INDICE

John Reed

Diez días que estremecieron al mundo

CAPÍTULO IX
LA VICTORIA

 

 

Orden No 1

A LAS TROPAS DEL DESTACAMENTO DE PULKOVO

13 de noviembre de 1917, 9 horas 38 minutos.

Después de una lucha encarnizada, las tropas del destacamento de Pulkovo han derrotado totalmente a las fuerzas contrarrevolucionarias que, abandonando sus posiciones en desorden, se han retirado detrás de Tsárskoye Selo en dirección de Pavlovsk y de Gatchina.

Nuestros elementos avanzados ocuparon la extremidad nordeste de Tsárskoye Selo y la estación Alejandro. El destacamento de Kolpino se hallaba a nuestra izquierda; el de Krás-noye Selo, a nuestra derecha.

He ordenado a las fuerzas de Polkovo que ocupen Tsárskoye Selo y que fortifiquen los accesos, particularmente por el lado de Gatchina. He ordenado igualmente ocupar Pavlovsk, fortificarlo por el Sur y apoderarse de la vía férrea hasta Dno.

Las tropas tomarán todas las medidas necesarias para fortificar las posiciones ocupadas por ellas mediante trincheras y otras obras defensivas.

Se mantendrán en estrecho contacto con los destacamentos de Kolpino y Krásnoye Selo, así como con el estado mayor del comandante en jefe de la defensa de Petrogrado.

El comandante en jefe de todas las fuerzas en lucha contra las tropas contrarrevolucionarias de Kerenski.

Teniente coronel Muraviov.

 

Martes por la mañana. ¿Cómo es posible esto? Hace solamente dos días la campiña de Petrogrado estaba llena de bandas sin jefes, sin víveres, sin artillería, que erraban a la ventura sin rumbo ni meta. ¿Qué es lo que ha aglutinado a estas masas desorganizadas, indisciplinadas, de guardias rojas, de soldados sin oficiales, convirtiéndolas en un ejército disciplinado y obediente a los jefes elegidos por ellas mismas, templadas para recibir el choque de la artillería y destrozar el asalto de la caballería cosaca?[1]

Los pueblos en rebelión echan por tierra todos los conceptos del arte militar. Recordemos a los ejércitos desharrapados de la Revolución francesa, en Valmy, en Wissembourg. [2] Las tropas soviéticas se enfrentan al bloque de los junkers, los cosacos, los terratenientes, la nobleza y las Centurias Negras, a la perspectiva del retorno del zar, a la de la Ojrana y las minas siberianas, y por último a la terrible amenaza del imperialismo alemán. . . La victoria significaba, para decirlo con las palabras de Carlyle, apotheosis and millennium without end! El domingo por la noche, mientras los comisarios del Comité Militar Revolucionario regresaban desesperados del campo de batalla, la guarnición de Petrogrado elegía su Comité de los Cinco, su estado mayor de combate, tres soldados y dos oficiales, todos ellos enemigos jurados de la contrarrevolución. El coronel Muraviov, antiguo patriota, hombre de paz, pero a quien había que vigilar de cerca, se hizo cargo dfl mando. [3] En Kolpino, en Obujovo, en Pulkovo y en Krásnoye Selo se formaron destacamentos provisionales,

cuyos efectivos se eqgrosaron con los elementos extraviados que llegaban dispersos de todos los lugares; estos destacamentos comprendían marinos, soldados, guardias rojas, grupos de regimientos de infantería, caballería y artillería revueltos, y algunos automóviles blindados.

Al amanecer, se estableció contacto con las patrullas cosacas de Kerenski: cada encuentro se resolvía con algunos disparos y la orden de rendirse. En el aire frío e inmóvil, el estrépito de la batalla se propagaba por la llanura helada e iba a dar a los oídos de las bandas errantes que se reunían en torno a pequeñas fogatas, esperando. . . ¡Esto quiere decir que la cosa ha comenzado!, se dijeron. Y en seguida se pusieron a caminar hacia el lugar de la batalla, y per los caminos rectos los obreros avivaron el paso.. . Así convergieron automáticamente sobre todos los puntos de ataque enjambres de hombres exasperados. Los recibieron los comisarios indicándoles las posiciones que debían ocupar o los trabajos que debían ejecutar. Esta vez era m guerrafciuia guerra en la que luchaban por su mundo; sus jefes los habían elegido e//os -mismos. Las voluntades múltiples e inconexas de la masa se habían soldado en una voluntad única.. . Los combatientes de estas jornadas han descrito cómo los marinos quemaron hasta su último cartucho y después se lanzaron al asalto; cómo los obreros sin instrucción militar recibieron a pie firme la carga de los cosacos y los arrancaron de sus monturas; cómo el pueblo anónimo, que durante la noche se había agrupado alrededor del combate, se alzó como una marea que anegó al enemigo. . . El lunes, antes de la medianoche, los cosacos fueron dispersados y puestos en fuga, abandonando su artillería, y el ejército del proletariado, avanzando a todo lo largo del frente, entró en Tsárskoye Selo, antes de que el enemigo pudiese destruir la gran estación inalámbrica, desde la que los comisarios del Smolny lanzaron en seguida al mundo un himno de triunfo. .

