la cosa al fallecimiento de un usufructuario, son propietarios. Si me fuera permitida una comparación, diría que el amante es poseedor, el marido es propietario.

Esta doble definición de la propiedad como dominio y como posesión es de la mayor importancia, y es necesario no olvidar- la si se quiere entender cuanto voy a decir.

De la distinción de la posesión y de la propiedad nacen dos especies de derechos: el derecho en la cosa, por el cual puedo reclamar la propiedad que me pertenece de cualquiera en cuyo poder la encuentre; y el derecho a la cosa, por el cual solicito que se me declare propietario. En el primer caso, la posesión y la propiedad están reunidas; en el segundo, sólo existe la nuda propiedad.

Esta distinción es el fundamento de la conocida división del juicio en posesorio y petitorio, verdaderas categorías de la ju- risprudencia, pues la comprenden totalmente en su inmensa jurisdicción. Petitorio se denomina el juicio que hace relación a su propiedad; posesorio el relativo a la posesión. Al escribir estas páginas contra la propiedad, insto en favor de toda la sociedad una acción petitoria y pruebo que los que hoy nada poseen son propietarios por el mismo título que los que todo lo poseen, pero en vez de pedir que la propiedad sea repartida entre todos, solicito que, coma medida de orden público, sea abolida para todos. Si pierdo el pleito, sólo nos queda a los propietarios y a mí el recurso de quitarnos de en medio, puesto que ya nada podemos reclamar de la justicia de las naciones; porque, según enseña en su conciso estilo el Código de procedi- mientos, art. 26, el demandante cuyas pretensiones hayan sido desestimadas en el juicio petitorio no podrá entablar el posesorio. Si por el contrario, gano el pleito, ejercitaremos entonces una acción posesoria, a fin de obtener nuestra reintegración en el disfrute de los bienes que el actual derecho de propiedad nos arrebata. Espero que no tendremos necesidad de llegar a este extremo; pero estas dos acciones no pueden ejercitarse a un tiempo, porque, según el mismo Código de procedimientos, la acción posesoria y la petitoria nunca podrán acumularse. Antes de entrar en el fondo del asunto, no será inútil presen- tar aquí algunas cuestiones prejudiciales.

I. - DE LA PROPIEDAD COMO DERECHO NATURAL

La Declaración de los derechos del hombre ha colocado al de propiedad entre los llamados naturales e imprescriptibles, que son, por este orden, los cuatro siguientes: libertad, igual- dad, propiedad y seguridad individual. ¿Qué método han se- guido los legisladores del 93 para hacer esta enumeración? Nin- guno; fijaron esos principios y disertaron sobre la soberanía y las leyes de un modo general y según su particular opinión.

Todo lo hicieron a tientas, ligeramente.

A creer a Toullier, "los derechos absolutos pueden reducirse a tres: "seguridad, libertad, propiedad". ¿Por qué ha eliminado la igualdad? ¿Será porque la libertad la supone, o porque la propiedad la rechaza? El autor del Derecho civil comentado nada dice sobre ello; no ha sospechado siquiera que ahí está el punto de discusión.

Pero si se comparan entre sí estos tres o cuatro derechos, se observa que el de propiedad en nada se parece a los otros; que para la mayor parte de los ciudadanos sólo existe en potencia como facultad dormida y sin ejercicio; que para los que la dis- frutan es susceptible de determinadas transacciones y modifi- caciones que repugnan a la cualidad de derecho natural que a la propiedad se atribuye; que en la práctica los gobiernos, los tribunales y las leyes no la respetan; y en fin, que todo el mun- do, espontánea y unánimemente, la juzga quimérica.

La libertad es inviolable. Yo no puedo vender ni enajenar mi libertad. Todo contrato, toda estipulación que tenga por objeto la enajenación o la suspensión de la libertad, es nulo; el esclavo que pisa tierra de libertad es en el mismo instante libre. Cuando la sociedad detiene a un malhechor y le quita su libertad, obra en legítima defensa; quien quebrante el pacto social cometien- do un crimen, se declara enemigo público, y al atentar a la li- bertad de los demás, los obliga a que lo priven de la suya. La libertad es la condición primera del estado del hombre; renun- ciar a la libertad equivaldría a renunciar a la cualidad de hom- bre. ¿Cómo sin libertad podría el hombre realizar sus actos? Del mismo modo, la igualdad ante la ley no admite restric- ción ni excepción. Todos los ciudadanos son igualmente admi- sibles a los cargos públicos; y he aquí por qué, en razón de esta igualdad, la suerte o la edad deciden, en muchos casos, la prefe- rencia. El ciudadano más humilde puede demandar judicial- mente al personaje más elevado y obtener un fallo favorable. Si un millonario construyese un palacio en la viña de un pobre labrador, los tribunales podrían condenar al intruso a la demo- lición del palacio, aunque le hubiese costado millones, al re- planteo de la viña y al pago de daños y perjuicios. La ley quiere que toda propiedad legítimamente adquirida sea respetada sin distinción de valor y sin preferencia de personas.

Cierto es que para el ejercicio de algunos derechos políticos suele exigir la ley determinadas condiciones de fortuna y de capacidad. Pero todos los publicistas saben que la intención del legislador no ha sido establecer un privilegio, sino adoptar ga- rantías. Una vez cumplidas las condiciones exigidas por la ley, todo ciudadano puede ser elector y elegible: el derecho, una vez adquirido, es igual para todos, y la ley no distingue entre las personas y los sufragios. No examino en este momento si este sistema es el mejor; basta a mi propósito que en el espíritu de la Constitución y a los ojos de todo el mundo la igualdad ante la ley sea absoluta y que, como la libertad, no pueda ser materia de transacción alguna.

Lo mismo puede afirmarse respecto al derecho de seguridad personal. La sociedad no ofrece a sus miembros una semiprotección, una defensa incompleta; la presta íntegramen- te a sus individuos, obligados a su vez con la sociedad. No les dice: "Os garantizaré vuestra vida, si el hacerlo nada me cues- ta; os protegeré, si en ello no corro peligro", sino que les dice: "Os defenderé de todo y contra todos; os salvaré y os vengaré o pereceré con vosotros". El Estado pone todo su poder al servi- cio de cada ciudadano. La obligación que recíprocamente los une es absoluta.

¡Cuánta diferencia en la propiedad! Codiciada por todos, no está reconocida por ninguno. Leyes, usos, costumbres, con- ciencia pública y privada, todo conspira para su muerte y para su ruina. Para subvenir a las necesidades del Gobierno, que tie- ne ejércitos que mantener, obras que realizar, funcionarios que pagar, son necesarios los impuestos. Nada más razonable que todo el mundo contribuya a estos gastos. Pero ¿por qué el rico ha de pagar más que el pobre? Esto es lo justo, se dice, porque posee más. Confieso que no comprendo esta justicia.

¿Por qué se pagan los impuestos? Para asegurar a cada uno el ejercicio de sus derechos naturales, libertad, igualdad, segu- ridad, propiedad; para mantener el orden en el Estado; para realizar obras públicas de utilidad y de esparcimiento. ¿Pero es que la vida y la libertad del rico son más costosas de defender que las del pobre? ¿Es que en las invasiones, las hambres y las pestes representa para el Estado mayor número de dificultades el gran propietario que huye del peligro sin acu- dir a su remedio, que el labriego que continúa en su choza abierta a todos los azotes?

¿Es que el orden está más amenazado para el burgués que para el artesano o el obrero? No, pues al contrario, la policía tiene más trabajo con dos centenares de obreros en huelga que con 200.000 propietarios.

¿Es que el capitalista disfruta de las fiestas nacionales, de la propiedad de las calles, de la contemplación de los monumen- tos, más que el pobre?... No; el pobre prefiere su campo a todos los esplendores de la ciudad, y cuando quiere distraerse se con- tenta con subir a las cucañas.

Una de dos: o el impuesto proporcional garantiza y consa- gra un privilegio en favor de los grandes contribuyentes, o sig- nifica en sí mismo una iniquidad. Porque si la propiedad es de derecho natural, como afirma la Declaración de los derechos del hombre, todo lo que me pertenece en virtud de ese derecho es tan sagrado como mi propia persona; es mi sangre, es mi vida, soy yo mismo. Quien perturbe mi propiedad atenta a mi vida. Mis 100.000 francos de renta son tan inviolables como el jornal de 75 céntimos de la obrera, y mis confortables salones como su pobre buhardilla. El impuesto no se reparte en razón de la fuerza, de la estatura ni del talento; no puede serlo tampo- co en razón de la propiedad. Si el Estado me cobra más, debe darme más, o cesar de hablarme de igualdad de derechos; por- que en otro caso, la sociedad no está instituida para defender la propiedad, sino para organizar su destrucción. El Estado, por el impuesto proporcional, se erige en jefe de bandidos; él mis- mo da el ejemplo del pillaje reglamentado; es preciso sentarlo en el banco de los acusados, al lado de esos ladrones, de esa canalla execrada que él hace asesinar por envidias del oficio.

Pero se arguye que precisamente para contener a esa canalla son precisos los tribunales y los soldados. El Gobierno es una sociedad, pero no de seguros, porque nada asegura, sino cons- tituida para la venganza y la represión. La prima que esta so- ciedad hace pagar, el impuesto, se reparte a prorrata entre las propiedades, es decir, en proporción de las molestias que cada una ocasiona a los vengadores y represores asalariados por el Gobierno.

Nos encontramos en este punto muy lejos del derecho de propiedad absoluto e inalienable. ¡Así están el pobre y el rico en constante situación de desconfianza y de guerra! ¿Y por qué se hacen la guerra? Por la propiedad: ¡de suerte que la propie- dad tiene por consecuencia necesaria la guerra a la propiedad!... La libertad y la seguridad del rico no estorban a la libertad y a la seguridad del pobre; lejos de ello, pueden fortalecerse recí- procamente. Pero el derecho de propiedad del primero tiene que estar incesantemente defendido contra el instinto de pro- piedad del segundo. ¡Qué contradicción!

En Inglaterra existe un impuesto en beneficio de los pobres. Se pretende que yo, como rico, pague este impuesto. Pero ¿qué relación hay entre mi derecho natural e imprescriptible de pro- piedad y el hambre que atormenta a diez millones de desgracia- dos? Cuando la religión nos manda ayudar a nuestros herma- nos, establece un precepto para la caridad; pero no un princi- pio de legislación. El deber de beneficencia, que me impone la moral cristiana, no puede crear en mi perjuicio un derecho po- lítico a favor de nadie, y mucho menos un instituto de mendi- gos. Practicaré la caridad, si ése es mi gusto, si experimento por el dolor ajeno esa simpatía de que hablan los filósofos y en la que yo no creo: pero no puedo consentir que a ello se me obli- gue. Nadie está obligado a ser justo más allá de esta máxima: Gozar de su derecho, mientras no perjudique el de los demás; máxima que es la definición misma de la libertad. Y como mi bien reside en mí y no debo nada a nadie, me opongo a que la tercera de las virtudes teologales esté a la orden del día. Cuando hay que hacer una conversión de la deuda pública, se exige el sacrificio de todos los acreedores del Estado. Hay derecho a imponerlo si lo exige el bien público; pero ¿en qué consiste la justa y prudente indemnización ofrecida a los tene- dores de esa deuda? No sólo no existe tal indemnización, sino que es imposible concederla; porque si es igual a la propiedad sacrificada, la conversión es inútil.

El Estado se encuentra hoy, con relación a sus acreedores, en la misma situación que la villa de Calais, sitiada por Eduar- do III, estaba con sus patricios. El ingles vencedor consentía en perdonar a sus habitantes a cambio de que se le entregasen a discreción los más significados de la ciudad. Eustache y algu- nos otros se sacrificaron; acto heroico, cuyo ejemplo debían proponer los ministros a los rentistas del Estado para que lo imitasen. ¿Pero tenía la villa de Calais derecho a entregarlos? No, indudablemente. El derecho a la seguridad es absoluto; la patria no puede exigir a nadie que se sacrifique. El soldado que está de centinela en la proximidad del enemigo no significa ex- cepción de ese principio; allí donde un ciudadano expone su vida, está la patria con él; hoy le toca a uno, mañana a otro; cuando el peligro y la abnegación son comunes, la fuga es un parricidio. Nadie tiene el derecho de sustraerse al peligro, pero nadie está obligado a servir de cabeza de turco. La máxima de Caifás, bueno es que un hombre muera por todo el pueblo, es la del populacho y la de los tiranos, los dos extremos de la degra- dación social.

Afírmase que toda renta perpetua es esencialmente redimible. Esta máxima de derecho civil aplicada al Estado es buena para los que pretenden llegar a la igualdad natural del trabajo y del capital; pero desde el punto de vista del propietario y según la opinión de los obligados a dar su asentimiento, ese lenguaje es el de los tramposos. El Estado no es solamente un deudor co- mún, sino asegurador y guardián de la propiedad de los ciuda- danos, y como ofrece la mayor garantía, hay derecho a esperar de él una renta segura e inviolable. ¿Cómo, pues, podrá obligar a la conversión a sus acreedores, que le confiaron sus intereses, y hablarles luego de orden público y de garantía de la propie- dad? El Estado, en semejante operación, no es un deudor que paga, es una empresa anónima que lleva a sus accionistas a una emboscada y que, violando su formal promesa, los obliga a perder el 20, 30 ó 40 por 100 de los intereses de sus capitales. Y no es esto todo. El Estado es también la universalidad de los ciudadanos reunidos bajo una ley común para vivir en so- ciedad. Esta ley garantiza a todos sus respectivas propiedades: al uno su tierra, al otro su viña, a aquél sus frutos, al capitalis- ta, que podría adquirir fincas, pero prefiere aumentar su capi- tal, sus rentas. El Estado no puede exigir, sin una justa indemni- zación, el sacrificio de un palmo de tierra, de un trozo de viña, y menos aún disminuir el precio de arriendo. ¿Cómo va, pues, a tener el derecho de rebajar el interés del capital? Sería preciso, para que este derecho fuera ejercido sin daño para nadie, que el capitalista pudiera hallar en otra parte una colocación igual- mente ventajosa para su dinero; pero no pudiendo romper su relación con el Estado, ¿dónde encontraría esa colocación, si la causa de la conversión, es decir, el derecho de tomar dinero a menor interés reside en el mismo Estado? He aquí por qué un gobierno, fundado en el principio de la propiedad, jamás puede menoscabar las rentas sin la voluntad de sus acreedores. El di- nero prestado a la nación es una propiedad a la que no hay derecho a tocar mientras las demás sean respetadas: obligar a hacer la conversión equivale, con relación a los capitalistas, a romper el pacto social, a colocarlos fuera de la ley. Toda la contienda sobre la conversión de las rentas se reduce a esto: Pregunta. - ¿Es justo reducir a la miseria a 45.000 familias poseedoras de títulos de la deuda pública?

Respuesta. - ¿Es justo que siete u ocho millones de contri- buyentes paguen cinco francos de impuesto cuando podrían pagar tres solamente?

Desde luego se observa que la respuesta no se contrae a la cuestión, para resolver la cual hay que exponerla de este modo: ¿es justo exponer la vida de 100.000 hombres cuando se los puede salvar entregando cien cabezas al enemigo? Decide tú, lector.

Concretando: la libertad es un derecho absoluto, porque es al hombre, como la impenetrabilidad a la materia, una condi- ción sine qua non de su existencia. La igualdad es un derecho absoluto, porque sin igualdad no hay sociedad. La seguridad personal es un derecho absoluto, porque a juicio de todo hom- bre, su libertad y su existencia son tan preciosas como las de cualquiera otro. Estos tres derechos son absolutos, es decir, no susceptibles de aumento ni disminución, porque en la sociedad cada asociado recibe tanto como da, libertad por libertad, igual- dad por igualdad, seguridad por seguridad, cuerpo por cuerpo, alma por alma, a vida y a muerte.

Pero la propiedad, según su razón etimológica y la doctrina de la jurisprudencia, es un derecho que vive fuera de la socie- dad, pues es evidente que si los bienes de propiedad particular fuesen bienes sociales, las condiciones serían iguales para to- dos, y supondría una contradicción decir: La propiedad es el derecho que tiene el hombre de disponer de la manera más ab- soluta de unos bienes que son sociales.

Por consiguiente, si estamos asociados para la libertad, la igualdad y la seguridad, no lo estamos para la propiedad. Lue- go, si la propiedad es un derecho natural, este derecho natural no es social, sino antisocial. Propiedad y sociedad son concep- tos que se rechazan recíprocamente; es tan difícil asociarlos como unir dos imanes por sus polos semejantes.

Por eso, o la sociedad mata a la propiedad o ésta a aquélla. Si la propiedad es un derecho natural, absoluto, imprescrip- tible e inalienable; ¿por qué en todos los tiempos ha preocupa- do tanto su origen? Éste es todavía uno de los caracteres que la distinguen. ¡El origen de un derecho natural! ¿Y quién ha in- vestigado jamás el origen de los derechos de libertad, de seguri- dad y de igualdad? Existen por la misma razón que nosotros mismos, nacen, viven y mueren con nosotros. Otra cosa suce- de, ciertamente, con la propiedad. Por imperio de la ley, la pro- piedad existe aun sin propietario, como facultad sin sujeto; lo mismo existe para el que aún no ha nacido que para el octoge- nario. Y entretanto, a pesar de estas maravillosas prerrogativas que parecen derivar de lo eterno, no ha podido esclarecerse ja- más de dónde procede la propiedad. Los doctores están contra- diciéndose todavía. Sólo acerca de un punto están de acuerdo: en que la justificación del derecho de propiedad depende de la autenticidad de su origen. Pero esta mutua conformidad a to- dos perjudica, porque ¿cómo han acogido tal derecho sin haber dilucidado antes la cuestión de su origen?

Aún hay quienes se oponen a que se esclarezca lo que haya de cierto en los pretendidos títulos del derecho de propiedad y a que se investigue su fantástica y quizás escandalosa historia: quieren que se atenga uno a la afirmación de que la propiedad es un hecho, y como tal ha existido y existirá siempre. Es por ese derecho por el que comienza el sabio Proudhon con su Traité des droits d'usufruit, poniendo la cuestión de la propiedad en el rango de las inutilidades escolásticas. Quizá subscribiría yo este deseo, que quiero creer inspirado en un loable amor a la paz, si viese a todos mis semejantes gozar de una propiedad suficiente, pero... no..., no lo suscribiré.

Los títulos en que se pretende fundar el derecho de propie- dad se reducen a dos: la ocupación y el trabajo, Los examinaré sucesivamente bajo todos sus aspectos y en todos sus detalles, y prometo al lector que, cualquiera que sea el título invocado, haré surgir la prueba irrefragable de que la propiedad, para ser justa y posible, debe tener por condición necesaria la igualdad.

II. D E LA OCUPACIÓN COMO FUNDAMENTO DE LA PROPIEDAD

Bonaparte, que tanto dio que hacer a sus legistas en otras cuestiones, no objetó nada sobre la propiedad. No es de extra- ñar su silencio: a los ojos de ese hombre, personal y autoritario como ningún otro, la propiedad debía ser el primero de los de- rechos, de igual modo que la sumisión a su voluntad era el más santo de los deberes.

El derecho de ocupación o del primer ocupante es el que nace de la posesión actual, física, efectiva de la cosa. Si yo ocu- po un terreno, se presume que soy un dueño en tanto que no se demuestre lo contrario. Obsérvese que originariamente tal de- recho no puede ser legítimo sino en cuanto es recíproco. En esto están conformes los jurisconsultos.

Cicerón compara la tierra con un amplio teatro: Quemad- modum theatrum cum commune sit, recte tamen dici potest ejus esse eum locum quem quisque accupavit. En este pasaje se encierra toda la filosofía que la antigüedad nos ha dejado acer- ca del origen de la propiedad. El teatro -dice Cicerón- es co- mún a todos; y sin embargo, cada uno llama suyo al lugar que ocupa; lo que equivale a decir que cada sitio se tiene en pose- sión, no en propiedad. Esta comparación destruye la propiedad y supone por otra parte la igualdad. ¿Puede ocupar simultánea- mente en un teatro un lugar en la sala, otro en los palcos y otro en el paraíso? En modo alguno, a no tener tres cuerpos como Géryon, o existir al mismo tiempo en tres distintos lugares como se cuenta del mago Apolonio.

Nadie tiene derecho más que a lo necesario, según Cicerón: tal es la interpretación exacta de su famoso axioma "a cada uno lo que le corresponde", axioma que se ha aplicado con indebida amplitud. Lo que a cada uno corresponde no es lo que cada uno puede poseer, sino lo que tiene derecho a poseer. ¿Pero qué es lo que tenemos derecho a poseer? Lo que baste a nuestro trabajo y a nuestro consumo. Lo demuestra la comparación que Cicerón hacía entre la tierra y un teatro. Bien está que cada uno se coloque en su sitio como quiera, que lo embellezca y mejore, si puede; pero su actividad no debe traspasar nunca el límite que lo separa del vecino. La doctrina de Cicerón va dere- cha a la igualdad; porque siendo la ocupación una mera tole- rancia, si la tolerancia es mutua (y no puede menos de serlo), las posesiones han de ser iguales.

Grotius acude a la historia; pero desde luego es extraño su modo de razonar, porque ¿a qué buscar el origen de un derecho que se llama natural fuera de la Naturaleza? Ése es el método de los antiguos. El hecho existe, luego es necesario; siendo ne- cesario, es justo, y por tanto, sus antecedentes son justos tam- bién. Examinemos, sin embargo, la cuestión según la plantea Grotius:

"Primitivamente, todas las cosas eran comunes e indivisas: constituían el patrimonio de todos...". No leamos más: Grotius refiere cómo esta comunidad primitiva acabó por la ambición y la concupiscencia, cómo a la edad de oro sucedió la de hierro, etcétera. De modo que la propiedad tendría su origen primero en la guerra y la conquista, después en los tratados y en los contratos. Pero o estos pactos distribuyeron los bienes por par- tes iguales, conforme a la comunidad primitiva, única regla de distribución que los primeros hombres podían conocer, y en- tonces la cuestión del origen de la propiedad se presenta en estos términos: ¿cómo ha desaparecido la igualdad algún tiem- po después?, o esos tratados y contratos fueron impuestos por violencia y aceptados por debilidad, y en este caso son nulos, no habiéndolos podido convalidar el consentimiento tácito de la posteridad y entonces vivimos, por consiguiente, en un esta- do permanente de iniquidad y de fraude.

No puede comprenderse cómo habiendo existido en un prin- cipio la igualdad de condiciones, ha llegado a ser con el tiempo esta igualdad un estado extranatural. ¿Cómo ha podido efec- tuarse tal depravación? Los instintos en los animales son inalte- rables, manteniéndose así la distinción de las especies. Suponer en la sociedad humana una igualdad natural primitiva es admi- tir que la actual desigualdad es una derogación de la naturaleza de la sociedad, cuyo cambio no pueden explicar satisfactoria- mente los defensores de la propiedad. De esto deduzco que si la Providencia puso a los primeros hombres en una condición de igualdad, debe estimarse este hecho como un precepto por ella misma promulgado, para que practicasen dicha igualdad con mayor amplitud; de la misma manera que se ha desarrollado y entendido en múltiples formas el sentimiento religioso que la misma Providencia inspiró en su alma. El hombre no tiene más que una naturaleza, constante e inalterable; la sigue por instin- to, la abandona por reflexión y vuelve a aceptarla por necesi- dad. ¿Quién se atreverá a decir que no hemos de tornar a ella? Según Grotius, el hombre ha salido de la igualdad. ¿Cómo salió de ella? ¿Cómo volverá a conseguirla? Más adelante lo veremos.

Reid dice: "El derecho de propiedad no es natural, sino ad- quirido; no procede de la constitución del hombre, sino de sus actos. Los jurisconsultos han explicado su origen de manera satisfactoria para todo hombre de buen sentido. La tierra es un bien común que la bondad del cielo ha concedido a todos los hombres para las necesidades de la vida; pero la distribución de este bien y de sus productos es obra de ellos mismos; cada uno ha recibido del cielo todo el poder y toda la inteligencia necesa- rios para apropiarse una parte sin perjudicar a nadie. "Los antiguos moralistas han comparado con exactitud el derecho común de todo hombre a los productos de la tierra, antes que fuese objeto de ocupación y propiedad de otro, al que se disfruta en un teatro; cada cual puede ocupar, según va lle- gando, un sitio libre, y adquirir por este hecho el derecho de estar en él mientras dura el espectáculo, pero nadie tiene facul- tad para echar de sus localidades a los espectadores que estén ya colocados. La tierra es un vasto teatro que el Todopoderoso ha destinado con sabiduría y bondad infinitas a los placeres y penalidades de la humanidad entera. Cada uno tiene derecho a colocarse como espectador y de representar su papel como ac- tor, pero a condición de que no inquiete a los demás".

Consecuencias de la doctrina de Reid:

1ª) Para que la porción que cada uno pueda apropiarse no signifique perjuicio para nadie, es preciso que sea igual al co- ciente de la suma de los bienes repartibles, dividida por el nú- mero de los copartícipes.

2ª) Debiendo ser siempre igual el número de localidades y de espectadores, no puede admitirse que un espectador ocupe dos puestos ni que un mismo actor desempeñe varios papeles.

3ª) A medida que un espectador entre o salga, las localida- des deben reducirse o ampliarse para todo el mundo en la debi- da proporción, porque, como dice Reid, el derecho de la pro- piedad no es natural, sino adquirido y, por consiguiente, no tienen nada absoluto, y de aquí que, siendo la ocupación en que se funda un hecho contingente, claro está que no puede comunicar a tal derecho condiciones de inmutabilidad. Esto mismo parece que es lo que cree el profesor de Edimburgo cuan- do añade: "El derecho a la vida presume el derecho a los me- dios para sostenerla, y la misma regla de justicia que ordena que la vida del inocente debe ser respetada, exige también que no se le prive de los medios para conservarla; ambas cosas son igualmente sagradas... Entorpecer el trabajo de otro es cometer con él una injusticia tan grande como sería sujetarlo con cade- nas o encerrarlo en una prisión; el resultado y la ofensa en uno y otro caso son iguales".

Así, el jefe de la escuela escocesa, sin tener en consideración las desigualdades del talento o de la industria, establece a priori la igualdad de los medios del trabajo, encomendando a cada trabajador el cuidado de su bienestar individual, con arreglo al eterno axioma: Quien siembra, recoge.

Lo que ha faltado al filósofo Reid no es el conocimiento del principio, sino el valor de deducir sus consecuencias. Si el dere- cho a la vida es igual, el derecho al trabajo también es igual y el derecho de ocupación lo será asimismo. ¿Podrían ampararse en el derecho de propiedad los pobladores de una isla para recha- zar violentamente a unos pobres náufragos que intentasen arri- bar a la orilla? Sólo ante la idea de semejante barbarie se suble- va la razón. El propietario, como un Robinson en su isla, aleja a tiros y a sablazos al proletario, a quien la ola de civilización ha hecho naufragar, cuando pretende salvarse asiéndose a las rocas de la propiedad. -"¡Dadme trabajo!, grita con toda su fuerza al propietario; no me rechacéis, trabajaré por el precio que queráis." -"No tengo en qué emplear tus servicios", res- ponde el propietario presentándole la punta de su espada o el cañón de su fusil." -"Al menos, rebajad las rentas." -"Tengo necesidad de ellas para vivir." ¿Cómo podré pagarlas si no tra- bajo?" -"Eso es cosa tuya."

Y el infortunado proletario se deja llevar por la corriente o, si intenta penetrar en la propiedad, el propietario apunta y lo mata.

Acabamos de oír a un espiritualista; ahora preguntaremos a un materialista y luego a un ecléctico, y recorrido el círculo de la filosofía, estudiaremos la jurisprudencia. Según Destutt de Tracy, la propiedad es una necesidad de nuestra naturaleza. Que esta necesidad ocasiona horrorosas consecuencias no puede negarse, a no estar ciego. Pero son un mal inevitable que nada prueba contra el principio; de modo -añade- que tan poco ra- zonable sería rebelarse contra la propiedad a causa de los abu- sos que origina, como quejarse de la vida, porque su resultado inevitable es la muerte. Esta brutal y odiosa filosofía promete, al menos, una lógica franca y severa; veamos si cumple esta promesa. "Se ha instruido solemnemente el proceso de la pro- piedad... como si nosotros pudiésemos hacer que haya o que no haya propiedad en este mundo... Oyendo a algunos filósofos y legisladores, no parece sino que en un determinado momento decidieron los hombres, espontáneamente y sin causa alguna, hablar de lo tuyo y de lo mío, y que de ello habrían podido y aun debido excusarse. Pero lo cierto es que lo tuyo y lo mío no han sido inventados jamás."

Esta filosofía es demasiado realista. Tuyo y mío no expre- san necesariamente asimilación, y así decimos tu filosofía y mi igualdad; porque tu filosofía eres tú mismo filosofando y mi igualdad soy yo profesando la igualdad. Tuyo y mío indican casi siempre una relación: tu país, tu parroquiano, tu sastre; mi habitación, mi butaca, mi compañía y mi batallón. En la pri- mera acepción puede decirse algunas veces mi talento, mi tra- bajo, mi virtud; pero jamás mi grandeza ni mi majestad; sola- mente en el sentido de relación podemos decir mi casa, mi cam- po, mi viña, mis capitales, de igual modo que el criado de un banquero dice mi caja. En una palabra, tuyo y mío son expre- siones de derechos personales idénticos, y aplicados a las cosas que están fuera de nosotros indican posesión, función, uso, pero no propiedad.

Nadie creería, si yo no lo probase con textos auténticos, que toda la teoría de ese autor se funda en este inocente equívoco: "Con anterioridad a toda convención, los hombres se encon- traban, no precisamente, como asegura Hobbes, en un estado de hostilidad, sino de indiferencia. En este estado no había pro- piamente nada justo ni injusto; los derechos del uno en nada obstaban a los del otro. Cada cual tenía tantos derechos como necesidades y el deber de satisfacerlas sin consideración de nin- gún género".

Aceptemos este sistema, sea verdadero o falso. Destutt de Tracy no rehusaría la igualdad. Según dicha hipótesis, los hom- bres, mientras están en el estado de indiferencia, nada se deben. Todos tienen el derecho de satisfacer sus necesidades sin inquie- tar a los demás, y por tanto, la facultad de ejercitar su poder sobre la Naturaleza, según la intensidad de sus fuerzas y de sus facultades. De ahí, como consecuencia necesaria, la mayor des- igualdad de bienes entre los hombres. La desigualdad de condi- ciones es, pues, aquí el carácter propio de la indiferencia o del salvajismo, precisamente lo contrario que en el sistema de Rousseau. Ahora prosigamos: "Las restricciones de estos dere- chos y de ese deber no comienzan a indicarse hasta el momento en que se establecen convenciones tácitas o expresas. Entonces surge la idea de la justicia y de la injusticia, es decir, del equili- brio entre los derechos del uno y los del otro, iguales necesaria- mente hasta ese instante".

Detengámonos un momento. Dice Reid que los derechos eran iguales hasta ese momento, lo que significa que cada cual tenía el derecho de satisfacer sus necesidades sin consideración algu- na a las necesidades de otro; o en otros términos, que todos tenían por igual el derecho de alimentarse; que no había más derecho que el engaño o la fuerza. Al lado de la guerra y del pillaje, coexistía, pues, como medio de vida, la apropiación. Para abolir este derecho a emplear la violencia y el engaño, este derecho a causarse mutuos perjuicios, única fuente de la desigualdad de los bienes y de los daños, se celebraron conven- ciones tácitas o expresas y se inventó la balanza de la justicia. Luego estas convenciones y esta balanza tenían por objeto ase- gurar a todos la igualdad en el bienestar, y si el estado de indi- ferencia es el principio de la desigualdad, la sociedad debe te- ner por consecuencia necesaria la igualdad. La balanza social es la igualación del fuerte y del débil, los cuales, en tanto no son iguales, son extraños, viven aislados, son enemigos. Por lo tan- to, si la desigualdad de condiciones es un mal necesario, lo será en ese estado primitivo, ya que sociedad y desigualdad impli- can contradicción. Luego, si el hombre está formado para vivir en sociedad, lo está también para la igualdad; esta consecuen- cia es inconcusa.

Y siendo así, ¿cómo se explica que, después de haberse esta- blecido la balanza de la justicia, aumente la desigualdad de modo incesante? ¿Cómo sigue siendo desconocido para el hombre el imperio de la justicia? ¿Qué contesta a esto Destutt de Tracy? "Necesidades y medios, derechos y deberes -dice- derivan de la facultad de querer. Si el hombre careciese de voluntad, estas cuestiones no existirían. Pero tener necesidades y medios, dere- chos y deberes, es tener, es poseer algo. Son éstas otras tantas especies de propiedades, tomando esta palabra en su amplia acepción; esas cosas nos pertenecen."

Éste es un equívoco indigno que no puede justificarse por el afán de generalizar. La palabra propiedad tiene dos sentidos:

1º) Designa la cualidad, por la cual una cosa es lo que es, las condiciones que la individualizan, que la distinguen especial- mente de las demás cosas. En este sentido, se dice: las propieda- des del triángulo o de los números, la propiedad del imán, etcé- tera. 2º) Expresa el derecho dominical de un ser inteligente y libre sobre una cosa; en este sentido la emplean los jurisconsul- tos. Así en esta frase: el hierro adquiere la propiedad del imán, la palabra propiedad no expresa la misma idea que en esta otra: Adquiero la propiedad de este imán. Decir a un desgraciado que es propietario porque tiene brazos y piernas, que el hambre que lo atormenta y la posibilidad de dormir al aire libre son propiedades suyas, es jugar con el vocablo y añadir la burla a la inhumanidad.

"La idea de propiedad es inseparable de la de personalidad. Y es de notar cómo surge aquélla en toda su plenitud necesaria e inevitablemente. Desde el momento en que un individuo se da cuenta de su yo, de su persona moral, de su capacidad para gozar, sufrir y obrar, sabe necesariamente que ese yo es propie- tario exclusivo del cuerpo que anima, de sus órganos, de sus fuerzas y facultades, etcétera. Era preciso que hubiese una pro- piedad natural y necesaria, como antecedente de las que son artificiales y convencionales, porque nada puede haber en el arte que no tenga su origen y principio en la misma Naturaleza."

Admiremos la buena fe de los filósofos. El hombre tiene pro- piedades naturales, es decir, facultades, en la primera acepción de la palabra. Sobre ellas le corresponde la propiedad, es decir, el dominio en el segundo sentido del vocablo. Tiene, por consi- guiente, la propiedad de ser propietario. ¡Cuánto me avergon- zaría ocuparme de semejantes tonterías, si sólo considerase la autoridad de Destutt de Tracy! Pero esta pueril confusión es propia de todo el género humano, desde el origen de las socie- dades y de las lenguas, desde que con las primeras ideas y las primeras palabras nacieron la metafísica y la dialéctica. Todo lo que el hombre pudo llamar mío fue en su entendimiento iden- tificado a su persona, lo consideró como su propiedad, como su bien, como parte de sí mismo, miembro de su cuerpo, facultad de su alma. La posesión de las cosas fue asimilada a la propie- dad de las facultades del cuerpo y del espíritu. Sobre tan falsa analogía se fundó el derecho de propiedad, imitación de la na- turaleza por el arte, como con tanta elegancia dice Destutt de Tracy.

Pero ¿cómo este ideólogo tan sutil no ha observado que el hombre no es ni aun siquiera propietario de sus facultades? El hombre posee potencias, virtudes, capacidades que le han sido dadas por la Naturaleza para vivir, aprender, amar; pero no tiene sobre ellas un dominio absoluto; no es más que su usu- fructuario; y no puede gozar de este usufructo sino conformán- dose a las prescripciones de la Naturaleza. Si fuese dueño y señor de sus facultades, se abstendría de tener hambre y frío; levantaría montañas, andaría cien leguas en un minuto, se cu- raría sin medicinas por la fuerza de su propia voluntad y sería inmortal. Diría: "Quiero producir", y sus obras, ajustadas a su ideal, serían perfectas. Diría: "Quiero saber", y sería sabio: "quiero gozar", y gozaría. Por el contrario, el hombre no es dueño de sí mismo, ¡y se pretende que lo sea de lo que está fuera de él! Bueno que use de las cosas de la Naturaleza, puesto que vive a condición de disfrutarlas; pero debe renunciar a sus pretensiones de propietario, recordando que este nombre sólo es aplicable por metáfora.

En resumen: Destutt de Tracy confunde, en una expresión común, los bienes exteriores de la Naturaleza y del arte con el poder o facultad del hombre, llamando propiedades a unos y otros, y amparándose en este equívoco, intenta establecer de modo inquebrantable el derecho de propiedad. Pero de estas propiedades, unas son innatas, como la memoria, la imagina- ción, la fuerza, la belleza, y otras adquiridas, como la tierra, las aguas, los bosques. En el estado primitivo o de indiferencia, los hombres más valerosos y más fuertes, es decir, los más aventa- jados en razón de las propiedades innatas, gozarían el privile- gio de obtener exclusivamente las propiedades adquiridas. Para evitar este monopolio y la lucha que, por consecuencia, origi- nase, se inventó una balanza, una justicia. El objeto de los pac- tos tácitos o expresos sobre este particular no fue otro que el de corregir, en cuanto fuera posible, la desigualdad de las propie- dades innatas mediante la igualdad de las propiedades adquiri- das. Mientras el reparto de éstas no es igual, los copartícipes siguen siendo enemigos y la distribución no es definitiva. Así, de un lado, tenemos: indiferencia, desigualdad, antagonismo, guerra, pillaje, matanzas; y de otro: sociedad, igualdad, frater- nidad, paz y amor. La elección no es dudosa.

José Dutens, autor de una Filosofía de la economía política, se ha creído obligado en dicha obra a romper lanzas en honor de la propiedad. Su metafísica parece prestada por Destutt de Tracy. Comienza por esta definición de la propiedad, que es una perogrullada: "La propiedad es el derecho por el cual una cosa pertenece como propia a alguno". Traducción literal: "La propiedad es el derecho de propiedad".

Después de varias disquisiciones confusas sobre la volun- tad, la libertad y la personalidad, y de distinguir unas propie- dades inmateriales naturales de otras materiales naturales, cuya división recuerda a la de Destutt de Tracy en innatas y adquiri- das, José Dutens concluye por sentar estas dos proposiciones: 1ª) La propiedad es en todo hombre un derecho natural e ina- lienable. 2ª) La desigualdad de las propiedades es resultado necesario de la Naturaleza, cuyas proposiciones se reducen a esta otra aún más sencilla: todos los hombres tienen un derecho igual de propiedad desigual.

Censura Dutens a Sismondi por haber afirmado que la pro- piedad territorial no tiene más fundamento que la ley y los con- tratos; y él mismo dice, hablando del pueblo, que "su buen sen- tido le revela la existencia del contrato primitivo celebrado en- tre la sociedad y los propietarios".

Confunde la propiedad con la posesión, la comunidad con la igualdad, lo justo con lo natural, lo natural con lo posible. Tan pronto toma por equivalentes estos opuestos conceptos como parece diferenciarlos, manteniendo la confusión en tales términos, que costaría menos refutarlo que comprenderlo. Atraí- do por el título del libro, Filosofía de la economía política, sólo he hallado en él, fuera de las tinieblas del autor, ideas vulgares; por esto renuncio a seguir ocupándome de su contenido.

Cousin, en su Filosofía moral, nos enseña que toda moral, toda ley, todo derecho, están contenidos en este precepto: ser libre, consérvate libre. ¡Bravo, maestro! No quiero continuar siendo libre; sólo falta que pueda serlo. Y continúa diciendo: "Nuestro principio es verdadero; es bueno, es social; no tema- mos deducir de él todas sus consecuencias.

"1ª) Si el ser humano es santo, lo es en toda su naturaleza, y particularmente en sus actos interiores, en sus sentimientos, en sus ideas, en las determinaciones de su voluntad. De ahí el respe- to debido a la filosofía, a la religión, a las artes, a la industria, al comercio, a todas las producciones de la libertad. Digo respeto y no tolerancia, porque al derecho no se lo tolera, se lo respeta".

Me prosterno humildemente ante la filosofía.

"2ª) Mi libertad, que es sagrada, tiene necesidad, para exte- riorizarse, de un instrumento que se llama cuerpo: el cuerpo participa, por tanto, de la santidad de la libertad; es inviolable como ella. De aquí el principio de la libertad individual.

"3ª) Mi libertad, para exteriorizarse, tiene necesidad de una propiedad o una cosa. Esta cosa o esta propiedad participan, por tanto, de la inviolabilidad de mi persona. Por ejemplo, me apodero de un objeto que es necesario y útil para el desenvolvi- miento exterior de mi libertad, y digo: este objeto es mío, por- que no es de nadie; pues desde entonces lo poseo legítimamen- te. Así la legitimidad de la posesión se funda en dos condicio- nes. En primer término, yo no poseo sino en cuanto soy libre: suprimid mi actividad libre y habréis destruido en mí el princi- pio del trabajo; luego sólo por el trabajo puedo asimilarme la propiedad o la cosa y sólo asimilándomela la poseo. La activi- dad libre es, pues, el principio del derecho de propiedad. Pero esto no basta para legitimar la posesión. Todos los hombres son libres, todos pueden asimilarse una propiedad por el traba- jo; pero ¿es esto decir que todos tienen derecho sobre toda pro- piedad? No, pues para que posea legítimamente, no sólo es ne- cesario que, por condición de ser libre, pueda trabajar y produ- cir, sino que es preciso que ocupe la propiedad antes que cual- quier otro. En resumen: si el trabajo y la producción son el principio del derecho de propiedad, el hecho de la ocupación primitiva es su condición indispensable.

"4ª) Poseo legítimamente; tengo, pues, el derecho de usar como me plazca de mi propiedad. Me corresponde, por tanto, el derecho de donarla y el de transmitirla por cualquier concep- to, porque desde el momento en que un acto de libertad ha consagrado mi donación, ésta es eficaz tanto después de mi muerte como durante mi vida".

En definitiva, para llegar a ser propietario, según Cousin, es preciso adquirir la posesión por la ocupación y el trabajo. A mi juicio, es preciso además llegar a tiempo, porque si sus primeros ocupantes se han apoderado de todo, ¿de qué se van a apoderar los últimos? ¿De qué , les servirán sus facultades de apropiación? ¿Habrán de devorarse unos a otros? Terrible conclusión que la prudencia filosófica no se ha dignado pre- ver, sin duda porque los grandes genios desprecian los asun- tos triviales.

Fijémonos también en que Cousin no concede al trabajo ni a la ocupación, aisladamente considerados, la virtud de produ- cir el derecho de propiedad. Éste, según él, nace de la unión de esos dos elementos en extraño matrimonio. Éste es uno de tan- tos rasgos de eclecticismo tan familiares a M. Cousin, de los que él, más que nadie, debiera abstenerse. En vez de proceder por análisis, por comparación, por eliminación y por reducción (únicos medios de descubrir la verdad a través de las formas del pensamiento y de las fantasías de la opinión), hace con todos los sistemas una amalgama, y dando y quitando la razón a cada cual simultáneamente, dice: "He aquí la verdad".

Pero ya he dicho que no refutaría a nadie, y que de todas las hipótesis imaginadas en favor de la propiedad deduciría el prin- cipio de igualdad que la destruye. He afirmado también que toda mi argumentación sólo ha de consistir en esto: descubrir en el fondo de todos los razonamientos la igualdad, del mismo modo que habré de demostrar algún día que el principio de propiedad falsea las ciencias de la economía, del derecho y del poder, y las separa de su verdadero camino.

Ahora bien; ¿no es cierto, volviendo a M. Cousin, que si la libertad del hombre es santa, es santa por el mismo título en todos los individuos; que si necesita de la propiedad para exte- riorizarse, es decir, para vivir, esta apropiación de la materia es a todos igualmente precisa; que si quiero ser respetado en mi derecho de apropiación, debo respetar a los demás en el suyo, y por consecuencia, que si en el concepto de lo infinito el poder de apropiación de la libertad no tiene más límites que ella mis- ma, en la esfera de lo finito ese mismo poder se halla limitado por la relación matemática entre el número de las libertades y el espacio que ocupen? ¿No se sigue de aquí que si una libertad no puede estorbar a otra libertad coetánea en el hecho de apro- piarse una materia igual a la suya, tampoco podrá menoscabar esa facultad a las libertades futuras, porque mientras que el individuo pasa, la universalidad persiste, y la ley de un organis- mo perdurable no puede depender de simples y pasajeros acci- dentes? Y de todo esto, ¿no se desprende en conclusión que siempre que nazca un ser dotado de libertad es necesario que los demás reduzcan su esfera de acción, haciendo puesto al nuevo semejante, y por deber recíproco, que si el recién llegado es designado heredero de otro individuo ya existente, el derecho de sucesión no constituye para él un derecho de acumulación, sino solamente un derecho de opción?

He seguido a Cousin hasta en su propio estilo, y lo siento. ¿Acaso es preciso emplear términos tan pomposos, frases tan sonoras, para decir cosas tan sencillas? El hombre tiene necesi- dad de trabajar para vivir; por consiguiente, tiene necesidad de instrumentos y de materias de producción. Esta necesidad de producir constituye un derecho; pero este derecho es garantiza- do por sus semejantes, a cuyo favor contrae él a su vez idéntica obligación. Cien mil hombres se establecen en un territorio des- poblado, tan grande como Francia. El derecho de cada uno al capital territorial es de una cienmilésima parte. Si el número de poseedores aumenta, la parte de cada uno disminuye en pro- porción a ese aumento. De modo que si el número de habitan- tes asciende a 34 millones, el derecho de cada uno será de una 34 millonésima parte. Estableced entonces la policía, el gobier- no, el trabajo, los cambios, las sucesiones, etcétera, para que los medios de trabajo permanezcan siempre iguales y para que cada uno sea libre, y tendréis una sociedad perfecta.

De todos los defensores de la propiedad, es Cousin el que mejor la ha fundado. Sostiene, en contra de los economistas, que el trabajo no puede dar un derecho de propiedad si no está precedido de la ocupación; y en contra de los legistas, que la ley civil puede determinar y aplicar un derecho natural, pero no crearlo. No basta decir: "El derecho de propiedad está justifica- do por el hecho de la propiedad, y en cuanto a este particular, la ley civil es puramente declaratoria", esto es confesar que nada se puede refutar a quienes impugnan la legitimidad del hecho mismo. Todo derecho debe justificarse por sí mismo o por otro derecho anterior; la propiedad no puede escapar a esta alterna- tiva. He aquí por qué Cousin lo ha fundado en lo que se llama la santidad de la persona humana, y en el acto por el cual la volun- tad se asimila una cosa. "Una vez tocadas por el hombre -dice un discípulo de Cousin-, las cosas reciben de él una cualidad que las transforma y las humaniza." Confieso, por mi parte, que yo no creo en la magia y que no conozco nada que sea menos santo que la voluntad del hombre. Pero esta teoría, por endeble que sea, tanto en psicología como en derecho, tiene al menos un carácter más filosófico y profundo que las que fundan la propiedad solamente en el trabajo o en la autoridad de la ley: por eso, según acabamos de ver, la teoría de Cousin conduce a la igualdad, la cual está latente en todos sus términos.