 

A todos los Soviets de Diputados obreros y soldados

El 12 de noviembre, en un combate encarnizado librado cerca de Tsárskoye Selo, el ejército revolucionario ha derrotado en toda la línea a las tropas contrarrevolucionarias de Kerenski y Kornilov. En nombre del Gobierno revolucionario, ordeno a todos los regimientos que prosigan la lucha contra los enemigos de la democracia revolucionaria y tomen todas las medidas necesarias para detener a Kerenski e impedir que se repitan semejantes aventuras, que amenazan las conquistas de la revolución y el triunfo del proletariado.

¡Viva el ejército revolucionario!

El comandante en jefe de las tropas

que operan contra Kerenski,

Muraviov.

 

Noticias de las provincias...

En Sebastopol, el Soviet local había tomado el poder; en un mitin inmenso las tripulaciones de los acorazados que se encontraban en el puerto obligaron a sus oficiales a que juraran obediencia al nuevo gobierno. En Nijni Novgorod, el Soviet se había adueñado igualmente del poder. Las noticias de Kazan anunciaban combates librados en lasgcalles entre los junkers y una brigada de artillería, de una parte, y de otra, la guarnición bolchevique.

En Moscú se había desencadenado nuevamente una lucha desesperada. Los junkers y las guardias blancas que dominaban el Kremlin y el centro de la ciudad veíanse atacados por todas partes por las tropas del Comité Militar Revolucionario. La artillería municipal, la prefectura de policía y el hotel Metropol. Los combatientes habían arrancado los adoquines de la Tverskaya y la Ñikistskaya para abrir trincheras y levantar barricadas. Una granizada de balas de ametralladora barría los distritos de los grandes bancos y casas comerciales. No había luz, ni comunicaciones telefónicas; la población burguesa vivía recluida en los sótanos. El último boletín decía que el Comité Militar Revolucionario había dirigido un ultimátum al Comité de Salvación Pública, [4] exigiendo la rendición inmediata del Kremlin, bajo amenaza de bombardeo.

—¡Bombardear el Kremlin! —exclamaban—. ¡No se atreverán a eso!

Desde Vologda a Tchita, en el otro extremo de Siberia, desde Pskov a Sebastopol, en el Mar Negro, en las grandes ciudades al igual que en las aldeas, ascendían las llamas de la guerra civil. De mil fábricas, de mil poblados campesinos, de regimientos y ejércitos, de los barcos que se encontraban navegando, afluían a Petrogrado los saludos de bienvenida al gobierno del pueblo.

El gobierno cosaco de Novotcherkask telegrafió a Kerenski:

El gobierno de las tropas cosacas invita al Gobierno provisional y a los miembros del Consejo de la República a que vengan, si es posible, a Novotcherkask, donde podremos organizar en común la lucha contra los bolcheviques.

También Finlandia comenzaba a agitarse. El Soviet de Hel-singfors y el Tsentrobadt (Comité Central de la Flota del Báltico) proclamaron el estado de sitio y declararon que todo intento de obstruir la acción de las fuerzas bolcheviques o toda resistencia armada a las órdenes del Consejo de Comisarios del Pueblo serían severamente reprimidas. Al mismo tiempo, la Unión de Ferroviarios de Finlandia declaró la huelga general en todo el país, a fin de lograr la aplicación de las leyes votadas por la Dieta socialista de junio de 1917, disuelta por Kerenski.

A la mañana siguiente me dirigí a primera hora al Smolny. Cuando avanzaba por la pasarela de madera que conducía de la verja exterior al edificio, cayeron del cielo gris los primeros copos de nieve, tenues y vacilantes.

—¡La nieve! —exclamó el soldado de guardia, con un gesto de placer—. ¡No hay nada mejor para la salud!

En el interior, los largos corredores sombríos y las salas tristes parecían abandonados. En el enorme edificio no se movía un alma. Un rumor sordo, extraño, llegó a mis oídos, y al mirar a mi alrededor vi por todo el suelo, a lo largo de los muros, hombres que dormían. Seres toscos, obreros y soldados, verdaderos paquetes de lodo, tendidos aisladamente o apelotonados en las actitudes despreocupadas de la muerte. Algunos de ellos llevaban vendajes desgarrados y manchados de sangre. Fusiles y cartucheras yacían en el suelo... ¡Ante mí tenía al ejército victorioso del proletariado!

En el restaurante del primer piso se encontraban tan juntos uno del otro, que apenas había sitio para pasar. El aire estaba viciado. Una luz pálida se filtraba a través de los vidrios opacos por la suciedad. Encima del mostrador, cerca de un samovar abollado, completamente frío, entre vasos sucios, divisé, colocado al revés un número del último boletín del Comité Militar Revolucionario, cuya última página aparecía totalmente cubierta de torpes garabatos. Era el recuerdo elocuente que dirigía uno de los soldados a sus camaradas caídos en la lucha contra Kerenski, en el momento en que el sueño lo abatió. Sobre el papel parecían haber resbalado las lágrimas. ..

Alexis Vinogradov

D. Moskvin

S. Stolbikov

A. Voskressenski

D. Leonski

D. Preobrajenski

V. Laidanski

M. Bertchikov

Estos hombres fueron llamados al ejército el 15 de noviembre de 1916. Solamente tres de ellos viven todavía:

Miguel Bertchikov

Alexis Voskressenski

Dimitri Leonski

¡Dormid, águilas de las batallas!