Pero quizá la filosofía vea las cosas desde muy alto, sin per- cibir por ello su lado práctico. Quizá desde la elevada altura de la especulación, los hombres parezcan muy pequeños para que el metafísico tenga presentes las diferencias que los separan; quizás, en fin, la igualdad de condiciones sea uno de esos afo- rismos, verdaderos en su sublime generalidad, pero que sería ridículo y aun peligroso aplicar rigurosamente en el uso co- rriente de la vida y de las transacciones sociales. Sin duda, es de imitar en este caso la sabia reserva de los moralistas y juriscon- sultos que aconsejan no extremar ninguna conclusión y previe- nen contra toda definición, porque según dicen, no hay ningu- na que no pueda impugnarse deduciendo de ella consecuencias absurdas. La igualdad de condiciones, este dogma terrible para los oídos del propietario, verdad consoladora en el lecho del pobre que desfallece, imponente realidad bajo el escalpelo del anatomista, la igualdad de condiciones, repito, llevada al orden político, civil e industrial, es, a juicio de los filósofos, una se- ductora imposibilidad, una satánica mentira.

Jamás creeré bueno el sistema de sorprender la buena fe de mis lectores. Odio tanto como a la muerte a quien emplea sub- terfugios en sus palabras y en su conducta. Desde la primera página de este libro me he expresado en forma clara y termi- nante, para que todos sepan desde luego a qué atenerse respec- to de mis pensamientos y de mis propósitos, y considero difícil hallar en nadie ni más franqueza ni más osadía. Pues bien; no temo afirmar que no está muy lejos el tiempo en que la reserva tan admirada en los filósofos, el justo medio tan recomendado por los doctores en ciencias morales y políticas, han de estimar- se como el carácter de una ciencia sin principios, como el estig- ma de su reprobación. En legislación y en moral, como en geo- metría, los axiomas son absolutos, las definiciones ciertas y las consecuencias más extremas, siempre que sean rigurosamente deducidas, verdaderas leyes. ¡Deplorable orgullo! No sabemos nada de nuestra naturaleza y le atribuimos nuestras contradic- ciones y, en el entusiasmo de nuestra estúpida ignorancia, nos atrevemos a decir: la verdad está en la duda, la mejor defini- ción consiste en no definir nada. Algún día sabremos si esta desoladora incertidumbre de la jurisprudencia procede de su objeto o de nuestros prejuicios, si para explicar los hechos so- ciales sólo es preciso cambiar de hipótesis, como hizo Copérnico cuando rebatió el sistema de Ptolomeo.

Pero ¿qué se dirá si demuestro que en todo momento esta misma jurisprudencia argumenta con la igualdad para legiti- mar el derecho de propiedad? ¿Qué se me contestará entonces?

III. - DE LA LEY CIVIL COMO FUNDAMENTO Y SANCIÓN DE LA PROPIEDAD

Pothier parece creer que la propiedad, al igual de la realeza, es de derecho divino y hace remontar su origen hasta el mismo Dios. He aquí sus palabras: "Dios tiene el supremo dominio del Universo y de todas las cosas que en él existen. Para el género humano ha creado la tierra y los seres que la habitan, conce- diéndole un dominio subordinado al suyo: Tú lo has estableci- do sobre tus propias obras; tú has puesto la Naturaleza bajo sus pies, dice el Salmista. Dios hizo esta donación al género humano con estas palabras que dirigió a nuestros primeros pa- dres después de la creación: Creced y multiplicaos, y ocupad la tierra", etcétera.

Leyendo este magnífico exordio, ¿quién no cree que el géne- ro humano es como una gran familia que vive en fraternal unión, bajo la autoridad de un padre venerable? Pero ¡cuántos herma- nos enemigos, cuántos padres desnaturalizados, cuántos hijos pródigos!

¿Dios ha hecho donación de la tierra al género humano? Entonces, ¿por qué no he recibido yo nada? Él ha puesto la naturaleza bajo mis pies, ¡y, sin embargo, no tengo dónde recli- nar mi cabeza! Multiplicaos, nos dice por boca de su intérprete Pothier. ¡Ah! sabio Pothier, esto se hace mejor que se dice; pero antes es necesario que facilitéis al pájaro ramas para tejer su nido.

"Una vez multiplicado el género humano, los hombres re- partieron entre sí la tierra y las cosas que sobre ella había; lo que correspondió a cada uno comenzó a pertenecerle con exclusión de los demás; éste es el origen del derecho de propiedad." Decid del derecho de posesión. Los hombres vivían en una comunidad, positiva o negativa, que esto importa poco; pero no había propiedad, puesto que ni aun había exclusivismo en la posesión. El aumento de población obligó al hombre a trabajar para aumentar las subsistencias, y entonces se convino, solem- ne o tácitamente, en que el trabajador era único propietario del producto de su trabajo; esto quiere decir que se estableció una convención, declarando que nadie podría vivir sin trabajar. De aquí se sigue necesariamente que para obtener igualdad de sub- sistencias era menester facilitar igualdad de trabajo, y que para que el trabajo fuese igual, eran precisos medios iguales para realizarlo. Quien, sin trabajar, se apoderase por fuerza o por engaño de la subsistencia de otro, rompía la igualdad y estaba fuera de la ley. Quien acaparase los medios de producción, bajo pretexto de una mayor actividad, destruía también la igualdad. Siendo, pues, en esa época la igualdad la expresión del derecho, lo que atentase a la igualdad era injusto.

De este modo nació con el trabajo la posesión privada, el derecho en la cosa, ¿pero en qué cosa? Evidentemente en el producto, no en el suelo; así es como lo han entendido siempre los árabes y como, según las relaciones de César y de Tácito, lo comprendían los germanos. "Los árabes -dice M. de Sismondi-, que reconocen la propiedad del hombre sobre los rebaños que apacienta, jamás disputan la recolección a quien sembró un campo, pero no ven la razón de negar a cualquier otro el dere- cho de sembrarlo a su vez. La desigualdad que resulta del pre- tendido derecho del primer ocupante no les parece fundada en ningún principio de justicia; y si el terreno está distribuido en- tre determinado número de habitantes, les parece un monopo- lio de éstos en perjuicio del resto de la nación, con el que no quieren conformarse..."

En otras partes la tierra fue distribuida entre sus poblado- res. Admito que de este reparto resulte una mejor organización entre los trabajadores, y que este sistema de repartición, fijo y duradero, ofreciera más ventajas. Pero ¿cómo ha podido cons- tituir esta adjudicación a favor de cada partícipe un derecho transmisible de propiedad sobre una cosa a la que todos tenían un derecho inalterable de posesión? Según la jurisprudencia, esta transformación del poseedor en propietario es legalmente imposible: implica en el derecho procesal primitivo la acumula- ción de la acción posesoria y de la petitoria, y admitida la exis- tencia de una mutua concesión entre los partícipes, supone una transacción sobre un derecho natural. Cierto que los primeros agricultores, que fueron también los primeros autores de las leyes, no eran tan sabios como nuestros legistas, y aun cuando lo hubieran sido, no lo hubiesen hecho peor que ellos. Por eso no previeron las consecuencias de la transformación del dere- cho de posesión individual en propiedad absoluta.

Refuto a los jurisconsultos con sus propias máximas.

El derecho de propiedad, si pudiese tener alguna causa, no podría tener más que una sola: Dominium non potest nisi ex una causa contingere. Se puede poseer por varios títulos, pero no se puede ser propietario sino por uno solo. El campo que he desbrozado, que cultivo, sobre el que he construido mi casa, que me proporciona con sus frutos el alimento, que me permite sostener mi rebaño, puede estar en mi posesión: 1º, a título de primer ocupante; 2º, a título de trabajador; 3º, en virtud del contrato social que me lo asignó como partícipe. Pero ninguno de estos títulos me concede el derecho de dominio o de propie- dad. Porque si invoco el derecho de ocupación, la sociedad puede contestarme: "Estoy antes que tú". Si hago valer mi trabajo, me diría: "Sólo con esa condición lo posees". Si me fundo en las convenciones, me replicaría: "Esas convenciones establecen precisamente la cualidad de usufructuario". Tales son, sin em- bargo, los únicos títulos que los propietarios presentan; jamás han podido encontrar otros mejores.

En efecto, todo derecho, según nos enseña Pothier, supone una causa que lo produce en beneficio de la persona que lo ejercita. Pero en el hombre que nace y que muere, en ese hijo de la tierra que pasa rápidamente como un fantasma, sólo exis- ten, en cuanto a las cosas exteriores, títulos de posesión y no de propiedad. ¿Cómo ha podido reconocer la sociedad un de- recho contra sí misma, a pesar de no existir causa que lo pro- dujese? ¿Cómo, estableciendo la posesión, ha podido conce- der la propiedad? ¿Cómo ha sancionado la ley este abuso de poder?

El alemán Aucillón responde a esto: "Algunos filósofos pre- tenden que el hombre, al aplicar su esfuerzo a un objeto de la Naturaleza, a un campo, a un árbol, sólo adquiere derecho so- bre las alteraciones que haga, sobre la forma que dé al objeto y no sobre el objeto mismo. ¡Vana distinción! Si la forma pudiera separarse del objeto, quizá cupiese duda; pero como eso es casi siempre imposible, la aplicación del esfuerzo humano a las dis- tintas partes del mundo exterior es el primer fundamento del derecho de propiedad, el primer origen de los bienes".

¡Ridículo pretexto! Si la forma no puede ser separada del objeto, ni la propiedad de la posesión, es preciso distribuir la posesión. A la sociedad corresponde en todo caso el derecho de fijar condiciones a la propiedad. Supongamos que una finca rústica rinde anualmente 10.000 francos de productos líqui- dos, y que (esto sería verdaderamente extraordinario) esa finca no puede dividirse. Supongamos también que, según cálculos prudentes, el gasto medio anual de cada familia es de 3.000 francos. Con arreglo a mi criterio, el poseedor de esa propiedad debe estar obligado a abonar a la sociedad un valor equivalente a 10.000 francos anuales, previa deducción de todos los gastos de explotación y de los 3.000 necesarios al sostenimiento de su familia. Este pago anual no es el de un arrendamiento, sino el de una indemnización.

La justicia hoy en uso expondría su opinión en la siguiente forma: "Considerando que el trabajo altera la forma de las co- sas, y como la forma y la materia no pueden separarse sin des- truir el objeto mismo, es necesario optar por que la sociedad sea desheredada, o por que el trabajador pierda el fruto de su trabajo: Considerando que en cualquier otro caso la propiedad de la materia supondría la de lo que por accesión se le hubiera incorporado, pero en el de que se trata, la propiedad de lo acce- sorio implica la de lo principal. Se declara que el derecho de apropiación, por razón del trabajo, no es admisible contra los particulares, y en cambio tendrá lugar contra la sociedad". Tal es el constante modo de razonar de los jurisconsultos sobre la propiedad. La ley se ha establecido para determinar los derechos de los hombres entre sí, es decir, del individuo para con el individuo y del individuo para con la sociedad. Y como si una proporción pudiese subsistir con menos de cuatro térmi- nos, los jurisconsultos prescinden siempre del último. Mientras el hombre se halla en oposición con el hombre, la propiedad sirve de peso a la propiedad, y ambas fuerzas contrarias se equi- libran. Pero cuando el hombre se encuentra aislado, es decir, en oposición a la sociedad que él mismo representa, la jurispru- dencia enmudece, Themis pierde un platillo de su balanza. Oigamos al profesor de Rennes, al sabio Touiller: "¿Cómo la preferencia originada por la ocupación se ha convertido des- pués en una propiedad estable y permanente, a pesar de poder ser impugnada desde el momento en que el primer ocupante cesase en su posesión? La agricultura fue una consecuencia na- tural de la multiplicación del género humano, y la agricultura, a su vez, favoreció la población e hizo necesario el reconoci- miento de una propiedad permanente, porque ¿quién se habría tomado el trabajo de labrar y sembrar, si no tuviera la seguri- dad de recolectar los frutos?".

Para tranquilizar al labrador bastaría asegurarle la posesión de los frutos. Concedamos además que se lo mantuviera en su ocupación territorial mientras continuase su cultivo. Todo esto era cuanto tenía derecho a esperar, cuanto exigía el progreso de la civilización. Pero ¿la propiedad? ¡el derecho sobre un suelo que no se ocupa ni se cultiva! ¿Quién lo ha autorizado para otorgárselo? ¿Cómo podrá legitimarse?

"La agricultura no fue por sí sola bastante para establecer la propiedad permanente; se necesitaron leyes positivas, magis- trados para aplicarlas; en una palabra, el Estado político. La multiplicación del género humano hizo precisa la agricultura; la necesidad de asegurar al cultivador los frutos de su trabajo exigió una propiedad permanente y leyes para protegerla. Así, pues, a la propiedad debemos la creación del Estado."

Es verdad, del Estado político, tal como está establecido, Estado que primero fue despotismo, luego monarquía, después autocracia, hoy democracia y siempre tiranía.

"Sin el lazo de la propiedad no hubiera sido posible someter a los hombres al yugo saludable de la ley, y sin la propiedad permanente la tierra hubiera continuado siendo un inmenso bosque. Afirmamos, pues, con los autores más respetables, que si la propiedad transitoria, o sea el derecho de preferencia que se funda en la ocupación, es anterior a la existencia de la socie- dad civil, la propiedad permanente, tal como hoy la conoce- mos, es obra del derecho civil. Ése es el que ha sancionado la máxima de que la propiedad, una vez adquirida, no se pierde sino por acto del propietario, y que se conserva después de per- dida la posesión de la cosa, aunque ésta se encuentre en poder de un tercero. Así la propiedad y la posesión, que en el estado primitivo estaban confundidas, llegan a ser, por el derecho ci- vil, dos conceptos distintos e independientes; conceptos que, según la expresión de las leyes, nada tienen entre sí de común. Obsérvese por esto qué prodigioso cambio se ha realizado en la propiedad y cómo las leyes civiles han alterado la Naturaleza."

En efecto; la ley, al constituir la propiedad, no ha sido la expresión de un hecho psicológico, el desarrollo de una ley na- tural, la aplicación de un principio moral. La ley, por el contra- rio, ha creado un derecho fuera del círculo de sus atribuciones; ha dado forma a una abstracción, a una metáfora, a una fic- ción; y todo esto sin dignarse prever las consecuencias, sin ocu- parse de sus inconvenientes, sin investigar si obraba bien o mal. Ha sancionado el egoísmo, ha amparado pretensiones mons- truosas, ha accedido a torpes estímulos, como si estuviera en su poder abrir un abismo sin fondo y dar satisfacción al mal. Ley ciega, ley del hombre ignorante, ley que no es ley; palabra de discordia, de mentira y de guerra. La ley, surgiendo siempre rejuvenecida y restaurada, como la salvaguardia de las socieda- des, es la que ha turbado la conciencia de los pueblos, oscure- ciendo la razón de los sabios y originando las catástrofes de las naciones. Condenada por el cristianismo, defiéndenla hoy sus ignorantes ministros, tan poco celosos de estudiar la Naturale- za y el hombre como incapaces de leer sus Sagradas Escrituras. Pero, en definitiva, ¿qué norma siguió la ley al crear la pro- piedad? ¿Qué principio la inspiró? ¿Cuál era su regla? En esto no hay duda posible: ese principio fue la igualdad.

La agricultura fue el fundamento de la propiedad territorial y la causa ocasional de la propiedad. No bastaba asegurar al cultivador el fruto de su trabajo; era además preciso garantizar el medio de producir. Para amparar al débil contra las expolia- ciones del fuerte, para suprimir las violencias y los fraudes, se sintió la necesidad de establecer entre los poseedores límites de demarcación permanentes, obstáculos infranqueables. Cada año veíase aumentar la población y crecer la codicia de los colonos. Se creyó poner un freno a la ambición señalando límites que la contuviesen. El suelo fue, pues, apropiado en razón de una igual- dad indispensable a la seguridad pública y al pacífico disfrute de cada poseedor. No cabe duda de que el reparto no fue geográficamente igual. Múltiples derechos, algunos fundados en la Naturaleza, pero mal interpretados y peor aplicados, como las sucesiones, las donaciones, los cambios, y otros, como los privilegios de nacimiento y de dignidad, creaciones ilegítimas de la ignorancia y de la fuerza bruta, fueron otras tantas causas que impidieron la igualdad absoluta. Pero el principio no se altera por esto. La igualdad había consagrado la posesión, y la igualdad consagró la propiedad.

Necesitaba el agricultor un campo que sembrar todos los años: ¿qué sistema más cómodo y más sencillo podía seguir que el de asignar a cada habitante un patrimonio fijo e inalienable, en vez de comenzar cada año a disputarse las propiedades y a transportar de territorio en territorio la casa, los muebles y la familia?

Era necesario que el guerrero, al regresar de una campaña, no se viese desposeído por los servicios que había prestado a la patria y que recobrase su heredad. Para esto la costumbre ad- mitió que para conservar la propiedad bastaba únicamente la intención, nudo animo, y que no se perdía aquélla sino en vir- tud del consentimiento del mismo propietario.

Era necesario también que la igualdad de las participacio- nes territoriales se mantuviese de generación en generación, sin obligación de renovar la distribución de las tierras a la desaparición de cada familia. Pareció, por tanto, natural y jus- to que los ascendientes y los descendientes, según el grado de consanguinidad o de afinidad que los unía con el difunto, le sucediesen en sus bienes. De ahí procede, en primer término, la costumbre feudal y patriarcal de no reconocer más que un heredero. Después, por el principio de igualdad, fue la admi- sión de todos los hijos a la sucesión del padre; y más reciente- mente, en nuestro tiempo, la abolición definitiva del derecho de primogenitura.

Pero ¿qué hay de común entre estos groseros bosquejos de organización instintiva y la verdadera ciencia social? ¿Cómo esos hombres, que no tenían la menor idea de estadística, de catastro ni de economía política, pudieron imponernos los prin- cipios de nuestra legislación?

La ley, dice un jurisconsulto moderno, es la expresión de una necesidad social, la declaración de un hecho: el legislador no la hace, la escribe. Esta definición no es del todo exacta. La ley es la regla por la cual deben satisfacerse las necesidades sociales. El pueblo no la vota, el legislador no la inventa; es el sabio quien la descubre y la formula. De todos modos, la ley, tal como Comte la ha definido en un extenso trabajo consagra- do casi por completo a ese objeto, no podría ser en su origen más que la expresión de una necesidad y la indicación de los medios para remediarla; y hasta el presente no ha sido tampoco otra cosa. Los legistas, con una exactitud mecánica, llenos de obstinación, enemigos de toda filosofía, esclavos del sentido literal, han considerado siempre como la última palabra de la ciencia lo que sólo fue el voto irreflexivo de hombres de buena fe, pero faltos de previsión.

No preveían, en efecto, estos primitivos fundadores del do- minio, que el derecho perpetuo y absoluto a conservar un patri- monio, derecho que les parecía equitativo, porque entonces era común, supone el derecho de enajenar, de vender, de donar, de adquirir y de perder, y que, por consecuencia, tal derecho con- duce nada menos que a la destrucción de la misma igualdad en cuyo honor lo establecieron. Además, aun cuando lo hubieran podido prever, no lo hubieran tenido en cuenta por impedirlo la necesidad inmediata que los estimulaba. Esto aparte de que, como ocurre de ordinario, los inconvenientes son en un princi- pio muy pequeños y pasan casi inadvertidos.

No previeron esos cándidos legisladores que el principio de que la propiedad se conserva solamente por la intención impli- ca el derecho de arrendar, de prestar con interés, de lucrarse en cambio, de crearse rentas, de imponer un tributo sobre la pose- sión de la tierra, cuya propiedad está reservada por la posesión, mientras su dueño vive alejado de ella. No previeron esos pa- triarcas de nuestra jurisprudencia que si el derecho de sucesión no era el modo natural de conservar la igualdad de las primiti- vas porciones, bien pronto las familias serían víctimas de las más injustas exclusiones, y la sociedad, herida de muerte por uno de sus más sagrados principios, se destruiría a sí misma entre la opulencia y la miseria.

No previeron tampoco... Pero no hay necesidad de insistir en ello. Las consecuencias se perciben demasiado por sí mismas y no es éste el momento de hacer una crítica al Código civil. La historia de la propiedad en los tiempos antiguos no es para nosotros más que un motivo de erudición y de curiosidad. Es regla de jurisprudencia que el hecho no produce el derecho; la propiedad no puede sustraerse a esta regla. Por tanto, el re- conocimiento universal del derecho de propiedad no legitima el derecho de propiedad. El hombre se ha equivocado sobre la constitución de las sociedades, sobre la naturaleza del derecho, sobre la aplicación de lo justo, de igual modo que sobre la cau- sa de los meteoros y sobre el movimiento de los cuerpos celes- tes; sus antiguas opiniones no pueden ser tomadas por artículos de fe. ¿Qué nos importa que la raza india estuviese dividida en cuatro castas; ni que en las orillas del Nilo y del Ganges se distribuyese la tierra entre los nobles y los sacerdotes; ni que los griegos y los romanos colocaran la propiedad bajo el amparo de los dioses; ni que las operaciones de deslinde y medición de fincas se celebraran entre ellos con solemnidades y ceremonias religiosas? La variedad de las formas del privilegio no las salva de la injusticia; el culto de Júpiter propietario (Zeus klesios) nada prueba contra la igualdad de los ciudadanos, de igual modo que los misterios de Venus, la impúdica, nada demuestran con- tra la castidad conyugal.

La autoridad del género humano afirmando el derecho de propiedad es nula, porque este derecho, originado necesaria- mente por la igualdad, está en contradicción con su principio. El voto favorable de las religiones que lo han consagrado es también nulo, porque en todos los tiempos el sacerdote se ha puesto al servicio del poderoso y los dioses han hablado siem- pre como convenía a los políticos. Las utilidades sociales que se atribuyen a la propiedad no pueden citarse en su descargo, por- que todas provienen del principio de igualdad en la posesión, que le es inherente.

¿Qué valor tiene, después de lo dicho, el siguiente ditirambo en honor de la propiedad, compuesto por Giraud en su libro sobre La propiedad entre los romanos?

"La institución del derecho de propiedad es la más impor- tante de las instituciones humanas..." Ya lo creo; como la mo- narquía es la más gloriosa.

"Causa primera de la propiedad del hombre sobre la tie- rra." Porque entonces suponía la justicia.

"La propiedad llegó a ser el objeto legítimo de su ambición, el anhelo de su existencia, el asilo de su familia, en una palabra, la piedra fundamental del hogar doméstico de la ciudad y del Estado político." Sólo la posesión ha producido todo eso.

"Principio eterno..." La propiedad es eterna como toda negación.

"De toda institución social y de toda institución civil..." He ahí por qué toda institución y toda ley fundada en la propiedad perecerá.

"Es un bien tan precioso como la libertad." Para el propie- tario enriquecido.

"En efecto, el cultivo de la tierra laborable..." Si el cultiva- dor dejase de ser arrendatario, ¿estaría la tierra por eso peor cultivada?

"La garantía y la moralidad del trabajo..." Por causa de la propiedad, el trabajo no es una condición, es un privilegio. "La aplicación de la justicia..." ¿Qué es la justicia sin la igualdad económica? Una balanza... con pesos falsos.

"Toda moral..." Vientre famélico no conoce la moral.

"Todo orden público..." Sí, la conservación de la propiedad.

"Se funda en el derecho de propiedad." Piedra angular de todo lo que existe, falso cimiento de todo lo que debe existir: ésa es la propiedad.

Resumo y concluyo:

La ocupación no sólo conduce a la igualdad, sino que impi- de la propiedad. Porque si todo hombre tiene derecho de ocu- pación en cuanto existe y no puede vivir sin tener una materia de explotación y de trabajo, y si, por otra parte, el número de ocupantes varía continuamente por los nacimientos y las de- funciones, fuerza es deducir que la porción que a cada trabaja- dor corresponde es tan variable como el número de ocupantes, y, por consecuencia, que la ocupación está siempre subordina- da a la población, y, finalmente, que no pudiendo en derecho ser fija la posesión, es imposible en hecho que llegue a conver- tirse en propiedad.

Todo ocupante es, pues, necesariamente poseedor o usufruc- tuario, carácter que excluye el de propietario. El derecho del usufructuario impone las obligaciones siguientes: ser responsa- ble de la cosa que le fue confiada; usar de ella conforme a la utilidad general, atendiendo a su conservación y a su produc- ción; no poder transformarla, menoscabarla, desnaturalizarla, ni dividir el usufructo de manera que otro la explote, mientras él recoge el producto. En una palabra, el usufructuario está bajo la inspección de la sociedad, y sometido a la condición del trabajo y a la ley de igualdad.

En este concepto queda destruida la definición romana de la propiedad: derecho de usar y de abusar, inmoralidad nacida de la violencia, la más monstruosa pretensión que las leyes civiles han sancionado jamás. El hombre recibe el usufructo de manos de la sociedad, que es la única que posee de un modo perma- nente. El individuo pasa, la sociedad no muere jamás. ¡Qué profundo disgusto se apodera de mí al discutir tan tri- viales verdades! ¿Son éstas las cosas de que aún dudamos? ¿Será necesario rebelarse una vez más para el triunfo de estas ideas? ¿Podrá la violencia, en defecto de la razón, traducirlas en leyes?

El derecho de ocupación es igual para todos. No dependien- do de la voluntad, sino de las condiciones variables del espacio y del número, la extensión de ese derecho, no pudo constituirse la propiedad.

¡Esto es lo que ningún Código ha expresado, lo que ninguna Constitución puede admitir! ¡Ésos son los axiomas que recha- zan el derecho civil y el derecho de gentes!...

Llegan hasta mí las protestas de los partidarios del tercer sistema, que dicen: "El trabajo, el trabajo es el que origina la propiedad".

No hagas caso, lector. Te aseguro que este nuevo fundamen- to de la propiedad es peor que el primero.

CAPÍTULO III
DEL TRABAJO COMO CAUSA EFICIENTE DEL DERECHO DE PROPIEDAD

Casi todos los jurisconsultos, siguiendo a los economistas, han abandonado la teoría de la ocupación primitiva, que consi- deraban demasiado ruinosa, para defender exclusivamente la que funda la propiedad en el trabajo. Pero, a pesar de haber cambiado de criterio, continúan forjándose ilusiones y dando vueltas dentro de un círculo de hierro. "Para trabajar es nece- sario ocupar", ha dicho Cousin. Por consiguiente, digo yo a mi vez: siendo igual para todos el derecho de ocupación, es preciso para trabajar someterse a la igualdad. "Los ricos -escribe Juan Jacobo Rousseau- suelen decir: yo he construido ese muro, yo he adquirido este terreno por mi trabajo. ¿Y quién os ha conce- dido los linderos? -podemos replicarle-. ¿Y por qué razón pre- tendéis ser compensados a nuestra costa de un trabajo al que no os hemos obligado?" Todos los sofismas se estrellan ante este razonamiento.

Pero los partidarios del trabajo no advierten que su sistema está en abierta contradicción con el Código, cuyos artículos y disposiciones suponen a la propiedad fundada en el hecho de la ocupación primitiva. Si el trabajo, por la apropiación que de él resulta, es por sí solo la causa de la propiedad, el Código civil miente; la Constitución es una antítesis de la verdad; todo nues- tro sistema social una violación del derecho. Esto es lo que re- sultará demostrado hasta la evidencia de la discusión que enta- blaremos en este capítulo y en el siguiente, tanto sobre el dere- cho del trabajo como sobre el hecho mismo de la propiedad. Al propio tiempo veremos, de un lado, que nuestra legislación está en oposición consigo misma, y de otro, que la jurisprudencia contradice sus principios y los de la legislación.

He afirmado anteriormente que el sistema que funda la pro- piedad en el trabajo presupone la igualdad de bienes, y el lector debe estar impaciente por ver cómo de la desigualdad de las aptitudes y de las facultades humanas ha de surgir esta ley de igualdad: en seguida será satisfecho. Pero conviene que fije un momento su atención en un incidente interesantísimo del pro- ceso, a saber: la sustitución del trabajo a la ocupación, como principio de la propiedad, y que pase rápidamente revista a ciertos prejuicios que los propietarios tienen costumbre de in- vocar, que las leyes consagran y el sistema del trabajo destroza por completo.

¿Has presenciado alguna vez, lector, el interrogatorio de un acusado? ¿Has observado sus engaños, sus rectificaciones, sus huidas, sus distinciones, sus equívocos? Vencido, confundido en todas sus alegaciones, perseguido como fiera salvaje por el juez inexorable, abandona un supuesto por otro, afirma, niega, se reprende, se rectifica; acude a todas las estratagemas de la dialéctica más sutil, con un ingenio mil veces mayor que el del inventor de las setenta y dos formas de silogismos. Eso mismo hace el propietario obligado a la justificación de su derecho. Al principio, rehúsa contestar, protesta, amenaza, desafía; después, forzado a aceptar el debate, se parapeta en el sofisma, se rodea de una formidable artillería, excita su acometividad y presenta como justificantes, uno a otro y todos juntos, la ocupación, la posesión, la prescripción, las convenciones, la costumbre inme- morial, el consentimiento universal. Vencido en este terreno, el propietario se rehace. "He hecho algo más que ocupar -excla- ma con terrible emoción-, he trabajado, he producido, he me- jorado, transformado, CREADO . Esta casa, estos árboles, estos campos, son obra de mis manos; yo he sido quien ha puesto la vid en el lugar de la planta silvestre, la higuera en el del arbusto salvaje; yo soy quien hoy siembra en tierras ayer yermas. He regado el suelo con mi sudor, he pagado a los obreros que, a no ser por los jornales que conmigo ganaban, hubieran muerto de hambre. Nadie me ha ayudado en el trabajo ni en el gasto; nadie participará de sus productos."

¡Has trabajado, propietario! ¿A qué hablas entonces de ocupación primitiva? ¿Es que no estás seguro de tu derecho y crees poder engañar a los hombres y sorprender a la justi- cia? Apresúrate a formular tus alegaciones de defensa, por- que la sentencia será inapelable, y ya sabes que se trata de una reivindicación.

¡Conque has trabajado! Pero ¿qué hay de común entre el trabajo impuesto por deber natural y la apropiación de las co- sas comunes? ¿Ignoras que el dominio de la tierra, como el del aire y de la luz, no puede prescribir nunca?

¡Has trabajado! ¿No habrás hecho jamás trabajar a otros?

¿Cómo, entonces, han perdido ellos trabajando por ti lo que tú has sabido adquirir sin trabajar por ellos? ¡Has trabajado! En- horabuena; pero veamos tu obra. Vamos a contarla, a pesarla, a medirla. Éste será el juicio de Baltasar, porque juro por la balanza, por el nivel y por la escuadra, signos de tu justicia, que si te has apropiado del trabajo de otro, de cualquier manera que haya sido, devolverás hasta el último adarme.

El principio de la ocupación primitiva ha sido, pues, aban- donado. Ya no se dice: "La tierra es del primero que la ocupa". La propiedad, rechazada en su primera trinchera, tira el arma de su antiguo adagio. La justicia, recelosa, reflexiona sobre sus máximas, y la venda que cubría su frente cae sobre sus mejillas avergonzadas. ¡Y fue ayer cuando se inició el progreso de la filosofía social! ¡Cincuenta siglos para disipar una mentira! Durante ese lamentable período, ¡cuántas usurpaciones sancio- nadas, cuántas invasiones glorificadas, cuántas conquistas ben- decidas! ¡Cuántos ausentes desposeídos, cuántos pobres expa- triados, cuántos hambrientos víctimas de la riqueza rápida y osada! ¡Cuántas intranquilidades y luchas! ¡Qué de estragos y de guerras entre las naciones! Al fin, gracias al tiempo y a la razón, hoy se reconoce que la tierra no es premio de la pirate- ría; que hay lugar en su suelo para todos. Cada uno puede lle- var su cabra al prado y su vaca al valle, sembrar una parcela de tierra y cocer su pan al fuego tranquilo del hogar.

Pero no; no todos pueden hacerlo. Oigo gritar por todas partes: "¡Gloria al trabajo y a la industria! A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras". Y veo de nuevo desposeídas a las tres cuartas partes del género humano; diríase que el trabajo de los unos fecundiza, como agua del cielo, el de los demás.

"El problema está resuelto -afirma M. Hennequin-. La pro- piedad, hija del trabajo, no goza del presente ni del porvenir sino bajo la égida de las leyes. Su origen viene del derecho natu- ral; su poder del derecho civil, y en la combinación de estas dos ideas, trabajo y protección, se han inspirado las legislaciones positivas."

¡Ah! ¡El problema está resuelto! ¡La propiedad es hija del trabajo! ¿Qué es, en tal caso, el derecho de accesión, el de su- cesión, el de donación, etc., sino el derecho de convertirse en propietario por la simple ocupación? ¿Qué son vuestras leyes sobre la mayoría de edad, la emancipación, la tutela, la inter- dicción, sino condiciones diversas por las cuales el que ya es trabajador adquiere o pierde el derecho de ocupar, es decir, la propiedad?...

No pudiendo en este momento dedicarme a una discusión detallada del Código, me limitaré a examinar los tres prejuicios más frecuentemente alegados en favor de la propiedad: 1º, la apropiación o formación de la propiedad por la posesión; 2º, el consentimiento de los hombres; 3º, la prescripción. Investigaré a continuación cuáles son los factores del trabajo, ya con rela- ción a la condición respectiva de los trabajadores, ya con rela- ción a la propiedad.

I. - L A TIERRA NO PUEDE SER APROPIADA

"Las tierras laborables parece que debieran ser incluidas entre las riquezas naturales, puesto que no son creación humana, y la Naturaleza las da gratuitamente al hombre; pero como esta riqueza no es fugitiva como el aire y el agua, como un campo es un espacio fijo y circunscripto del que algunos hombres han podido apropiarse con exclusión de los demás, los cuales han prestado su consentimiento a esta apropiación, la tierra, que era un bien natural y gratuito, se ha convertido en una riqueza social, cuyo uso ha debido pagarse." (Say, Economía política.) ¿Tendré yo la culpa de afirmar que los economistas son la peor clase de autoridades en materia de legislación y de filoso- fía? Véase, si no, cómo el más significado de la secta, después de plantear la cuestión de si pueden ser propiedad privada los bienes de la Naturaleza, las riquezas creadas por la Providen- cia, la contesta con un equívoco tan grosero que no se sabe a qué imputarlo, si a falta de inteligencia o a exceso de mala fe.

¿Qué importa la condición inmueble del terreno para el dere- cho de apropiación? Comprendo que una cosa circunscrita y no fugitiva como la tierra se preste mejor a la apropiación que el agua y la luz, que sea más factible ejercitar un derecho de dominio sobre el suelo que sobre la atmósfera, pero no se trata de saber qué es más o menos fácil, y Say toma esa relativa faci- lidad por el derecho mismo. No se pregunta por qué la tierra ha sido apropiada antes que el mar y el aire; se trata de averiguar en virtud de qué derecho se ha apropiado el hombre esta rique- za que no ha creado y que la Naturaleza le ofrece gratuitamente.

No resuelve, pues, Say la cuestión que él mismo plantea.

Pero aun cuando la resolviese, aun cuando su explicación fuera tan satisfactoria como falta de lógica, quedaría por saber quién tiene derecho a hacer pagar el uso del suelo, que no ha sido creado por el hombre. ¿A quién se debe el fruto de la tierra? Al productor de ella, indudablemente. ¿Quién ha hecho la tierra? Dios. En este caso, señores propietarios, podéis retiraros.

Pero el Creador de la tierra no la vende, la regala, y al donarla no hace expresión nominal de los favorecidos. ¿Cómo, pues, entre todos sus hijos unos tienen la consideración de legítimos y otros la de bastardos? Si la igualdad de lotes fue de derecho primitivo, ¿cómo puede sancionarse la desigualdad de condi- ciones por un derecho posterior?

Say da a entender que si el aire y el agua no fuesen de natu- raleza fugitiva, también habrían sido apropiados. Observaré de paso que esto, más que una hipótesis, es una realidad. El aire y el agua han sido apropiados en cuanto es posible.

Habiendo descubierto los portugueses el paso a las Indias por el Cabo de Buena Esperanza, pretendieron que sólo a ellos correspondía la propiedad del itinerario; y Grotius, consulta- do sobre esta cuestión por los holandeses, que se negaban a reconocer tal derecho, escribió expresamente su tratado De mari libero, para probar que el mar no puede ser objeto de apropiación.

El derecho de caza y de pesca ha estado en todo tiempo reservado a los señores y a los propietarios. Hoy está reconoci- do por el Estado y los municipios a todos los que puedan pagar el impuesto correspondiente. Justo es que se reglamente la caza y la pesca, pero que se la repartan los favorecidos por la fortu- na es crear un monopolio sobre el aire y sobre el agua.

¿Qué es el pasaporte? Una recomendación en favor de la persona del viajero, un certificado de seguridad para él y para lo que le pertenece. El fisco, cuyo afán consiste en desnaturali- zar todas las buenas cosas, ha convertido el pasaporte en un medio de espionaje y en una gabela. ¿No es esto vender el dere- cho de andar y de moverse libremente? Finalmente, tampoco se permite sacar agua de una fuente enclavada en el terreno parti- cular sin permiso del propietario, porque, en virtud del derecho de accesión, la fuente pertenece al poseedor del suelo, a no ha- ber posesión contraria; ni tener vistas a un patio, jardín, huer- ta, sin consentimiento de su propietario; ni pasearse por parque ajeno contra la voluntad de su dueño; pero, en cambio, a éste se le permite cercarlo. Pues bien; todas esas prohibiciones son otras tantas limitaciones sagradas, no sólo del uso de la tierra, sino del aire y del agua. ¡Proletarios: a todos nosotros nos excomul- ga la propiedad!

La apropiación del más consistente de los elementos no ha podido realizarse sin la de los otros tres, puesto que, según el derecho francés y el romano, la propiedad del suelo implica la de lo que está encima y debajo, del subsuelo y del cielo.

Un hombre a quien se le impidiese andar por los caminos, detenerse en los campos, ponerse al abrigo de las inclemencias, encender lumbre, recoger los frutos y hierbas silvestres y hervir- los en un trozo de tierra cocida, ese hombre no podría vivir. La tierra, como el agua, el aire y la luz, es una materia de primera necesidad, de la que cada uno debe usar libremente, sin perjudi- car el disfrute ajeno; ¿por qué, entonces, está apropiada la tie- rra? La contestación de Ch. Comte es curiosa: Say decía que por no ser fugitiva; Ch. Comte afirma que por no ser infinita. La tierra es cosa limitada, luego, según Comte, debe ser cosa apro- piada. Lo lógico sería lo contrario, y así debiera decir que por ser finita no debe ser apropiada. Porque si uno se apropia deter- minada cantidad de aire o de luz, no puede resultar de ello daño a nadie; pero en cuanto al suelo, sucede lo contrario. Apodérese quien quiera o quien pueda de los rayos del sol, de la brisa que pasa, de las olas del mar; se lo permito, y además, le perdono su mala voluntad de privarme de ello; pero al hombre que preten- da transformar su derecho de posesión territorial en derecho de propiedad, le declaro la guerra y lo combato a todo trance. La argumentación de Ch. Comte va contra su propia tesis.

"Entre las cosas necesarias a nuestra conservación -dice- hay algunas en tan gran cantidad, que son inagotables; otras que existen en cantidad menos considerable y sólo pueden satisfa- cer las necesidades de un determinado número de personas. Las primeras se llaman comunes; las segundas particulares."

No es exacto este razonamiento: el agua, el aire y la luz son cosas comunes, no porque sean inagotables, sino porque son indispensables; tan indispensables, que por ello la Naturaleza parece haberlas creado en cantidad casi ilimitada, a fin de que su inmensidad las preservara de toda apropiación. Del mismo modo, la tierra es indispensable a nuestra conservación, y por tanto, cosa común, no susceptible de apropiación. Pero la tie- rra es mucho más limitada que los otros elementos, y su uso debe ser regulado, no en beneficio de algunos, sino en interés y para la seguridad de todos. En dos palabras: la igualdad de derechos se justifica por la igualdad de necesidad; pero la igual- dad de derechos, si la cosa es limitada, sólo puede realizarse mediante la igualdad en la posesión. Es una ley agraria lo que late en el fondo de los argumentos de Ch. Comte.

Bajo cualquier aspecto que se mire esta cuestión de la pro- piedad, cuando se quiere profundizar se llega a la igualdad. No insistiré más sobre la división de las cosas que pueden o no ser apropiadas; en este particular, economistas y jurisconsultos ri- valizan en decir tonterías. El Código civil, después de haber definido la propiedad, guarda silencio sobre las cosas suscepti- bles o no susceptibles de apropiación, y si habla de las que es- tán en el comercio es siempre sin determinar ni definir nada. Y sin embargo, no han faltado luminosos principios, como son los contenidos en estas triviales máximas: ad reges potestas omnium pertinet, ad singulos propietas; omnia rex imperio possidet, singuli dominio. ¡La soberanía social opuesta a la pro- piedad individual! ¿No parece esto una profecía de la igualdad, un oráculo republicano? Los ejemplos se ofrecen en gran nú- mero. En otro tiempo, los bienes de la Iglesia, los dominios de la Corona, los estados de la nobleza, eran inalienables e imprescriptibles. Si la Constitución, en vez de abolir ese privile- gio, lo hubiera reconocido a todo ciudadano, si hubiese decla- rado que el derecho al trabajo, como la libertad, no puede per- derse jamás, desde ese momento la revolución estaría consu- mada, y sólo faltaría procurar su perfeccionamiento.

II.
- E L CONSENTIMIENTO UNIVERSAL NO JUSTIFICA LA PROPIEDAD

En las palabras de Say, antes copiadas, no se percibe clara- mente si ese autor hace depender el derecho de propiedad de la cualidad no fugitiva del suelo o del consentimiento que ase- gura han prestado todos los hombres a esa apropiación. Tal es la construcción de su frase, que permite igualmente interpre- tarla en uno u otro sentido, y aun en los dos a la vez. De suerte que pudiera sostenerse que el autor ha querido decir: el dere- cho de propiedad nació primitivamente del ejercicio de la vo- luntad; la fijeza del suelo le dio ocasión de ser aplicado a la tierra, y el consentimiento universal ha sancionado después esa aplicación.

Sea de esto lo que quiera, ¿han podido legitimar los hom- bres la propiedad por su mutuo asentimiento? Lo niego. Tal contrato, aun teniendo por redactores a Grotius, a Montesquieu y a J. J. Rousseau, aun estando autorizado por la firma y rúbri- ca de todo el género humano, sería nulo de pleno derecho, y el acto en él contenido ilegal. El hombre no puede renunciar al trabajo ni a la libertad; reconocer el derecho de propiedad te- rritorial es renunciar al trabajo, puesto que es abdicar el medio para realizarlo, es transigir sobre un derecho natural y despo- jarse de la cualidad de hombre.

Pero quiero suponer que haya existido tal consentimiento tácito o expreso: ¿cuál sería su resultado? Las renuncias debie- ron ser recíprocas: no se abandona un derecho sin obtener, en cambio, otro equivalente. Caemos otra vez en la igualdad, con- dición sine qua non de toda apropiación. De modo que después de haber justificado la propiedad por el consentimiento univer- sal, es decir, por la igualdad, hay necesidad de justificar la des- igualdad de condiciones por la propiedad. Es imposible salir de este dilema.

En efecto, si según los términos del pacto social la propie- dad tiene por condición la igualdad, desde el momento en que esta igualdad no existe, el pacto queda infringido y toda pro- piedad es una usurpación. Nada se va ganando, pues, con acu- dir a este pretendido consentimiento de todos los hombres.

III.
- LA PROPIEDAD NO PUEDE ADQUIRIRSE POR PRESCRIPCIÓN

El derecho de propiedad ha sido el principio del mal sobre la tierra, el primer eslabón de la larga cadena de crímenes y de miserias que el género humano arrastra desde su nacimiento. La mentira de la prescripción es el hechizo con que se ha suges- tionado el pensamiento de los hombres, la palabra de muerte con que se ha amenazado a las conciencias para detener el pro- greso del hombre hacia la verdad y mantener la idolatría del error.

El Código francés define la prescripción como "un medio de adquirir los derechos y de librarse de las obligaciones por el transcurso del tiempo". Aplicando esta definición a las ideas, se puede emplear la palabra prescripción para designar el favor constante de que gozan las antiguas tradiciones cualquiera que sea su objeto; la oposición, muchas veces airada y sangrienta, que en todas las épocas hallan las nuevas creencias, haciendo del sabio un mártir. No hay descubrimiento ni pensamiento generoso que, a su entrada en el mundo, no haya encontrado una barrera formidable de opiniones, a modo de conjuración de todos los principios existentes. Prescripciones contra la ra- zón, prescripciones contra los hechos, prescripciones contra toda verdad antes desconocida, han sido el sumario de la filosofía del statu quo y el símbolo de los conservadores de todos los tiempos.

Cuando la reforma evangélica vino al mundo, existía la pres- cripción en favor de la violencia, del vicio y del egoísmo. Cuan- do Galileo, Descartes, Pascal y sus discípulos transformaron la filosofía y las ciencias, la prescripción amparaba la doctrina de Aristóteles. Cuando nuestros antepasados de 1789 reclamaron la libertad y la igualdad, existía la prescripción para la tiranía y el privilegio. "Hay y ha habido siempre propietarios, luego siem- pre los habrá." Y con esta profunda máxima, último esfuerzo del egoísmo expirante, los doctores de la desigualdad social creen contestar a los ataques de sus adversarios, imaginando, sin duda, que las ideas prescriben como la propiedad.