Que vuestras almas reposen en paz,

pues habéis merecido, hermanos,

gloria y descanso eternos...

 

El Comité Militar Revolucionario era el único que no dormía, entregado a un trabajo sin descanso. Skripnik salió de la habitación del fondo y anunció que Gotz había sido detenido, pero que había negado categóricamente haber firmado, como Avxéntiev, la proclama del Comité de Salvación. El Comité de Salvación, por su parte, había repudiado el llamamiento a la guarnición. Skripnik añadió que todavía había resistencia entre los regimientos de la ciudad; así, el regimiento Volynski se había negado a marchar contra Kerenski.

Varios destacamentos de tropas «neutrales», capitaneados por Tchernov, se encontraban en Gatchina, donde trataban de persuadir a Kerenski de que renunciara a marchar sobre Petrogrado.

Skripnik soltó la risa.

—Ahora, ya no puede haber neutrales —comentó—. ¡La victoria es nuestra!

Una exaltación casi religiosa iluminaba su rostro barbudo, de facciones acusadas.

—Más de sesenta delegados han llegado del frente para traernos la seguridad de la colaboración de todos los ejércitos, con excepción del frente rumano, del que no sabemos nada. Los comités del ejército detienen todas las noticias en Petrogrado, pero hemos organizado un servicio regular de correos. .

En el entresuelo encontramos a Kaménev, que acababa de llegar: estaba extenuado por la sesión nocturna de la «Conferencia para la formación de un nuevo gobierno», pero feliz.

—Los socialrevolucionarios se muestran ya inclinados a admitirnos en el nuevo gobierno —dijo—. Los grupos de derecha están aterrados por los tribunales revolucionarios, y reclaman con una especie de pánico y de espanto que los disolvamos en seguida. Hemos aceptado la proposición del Vikjel de formar un ministerio socialista homogéneo; ésa es la cuestión de que se están ocupando ahora. Todo esto, como ves, son los frutos de nuestra victoria. Cuando éramos los más débiles no nos querían a ningún precio; ahora, todo el mundo es partidario de llegar a un acuerdo con los Soviets. Pero lo que necesitamos es una victoria verdaderamente decisiya. Kerenski quiere un armisticio, pero será preciso que capitule.[5]

Tal era el estado de ánimo de los jefes bolcheviques. A un periodista extranjero xjue le pidió una declaración, Trotzki le respondió: «La única declaración posible en estos momentos es la que estamos emitiendo por las bocas de nuestros cañones.»

Pero bajo este espíritu de victoria se ocultaba una verdadera ansiedad causada por la cuestión financiera. En vez de abrir los bancos, acatando la'orden del Comité Militar Revolucionario, el Sindicato de Empleados de Bancos había celebrado un mitin y se había declarado en huelga. El Smolny había pedido 35 millones de rublos aproximadamente al Banco del Estado, pero el cajero había cerrado las arcas y no consentía hacer pagos más que a los representantes del Gobierno provisional. Los reaccionarios se servían del banco como arma política; así, cuando el Vikjel solicitó dinero para pagar sus salarios a los empleados de los ferrocarriles del Estado le respondieron que lo pidiera al Smolny.

Yo me dirigí al Banco del Estado para ver al nuevo comisario, un bolchevique ucraniano de cabellos rojizos, llamado Petrovitch.

Trataba de hacer renacer el orden en el caso.en que los huelguistas habían dejado los asuntos. En todas las oficinas del inmenso.establecimiento los voluntarios, obreros, soldados, rnarinos, con aire de desconcierto y la boca abierta, sudando la gota gorda, palidecían sobre los libros mayores. . .

El edificio de la Duma rebosaba de gente. Todavía se escuchaban desafíos aislados al nuevo gobierno, pero estos casos se hacían cada vez más raros. El Comité Agrario Central había lanzado un llamamiento a los campesinos para ordenarles que no reconocieran el decreto sobre la tierra dado por el Congreso de los Soviets, so pretexto de que provocaría el desorden y la guerra civil. El alcalde Schreider anunció que en razón de la insurrección bolchevique sería preciso aplazar hasta una fecha indeterminada las elecciones a la Asamblea Constituyente.

Dos preocupaciones parecían dominar los espíritus, indignados por la ferocidad de la guerra civil: poner fin a la efusión de sangre[6] y crear un nuevo gobierno. Ya no se trataba de «aplastar a los bolcheviques», e incluso se hablaba muy poco de eliminarlos del gobierno, salvo en los medios socialistas populares y en los Soviets campesinos. El Comité Central del ejército, el enemigo más acérrimo del Smolny, telefoneó desde Moguilev: «Si para constituir el nuevo ministerio es preciso llegar a un acuerdo con los bolcheviques, accedemos a que se les admita en miñona dentro del gabinete.»

La Pravda llamó irónicamente la atención de sus lectores hacia los «sentimientos humanitarios» de Kerenski, publicando el mensaje de éste al Comité de Salvación.

De acuerdo con las proposiciones del Comité de Salvación y de todas las organizaciones democráticas agrupadas a su alrededor, he suspendido toda acción militar contra los rebeldes y he delegado al comisario adjunto, al comandante en jefe Staakievich, para que entable negociaciones. Tomad las medidas para evitar derramamientos inútiles de sangre.