Alentados por la marcha triunfal de las ciencias a no des- confiar de nuestras opiniones, acogemos hoy con aplauso al observador de la naturaleza que, después de mil experiencias, fundado en un análisis profundo, persigue un principio nuevo, una ley ignorada. No rechazamos ya ninguna idea con el pre- texto de que han existido hombres más sabios que nosotros y no han observado los mismos fenómenos ni deducido las mis- mas consecuencias. ¿Por qué razón no hemos de seguir igual conducta en las cuestiones políticas y filosóficas? ¿Por qué la ridícula manía de afirmar que ya se ha dicho todo, lo que equi- vale a decir que nada hay ignorado por la inteligencia humana? ¿Por qué razón la máxima nada nuevo hay bajo el sol se ha reservado exclusivamente para las investigaciones metafísicas? Pues sencillamente porque todavía estamos acostumbrados a filosofar con la imaginación en lugar de hacerlo con la observa- ción y el método; porque imperando la fantasía y la voluntad en lugar del razonamiento y de los hechos, ha sido imposible hasta el presente distinguir al charlatán del filósofo, al sabio del impostor. Desde Salomón y Pitágoras, la imaginación se ha agotado en el estéril trabajo de inventar, no descubrir las leyes sociales y políticas. Se han propuesto ya todos los sistemas po- sibles. Desde este punto de vista, es probable que todo esté di- cho, pero no es menos cierto que todo queda por saber. En po- lítica (para no citar aquí más que esta rama de la filosofía), en política, cada cual toma partido según su pasión y su interés; el espíritu se somete a lo que la voluntad le impone; no hay cien- cia, no hay ni siquiera un indicio de certidumbre. Así, la igno- rancia general produce la tiranía general; y mientras la libertad del pensamiento está escrita en la Constitución, la servidumbre del pensamiento, bajo el nombre de preponderancia de las ma- yorías, se halla decretada igualmente en la Constitución.

Para impugnar la prescripción de que habla el Código no entablaré una discusión sobre el ánimo de no adquirir invoca- do por los propietarios. Sería esto muy enojoso y declamatorio. Todos saben que hay derechos que no pueden prescribir; y en cuanto a las cosas que se adquieren por el tiempo, nadie ignora que la prescripción exige ciertas condiciones, y que basta la omisión de una sola para que aquélla no exista. Si es cierto, por ejemplo, que la posesión de los propietarios ha sido civil, públi- ca, pacífica y no interrumpida, lo es también que carece de jus- to título, puesto que los únicos que presentan, la ocupación y el trabajo, favorecen tanto al proletario demandante como al pro- pietario demandado. Además, esa misma posesión carece de buena fe, porque tiene por fundamento un error de derecho, y el error de derecho impide la prescripción. Aquí el error de de- recho consiste ya en que el detentador posee a título de propie- dad no pudiendo poseer más que a título de usufructo, ya en que ha comprado una cosa que nadie tiene derecho a enajenar ni a vender.

Otra razón por la cual no puede ser invocada la prescrip- ción en favor de la propiedad, razón deducida de la misma ju- risprudencia, es que el derecho de posesión inmobiliaria forma parte de un derecho universal que ni aun en las más desastrosas épocas de la humanidad ha llegado a extinguirse; y bastaría a los proletarios probar que han ejercitado siempre alguna parte de ese derecho para ser reintegrado en la totalidad. El indivi- duo que tiene, por ejemplo, el derecho universal de poseer, do- nar, cambiar, prestar, arrendar, vender, transformar, o destruir la cosa, lo conserva íntegro por la realización de cualquiera de esos actos, el de prestar, verbigracia, aunque no manifieste nunca en otra forma su dominio. Del mismo modo, la igualdad de bienes, la igualdad de derechos, la libertad, la voluntad, la per- sonalidad, son otras tantas expresiones de una misma cosa, del derecho de conservación y de reproducción; en una palabra, del derecho a vivir, contra el cual la prescripción no puede co- menzar a correr sino desde el día de la exterminación del géne- ro humano.

Finalmente, en cuanto al tiempo requerido para la prescrip- ción, estimo superfluo demostrar que el derecho de propiedad, en general, no puede adquirirse por ninguna posesión de diez, veinte, ciento, mil ni cien mil años, y que mientras haya un hombre capaz de comprender e impugnar el derecho de propie- dad, tal derecho no habrá prescripto. Porque no es lo mismo un principio de la jurisprudencia, un axioma de la razón, que un hecho accidental y contingente. La posesión de un hombre pue- de prescribir contra la posesión de otro hombre, pero así como el poseedor no puede ganar la prescripción contra sí mismo, la razón conserva siempre la facultad de rectificarse y modificarse: el error presente no la obliga para el porvenir. La razón es eter- na e inmutable; la institución de la propiedad, obra de la razón ignorante, puede ser derogada por la razón instruida: por tan- to, la propiedad no puede fundarse en la prescripción. Tan sóli- do y tan cierto es todo esto, que precisamente en estos mismos fundamentos se halla basada la máxima de que en materia de prescripción el error de derecho no beneficia a nadie.

Pero faltaría a mi propósito, y el lector tendría derecho a acusarme de charlatanismo, si no tuviese más que decir sobre la prescripción. He demostrado anteriormente que la apropiación de la tierra es ilegal, y que aun suponiendo que no lo fuese, sólo se conseguiría de ella una cosa, a saber: igualdad de la propie- dad. He demostrado en segundo lugar que el consentimiento universal no prueba nada en favor de la propiedad, y que, de probar algo, sería también la igualdad en la propiedad. Résta- me demostrar que la prescripción, si pudiera admitirse, presu- pondría también la igualdad de la propiedad.

Según ciertos autores, la prescripción es una medida de or- den público, una restauración, en ciertos casos, del modo pri- mitivo de adquirir una ficción de la ley civil, la cual procura atender de este modo a la necesidad de terminar y resolver liti- gios que con otro criterio no podrían resolverse. Porque, como dice Grotius, el tiempo no tiene por sí mismo ninguna virtud efectiva; todo sucede en el tiempo, pero nada se hace por el tiempo. La prescripción o el derecho de adquirir por el trans- curso del tiempo es, por tanto, una ficción de la ley, convencio- nalmente admitida.

Pero toda propiedad ha comenzado necesariamente por la prescripción, o como decían los latinos, por la usucapion, es decir, por la posesión continua. Y en primer término, pregun- to: ¿cómo pudo la posesión convertirse en propiedad por el curso del tiempo? Haced la posesión tan antigua como que- ráis, acumulad años y siglos, y no conseguiréis que el tiempo, que por sí mismo no crea nada, no altera nada, no modifica nada, transforme al usufructuario en propietario. La ley civil, al reconocer a un poseedor de buena fe el derecho de no poder ser desposeído por un nuevo poseedor, no hace más que confir- mar un derecho ya respetado, y la prescripción, así entendida, sólo significa que en la posesión, comenzada hace veinte, treinta o cien años, será mantenido el ocupante. Pero cuando la ley declara que el tiempo convierte en propietario al poseedor, su- pone que puede crearse un derecho sin causa que lo produzca, altera la calidad del sujeto inmotivadamente, legisla lo que no se discute, sobrepasa sus atribuciones. El orden público y la seguridad de los ciudadanos sólo exigen la garantía de la pose- sión. ¿Por qué ha creado la ley la propiedad? La prescripción ofrecía una seguridad en el porvenir. ¿Por qué la ley la ha con- vertido en privilegio?

El origen de la prescripción es, pues, idéntico al de la pro- piedad misma; y puesto que ésta no puede legitimarse sino bajo la indispensable condición de la igualdad, la prescripción es asimismo una de las muchas formas con que se ha manifestado la necesidad de conservar esa preciosa igualdad. Y no es esto una vana inducción, una consecuencia deducida caprichosamen- te; la prueba de ello está consignada en todos los códigos.

En efecto, si todos los pueblos han reconocido, por instinto de justicia y de conservación, la utilidad y la necesidad de la prescripción, y si su propósito ha sido velar por ese medio por los intereses del poseedor, ¿pudieron dejar abandonados los del ciudadano ausente, obligado a vivir lejos de su familia y de su patria por el comercio, la guerra o la cautividad, sin posibili- dad de ejercer ningún acto de posesión? No. Por eso al mismo tiempo que la prescripción se sancionaba por las leyes, se decla- raba que la propiedad se conservaba por la simple voluntad. Mas si la propiedad se conserva por la simple voluntad, si no puede perderse sino por acto del propietario, ¿cómo puede alegarse la prescripción? ¿Cómo se atreve la ley a presumir que el propietario, que por su simple voluntad lo sigue siendo, ha tenido intención de abandonar lo que ha dejado prescribir, cual- quiera que sea el tiempo que se fije para deducir tal conjetura? ¿Con qué derecho castiga la ley la ausencia del propietario des- pojándolo de sus bienes? ¿Cómo puede ser esto? Hemos visto antes que la propiedad y la prescripción eran cosas idénticas, y ahora nos encontramos, sin embargo, con que son conceptos antitéticos que se destruyen entre sí.

Grotius, que presentía la dificultad, la resuelve de manera tan singular, que bien merece ser conocida: "Hay algún hombre -dice- de alma tan poco cristiana que, por una miseria, quisie- ra eternizar el pecado de un poseedor, y esto sucedería infaliblemente si no tuviera por caducado su derecho". Pues bien; yo soy ese hombre. Por mi parte ya puede arder un millón de propietarios hasta el día del juicio; arrojo sobre su concien- cia la porción que ellos me han arrebatado de los bienes de este mundo. A esa poderosa consideración, añade Grotius la siguien- te: "Es más beneficioso -dice- abandonar un derecho litigioso que pleitear, turbar la paz de las naciones y atizar el fuego de la guerra civil". Acepto, si se quiere, esta razón, en cuanto me indemnice del perjuicio permitiéndome vivir tranquilo. Pero si no consigo tal indemnización, ¿qué me importa a mí, proleta- rio, la tranquilidad y la seguridad de los ricos? Me es tan indi- ferente el orden público como el saludo de los propietarios.

Reclamo, pues, que se me permita vivir trabajando, porque si no moriré combatiendo.

Cualesquiera que sean las sutilezas que se empleen, la pres- cripción es una contradicción de la propiedad, o mejor dicho, la propiedad y la prescripción son dos manifestaciones de un mismo principio, pero en forma que se contrarrestan recíproca- mente, y no es uno de los menores errores de la jurisprudencia antigua y moderna haber pretendido armonizarlas.

Después de las primeras convenciones, después de los ensa- yos de leyes y de constituciones que fueron la expresión de las primeras necesidades sociales, la misión de los hombres de ley debía ser reformar la legislación en lo que tuviese de imperfec- ta, corregir lo defectuoso, conciliar, con mejores definiciones, lo que parecía contradictorio. En vez de esto, se atuvieron al sentido literal de las leyes, contentándose con el papel servil de comentaristas y glosadores. Tomando por axiomas de lo eterno y por indefectible verdad las inspiraciones de una razón necesa- riamente falible, arrastrados por la opinión general, subyuga- dos por la religión de los textos, han establecido el principio, a imitación de los teólogos, de que es infaliblemente verdadero lo que es admitido constante y universalmente, como si una creen- cia general, pero irreflexiva, probase algo más que la existencia de un error general. No nos engañemos hasta ese extremo. La opinión de todos los pueblos puede servir para comprobar la percepción de un hecho, el sentimiento vago de una ley; pero nada puede enseñarnos ni sobre el hecho ni sobre la ley. El con- sentimiento del género humano es una indicación de la Natura- leza; no, como ha dicho Cicerón, una ley de la Naturaleza. Bajo la apariencia se oculta la verdad, que la fe puede creer, pero sólo la reflexión puede descubrir. Éste ha sido el objeto del pro- greso constante del espíritu humano en todo lo concerniente a los fenómenos físicos y a las creaciones del genio; ¿para qué nos servirían si no los actos de nuestra conciencia y las reglas de nuestras acciones?

IV.
- DEL TRABAJO . - EL TRABAJO NO TIENE POR SÍ MISMO
NINGUNA FACULTAD DE APROPIACIÓN SOBRE LAS COSAS DE LA NATURALEZA

Vamos a demostrar, por los propios aforismos de la econo- mía política y del derecho, es decir, por todo lo más especioso que los defensores de la propiedad pueden oponer:

1º) Que el trabajo no tiene por sí mismo, sobre las cosas de la Naturaleza, ninguna facultad de apropiación.

2º) Que aun reconociendo al trabajo esta facultad, se llega a la igualdad de propiedades, cualesquiera que sean, por otra parte, la clase del trabajo, la rareza del producto y la desigual- dad de las facultades productivas.

3º) Que en orden a la justicia, el trabajo destruye la propiedad.

A imitación de nuestros adversarios, y con objeto de no omitir cosa ninguna, tomamos la cuestión remontándonos a sus prin- cipios todo lo posible.

Dice Ch. Comte en su Traité de la proprieté: "Francia, con- siderada como nación, tiene un territorio que le es propio". Francia, como un solo hombre, posee un territorio que ex- plota, pero no es propietaria de él. Sucede a las naciones lo mismo que a los individuos entre sí; les corresponde simple- mente el uso y el trabajo sobre el territorio, y sólo por un vicio del lenguaje se les atribuye el dominio del suelo. El derecho de usar y abusar no pertenece al pueblo ni al hombre. Tiempo vendrá en que la guerra contra un Estado para reprimir el abu- so en la posesión será una guerra sagrada.

Ch. Comte, que trata de explicar cómo se forma la propie- dad, comienza por suponer que una nación es propietaria. Cae en el sofisma llamado petición de principio. Desde ese momen- to, toda su argumentación carece de solidez.

Si el lector cree que es ir demasiado lejos el negar a una nación la propiedad de su territorio, me limitaré a recordar que del derecho ficticio de propiedad nacional han nacido en todas las épocas las pretensiones señoriales, los tributos, la servidum- bre, los impuestos de sangre y de dinero, las exacciones en es- pecies, etcétera, y por consecuencia, la negativa a abonar los impuestos, las insurrecciones, las guerras y la despoblación. "Existen en ese territorio grandes extensiones de terreno que no han sido convertidas en propiedades individuales. Estas tie- rras, que consisten generalmente en montes, pertenecen a la masa de la población, y el gobierno que percibe los impuestos las emplea, o debe emplearlas, en interés común."

Debe emplearlas, está bien dicho: así no hay peligro de mentir. "Si fueran puestas a la venta..." ¿Por qué razón han de ven- derse? ¿Quién tiene derecho a hacerlo? Aun cuando la nación fuera propietaria, ¿puede la presente generación desposeer a la generación de mañana? El pueblo posee a título de usufructo; el gobierno rige, inspecciona, protege, ejerce la justicia distributiva; si otorga también concesiones de terreno, sólo puede conceder el uso; no tiene derecho de vender ni enajenar cosa alguna. No teniendo la cualidad de propietario, ¿cómo ha de poder transmitir la propiedad?

"... Si un hombre industrioso comprare una parte de dichos terrenos, una vasta marisma, por ejemplo, claro es que nada habría usurpado, puesto que el público recibe su precio justo por mano de su gobierno, y tan rico es después de la venta como antes."

Esto es irrisorio. ¿De modo que porque un ministro pródi- go, imprudente o inhábil, venda los bienes del Estado, sin que yo pueda hacer oposición a la venta (yo, tutelado del Poder público, yo, que no tengo voto consultivo ni deliberativo en el Consejo de Estado), dicha venta debe ser valedera y legal? ¡Los tutores del pueblo disipan su patrimonio, y no le queda a aquél recurso alguno! "He recibido -decís- por mano de mi gobierno mi parte en el precio de la venta"; pero es que yo no he querido vender, y aun cuando lo hubiese querido, no puedo, no tengo ese derecho. Además, yo no sé si esta venta me beneficia. Mis tutores han uniformado algunos soldados, han restaurado una antigua ciudadela, han erigido a su vanidad algún costoso y antiartístico monumento, y quizás han quemado, además, unos fuegos artificiales y engrasado algunas cucañas. ¿Y qué es todo esto en comparación con lo que he perdido?

El comprador del Estado cerca su finca, se encierra en ella, y dice: "Esto es mío, cada uno en su casa y Dios en la de todos". Desde entonces, en ese espacio de terreno nadie tiene derecho de poner el pie, a no ser el propietario y sus servidores. Que estas ventas aumenten, y bien pronto el pueblo, que no ha po- dido ni querido vender, no tendrá dónde descansar, ni con qué abrigarse, ni con qué recolectar. Irá a morir de hambre a la puerta del propietario, en el lindero de esa propiedad que era todo su patrimonio; y el propietario, al verlo expirar, le dirá:

"¡Así mueren los holgazanes y los canallas!".

Para que se acepte de buen grado la usurpación del propie- tario, Ch. Comte intenta despreciar el valor de las tierras en el momento de la venta.

"Es preciso, dice, no exagerar la importancia de esas usurpaciones; se debe apreciarlas por el número de hombres que vivían a costa de las tierras ocupadas y por los medios de subsistencia que éstas les suministraban. Es evidente, por ejem- plo, que si la tierra que hoy vale 1.000 francos no valía más que cinco céntimos cuando fue usurpada, en realidad el perjuicio debe apreciarse en cinco céntimos. Una legua cuadrada de tie- rra apenas bastaba para la vida miserable de un salvaje; hoy, en cambio, asegura los medios de existencia a mil personas. No- venta y nueve partes de esa extensión son propiedad legítima de sus poseedores; la usurpación se reduce a una milésima de su valor actual."

Un labriego se acusaba en confesión de haber roto un docu- mento en el que reconocía deber cien escudos. El confesor de- cía: "Es preciso devolver esos cien escudos". "Eso no -respon- dió el labriego-; sólo debo restituir dos cuartos que valía la hoja de papel en que constaba la deuda."

El razonamiento de Ch. Comte se parece a la buena fe del labriego. El suelo no tiene solamente un valor integrante y ac- tual, sino también un valor de potencia y de futuro, cuyo valor depende de nuestra habilidad para mejorarlo y cultivarlo. Des- truid una letra de cambio, un título de la deuda pública: consi- derando solamente el valor del papel, destruís un valor insigni- ficante; pero al romper el papel inutilizáis vuestro título, y al perder vuestro título os despojáis de vuestro bien. Destruid la tierra, o lo que es lo mismo para vosotros, vendedla; no sola- mente enajenáis una, dos o varias cosechas, sino que renunciáis a todos los productos que de ella hubiérais podido obtener, y que luego obtendrían vuestros hijos y vuestros nietos.

Decir que la propiedad es hija del trabajo y otorgar después al trabajo una propiedad como medio de ejercitarlo es, si no me engaño, formar un círculo vicioso. Las contradicciones no tar- darán en presentarse.

"Un espacio de tierra determinado sólo puede producir ali- mentos para el consumo de un hombre durante un día; si el poseedor, por su trabajo, encuentra medio de que produzca para dos días, duplica su valor. Este valor nuevo es obra suya, no perjudica a nadie, es su propiedad."

Sostengo a mi vez que el poseedor encuentra el pago de su trabajo y de su industria en esa doble producción, pero no ad- quiere ningún derecho sobre el suelo. Apruebo que el trabaja- dor haga suyos los frutos; pero no comprendo cómo la propie- dad de éstos puede implicar la de la tierra. El pescador que desde la orilla del río tiene la habilidad de coger más cantidad de peces que sus compañeros, ¿se convertirá, por esa circuns- tancia, en propietario de los parajes en que ha pescado? ¿La destreza de un cazador, ha sido nunca considerada como título de propiedad sobre toda la caza de un monte? La comparación es perfecta: el cultivador diligente encuentra en una cosecha abundante y de calidad excelente la recompensa de su indus- tria; si mejoró el suelo, tendrá derecho a una preferencia como poseedor, pero de ningún modo podrá aceptarse su habilidad para el cultivo como un título a la propiedad del suelo que labra.

Para transformar la posesión en propiedad, sin que el hom- bre cese de ser propietario cuando cese de ser trabajador, es necesario algo más que el trabajo; pero lo que constituye la propiedad, según la ley, es la posesión inmemorial, pacífica; en una palabra, la prescripción; el trabajo no es más que el signo sensible, el acto material por el cual se manifiesta la posesión. Por tanto, si el cultivador sigue siendo propietario aun después de trabajar y producir por sí mismo; si su posesión, al principio concedida y luego tolerada, llega al fin a ser inalienable, es esto al amparo de la ley civil y por el principio de ocupación. Esto es tan cierto, que no hay contrato de venta ni de arrendamiento, ni de constitución de renta, que no lo presuponga. Acudiré, para demostrarlo, a un ejemplo.

¿Cómo se valúa un inmueble? Por su producto. Si una tierra produce 1.000 francos, se calcula que, al 5 por ciento, vale 20.000, al 6 por ciento, 25.000, etcétera; esto significa, en otros términos, que pasados veinte o veinticinco años, el adquirente se habrá reintegrado del precio de esa tierra. Por tanto, si des- pués de un cierto tiempo está íntegramente pagado el precio de un inmueble, ¿por qué razón el adquirente sigue siendo propie- tario? Sencillamente en virtud del derecho de ocupación, sin el cual toda venta sería una retroventa.

El sistema de la apropiación por el trabajo está, pues, en contradicción con el Código, y cuando los partidarios de este sistema intentan servirse de él para explicar las leyes, incurren en contradicción con ellas mismas.

"Si los hombres llegan a fertilizar una tierra improductiva o perjudicial, como algunos pantanos, crean al hacerlo una pro- piedad integral."

¿Para qué exagerar la expresión y jugar a los equívocos, como si se pretendiera alterar el concepto? Al afirmar que crean una propiedad completa, queréis decir que crean una capaci- dad productiva que antes no existía. Pero esa capacidad no puede crearse sino mediando la materia que la produce. La substancia del suelo sigue siendo la misma; lo único que ha sufrido altera- ción son sus cualidades. El hombre todo lo ha creado, menos la materia misma. Y respecto de esta materia, sostengo que no puede tenerse más que la posesión y el uso, con la condición permanente del trabajo, por el cual únicamente se adquiere la propiedad de los frutos.

Está, pues, resuelto el primer punto: la propiedad del pro- ducto, aun cuando sea concedida, no supone la propiedad del medio; no creo que esto necesite demostración más amplia. Hay completa identidad entre el soldado poseedor de sus armas, el albañil poseedor de los materiales que se le confían, el pescador poseedor de las aguas, el cazador poseedor de los campos y los montes y el cultivador poseedor de la tierra. Todos ellos son, si se quiere, propietarios de los productos, pero ninguno es pro- pietario de sus instrumentos. El derecho al producto es indivi- dual, exclusivo; el derecho al instrumento, al medio, es común.

V.
- EL TRABAJO CONDUCE A LA IGUALDAD EN LA PROPIEDAD

Aceptemos, sin embargo, la hipótesis de que el trabajo con- fiere un derecho de propiedad sobre la cosa. ¿Por qué no es universal este principio? ¿Por qué el beneficio de esta preten- dida ley se otorga a un pequeño número de hombres y se nie- ga a la multitud de trabajadores? A un filósofo que sostenía que todos los animales habían nacido primitivamente de la tierra, fecundizada por los rayos del sol, del mismo modo que los hongos, se le preguntaba en cierta ocasión por qué la tie- rra no seguía produciendo de la misma manera. A lo que él respondió: "Porque ya es vieja y ha perdido su fecundidad". ¿El trabajo, en otro tiempo tan fecundo, habrá llegado tam- bién a ser estéril? ¿Por qué el arrendatario no adquiere ya por el trabajo esa misma tierra que el trabajo transmitió ayer al propietario?

Dícese que porque ya está apropiada. Esto no es contestar. La aptitud y el trabajo del arrendatario elevan el producto de la tierra al doble; este exceso es creación del arrendatario. Supon- gamos que el dueño, por rara moderación, no se apropia esa nueva utilidad aumentando el precio del arriendo, y deja al cul- tivador el disfrute de su obra; pues aun así, no se da satisfac- ción a la justicia. El arrendatario, al mejorar el suelo, ha creado un nuevo valor en la propiedad, luego tiene derecho a una par- ticipación en ella. Si la tierra valía en un principio 100.000 fran- cos, y por el trabajo del arrendatario llega a valer 150.000, el productor es propietario legítimo de la tercera parte de la tie- rra. Ch. Comte no hubiera podido objetar nada contra esta doctrina, porque él mismo ha dicho: "Los hombres que dan a la tierra mayores condiciones de fertilidad, prestan tanta utili- dad a sus semejantes como si creasen una nueva".

¿Por qué razón esa regla no es aplicable lo mismo al que mejora las condiciones de una tierra que al que la ha roturado? Por el trabajo del primer trabajador la tierra vale 1; por el del segundo vale 2; por parte de uno y otro se ha creado un valor igual: ¿por qué no reconocer a ambos igualdad en su propie- dad? A menos que se invoque otra vez el derecho del primer ocupante, desafío a que se oponga a mi criterio algún argumen- to eficaz.

Pero se me dirá: "De aceptar vuestra doctrina se llegaría a una mayor división de propiedad. Las tierras no aumentan in- definidamente de valor; a los dos o tres cultivos llegan al máxi- mo de su fecundidad. Lo que la agronomía mejora, es conse- cuencia del progreso y difusión de las ciencias más que de la habilidad de los labradores. Así, pues, el hecho de que algunos trabajadores entrasen en la masa de propietarios ningún argu- mento ofrecería contra la propiedad".

Sería, en efecto, obtener en esta discusión un resultado muy desfavorable, si nuestros esfuerzos no lograsen más que am- pliar el privilegio del suelo y el monopolio de la industria, eman- cipando algunos centenares de trabajadores con olvido de mi- llones de proletarios. Pero esto sería interpretar muy torpemen- te nuestro pensamiento y dar escasas pruebas de inteligencia y de lógica.

Si el trabajador que multiplica el valor de la cosa tiene dere- cho a la propiedad, quien mantiene ese valor tiene el mismo derecho. Porque para mantenerlo es preciso aumentar incesan- temente, crear de modo continuo. Para cultivar hay que dar al suelo su valor anual; y sólo mediante una creación de valor, renovada todos los años, se consigue que la tierra no se depre- cie ni se inutilice. Admitiendo, pues, la propiedad como racio- nal y legítima, admitiendo el arriendo como equitativo y justo, afirmo que quien cultiva la tierra adquiere su propiedad con el mismo título que quien la rotura y quien la mejora, y que cada vez que un arrendatario paga la renta, obtiene sobre el campo confiado a sus cuidados una fracción de propiedad cuyo deno- minador es igual a la cuantía de esa renta. Salid de ahí y caeréis irremisiblemente en lo arbitrario y en la tiranía; reconoceréis los privilegios de casta; sancionaréis la servidumbre. Quien trabaja se convierte en propietario. Este hecho no puede negarse, con arreglo a los principios actuales de la eco- nomía política y del derecho. Y al decir propietario, no entien- do solamente, como nuestros hipócritas economistas, propieta- rio de sus sueldos, de sus jornales, de su retribución, sino que quiero decir propietario del valor que crea, el cual sólo redunda en provecho del dueño.

Como todo esto se relaciona con la teoría de los salarios y de la distribución de los productos, y esta materia no ha sido aún razonablemente esclarecida, me permito insistir en ello; esta discusión no será del todo inútil a mi causa. Muchas gentes hablan de que se conceda a los obreros una participación en los productos y en los beneficios, pero esta participación que se reclama para ellos es pura caridad, simple favor. Jamás se ha demostrado, y nadie lo ha supuesto, que sea un derecho natu- ral, necesario, inherente al trabajo, inseparable de la cualidad de productor hasta en el último de los operarios.

He aquí mi proposición: El trabajador conserva, aun des- pués de haber recibido su salario, un derecho natural de pro- piedad sobre la cosa que ha producido.

Y continúo citando a Comte: "Los obreros están dedicados, por ejemplo, a desecar un pantano, a arrancar los árboles y las malezas, en una palabra, a preparar el cultivo del terreno; es in- dudable que al hacerlo aumentan su valor, crean una propiedad más considerable; pero el valor que adicionan al terreno les es pagado con los alimentos que reciben y con el precio de sus jor- nadas: el terreno sigue siendo, pues, propiedad del capitalista".

Este precio no basta. El trabajo de los obreros ha creado un valor; luego este valor es propiedad de ellos. Y como no han vendido ni permutado, el capitalista no ha podido adquirirlo.

Nada más justo que el capitalista tenga un derecho parcial so- bre el todo por los suministros que ha facilitado. Ha contribui- do con ellos a la producción y debe tener parte en su disfrute. Pero su derecho no destruye el de los obreros, que han sido sus compañeros en la obra de la producción. ¿A qué hablar de sala- rios? El dinero invertido en jornales para los obreros apenas equivale a unos cuantos años de la posesión perpetua que ellos abandonan. El salario es el gasto necesario que exige el sosteni- miento diario del trabajador. Es un grave error ver en él el pre- cio de una venta. El obrero nada ha vendido; no conoce su derecho, ni el alcance de la cesión que hace al capitalista, ni el espíritu del contrato que se pretende haber otorgado con él. Por su parte, ignorancia completa; por la del capitalista, error e imprevisión, en el caso que no sea dolo y fraude.

Hagamos ver todo esto con más claridad y de modo más gráfico, por medio de un ejemplo. Nadie ignora cuántas difi- cultades existen para convertir una tierra inculta en tierra labo- rable y productiva. Son tales, que la mayor parte de las veces un hombre solo moriría antes de haber podido poner el terreno en situación de procurar el menor fruto. Se necesitan para ello los esfuerzos reunidos y combinados de la sociedad y todos los medios de la industria.

Supongamos que una colonia de 20 ó 30 familias se estable- ce en un territorio salvaje e inculto, el cual consienten los indí- genas en abandonar por arreglo amistoso. Cada una de esas familias dispone de un capital pequeño, pero suficiente: anima- les, semillas, útiles, algún dinero y víveres. Dividido el territo- rio, cada cual se acomoda como puede y comienza a desbrozar el lote que le ha correspondido. Pero después de algunas sema- nas de fatigas extraordinarias, de penas increíbles y trabajos ruinosos y casi sin resultado, los colonizadores comienzan a quejarse del oficio; la condición les parece dura y maldicen su triste existencia. Un día, uno de los más listos mata un cerdo, sala una parte de él, y resuelto a sacrificar el resto de sus provi- siones, va a buscar a sus compañeros de miseria. "Amigos -les dice con afectuoso acento-, ¡cuánto sufrís trabajando sin fruto y viviendo de mala manera! ¡Quince días de trabajo os han reducido al último extremo!... Celebremos un pacto que será en todo beneficioso para vosotros; os daré la comida y el vino; ganaréis, además, tanto por día; trabajaremos juntos, y ya ve- réis, amigos míos, cómo estaremos todos contentos."

¿Puede creerse que hay estómagos necesitados capaces de resistir a semejante oferta? Los más hambrientos siguen al que formula la proposición, y ponen manos a la obra; el atractivo de la sociedad, la emulación, la alegría, el mutuo auxilio, mul- tiplican las fuerzas; el trabajo avanza visiblemente; se vence a la Naturaleza entre alegres cantos y francas risas; en poco tiempo el suelo está transformado; la tierra, esponjada, sólo espera la semilla. Hecho esto, el propietario paga a sus obreros, que se marchan agradecidos recordando los días felices que pasaron a su lado. Otros siguen este ejemplo, siempre con el mismo éxito, y una vez obtenido, los auxiliares se dispersan, volviendo cada uno a su cabaña. Sienten entonces estos últimos la necesidad de vivir. Mientras trabajaban para el vecino, no trabajaban para sí, y ocupados en el cultivo ajeno, no han sembrado ni cosecha- do nada propio durante un año. Contaron con que al arrendar su esfuerzo personal sólo podían obtener beneficio, puesto que ahorrarían sus provisiones, y viviendo mejor, conservarían aún su dinero. ¡Falso cálculo! Crearon para otro un instrumento de producción, pero nada crearon para ellos. Las dificultades de la roturación siguen siendo las mismas, sus ropas se han dete- riorado, sus provisiones están a punto de agotarse, pronto su bolsa quedará vacía en beneficio del particular para quien tra- bajaron, puesto que sólo él ha comenzado el cultivo. Poco tiempo después, cuando el pobre bracero está falto de recursos, el fa- vorecido, semejante al ogro de la fábula, que huele de lejos a su víctima, le brinda un pedazo de pan. Al uno le ofrece ocuparlo en sus trabajos, al otro comprarle mediante buen precio un pe- dazo de ese terreno perdido, del que ningún producto puede obtener; es decir, hace explotar por su cuenta el campo del uno por el otro. Al cabo de veinte años, de treinta individuos que primitivamente eran iguales en fortuna, cinco o seis han llega- do a ser propietarios de todo el territorio, mientras los demás han sido desposeídos filantrópicamente.

En este siglo de moralidad burguesa en que he tenido la di- cha de nacer, el sentido moral está de tal modo debilitado, que nada me extrañaría que muchos honrados propietarios me pre- guntasen por qué encuentro todo esto injusto e ilegítimo. Al- mas de cieno, cadáveres galvanizados, ¿cómo esperar convenceros si no queréis ver la evidencia de ese robo en ac- ción? Un hombre, con atractivas e insinuantes palabras, halla el secreto de hacer contribuir a los demás a establecer su indus- tria. Después, una vez enriquecido por el común esfuerzo, rehúsa procurar el bienestar de aquellos que hicieron su fortuna en las mismas condiciones que él tuvo a bien señalar. ¿Y aún pregun- táis qué tiene de fraudulenta semejante conducta? Con el pre- texto de que ha pagado a sus obreros, de que nada les debe, de que no tiene por qué ponerse al servicio de otros abandonando sus propias ocupaciones, rehúsa auxiliar a los demás en el cul- tivo, de igual modo que ellos lo ayudaron a él. Y cuando en la impotencia de su aislamiento estos trabajadores se ven en la necesidad de reducir a dinero su participación territorial, el pro- pietario, ingrato y falaz, se encuentra dispuesto a consumar su expoliación y su ruina. ¡Y halláis esto justo! Disimulad mejor vuestra impresión, porque leo en vuestras miradas el reproche de una conciencia culpable más que la estúpida sorpresa de una involuntaria ignorancia.

El capitalista, se dice, ha pagado los jornales a sus obreros. Para hablar con exactitud, había que decir que el capitalista había pagado tantos jornales como obreros ha empleado dia- riamente, lo cual no es lo mismo. Porque esa fuerza inmensa que resulta de la convergencia y de la simultaneidad de los es- fuerzos de los trabajadores no la ha pagado. Doscientos opera- rios han levantado en unas cuantas horas el obelisco de Luxor sobre su base. ¿Cabe imaginar que lo hubiera hecho un solo hombre en doscientos días? Pero según la cuenta del capitalis- ta, el importe de los salarios hubiese sido el mismo. Pues bien; cultivar un erial, edificar una casa, explotar una manufactura, es erigir un obelisco, es cambiar de sitio una montaña. La más pequeña fortuna, la más reducida explotación, el planteamien- to de la más insignificante industria, exigen un concurso de tra- bajos y de aptitudes tan diversas, que el hombre aislado no podría suplir jamás. Es muy extraño que los economistas no lo hayan observado. Hagamos, pues, el examen de lo que el capi- talista ha recibido y de lo que ha pagado.

Necesita el trabajador un salario que le permita vivir mien- tras trabaja, porque sólo produce a condición de un determina- do consumo. Quien ocupe a un hombre le debe, pues, alimento y demás gastos de conservación o un salario equivalente. Esto es lo primero que hay que satisfacer en toda producción. Con- cedo por el momento que el capitalista cumpla debidamente con esta obligación.

Es preciso que el trabajador, además de su subsistencia ac- tual, encuentre en su producción una garantía de su subsisten- cia futura, so pena de ver agotarse la fuente de todo producto y de que se anule su capacidad productiva. En otros términos, es preciso que el trabajo por realizar renazca perpetuamente del trabajo realizado; tal es la ley universal de reproducción. Por esa misma ley, el cultivador propietario halla: 1º) En sus cose- chas, el medio no sólo de vivir él y su familia, sino de entretener y aumentar su capital, de mantener sus ganados y, en una pala- bra, de trabajar más y de reproducir siempre. 2º) En la propie- dad de un instrumento productivo, la garantía permanente de un fondo de explotación y de trabajo.

¿Cuál es el fondo de explotación del que arrienda sus servi- cios? La necesidad que el propietario tiene de ellos y su volun- tad, gratuitamente supuesta, de dar ocupación al obrero. De igual modo que en otro tiempo el colono tenía el campo por la munificencia del señor, hoy debe el obrero su trabajo a la be- nevolencia y a las necesidades del propietario; es lo que se lla- ma un poseedor a título precario. Pero esta condición precaria es una injusticia, porque implica una desigualdad en la remu- neración. El salario del trabajador no excede nunca de su con- sumo ordinario, y no le asegura el salario del mañana, mien- tras que el capitalista halla en el instrumento producido por el trabajador un elemento de independencia y de seguridad para el porvenir.

Este fermento reproductor, este germen eterno de vida, esta preparación de un fondo y de instrumentos de producción, es lo que el capitalista debe al productor y lo que no le paga ja- más, y esta detentación fraudulenta es la causa de la indigencia del trabajador, del lujo del ocioso y de la desigualdad de condi- ciones. En esto consiste, especialmente, lo que tan propiamente se ha llamado explotación del hombre por el hombre.

Una de tres: o el trabajador tiene parte en la cosa que ha producido, deducción hecha de todos los salarios, o el dueño devuelve al trabajador otros tantos servicios productivos, o se obliga a proporcionarle siempre trabajo. Distribución del pro- ducto, reciprocidad de servicios o garantía de un trabajo perpe- tuo: el capitalista no puede escapar a estas alternativas. Pero es evidente que no puede acceder a la segunda ni a la tercera de estas condiciones; no puede ponerse al servicio de los millares de obreros que directa o indirectamente han procurado su for- tuna, ni dar a todos un trabajo constante. No queda más solu- ción que el reparto de la propiedad. Pero si la propiedad se distribuyese, todas las condiciones serían iguales, y no habría ni grandes capitalistas ni grandes propietarios.

Divide et impera: divide y vencerás; divide y llegarás a ser rico; divide y engañarás a los hombres, y seducirás su razón, y te burlarás de la justicia. Aislad a los trabajadores, separadlos uno de otro, y es posible que el jornal de cada uno exceda del valor de su producción individual; pero no es esto de lo que se trata. El esfuerzo de mil hombres actuando durante veinte días se ha pagado igual que el de uno solo durante cincuenta y cinco años; pero este esfuerzo de mil ha hecho en veinte días lo que el esfuerzo de uno solo, durante un millón de siglos, no lograría hacer. ¿Es equitativo el trato? Hay que insistir en la negativa una vez más. Cuando habéis pagado todas las fuerzas indivi- duales, dejáis de pagar la fuerza colectiva; por consiguiente, siempre existe un derecho de propiedad colectiva que no habéis adquirido y que disfrutáis injustamente.

Voy a suponer que un salario de veinte días baste a esa mul- titud para alimentarse, alojarse y vestirse durante igual tiempo. Cuando una vez expirado ese término cese el trabajo, ¿qué pue- de quedar a esos hombres, si a medida que han creado han ido abandonando sus obras a los propietarios? Mientras el capita- lista, bien asegurado, merced al concurso de todos los trabaja- dores, vive tranquilo sin temor de que le falte el pan ni el traba- jo, el obrero sólo puede contar con la benevolencia de ese mis- mo propietario, al que ha vendido y esclavizado su libertad. Por tanto, si el propietario, fundándose en su obra de produc- ción y alegando su derecho, no quiere dar trabajo al obrero, ¿de qué va a vivir éste? Habrá preparado un excelente terreno y no lo sembrará; habrá construido una casa confortable y mag- nífica y no la habitará; habrá producido de todo y no disfrutará de nada.

Caminamos por el trabajo hacia la igualdad. Cada paso que damos nos aproxima más a ella, y si la fuerza, la diligencia, la industria de los trabajadores fuesen iguales, es evidente que las fortunas lo serían también. Si como se pretende, y yo creo ha- ber demostrado, el trabajador es propietario del valor que crea, se deduce:

1º) Que el trabajador adquiere a expensas del propietario ocioso. 2º) Que siendo toda producción necesariamente colec- tiva, el obrero tiene derecho, en proporción de su trabajo, a una participación en los productos y en los beneficios. 3º) Que siendo una verdadera propiedad social todo capital acumula- do, nadie puede tener sobre él una propiedad exclusiva.

Estas consecuencias son irrebatibles. Sólo ellas bastarían para trastrocar toda nuestra economía y cambiar nuestras ins- tituciones y nuestras leyes. ¿Por qué los mismos que establecie- ron el principio rehúsan, sin embargo, aceptar sus consecuen- cias? ¿Por qué los Say, los Comte, los Ennequín y otros, des- pués de haber dicho que la propiedad es efecto del trabajo, tratan a continuación de inmovilizarla por la ocupación y la prescripción?

Pero abandonemos a estos sofistas a sus contradicciones y a su ceguedad. El buen sentido del pueblo hará justicia a sus equí- vocos. Apresurémonos a ilustrarlo y a enseñarle el camino. La igualdad se acerca; estamos ya a muy corta distancia de ella y no tardaremos en franquearla.

VI.
- QUE EN LA SOCIEDAD TODOS LOS SALARIOS SON IGUALES

Cuando los saintsimonianos, los fourieristas, y en general todos los que en nuestros días se ocupan de economía social y de reforma, inscriben en su bandera: A cada uno según su capa- cidad, a cada capacidad según sus obras (Saint-Simon). A cada uno según su capital, su trabajo y su capacidad (Fourier) en- tienden, aunque no lo expresen de un modo terminante, que los productos de la Naturaleza, fecundada por el trabajo y por la industria, son una recompensa, un premio, concedido a toda clase de preeminencias y superioridades. Consideran que la tie- rra es un inmenso campo de lucha, en el cual la victoria se al- canza no tanto por el manejo de la espada, o por la violencia y la traición, como por la riqueza adquirida, por la ciencia, por el talento, por la virtud misma. En una palabra, entienden, y con ellos todo el mundo, que a la mayor capacidad se debe la más alta retribución, y sirviéndome del estilo comercial, que tiene la ventaja de ser exacto, que los beneficios deben ser proporcio- nados a las obras y a las capacidades.

Los discípulos de los dos supuestos reformadores no pueden negar que tal es su pensamiento, porque si lo intentasen, se pondrían en contradicción con sus textos oficiales y romperían la unidad de sus sistemas.

Por lo demás, semejante negación por su parte no es de temer: las dos sectas se atribuyen la gloria de plantear en prin- cipio la desigualdad de las condiciones, de acuerdo con las ana- logías de la naturaleza que, dicen, ha querido ella misma la desigualdad de las capacidades; no se jactan más que de una cosa, de hacer de tal modo, por su organización política, que las desigualdades sociales estén siempre de acuerdo con las des- igualdades naturales. En cuanto a la cuestión de saber si la desigualdad de las condiciones, quiero decir de los salarios, es posible, ellas no se inquietan tampoco por fijar la métrica de las capacidades. 1

A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras. A cada uno según su capital, su trabajo y su talento. Después de la muerte de Saint-Simon y del silencio de Fourier, ninguno de sus numerosos adeptos ha intentado dar al público una demostración científica de esta gran máxima; y me atrevo a apostar ciento contra uno a que ningún fourierista sospecha siquiera que ese aforismo biforme es susceptible de dos inter- pretaciones diferentes.

A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras. A cada uno según su capacidad, su trabajo y su talento. Esta proposición, pretenciosa y vulgar, tomada, como suele decirse, in sensu obvio, es falsa, absurda, injusta, contradicto- ria, hostil a la libertad, fautora de tiranía, antisocial, y ha sido concebida necesariamente bajo la influencia categórica del pre- juicio capitalista.

Desde luego, hay que eliminar el capital como elemento de la retribución que se reclama. Los fourieristas, según he podido apreciar estudiando algunas de sus obras, niegan el derecho de ocupación y no reconocen más principio de propiedad que el trabajo. Sentada esta premisa, hubieran comprendido, si fue- sen lógicos, que un capital sólo produce a su propietario en virtud del derecho de ocupación, y por consiguiente, que tal producción es ilegítima. En efecto, si el trabajo es el único fun- damento de la propiedad, dejo de ser propietario de mi campo en cuanto haya un arrendatario que lo explote, aunque me abone la renta. Lo he demostrado ya hasta la saciedad. Esto mismo sucede con todos los capitales, porque emplear un capital en una empresa es, con arreglo a estricto derecho, cambiar ese capital por una suma equivalente de productos. No entraré en tal discusión, por demás inútil en este lugar, por proponerme tratar a fondo en el capítulo siguiente de lo que se llama la producción de un capital.

El capital, pues, es susceptible de cambio; pero no puede ser, en ningún caso, fuente de utilidades. Quedan simplemente el trabajo y el talento, o como dice Saint-Simon, las obras y las capacidades; voy a examinar ambos elementos uno tras otro. ¿Deben ser las utilidades proporcionadas al trabajo? En otros términos, ¿es justo que quien más haga más gane? Ruego al lector que ponga en este punto toda su atención. Para resolver de una vez el problema, basta enunciar la cues- tión en esta forma: ¿es el trabajo una condición o una guerra? La respuesta no parece dudosa. Dios dijo al hombre: ganarás el pan con el sudor de tu rostro; es decir, tú mismo producirás tu pan; trabajarás con esfuerzo mayor o menor, según sepas diri- gir y combinar tus facultades. Dios no ha dicho: disputarás el pan a tu prójimo, sino: trabajarás a su lado y juntos viviréis en paz. Fijemos el sentido de esta ley, cuya extremada sencillez puede prestarse al equívoco.

Preciso es distinguir en el trabajo dos cosas: la asociación y la materia explotable. Los trabajadores, en cuanto están aso- ciados, son iguales, e implica una contradicción el que a uno se le pague más que a otro, porque no pudiendo pagarse el pro- ducto de un trabajador sino con el producto de otro trabajador, si ambos productos son desiguales, el exceso, o sea la diferencia del mayor al menor, no es adquirido por la sociedad, y por consiguiente, no habiendo cambio, en nada afecta esta diferen- cia a la igualdad de los salarios. Resultará, si se quiere, una igualdad natural para el trabajador más fuerte, pero una des- igualdad social en cuanto no hay para nadie perjuicio de su fuerza ni de su energía productiva. En una palabra, la sociedad sólo cambia productos iguales, es decir, paga únicamente los trabajos realizados en su beneficio; por consiguiente, retribuye lo mismo a todos los trabajadores. Que uno pueda producir más que otro fuera de la sociedad importa tanto a ésta como la diferencia del tono de su voz y la del color de su pelo.