El Vikjel expidió el siguiente telegrama a toda Rusia:

La conferencia celebrada entre el Sindicato de Ferroviarios y los representantes de los partidos y organizaciones en lucha, que reconocen la necesidad de llegar a un acuerdo, desaprueba categóricamente el empleo del terrorismo político en la guerra civil, particularmente entre los grupos de la democracia revolucionaria, y declara que el terrorismo, bajo la forma que sea, se halla, en los momentos actuales, en contradicción con el sentido y el objetivo de las negociaciones en curso para la formación de un nuevo gobierno...

La conferencia[7] envió delegaciones al frente, a Gatchina. En la propia conferencia, la solución definitiva parecía cercana. Incluso había decidido elegir un consejo provisional del pueblo, formado por 400 miembfies aproximadamente, 75 en representación del Smolny, 75 del antiguo Tsík, y el resto repartido entre la Duma municipal, los sindicatos, los comités agrarios y los partidos políticos. Tchernov fue nombrado presidente del consejo; decíase que Lenin y Trotzki serían eliminados. .

Hacia el mediodía, me encontraba yo delante del Smolny conversando con el chofer de una ambulancia que partía para el frente revolucionario. Le pregunté si me permitía acompañarle, y aceptó. Era un voluntario, estudiante de la Universidad. Mientras rodaba la ambulancia, me hablaba por encima del hombro en un alemán execrable:» A/so, gut! Wir nach die Kasernen zu essen gehen. Adiviné que comeríamos en algún cuartel, sin duda alguna.

Cuando llegamos a Kirotchnaya, penetramos en un patio inmenso, rodeada de<»construcciones militares, y por una escalera oscura subimos hasta una habitación de techo bajo, sin más luz que la de una ventana. Sentados ante una larga mesa de madera, unos veinte soldados estaban comiendo sopa de coles con cucharas de madera, servida en un perol de hojalata, al tiempo que charlaban y reían con gran animación.

—¡Salud al Comité del 6º batallón de reserva de zapadores! —exclamó mi acompañante, y me presentó como un socialista norteamericano. Todos se pusieron en pie para estrecharme la mano: un viejo soldado me abrazó calurosamente. Me dieron una cuchara de madera y me senté a la mesa. Trajeron otro perol lleno de hacha, un enorme pan negro y las inevitables teteras. Y en seguida se pusieron todos a hacerme preguntas sobre Norteamérica. ¿Era cierto que las gentes, en ese país de la libertad, vendían su voto? Entonces, ¿cómo conseguían lo que querían? ¿Y Tammany Hall? [8] ¿Era verdad que en un país libre un pequeño grupo de gentes podía controlar toda una ciudad y explotarla en beneficio propio? ¿Por qué el pueblo toleraba eso? En Rusia, incluso bajo el zar, eran imposibles semejantes cosas; claro que siempre había existido corrupción, ¡pero comprar y vender toda una ciudad! ¡Con sus habitantes! ¡Es un país libre! ¿El pueblo no tenía, pues, allí ningún sentido revolucionario?

Yo traté de explicarles que, en mi país, el pueblo trata de realizar las reformas per medio de leyes.

—Muy bien —repuso un sargento llamado Baklanov, que hablaba francés!—, pero con el poder que posee en el país de ustedes la clase capitalista, necesariamente tiene que ejercer su control sobre la legislación y la justicia; ¿cómo, en esas condiciones, puede obtener reformas el pueblo? Yo bien quiero dejarme convencer, puesto que no conozco el país, pero eso me parece increíble. . .

Les dije que iba a Tsárskoye Selo.

—Yo también —anunció súbitamente Baklanov.

—Yo también.. ., yo también...

Toda la sala decidió sobre la marcha dirigirse a Tsárskoye Selo.

En aquel momento, alguien llamó a la puerta. Se abrió ésta y apareció la silueta del coronel. Nadie se puso en pie, sino que lo acogieron con exclamaciones de bienvenida.

—¿Se puede entrar? —preguntó el coronel.

—¡Claro que sí, entre! —le respondieron con cordialidad. Alto, de aire distinguido, con su gorro de piel bordado en oro, el coronel entró, sonriendo.

—Decíais, me parece, camaradas, que queríais ir a Tsárskoye Selo. ¿Os puedo acompañar? Baklanov se quedó pensativo.

—No creo que haya nada que hacer hoy aquí —respondió—. Sí, camarada, tendremos mucho gusto en que vengas con nosotros.

El coronel dio las gracias y,'sentándose, se sirvió un vaso de té.

A media voz, para no herir el amor propio del coronel, Baklanov me explicó:

—Yo soy el presidente del comité; a nosotros nos corresponde la dirección total del batallón, salvo en cuanto a las operaciones, para las que delegamos el mando en el coronel. Entonces, todos deben obedecer sus órdenes, pero él es responsable ante nosotros. En el cuartel, no jiUede hacer nada sin consultarnos. .. En cierto modo, es nuestro agente ejecutivo...