Quizá parezca que acabo de establecer yo mismo el princi- pio de la desigualdad: todo lo contrario. Siendo la suma de los trabajos realizados para la sociedad tanto mayor cuanto más numerosos son los trabajadores y cuanto más limitada esté la labor de cada uno, síguese de ahí que la desigualdad natural se neutraliza a medida que la asociación se extiende produciéndo- se socialmente una mayor cantidad de productos. De manera que en la sociedad lo único que podría mantener la desigualdad del trabajo es el derecho de ocupación, el derecho de propiedad.

Supongamos que esta labor social diaria, ya consista en sem- brar, cavar, segar, etcétera, es de dos decámetros cuadrados, y que el término medio de tiempo necesario para realizarla es de siete horas. Algún trabajador la terminará en seis, otro en ocho, la mayor parte empleará siete; pero con tal que cada uno preste la cantidad de trabajo exigido, cualquiera que sea el tiempo que emplee, tendrá derecho a la igualdad de salario.

El trabajador capaz de hacer su labor en seis horas, ¿tendrá derecho, bajo pretexto de su mayor fuerza y de su superior ap- titud, a usurpar la tarea al trabajador menos hábil, y de arreba- tarle así el trabajo y el pan? ¿Quién se atreverá a sostenerlo? Quien acabe antes que los otros podrá descansar, si quiere; po- drá entregarse, para entretener sus fuerzas y cultivar su espíri- tu, a ejercicios y trabajos útiles; pero deberá abstenerse de pres- tar sus servicios a los débiles con miras interesadas. El vigor, el genio, la actividad y todas las ventajas personales que estas circunstancias originan, son obra de la Naturaleza y hasta cier- to punto del individuo. La sociedad hace de ellas el aprecio que merecen, pero la retribución debe ser proporcionada, no a lo que puedan hacer, sino a lo que produzcan. El producto de cada uno está limitado por el derecho de todos.

Aun en el caso de que la extensión del suelo fuese infinita y la cantidad de materias de explotación inagotable, tampoco se podría practicar la máxima de a cada uno según su trabajo. ¿Por qué? Porque aun en tal supuesto, la sociedad, cualquiera que sea el número de los individuos que la componen, sólo pue- de dar a todos el mismo salario, puesto que les paga con sus propios productos. Lo que sí ocurriría es que no habiendo posi- bilidad de impedir a los más vigorosos el ejercicio de su activi- dad, serían mayores, aun dentro de la igualdad social, los in- convenientes de la desigualdad natural. Pero la tierra, teniendo en cuenta la fuerza productiva de sus habitantes y de su progre- siva multiplicación, es muy limitada. Por otra parte, el trabajo social es fácil de realizar en razón de la inmensa variedad de productos y de la extremada división del trabajo. Pues bien; la limitación de la producción y al propio tiempo la facilidad de producir, imponen la ley de igualdad absoluta.

La vida es, en efecto, un combate; pero no del hombre con- tra el hombre, sino del hombre contra la Naturaleza, y cada uno de nosotros debe arriesgarse en él. Si en la lucha acude el fuerte en socorro del débil, su esfuerzo merecerá aplausos y amor, pero tal auxilio debe ser libremente prestado, no exigido por la fuerza ni puesto a precio. Para todos el camino es el mismo, ni demasiado largo ni demasiado difícil; quien lo sigue encuentra su recompensa a su terminación; pero no es necesa- rio, no es indispensable llegar el primero.

En la imprenta, donde los trabajadores están de ordinario atendiendo a su ocupación respectiva, el obrero cajista recibe un tanto por cada millar de letras compuestas, el obrero ma- quinista un tanto por igual cantidad de pliegos impresos. En ese oficio, como en todos, se observan las desigualdades del talento y de la habilidad. Cada cual es libre de desarrollar su actividad y de ejercitar sus facultades: quien más hace más gana; quien hace menos gana menos. Si el trabajo disminuye, cajista y maquinista se lo distribuyen equitativamente. Quien preten- da acapararlo todo es rechazado como si se tratara de un la- drón o de un negrero.

Hay en esta conducta de los tipógrafos una filosofía que no alcanzan a comprender economistas ni jurisperitos. Si nuestros legisladores hubieran inspirado sus códigos en el principio de justicia distributiva que se practica en las imprentas, si hubie- ran observado los instintos populares, no para imitarlos servilmente, sino para reformarlos y generalizarlos, hace tiem- po que la libertad y la igualdad estarían aseguradas sobre bases indestructibles y no se discutiría más acerca del derecho de pro- piedad y de la necesidad de las diferencias sociales. Se ha calculado que si el trabajo estuviera repartido entre el número de individuos útiles, la duración media de la labor dia- ria no excedería en Francia de cinco horas. ¿Y hay quien se atreva a hablar de esto, de la desigualdad de los trabajadores? El principio de a cada uno según su trabajo, interpretado en el sentido de quien más trabaje más debe recibir, supone, por tan- to, dos hechos evidentemente falsos; el uno de economía, a sa- ber: que en un trabajo social las labores pueden ser desiguales; el segundo de física, a saber: que la cuantía de la producción es ilimitada.

Pero se dirá: ¿y si alguno no quisiera hacer más que la mitad de su trabajo? ¿Cómo resolver tal dificultad? La mitad del sala- rio habría de bastarle, y estando retribuido según el trabajo realizado, ¿de qué podría quejarse? ¿Qué perjuicio causaría a los demás? En este sentido sería justo aplicar el proverbio a cada uno según sus obras; es la ley de la igualdad misma.

Por lo demás, pueden presentarse numerosas dificultades, todas ellas relativas a la policía y organización de la industria. Para resolverlas no hay norma más segura que aplicar el princi- pio de igualdad. Así, podría preguntarse, tratándose de un tra- bajo que no pudiese demorarse sin peligro de la producción: ¿debe tolerar la sociedad la negligencia de algunos, y por respe- to al derecho al trabajo dejar de realizar por sí misma el pro- ducto que necesita? En este caso, ¿a quién pertenecerá el sala- rio? A la sociedad mediante haber realizado el trabajo, ya por sí misma, ya por delegación, pero siempre de forma que la igual- dad general no sea violada y que únicamente el perezoso sufra las consecuencias de su holgazanería. Además, si la sociedad no puede emplear una severidad excesiva con los perezosos, tiene derecho, en interés de su propia existencia, a corregir los abusos.

Serán precisos -se dirá- en todas las industrias directores, maestros, vigilantes, etc. ¿Estarán éstos obligados a realizar el trabajo? No, porque su trabajo consiste en dirigir, en enseñar y en vigilar. Pero deben ser elegidos entre los trabajadores por los trabajadores mismos y cumplir las condiciones de sus cargos. Es eso comparable a toda función pública, ya de administra- ción, ya de enseñanza.

Formularíamos, pues, el artículo primero del reglamento universal en estos términos: la cuantía limitada de la materia explotable demuestra la necesidad de dividir el trabajo por el número de trabajadores. La capacidad que todos tienen para realizar una labor social útil, es decir, una labor igual, y la imposibilidad de pagar a un trabajador de otro modo que con el producto de otro trabajador, justifican la igualdad en la retribución.

VII -
LA DESIGUALDAD DE FACULTADES ES LA CONDICIÓN NECESARIA DE LA IGUALDAD DE FORTUNAS

Se objeta lo siguiente, y esta objeción constituye la segunda parte del adagio saintsimoniano y la tercera del fourierista: Todos los trabajos no son igualmente fáciles. Algunos exi- gen una gran superioridad de talento e inteligencia, superiori- dad que determina un mayor precio. El artista, el sabio, el poe- ta, el hombre de Estado, son apreciados en razón de su mérito superior, y este mérito destruye toda igualdad entre ellos y los demás hombres. Ante las manifestaciones elevadas de la cien- cia y del genio, desaparece la ley de igualdad. Y si la igualdad no es absoluta, no hay tal igualdad. Del poeta descendemos al escritor insignificante; del escultor, al cantero; del arquitecto, al albañil; del químico, al cocinero, etcétera. Las capacidades se dividen y subdividen en órdenes, en géneros y en especies. Los talentos superiores se relacionan con los inferiores por otros intermedios. La humanidad ofrece una extensa jerarquía, en la que se aprecia al individuo por comparación y se determina su valor por la opinión que alcanza lo que produce.

Esta objeción ha parecido siempre formidable. Es el obs- táculo insuperable de los economistas y los partidarios de la igualdad. A los primeros los ha inducido a grandes errores, y ha hecho vacilar a los segundos en increíbles minucias. Graco Babeuf pretendía que toda superioridad fuese reprimida seve- ramente y aun perseguida como un peligro social. Para asegu- rar el edificio de su comunidad, rebajaba a todos los ciudada- nos al nivel del más pequeño. Se ha visto a gentes ignorantes rechazar la desigualdad en la ciencia, y nada me extrañaría que se insurreccionasen algún día contra la desigualdad en los mé- ritos. Aristóteles fue expulsado de su patria; Sócrates apuró la cicuta; Epaminondas fue citado a juicio; todos por haber sido mirados como superiores en inteligencia y virtud por demago- gos imbéciles. Semejantes atropellos pueden renovarse mien- tras haya un pueblo ignorante y ciego, al que la desigualdad de condiciones haga temer la creación de nuevos tiranos.

Nada parece más monstruoso que lo que se mira demasiado cerca. Nada es más inverosímil muchas veces que la realidad misma. Según J. J. Rousseau, "hace falta mucha filosofía para poder apreciar lo que se ve todos los días" y según D'Alembert, "la verdad, que parece mostrarse de continuo a los hombres, no llega a su conocimiento a menos que estén advertidos de su existencia". El patriarca de los economistas, Say, a quien ofrez- co ambas citas, habría podido sacar de ellas buen partido; pero hay quien se ríe de los ciegos y debe llevar anteojos, y quien observa atentamente y es miope.

¡Cosa singular! Lo que tanto ha alarmado a los hombres no es una objeción, ¡es la condición misma de la igualdad!... ¡La desigualdad de naturaleza, condición de la igualdad de fortunas! ¡Qué paradoja!... Repito mi aserto, y no se crea que he sufrido error al expresarme. La desigualdad de facultades es la condición sine qua non de la igualdad de fortunas. Hay que distinguir en la sociedad dos elementos: las funciones y las relaciones.

I. Funciones. - A todo trabajador se le reputa capaz de la obra que se le confía, o, según una expresión vulgar, todo obre- ro debe conocer su oficio. Bastándose el trabajador para su obra, hay ecuación entre el funcionario y la función. En una sociedad de hombres, las funciones son distintas unas de otras. Deben, pues, existir capacidades también diferentes. Además, determi- nadas funciones exigen una mayor inteligencia y facultades so- bresalientes, y para realizarlas existen individuos de un talento superior. Toda obra indispensable atrae necesariamente al obre- ro; la necesidad inspira la idea y la idea hace al producto. Sola- mente sabemos aquello que la excitación de nuestros sentidos nos hace desear solicitando nuestra inteligencia. Sólo deseamos con vehemencia lo que hemos concebido, y cuanto mejor con- cebimos, más capaces somos de producir.

Así, correspondiendo las funciones a las necesidades, las necesidades a los deseos y los deseos a la percepción espontá- nea, o sea a la imaginación, la misma inteligencia que imagina puede también producir. Por consiguiente, ningún trabajo es superior al obrero. En síntesis, si la función llama al funciona- rio, es porque en realidad el funcionario existe antes que la función.

Es de admirar la economía de la Naturaleza. Dada la multi- tud de necesidades diversas que nos ha impuesto, las cuales el hombre aislado, entregado a sus propias fuerzas, no podría sa- tisfacer, la Naturaleza debía conceder a la raza el poder que ha negado al individuo. De aquí el principio de la división del traba- jo, fundado en la especialidad de aptitudes. Además de esto, la satisfacción de ciertas necesidades exige al hombre una crea- ción continua, mientras que otras pueden ser atendidas en be- neficio de millones de hombres y por millares de siglos con el trabajo de un solo individuo. Por ejemplo, la necesidad de ves- tidos y alimentos exige una reproducción perpetua, mientras el conocimiento del sistema del mundo puede ser adquirido para siempre por dos o tres hombres de talento superior. Del mismo modo, el curso continuo de los ríos facilita nuestro comercio y pone en movimiento nuestras máquinas, y el sol, inmóvil en medio del espacio, ilumina el mundo. La Naturaleza, que po- dría haber creado tantos Platón y Virgilio, Newton y Cuvier, como agricultores y pastores, no quiso hacerlo. En cambio, ha establecido cierta proporción entre la intensidad del genio y la duración de sus producciones, equilibrando el número de capa- cidades por la suficiencia de cada una de ellas.

No trato ahora de investigar si la diferencia que existe hoy de un hombre a otro por razón del talento y la inteligencia es efecto de nuestra deplorable civilización, y si lo que hoy se lla- ma desigualdad de facultades en condiciones más favorables no sería más que diversidad de facultades. Coloco la cuestión en el peor supuesto, y con objeto de que no se me acuse de tergiversar argumentos y suprimir obstáculos, concedo todas las desigualdades de talento que se quiera. 2 Algunos filósofos amantes de la nivelación afirman que todas las inteligencias son iguales y toda la diferencia que hay entre ellas proviene de la educación. Estoy muy lejos, lo confieso, de tener esta opi- nión, que, por otra parte, si fuese cierta, conduciría a un resul- tado completamente contrario al que se propone. Porque si las capacidades son iguales, cualquiera que sea su intensidad, las funciones más repugnantes, más viles y despreciadas, no pu- diendo obligarse a nadie a su ejecución, habían de ser las mejor retribuidas, lo cual repugna a la igualdad tanto como el princi- pio a cada uno según sus obras. Dadme, por el contrario, una sociedad en la que cada talento esté en relación numérica con las necesidades, y en que no se exija a cada productor más de lo que su especialidad le permita producir, y respetando escrupu- losamente la jerarquía de las funciones, deduciré de ella la igual- dad de las fortunas.

II. Relaciones. - Al tratar del elemento del trabajo, he hecho ver cómo en una misma clase de servicios productivos, tenien- do todos capacidad para realizar una labor social, la desigual- dad de las fuerzas individuales no puede originar desigualdad alguna en la retribución. Sin embargo, justo es decir que ciertas capacidades parecen no ser aptas para determinados servicios, al extremo de que si la industria humana se limitase en un mo- mento a producir una sola especie de productos, surgirían in- mediatamente incapacidades numerosas, y por consiguiente, sobrevendría la mayor desigualdad social. Pero todo el mundo sabe, sin necesidad de que yo lo advierta, que la variedad de industrias compensa y evita las inutilidades absolutas. Es ésta una verdad tan notoria, que no he de detenerme a justificarla. La cuestión se reduce, pues, a probar que las funciones son igua- les entre sí, de igual modo que en una misma función los traba- jadores son entre sí también iguales.

Nadie extrañe que yo niegue al genio, a la ciencia, al valor, a todas las superioridades que el mundo admira, el homenaje de las dignidades y las distinciones del poder y de la opulencia. No soy yo quien lo niega; es la economía, es la justicia, es la libertad las que lo prohíben. ¡La libertad! Invoco su nombre por primera vez en este debate. Ella por sí misma defenderá su causa y decidirá la victoria.

Toda transacción tiene por objeto un cambio de productos o de servicios, y puede, por tanto, ser calificada de acto de comer- cio. Quien dice comercio, dice cambio de valores iguales, porque si los valores no son iguales y el contratante perjudicado lo ad- vierte, no consentirá el cambio y no habrá comercio. El comer- cio sólo existe entre hombres libres; por consiguiente, no habrá comercio si la transacción se realiza con violencia o fraude. Es libre el hombre que está en el uso de su corazón y de sus facultades, que no obra cegado por la pasión ni obligado o im- pedido por el miedo, ni arrastrado por el error. Hay, pues, en todo cambio obligación moral de que ninguno de los contra- tantes se beneficie en perjuicio del otro. El comercio, para ser legítimo y verdadero, debe estar exento de toda desigualdad; ésta es la primera condición del comercio. La segunda es que sea voluntario, es decir, que las partes transijan con libertad y pleno conocimiento.

Por tanto, defino el comercio o el cambio diciendo que es un acto de sociedad.

El negro que vende su mujer por un cuchillo, sus hijos por unos pedazos de vidrio, aun su propia persona por una botella de aguardiente, no es libre. El tratante de carne humana que con él comercia, no es su asociado, sino su enemigo. El obrero civilizado que vende su energía muscular por un trozo de pan; que edifica un palacio para dormir él en una buhardilla; que fabrica las telas más preciadas para ir vestido de harapos; que produce de todo para no disfrutar de nada, no es libre. El amo para quien trabaja, no siendo su asociado por el cambio de salario y de servicios que entre ellos se realiza, es su enemigo. El soldado que sirve a su patria por temor, en lugar de ser- virla por amor, no es libre. Sus camaradas y sus jefes, ministros u órganos de la justicia militar, son todos sus enemigos. El la- briego que trabaja en arriendo las tierras; el industrial que reci- be un préstamo usurario; el contribuyente que paga impuestos, gabelas, patentes, etc., y el diputado que las vota, carecen del conocimiento y de la libertad de sus actos. Sus enemigos son los propietarios, los capitalistas, el Estado.

Devolved a los hombres la libertad, iluminad su inteligencia a fin de que conozca el alcance de sus contratos, y veréis la más perfecta igualdad inspirando sus cambios, sin consideración alguna a la superioridad de talentos. Reconoceréis entonces que en el orden de las ideas comerciales, es decir, en la esfera de la sociedad, la palabra superioridad carece de sentido. Si Homero me recita sus versos, apreciaré su genio sublime, en compara- ción del cual yo, sencillo pastor, humilde labriego, no soy nada. Si se compara obra con obra, ¿qué son los quesos que produzco y las habas que cosecho para el mérito de una Ilíada? Pero si, como precio de su inimitable poema, Homero quiere apoderar- se de cuanto tengo y hacerme su esclavo, renuncio al placer de sus versos y le doy además las gracias. Yo puedo pasarme sin la Ilíada, mientras Homero no puede estar veinticuatro horas sin mis productos. Que acepte, pues, lo poco que está en mi mano darle, y después, que su poesía me instruya, me deleite y me consuele.

De seguro diréis: ¿pero ha de ser tal la situación de quien canta a los dioses y a los hombres? ¡La limosna con todas sus humillaciones y con todos sus sufrimientos! ¡Qué bárbara ge- nerosidad!... Os ruego que tengáis un poco de calma. La pro- piedad hace del poeta un Creso o un mendigo; sólo la igualdad sabe honrarlo y aplaudirlo. ¿De qué se trata? De regular el de- recho del que canta y el deber del que escucha. Pues bien; fijaos en esto, que es muy importante para resolver la cuestión. Los dos son libres, el uno de vender, el otro de comprar; esto senta- do, sus pretensiones respectivas no significan nada, y la opi- nión, modesta o exagerada, que respectivamente puedan tener de sus versos y de su liberalidad, en nada afectan a las condicio- nes del contrato. No es, por consiguiente, en la consideración del talento, sino en la de los productos, donde debemos buscar los elementos de nuestro juicio.

Para que el cantor de Aquiles obtenga la recompensa que merece, es necesario que empiece por encontrar quien se la abo- ne. Esto supuesto, siendo el cambio de sus versos por una retri- bución cualquiera un acto libre, debe ser al mismo tiempo un acto justo, o lo que es lo mismo, los honorarios del poeta debe- rán ser iguales a su producción. Pero ¿cuál es el valor de su producción? Supongo, desde luego, que la Ilíada, esa obra maes- tra que se trata de retribuir equitativamente, tenga en realidad un precio ilimitado. Me parece que no podría exigirse más. Si el público, que es libre de hacer tal adquisición, no la realiza, cla- ro es que el poema no habrá perdido su valor intrínseco. Pero su valor en cambio, su utilidad productiva, queda reducida a cero, será nula. Debemos, pues, buscar la cuantía del salario correspondiente entre lo infinito de un lado y la nada de otro, manteniéndonos a igual distancia de ambos extremos, ya que todos los derechos y todas las libertades deben ser respetados por igual. En otros términos, no es el valor intrínseco, sino el valor relativo de la cosa vendida lo que se trata de fijar. La cuestión empieza a simplificarse. ¿Cuál es actualmente ese va- lor relativo? ¿Qué recompensa debe proporcionar a su autor un poema como la Ilíada?

Este problema era el primero que la economía política debía resolver; pero no solamente no lo resuelve, sino que lo declara irresoluble. Según los economistas, el valor relativo o de cam- bio de las cosas no puede determinarse de un modo absoluto, porque varía constantemente.

Say insiste en que el valor tiene por base la utilidad, y que la utilidad depende enteramente de nuestras necesidades, de nues- tros caprichos, de la moda, etc., y es tan variable como la opi- nión. Pero si la economía política es la ciencia de los valores, de su producción, distribución, cambio y consumo, y a pesar de ello no puede determinar de un modo absoluto cuál es el valor en cambio, ¿para qué sirve le economía política? ¿Cómo puede ser ciencia? ¿Cómo pueden mirarse dos economistas sin echar- se a reír? ¿Cómo se atreven a insultar a los metafísicos y a los psicólogos? Mientras ese loco de Descartes pensaba que la filo- sofía necesita una base inquebrantable sobre la cual pudiera levantarse el edificio de la ciencia, y tenía la paciencia de bus- carla, el Hermes de la economía, el gran maestro Say, después de dedicar casi un volumen a la amplificación de este solemne enunciado la economía política es una ciencia, tiene el valor de afirmar a continuación que esa ciencia no puede determinar su objeto, lo cual equivale a decir que carece de principio y de fundamento... El ilustre Say ignoraba lo que es una ciencia, o mejor dicho, no sabía de qué hablaba.

El ejemplo dado por Say ha producido sus frutos. La econo- mía política, al extremo a que ha llegado, se parece a la ontolo- gía; disertando sobre los efectos y las causas, no sabe nada, ni deduce nada. Lo que se llaman leyes económicas se reduce a algunas generalidades triviales a las que se ha querido dar una apariencia de gran profundidad, revistiéndolas de un estilo pre- tencioso e ininteligible. En cuanto a las soluciones que los eco- nomistas han propuesto para resolver los problemas sociales, todo lo que se puede decir es que si alguna vez en sus declara- ciones se separan de lo ridículo, es para caer en lo absurdo. Hace veinticinco años que la economía política envuelve como en una densa niebla a Francia, deteniendo el progreso de las ideas y atentando a la libertad.

¿Tiene toda creación industrial un valor absoluto, inmuta- ble, y por lo tanto legítimo y cierto? -Sí. ¿Todo producto hu- mano puede ser cambiado por otro producto humano? -Sí. ¿Cuántos clavos vale un par de zapatos? Si pudiéramos resol- ver este importante problema, tendríamos la clave del sistema social que la humanidad busca hace seis mil años. Ante ese pro- blema el economista se confunde y retrocede, pero el campesi- no que no sabe leer ni escribir contesta sin vacilación: tantos como puedan hacerse en el mismo tiempo y con el mismo gasto.