Nos distribuyeron armas, revólveres y fusiles —podíamos encontrar a los cosacos—, y después nos amontonamos en el coche ambulancia al lado de tres paquetes enormes de periódicos, destinados al frente. Nos fuimos directamente por la Liteiny, y luego por la Zagorodny. Yo iba sentado al lado de un joven que llevaba insignias de teniente y quien parecía conocer todos los idiomas de Europa. Formaba parte del comité del batallón.

—No soy bolchevique —me afirmó con energía—. Mi familia es de nobleza muy antigua. Por mis ideas políticas se me podría clasificar como kadete. . .

—¿Entonces, cómo es que. . .? —le interrumpí, sorprendido.

—-Es muy claro; soy miembro del comité. No oculto mis opiniones políticas, pero a los otros no les importa, pues saben que no soy de los que creen que hay que oponerse a la voluntad de la mayoría. . .Me negué a tomar parte en la actual guerra civil, porque no creo conveniente empuñar las armas contra mis hermanos rusos.

—¡Provocador! ¡Kornilovista! —le gritaron otros, bromeando y dándole palmadas en la espalda.

Después de haber franqueado el arco de triunfo de la Puerta de Moscú, colosal monumento de piedra gris, adornado con jeroglíficos de oro, enormes águilas imperiales y nombres de zares, tomamos por la largí" carretera completamente recta, blanqueada por la primera nevada. Estaba llena de guardias rojos a pie. Los unos, cantando y gritando, se dirigían al frente revolucionario; los otros, de regreso, venían cubiertos de barro y con el rostro terroso. La mayor parte tenía cara de niños. También se veían mujeres, con palas, algunas con fusiles y cartucheras en bandolera, otras con los brazaletes de la Cruz Roja, mujeres de barrios miserables, encorvadas y agotadas por el trabajo. Y grupos de soldados, que se cuidaban poco de marchar al paso y bromeaban cordialmente con los guardias rojos. También se veían marinos de rostro severo, niños que llevaban la comida a sus padres, todos ellos chapoteando en el lodo blanquecino, de varios centímetros de espesor, que cubría el camino. Rebasamos a la artillería que iba rumbo al sur con gran estrépito; nos cruzábamos con Camiones, erizados de hombres armados. Ambulancias cargadas de heridos regresaban del campo de batalla. Vimos la carreta de un campesino que avanzaba lentamente chirriando y sobre la cual iba también gimiendo de dolor un muchacho joven, herido en el vientre, doblado por la cintura. En los campos, a ambos lados de la carretera, mujeres y ancianos abrían trincheras y tendían redes• de fiambre de púas.

Las nubes corrían dramáticamente hacia el norte. Bruscamente, apareció un sol lívido. Petrogrado cabrilleaba al otro extremo de la llanura pantanosa; a la derecha, resplandecían las cúpulas en forma de bulbo y las agujas blancas, doradas, multicolores; a la izquierda, las altas chimeneas vomitaban su humo negro, y al fondo un cielo plomizo pendía; sobre Finlandia Iglesias y monasterios desfilaban a ambos lados del camino. A veces, distinguíamos un monje que pulsaba en silencio la marcha, del ejército proletario.

En Pulkonovo, la carretera se bifurcaba; hicimos alto en medio de una multitud, donde tres corrientes humanas se fundían. Amigos se encontraban, dichosos, se felicitaban, se describían mutuamente la batalla. Algunas casas que se alzaban en el cruce de los caminos mostraban las huellas de las balas y la tierra se veía pisoteada en una legua a la redonda. El combate había sido furioso aquí. . . A alguna distancia, corrían caballos cosacos en círculos, sin jinetes, en busca de pienso, pues la hierba de la llanura había desaparecido hacía largo tiempo. Justamente delante de nosotros un guardia rojo trataba de cabalgar sobre uno, pero caía una y otra vez, con gran diversión de un millar de aquellos niños grandes.

El camino de la izquierda, por el cual se habían batido en retirada los supervivientes cosacos, conducía, remontando una pequeña colina, a un pueblecillo desde donde se alcanzaba una vista grandiosa de la inmensa llanura, gris como un mar sin viento y dominada por el amontonamiento tumultuoso de las nubes, y de la ciudad imperial, que esparcía sus millares de seres humanos por todas las carreteras. Al fondo, hacia la izquierda, se encontraban la pequeña colina de Krásnoye Selo, el campo por el que en otros días desfilaban los soldados del campamento de verano de la Guardia y donde se extendía la granja imperial. Nada rompía la monotonía de la llanura, aparte de algunos monasterios y conventos cercados de murallas, unas cuantas fábricas aisladas y algunas construcciones grandes rodeadas de terrenos baldíos, destinadas a asilos y orfelinatos.

—Aquí —indicó el chofer, al tiempo que subimos una colina desnuda— mataron a Vera Slutskaya. Sí, la diputada bolchevique de la Duma. Fue por la mañana, temprano. Iba en automóvil con Zalkind y algún otro. Se había pactado una tregua, y se dirigían al frente. Charlaban y reían cuando, de repente, del tren blindado en que se encontraba el propio Kerenski, alguien, al divisar el automóvil, disparó un tiro. El proyectil alcanzó a Vera Slutskaya, matándola.

Llegamos a Tsárskoye, que bullía con la agitación turbulenta de los héroes del ejército proletario. El palacio donde estaba instalado el Soviets era centro de gran actividad. Guardias rojas y marinos ocupaban el patio, los centinelas guardaban las puertas y una fila ininterrumpida de correos y comisarios entraba y salía. En el salón del Soviet, alrededor de un samovar, una cincuentena de obreros, soldados, marinos y oficiales, discutían ruidosamente mientras bebían té. En un rincón, dos obreros trataban torpemente de manejar una multicopista. En la mesa del centro, el inmenso Dy-benko estaba inclinado sobre un mapa, marcando con lápices rojos y azules las posiciones que había qwe ocupar. Su mano libre apretaba, como siempre, su enorme revólver pavonado. De pronto, se sentó delante de una máquina de escribir y se puso a teclear con un solo dedo: de vez en cuando se detenía, agarraba su revólver y hacía girar amorosamente el tambor.

Sobre una colchoneta arrimada a la pared, estaba acostado un obrero joven. Dos guardias rojos se inclinaban sobre él, pero nadie más le prestaba atención. Tenía el pecho perforado; a cada latido del corazón brotaba la sangre, empapando las ropas. Tenía los ojos cerrados y su joven rostro barbudo presentaba un color verdoso Todavía respiraba débilmente, con lentitud, repitiendo con cada respiración en un suspiro: «¡Viene la paz! ¡Viene la paz!»

Dybenko alzó los ojos cuando entramos.

—¡Ah! —exclamó dirigiéndose a Baklanov—. Camarada, vas a ir a la oficina del comandante y vas a tomar el mando. Espera, te voy a dar una orden de servicio.

Se fue a la máquina y se puso a teclear torpemente, buscando las letras.

Me encaminé al palacio de Catalina, acompañado del nuevo comandante de Tsárskoye Selo. Baklanov estaba muy emocionado y profundamente penetrado de su importancia. En el elegante salón blanco, que ya me era conocido, algunos guardias rojos examinaban los lugares, husmeándolo todo con curiosidad. Mi viejo amigo, el coronel, de pie cerca de la ventana, mordisqueaba su bigote. Me aogió como a un hermano hallado al fin. El francés de Besarabia estaba sentado ante una mesa, cerca de la puerta. Los bolcheviques le habían dado la orden de que se quedara y continuara su labor.

—¿Qué podría hacer yo? —cuchicheó—. Las gentes como yo no pueden combatir ni en un bando ni en otro en una guerra como ésta, cualquiera que sea la repulsión instintiva que sintamos por la dictadura de la masa... Lo único que lamento es estar tan lejos de mi madre y de Besarabia.

El coronel tuvo que hacer entrega del mando oficialmente a Baklanov.

—Aquí están —laSdijo nerviosamente— las llaves de la oficina. Un guardia rojo le interrumpió.

—¿Dónde está el dinero? —preguntó brutalmente. El coronel pareció sorprendido.

—¿El dinero? ¿Qué dinero? ¡Ah! ¿Tú te refieres a la caja fuerte? Aquí está, tal como la encontré cuando me hice cargo del — ando, hace tres días. ¿Las llaves ...?

El coronel alzó los hombros.

—Yo no tengo llaves.

El guardia rojo dejó escapar una risita burlona llena de malicia.

—Eso es muy cómodo —contestó.

—La vamos a abrir —dijo Baklanov—. Vete a buscar un hacha. El camarada norteamericano, aquí presente, se encargará de hacer saltar la tapa y asentará lo que encuentre.

Blandí el hacha... La caja estaba vacía.

—Hay que detenerlo —exclamó el guardia rojo, rencorosamente—. Es un kerenkista. Ha robado el dinero y se lo ha mandado a Kerenski.

Pero Baklanov no compartía este criterio.

—No, no —dijo—, fue el kornilovista que estuvo aquí antes que él. Él no es culpable.

—¡Pero, por Cristo bendito! —replicó el guardia rojo—, yo te digo que es kerenkista. Si tú no lo quieres detener, nosotros nos encargaremos y lo conduciremos a la fortaleza de Pedro y Pablo. ¡Aquél es su lugar!

Los otros guardias hicieron oir un murmullo de asentimiento, y el coronel, que lanzaba hacia nosotros miradas lastimosas, fue conducido. ..

Ante el palacio del Soviet un camión automóvil se preparaba a salir para el frente. Una media docena de guardias rojos, algunos marinos, uno o dos soldados, mandados por un obrero con talla de gigante, treparon y me gritaron que subiera con ellos. Guardias rojos que salíaij, del cuartel general con brazadas de bombas pequeñas cargadas de una materia explosiva, según decían ellos, diez veces más potente y cinco veces más sensible que la dinamita, arrojaron sus artefactos en el camión. Después, un cañón de tres pulgadas, cargado, fue sujeto a la parte posterior del vehículo, con cuerdas y alambres.

En medio de exclamaciones, arrancamos a toda velocidad. El pesado camión se balanceaba de un lado a otro, el cañón danzaba sobre sus ruecas y las peligrosas bombas rodaban a nuestros pies, yendo a chocar con estrépito contra las paredes del camión.