El valor absoluto de una cosa es, pues, lo que cuesta de tiempo y de gasto. ¿Cuánto vale un diamante que sólo ha costado ser recogido en la arena? -Nada, no es producto del hombre-. ¿Cuánto valdrá cuando haya sido tallado y montado? -El tiem- po y los gastos que haya invertido el obrero-. ¿Por qué se vende tan caro? -Porque los hombres no son libres. La sociedad debe regular los cambios y la distribución de las cosas más raras, igual que los de las cosas más corrientes, de modo que cada cual pueda participar de ellas y disfrutarlas-. ¿Qué es entonces el valor en cambio? -Una mentira, una injusticia y un robo. Dicho esto, es fácil hallar la solución. Si el término medio que deseamos encontrar entre un valor infinito y un valor nulo consiste, para cada producto, en la suma de tiempo y gastos que ese mismo producto ha costado, un poema en cuya compo- sición haya invertido su autor treinta años de trabajo y 10.000 francos en viajes, libros, etc., debe pagarse con la suma de in- gresos ordinarios de un trabajador durante treinta años, más 10.000 francos de indemnización. Supongamos que la suma total sea de 50.000 francos; si la sociedad que adquiere la obra maestra se compone de un millón de hombres, cada uno de ellos deberá abonar cinco céntimos.

Esto da lugar a algunas observaciones:

1ª) El mismo producto, en diferentes épocas y en distintos lugares, puede costar más o menos cantidad de tiempo y de gastos. En ese sentido es cierto que el valor es una cantidad variable. Pero esta variación no es la que indican los economis- tas, los cuales enumeran como causas de la variación de los valores el gusto, el capricho, la moda, la opinión. En una pala- bra, el valor verdadero de una cosa es invariable en su expre- sión algebraica, si bien puede variar en su expresión monetaria.

2ª) El precio de cada producto es lo que ha costado de tiem- po y de gastos, ni más ni menos. Todo producto inútil es una pérdida para el productor, un no-valor comercial.

3ª) La ignorancia del principio de evaluación, y en muchas ocasiones la dificultad de aplicarlo, es fuente de fraudes comer- ciales y una de las causas más poderosas de la desigualdad de fortunas.

4ª) Para retribuir ciertas industrias y determinados produc- tos, la sociedad debe ser muy numerosa, con objeto de facilitar la concurrencia del talento, de los productos, de las ciencias y de las artes. Si, por ejemplo, una sociedad de 50 labradores puede sostener un maestro de escuela, habrán de ser 100 los asociados para pagar un zapatero, 150 para un herrador, 200 para un sastre, etc. Si el número de labradores se eleva a 1.000, 10.000, 100.000, etc., a medida que aumenta se hace indispen- sable aumentar también en la misma proporción el de funcio- narios de primera necesidad; de modo que sólo en las socieda- des más poderosas son posibles las funciones más elevadas. 3 Sólo en esto consiste la distinción de las capacidades. El carác- ter del genio, el timbre de su gloria, es no poder nacer y desen- volverse sino en el seno de una nacionalidad inmensa. Pero esta condición filosófica del genio nada altera en sus derechos so- ciales. Lejos de ello, la tardanza de su aparición demuestra que, en el orden económico y civil, la más alta inteligencia está so- metida a la igualdad de bienes, igualdad que es anterior a ella y que con ella se perfecciona.

Esto molesta nuestro amor propio, pero es una verdad inexo- rable. Aquí la psicología viene en auxilio de la economía social, haciéndonos ver que entre una recompensa material y el talen- to no puede haber una medida común. Desde este punto de vista, la condición de todos los productos es igual: por consi- guiente, toda comparación entre ellos y toda distinción de for- tunas es imposible.

Si se compara toda obra producida por las manos del hom- bre con la materia bruta de que está formada, resultará de un precio inestimable. Merced a esta consideración, la diferencia que existe entre un par de zuecos y un trozo de nogal es tan grande como la que hay entre una estatua de Scopas y un peda- zo de mármol. El genio del más sencillo artesano se impone sobre las materias que explota del mismo modo que el espíritu de un Newton sobre las esferas inertes en que calcula las dis- tancias, las masas y las revoluciones. Pedís para el talento y genio la proporcionalidad de los honores y los bienes. Decidme cuál es el talento de un leñador, y yo os diré cuál es el de un Homero. Si hay algo que pueda satisfacer el mérito de la inteli- gencia, es la inteligencia misma. Esto es lo que ocurre cuando dos productores de diversos órdenes se rinden recíprocamente un tributo de admiración y aplauso. Pero cuando se trata de un cambio de productos con objeto de satisfacer mutuas necesida- des, ese cambio sólo puede realizarse con arreglo a una razón de economía que es indiferente a la consideración del talento y del genio, pues sus leyes se deducen, no de una vaga e inapre- ciable admiración, sino de un justo equilibrio entre el debe y haber, en una palabra, de la aritmética comercial.

Para que no se crea que la libertad de comprar y vender es la única razón de la igualdad de los salarios y que la sociedad sólo puede oponer a la superioridad del talento cierta fuerza de iner- cia que nada tiene de común con el derecho, voy a explicar por qué es justa una misma retribución para todas las capacidades, y por qué la diferencia de salario es una injusticia. Demostraré que es inherente al talento la obligación de ponerse al nivel social, y sobre la misma superioridad del genio echaré los ci- mientos de la igualdad de las fortunas. Hasta aquí he dado la razón negativa de la igualdad de los salarios entre todas las capacidades; voy a exponer ahora cuál es la razón directa y positiva.

Oigamos antes al economista, pues siempre es grato obser- var cómo razona y procura ser justo. Por otra parte, sin él, sin sus atractivos errores y sus deleznables argumentos, nada apren- deríamos. La igualdad, tan odiosa al economista, todo lo debe a la economía política. "Cuando la familia de un médico (el texto dice de un abogado, pero es menos acertado ese ejemplo) ha gastado en su educación 40.000 francos, puede considerarse esta suma capitalizada en su persona. Por tanto, habrá que cal- cular a esa suma un interés anual de 4.000 francos. Si el médico gana 30.000 francos, quedan 26.000 para la retribución de su talento personal concedido por la Naturaleza. El capital co- rrespondiente a esta retribución, calculado al 20 por ciento, ascenderá a 26.000 francos, a los que hay que sumar los 40.000 que importa el capital que sus padres han gastado en su ins- trucción. Estos dos capitales unidos constituyen su fortuna." (Say, Curso completo, etcétera.)

Say divide la fortuna del médico en dos partes: una se com- pone del capital invertido en su educación, la otra corresponde a su talento personal. Esta división es justa, se conforma con la naturaleza de las cosas, es universalmente admitida, sirve de mayor al gran argumento de la desigualdad de capacidades.

Admito sin reserva este mayor, pero veamos sus consecuencias: 1ª) Say anota en el haber del médico los 40.000 francos que ha costado su educación. Esos 40.000 francos deben aumen- tarse en su debe. Porque si este gasto ha sido hecho para él, no lo ha sido por él. Por tanto, en vez de apropiarse esos 40.000 francos, el médico debe descontarlos de sus utilidades y reinte- grarlos a quien los deba. Observemos de paso que Say habla de renta en lugar de decir reintegro, razonando con arreglo al falso principio de que los capitales son productivos. Así, pues, el gasto invertido en la instrucción de un individuo es una deu- da contraída por ese mismo individuo. Por el hecho mismo de haber adquirido determinada aptitud, es deudor de una suma igual a la empleada en dicha adquisición. Y esto es tan cierto, está tan alejado de toda sutileza, que si en una familia la edu- cación de un hijo ha costado doble o triple que la de sus her- manos, éstos tienen derecho a reintegrarse la diferencia de la masa común hereditaria antes de proceder a su reparto. Tam- poco ofrece este criterio la menor dificultad práctica, tratán- dose de una tutela en la que los bienes se administran a nom- bre de los menores.

2ª) Lo que acabo de decir respecto de la obligación contraí- da por el médico de reintegrar los gastos de su educación no es para el economista una dificultad, porque puede objetar que el hombre de talento que llegue a heredar a su familia heredará también el crédito de 40.000 francos que pesa sobre él, y por este medio llegará a ser dueño del mismo. Obsérvese que aban- donamos ya el derecho del talento para caer en el derecho de ocupación, y por esto, cuantas cuestiones quedan planteadas y resueltas en el capítulo II tienen aquí aplicación. ¿Qué es el derecho de ocupación? ¿Qué es la herencia? ¿El derecho here- ditario, es un derecho de acumulación o solamente un derecho de opción? ¿De quién recibió el padre del médico su fortuna? ¿Era propietario o sólo usufructuario de ella? Si era rico, que explique el origen de su riqueza; si era pobre, ¿cómo pudo sub- venir a un gasto tan considerable? Si fue auxiliado por los de- más, ¿cómo se ha constituido sobre esos auxilios en favor de quien los recibía un privilegio para su disfrute aun contra sus bienhechores?, etcétera.

3ª) "Quedan 26.000 francos para la renta del talento perso- nal concedido por la Naturaleza." Según Say, partiendo de esta afirmación, establece que el talento de nuestro médico equivale a un capital de 200.000 francos. Este hábil calculador toma una consecuencia por un principio. No es por la ganancia por lo que se debe apreciar el talento, sino al contrario, es el talento lo que debe determinar los honorarios. Porque puede ocurrir que, con todo su mérito, el médico en cuestión no gane nada. Y ¿habrá entonces razón para decir que su talento o su fortuna son nulos? Tal sería la consecuencia del razonamiento de Say, consecuencia evidentemente absurda.

Pero determinar en especie el valor de un talento cualquiera es cosa imposible, porque el talento y los méritos son incon- mensurables. ¿Por qué motivo razonable puede justificarse que un médico debe ganar doble, triple o céntuple que un campesi- no? Dificultad inextricable que nunca ha sido resuelta sino por la avaricia, la necesidad y la opresión. No es así, ciertamente, como debe determinarse el derecho de talento. ¿Pero qué crite- rio seguir para señalarlo?

4ª) He afirmado antes que el médico no puede ser peor retri- buido que cualquier otro productor, que no debe quedar por debajo de la igualdad, y no me detendré a demostrarlo. Pero ahora añado que tampoco puede elevarse por encima de esa misma igualdad, porque su talento es una propiedad colectiva que no ha pagado y de la que siempre será deudor. Así como la creación de todo instrumento de producción es el re- sultado de un esfuerzo colectivo, el talento y la ciencia de un hombre son producto de la inteligencia universal y de una cien- cia general lentamente acumulada por multitud de sabios, me- diante el concurso de un sinnúmero de industrias inferiores.

Aun cuando el médico haya pagado sus profesores, sus libros, sus títulos y satisfecho todos sus gastos, no por eso puede decir- se que ha pagado su talento, como el capitalista tampoco ha pagado su finca y su palacio con el salario de sus obreros. El hombre de talento ha contribuido a producir en sí mismo un instrumento útil, del cual es coposeedor, pero no propietario. A un mismo tiempo existen en él un trabajador libre y un capital social acumulado. Como trabajador es apto para el uso de un instrumento, para la dirección de una máquina, que es su pro- pia capacidad. Como capital no se pertenece, no debe explotar- se en su beneficio, sino en el de los demás hombres.

Quizá hubiera más motivos para disminuir la retribución del talento que para aumentarla sobre la condición común, si no correspondiese su mérito a los sacrificios que exige. Todo productor recibe una instrucción, todo trabajador es una inteli- gencia, una capacidad, es decir, una propiedad colectiva cuya creación no es igualmente costosa. Para formar un cultivador y un artesano son necesarios pocos maestros, pocos años y pocos elementos tradicionales. El esfuerzo generador y (si se me per- mite la frase) la duración de la gestación social, están en razón directa con la superioridad de las capacidades. Pero mientras el médico, el poeta, el artista, el sabio, producen poco y tarde, la producción del labrador es más constante y sólo requiere el transcurso de los años. Cualquiera que sea la capacidad de un hombre, desde el instante en que fue creada no le pertenece. Comparable a la materia que una mano artista modela, el hom- bre tiene la facultad de llegar a ser, y la sociedad lo hace ser. ¿Podría decir el puchero al alfarero: "Yo soy como soy y no te debo nada"?

El artista, el sabio, el poeta, reciben su justa recompensa sólo con que la sociedad les permita entregarse exclusivamente a la ciencia y al arte. De modo que en realidad no trabajan para ellos, sino para la sociedad que los ha instruido y los dispensa de otro trabajo. La sociedad puede, en rigor, pasarse sin prosa, ni versos, ni música, ni pintura; pero no puede estar un solo día sin comida ni alojamiento.

Es indudable que el hombre no vive sólo de pan. Vive tam- bién, según el Evangelio, de la palabra de Dios, es decir, debe amar el bien y practicarlo, conocer y admirar lo bello, contem- plar las maravillas de la Naturaleza. Mas para cultivar su alma es preciso que comience por mantener su cuerpo. La necesidad le ha impuesto este último deber, cuyo cumplimiento no puede dejar desatendido. Si es honroso educar e instruir a los hom- bres, también lo es alimentarlos. Cuando la sociedad, fiel al principio de la división del trabajo, encomienda a uno de sus miembros una labor artística o científica, haciéndole abando- nar el trabajo común, le debe una indemnización por cuanto le impide producir industrialmente; pero nada más. Si el designa- do pidiera más, la sociedad, rehusando sus servicios, reduciría sus pretensiones a la nada. Y entonces, obligado para vivir a dedicarse a un trabajo para el cual la Naturaleza no le dio apti- tud alguna, el hombre de talento conocería su imperfección y viviría de un modo miserable.

Cuéntase que una célebre cantante pidió a la emperatriz de Rusia, Catalina II, 20.000 rublos. "Esa suma es mayor que la que doy a mis feldmariscales", dijo Catalina. "Vuestra majes- tad -replicó la artista- no tiene más que mandarlos cantar." Si Francia, más poderosa que Catalina II, dijese a mademoiselle Rachel: "Si no representáis comedias por 100 luises, hilaréis algodón", y a M. Duprez: "Si no cantáis por 2.400 francos, iréis a cavar viñas", ¿creéis que la trágica Rachel o el tenor Duprez abandonarían el teatro? Serían los primeros en arre- pentirse si tal hicieran. Mlle. Rachel gana en la Comedia Fran- cesa 60.000 francos por año. Para un genio como el suyo es poca retribución ésa; ¿por qué no ha de ser de 100.000 ó 200.000 francos? ¿Por qué no asignarle una lista civil? ¡Qué mezquin- dad! ¿Qué es un comerciante comparado con una artista como la Rachel?

Contéstase que la Administración no podría pagar más sin exponerse a una pérdida; que nadie niega el talento de esa ar- tista, y que para determinar su retribución ha habido necesi- dad de tener presente el presupuesto de gastos e ingresos de la compañía.

Todo esto es justo, y viene a confirmar lo que he dicho, o sea que el talento puede ser infinito, pero que la cantidad de su retribución está limitada por la utilidad que reporta a la socie- dad que se la abona y por la riqueza de esa misma sociedad, o en otros términos, que la demanda del vendedor está compen- sada por el derecho del comprador.

Mlle. Rachel, se dice, proporciona al Teatro Francés más de 60.000 francos de ingresos. Estoy conforme, pero ¿de quién obtiene el Teatro Francés ese impuesto? De curiosos perfecta- mente libres al satisfacerlo. Muy bien; pero los obreros, arren- datarios, colonos, prestatarios, etc., a quienes esos curiosos to- man todo lo que luego gastan ellos en el teatro, ¿son libres? Y mientras la mejor parte de sus productos se invierte en el espec- táculo que esos trabajadores no presencian, ¿se puede asegurar que sus familias no carecen de nada? Hasta que el pueblo, des- pués de haber deliberado sobre la cuantía de los salarios de todos los artistas, sabios y funcionarios públicos, no haya ex- presado su voluntad, juzgando con conocimiento de causa, la retribución de Mlle. Rachel y de todos sus compañeros será una contribución forzosa, satisfecha por la violencia, para re- compensar el orgullo y entretener el ocio. Sólo porque no so- mos libres ni suficientemente instruidos es hoy posible que el trabajador pague las deudas que el prestigio del poder y el egoís- mo del talento imponen a la curiosidad del ocioso, y que sufra- mos el perpetuo escándalo de esas desigualdades monstruosas, aceptadas y aplaudidas con entusiasmo por la opinión.

La nación entera y sólo la nación paga a sus autores, a sus sabios, a sus artistas y a sus funcionarios, cualquiera que sea el conducto por que reciban sus ingresos. ¿Con arreglo a qué base debe pagárseles? Con sujeción a la de igualdad. Lo he demos- trado ya por la apreciación de los talentos, y lo confirmaré en el capítulo siguiente por la imposibilidad de toda desigualdad social.

¿Qué hemos probado con todo lo expuesto? Cosas tan sen- cillas que ciertamente no merecen un debate serio. Que así como el viajero no se apropia el camino que pisa, el labrador no se apropia el campo que siembra. Que, sin embargo, si un traba- jador, por el hecho de su industria, puede apropiarse la materia que explota, todo productor se convierte, por el mismo título, en propietario. Que todo capital, sea material o intelectual, es una obra colectiva. Que el fuerte no tiene derecho a impedir con sus violencias el trabajo del débil, ni el malicioso a sorpren- der la buena fe del crédulo. Y finalmente, que nadie puede ser obligado a comprar lo que no desea, y menos aún pagar lo que no ha comprado. Y por consiguiente, que no pudiendo deter- minar el valor de un producto por la opinión del comprador ni por la del vendedor, sino únicamente por la suma de tiempo y de gastos invertidos en su creación, la propiedad de cada uno permanece siempre igual.

¿No son estas verdades bien sencillas? Pues por muy simples que te parezcan, aun has de ver, lector, otras que les ganan en llaneza y claridad. Nos ocurre lo contrario que a los geómetras. Para éstos los problemas van siendo más difíciles a medida que avanzan. Nosotros, por el contrario, después de haber comen- zado por las proposiciones más abstractas, acabaremos por los axiomas. Pero es necesario que, para terminar este capítulo, exponga aún una de esas verdades exorbitantes que jamás des- cubrirán jurisconsultos ni economistas.

VIII.
- QUE EN EL ORDEN DE LA JUSTICIA , EL TRABAJO DESTRUYE LA PROPIEDAD

Esta proposición es consecuencia de los dos precedentes ca- pítulos, cuyo contenido vamos aquí a sintetizar.

El hombre aislado no puede atender más que a una pequeña parte de sus necesidades. Todo su poder reside en la sociedad y en la combinación inteligente del esfuerzo de cada uno. La divi- sión y la simultaneidad del trabajo multiplican la cantidad y la variedad de los productos. La especialidad de las funciones be- neficia la calidad de las cosas consumibles.

No hay un hombre que no viva del producto de infinidad de industrias diferentes; no hay trabajador que no reciba de la so- ciedad entera su consumo, y con su consumo los medios de reproducirse. ¿Quién se atrevería a decir: yo sólo consumo lo que produzco, no tengo necesidad de más? El agricultor, a quien los antiguos economistas consideraban como el único produc- tor verdadero, el agricultor, alojado, amueblado, vestido, ali- mentado, auxiliado por el albañil, el carpintero, el sastre, el molinero, el panadero, el carnicero, el herrero, etcétera, el agri- cultor, repito, ¿puede jactarse de producir él solo?

El consumo de cada uno está facilitado por todos los demás; la misma razón determina que la producción de cada uno su- ponga la producción de todos. Un producto no puede darse sin otro producto; una industria independiente es cosa imposible. ¿Cuál sería la cosecha del labrador si otros no construyeran para él graneros, carros, arados, trajes, etc.? ¿Qué haría el sa- bio sin el librero, el impresor sin el fundidor y el mecánico, y todos ellos a su vez sin una infinidad de distintas industrias?...

No prolongaremos esta enumeración, de fácil inteligencia, por el temor de que se nos acuse de emplear lugares comunes. To- das las industrias constituyen por sus mutuas relaciones un solo elemento. Todas las producciones se sirven recíprocamente de fin y de medio. Todas las variedades del talento no son sino una serie de metamorfosis del inferior al superior.

Ahora bien; el hecho incontestable e incontestado de la par- ticipación general en cada especie de producto da por resultado convertir en comunes todas las producciones particulares, de tal manera, que cada producto al salir de las manos de su pro- ductor se encuentra coma hipotecado en favor de la sociedad. El derecho del mismo productor a su producto se expresa por una fracción, cuyo denominador es igual al número de indivi- duos de que se compone la sociedad. Cierto es que, en compen- sación, ese mismo producto tiene derecho sobre todos los pro- ductos diferentes al suyo, de modo que la acción hipotecaria le corresponde contra todos, de la misma manera que correspon- de a todos contra el suyo. Pero ¿no se observa cómo esta reci- procidad de hipotecas, lejos de permitir la propiedad, destruye hasta la posesión? El trabajador no es ni siquiera poseedor de su producto. Apenas lo ha terminado, la sociedad lo reclama. Pero se me dirá: cuando esto ocurra, y aunque el producto no pertenezca al productor, como la sociedad ha de dar a cada trabajador un equivalente de su producto, este equivalente, sa- lario, recompensa o utilidad, se convertirá en propiedad parti- cular. Y ¿negaréis entonces que esta propiedad sea legítima? Y si el trabajador, en vez de consumir enteramente su salario, hace economías, ¿quién se atreverá a disputárselas?

El trabajador no es propietario ni aun del precio de su tra- bajo, sobre el cual no tiene libre disposición. No nos dejemos ofuscar por la idea de una falsa justicia. Lo que se concede al trabajador a cambio de su producto no es la recompensa de un trabajo hecho, sino el anticipo de un trabajo futuro. El consu- mo es anterior a la producción. El trabajador, al fin del día, puede decir: "He pagado mi gasto de ayer; mañana pagaré mi gasto de hoy". En cada momento de su vida, el individuo se anticipa a su cuenta corriente y muere sin haber podido saldar. ¿Cómo podrá acumular riquezas?

Se habla de economías a estilo propietario. Bajo un régimen de igualdad, todo ahorro que no tenga por objeto una repro- ducción o un disfrute ulterior, es imposible. ¿Por qué? Porque no pudiendo ser capitalizado, carece de objeto desde ese mo- mento y no tiene causa final. Esto se comprenderá mejor en el capítulo siguiente.

Concluyamos. El trabajador es, como la sociedad, un deu- dor que muere necesariamente insolvente. El propietario es un depositario infiel que niega el depósito confiado a su custodia y quiere cobrar los días, meses y años de su empleo. Pudiendo parecer los principios que acabamos de exponer demasiado metafísicos a algunos lectores, voy a reproducirlos en forma más concreta, asequible a todas las inteligencias y fecunda en consecuencias del mayor interés. Hasta aquí he con- siderado a la propiedad como facultad de exclusión. Ahora voy a examinarla como facultad de usurpación.

NOTAS

1 Según Saint-Simon, el sacerdote saintsimoniano debía determinar la capacidad de cada uno en virtud de su infalibilidad pontifical, a imitación de la Iglesia romana; según Fourier, los rangos y los méritos serían designados por el voto y la elección del régimen constitucional. Evidente- mente el gran hombre se ha burlado del lector; no ha querido decir su secreto.

2 No concibo cómo, para justificar la desigualdad de las condiciones, hay quien se atreve a alegar la bajeza de las inclinaciones y de genio de ciertos hombres. ¿De dónde viene esa vergonzosa degradación del corazón y del espíritu de que vemos tantas víctimas, si no es de la miseria y de la abyección a que la propiedad los relega? La propiedad hace al hombre eunuco, y después le reprocha el no ser más que un tronco desecado, un árbol estéril.

3 ¿Cuántos ciudadanos hacen falta para asalariar a un profesor de filosofía? 35 millones. ¿Cuántos para un economista? 2.000 millones. ¿Y para un escritor, que no es ni sabio, ni artista, ni filósofo, ni economista, y que escribe novelas y folletones? Ninguno.

 


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