El gigantesco guardia rojo, cuyo nombre era Vladimir Nikolaievitch, me atosigó a preguntas sobre los Estados Unidos. ¿Por qué los Estados Unidos no han entrado en la guerra? ¿Los obreros norteamericanos estaban preparados para derrocar a los capitalistas? ¿En qué estado se encontraba el proceso Mooney? [9] ¿Entregarían a Berkman[10] a los de San Francisco? Y cien preguntas más de este tipo, muy embarazosas, gritadas a pleno pulmón para dominar el estruendo del camión, mientras nos manteníamos agarrados unos a otros, danzando en medto de las carambolas de granadas de mano. Algunas veces, nos quiso detener una patrulla. Los soldados se lanzaban a través de la carretera y gritaban: ¡Alto!, enarbolando sus fusiles. Nosotros no les hacíamos caso.

—¡Id al diablo! —respondían los guardias rojos—. ¡Nosotros no nos detenemos por nadie! ¡Somos guardias rojos!

Y proseguíamos orgullosamente nuestro camino, mientras Vladimir Nikolaievitch me vociferaba al oído alguna consideración acerca de La Internacionalización del Canal de Panamá y otras cosas por el estilo.. .

A ocho kilómetros aproximadamente de Tsárskoye, al cruzarnos con un escuadrón de*marinos que regresaba, hicimos alto.

—¿Dónde está ef frente, hermano?

El que marchaba en cabeza se detuvo y se rascó dubitativo:

—Esta mañana --me dijo— estaba a quinientos metros de aquí. Ahora, ese demonio de cosa no está en ninguna parte. Hemos caminado, caminado y caminado, ¡no hay manera de encontrarlo!

Subieron con nosotros y de nuevo nos pusimos en marcha. Al cabo de una milla, Vladimir Nikolaievitch aguzó el oído y le gritó al chofer que se detuviera.

—Hay tiros —dijo—. ¿No oís?

Durante algunos instantes, reinó un silencio de muerte. Después, un poco hacia adelante y sobre la izquierda, resonaron tres detonaciones, una tras otra. Un bosque espeso bordeaba la carretera a ambos lados. Con todos nuestros sentidos alerta reanudamos lentamente la marcha, hablando en voz baja. A la altura del lugar donde se había disparado, echamos pie a tierra; luego, desplegándonos, avanzamos con precaución al interior del bosque.

Dos camaradas, mientras tanto, soltaban el cañón y lo emplazaban; no dejaron, naturalmente, de apuntarlo directamente sobre nosotros.

En el bosque reinaba el silencio. Habían caído las hojas y los ironcos tenían tonalidades amarillentas bajo el débil y oblicuo sol de otoño. Nada se movía. Sólo el hielo de los pequeños charcos crujía bajo nuestros pasos. ¿Habíamos caído en una emboscada?

Avanzamos sin encontrar nada hasta que los árboles comenzaron a clarear; después, hicimos alto. A alguna distancia, en un pequeño claro, tres soldados, con aire perfectamente despreocupado, estaban sentados alrededor de una hoguera.

Vladimir Nicolaievitch avanzó hacia ellos.

—¡Buenos días, camaradas! —les gritó, con la seguridad que daban un cañón, veinte fusiles y un cargamento de granadas de mano, listo todo para entrar en acción.

Los soldados se pusieron en pie de un salto.

—¿Qué fueron esos disparos de fusil aquí, hace un momento? Uno de los soldados, tranquilizado, respondió:

—Fuimos nosotros, camarada, que disparamos a un par de conejos.

El camión partió otra vez en dirección de Romanovo. En el primer cruce de carreteras, dos soldados se plantaron corriendo delante de nosofros, agitando sus fusiles. Redujimos la marcha y después nos detuvimos. ,

—¿Vuestro, permiso de circulación, camaradas? Los guardias rojos pusieron el grito en el cielo.

—Somos guardias rojos. No tenemos necesidad de permiso de circulación. . . ¡Adelante! ¡No hacen más que fastidiarnos! . . . Pero un marino observó:

—¡Hacemos mal, camaradas! Hay que respetar la disciplina revolucionaria. Suponed que llegan contrarrevolucionarios en un camión y dicen: «Nosotros no tenemos necesidad de permiso de circulación.» Los camaradas no nos conocen.

Se entabló una discusión. Uno por uno, sin embargo, marinos y soldados, se sumaron a la opinión del primero. Rezongando, sacaron los documentos grasicntos. Todos eran semejantes, salvo el mío, extendido por el Estado Mayor Revolucionario del Smolny. Los centinelas me indicaron que les siguiera. Los guardias rojos protestaron con energía, pero el marino que había tomado la palabra anteriormente declaró:

—Nosotros sabernos perfectamente que éste es un verdadero camarada. Peifo hay órdenes del Comité, a las cuales hay que obedecer. Es la disciplina revolucionaria . . .

Para no crear dificultades, descendí. Vi el camión alejarse por la carretera; todo el grupo me hacía señales, diciéndome adiós. Los soldados deliberaron un instante en voz baja; luego, me condujeron hacia un muro contra el cual me colocaron. De repente, comprendí, iban a fusilarme.

No se divisaba por allí un solo ser humano. El único indicio de vida era una cortina de humo que se elevaba de una casita de madera situada como a un cuarto de milla de la carretera. Los dos soldados se dirigieron hacia la carretera. Me lancé a su alcance desesperadamente.

—¡Pero camaradas, fijaos bien! Aquí está el sello del Comité Militar Revolucionario.

Sus miradas se clavaron estúpidamente en mi permiso de circulación, y después se miraron uno a otro.

—No es como los otros —sentenció uno de ellos, con terquedad—. Nosotros no sabemos leer, hermano. Le agarré por el brazo.

—Vamos —les sugerí— hasta aquella casa; seguramente habrá allí alguien que sepa leer. Vacilaron.

—No —resolvió uno.

El otro me recorrió con la vista de arriba abajo.

—¿Por qué no?—refunfuñó—. A fin de cuentas es un gran crimen matar a un inocente.

Fuimos, pues, hasta la puerta de la casa y llamamos. Una mujer baja, rolliza, vino a abrir y reculó inmediatamente, espantada.

—Yo no sé nada, no los he visto —empezó a balbucear. Uno de los centinelas le tendió mi documento. La mujer lanzó un grito.

—Solamente queremos que nos leas esto, camarada —La mujer, vacilante, tomó el papel y leyó con rapidez:

«El portador de este salvoconducto, John Reed, es representante de la socialdemocracia norteamericana, internacionalista...»

De nuevo sobre "la carretera los dos soldados volvieron a deliberar.

—Tiene que venir con nosotros al comité del regimiento —decidieron.

En el crepúsculo, que se iba haciendo más denso rápidamente, nos pusimos otra vez a chapotear sobre el fango de la carretera. De vez en cuando nos encontrábamos con grupos de soldados; se detenían, me rodeaban, me miraban amenazadoramente, hacían circular entre ellos flii documento, y discutían si me debían fusilar o no.

Ya era de noche cuando llegamos a los cuarteles del 2º regimiento de fusileros de Tsárskoye Selo, hilera de construcciones bajas que bordeaban la carretera general. Los soldados que estaban ce plantón a la entrada se pusieron a formular preguntas ávidamente. ¿Un espía? ¿Un provocador? Subimos una escalera de caracol y salimos a un gran salón desnudo. Una enorme estufa xupaba el centro, y sobre las colchonetas tendidas en el suelo un millar de soldados jugaba a la cartas, charlaba, cantaba o dormía. Los cañones de Kerenski habían abierto una gran brecha en el techo.

Me detuve en la puerta: súbitamente, se hizo el silencio en los grupos, y todos volvieron sus miradas hacia mí. De pronto, se pusieron en movimiento, al principio con lentitud, después comiendo con el ruido del trueno, los rostros cargados de odio.

—¡Camaradas! ¡Camaradas! —gritó uno de mis guardianes—. ¡Comité! ¡Comité!

Se detuvieron, apiñados a mi alrededor y murmurando. Un joven que llevaba un brazalete rojo se abrió camino.

—¿Quién es éste? —preguntó con rudeza. Los centinelas le explicaron.

—Enséñame tu salvoconducto.

Habiéndolo leído atentamente, mientras me lanzaba rápidas ojeadas, sonrió y me alargó el documento.

—Camaradas, es un caniarada norteamericano. Yo soy el presidente del comité'y le doy la bienvenida a nuestro regimiento...

Se elevó un suspiro de alivio que en seguida se convirtió en un clamor de bienvenida. Todos se apretujaban para estrecharme la mano.

—¿No ha cenado? Nosotros ya hemos comido. Vamos a llevarlo al comedor de los oficiales; hay algunos que conocen su idioma.

Me condujo a través del patio hasta la puerta de otro edificio. Justamente entonces entraba un joven de aspecto aristocrático, que lucía las insignias de teniente. El presidente me presentó y, después de un apretón de manos, se alejó.

—Mi nombre es Stepan Georgevitch Morovski. Estoy a su entera disposición —me dijo el teniente, en excelente francés.

Del vestíbulo, ricamente decorado, una suntuosa escalera iluminada por candelabros de cristal deslumbrantes conducía al segundo piso, donde salas de billar, salas de juego y una biblioteca daban al descansillo. Penetramos en el comedor; en el centro, alrededor de una mesa larga, había tomado asiento una veintena de oficiales; estaban vestidos de gala, con sus espadas de empuñadura de oro y plata y las cintas y cruces de las órdenes imperiales. Todos se levantaron con cortesía a mi entrada y me hicieron sitio al lado del coronel un hombre de estatura y aspecto imponentes, de barba entrecana. Ordenanzas bien adiestrados, servían la cena. La atmósfera era la de todos los comedores de oficiales de Europa. ¿Dónde estaba, pues, la revolución?

—¿Usted no es bolchevique? —le pregunté a Morovski. Una sonrisa corrió alrededor de la mesa, pero sorprendí una o dos miradas furtivas hacia los ordenanzas.

—No —respondió mi amigo—. En el regimiento no hay más que un oficial bolchevique. Está en Petrogrado, esta noche. El coronel es menchevique; el capitán Kerlov, que está ahí abajo, es kadete. Yo mismo soy socialrevolucionario de derecha... Creo que la mayor parte de los oficiales del ejército no son bolcheviques, pero son, como yo, demócratas; piensan que deben seguir a la masa de los soldados.

Después de la cena, trajeron algunos mapas, que el coronel desplegó sobre la mesa. Todo el mundo se agrupó a su alrededor.

—Mirad —dijo el coronel indicando las marcas de lápiz— dónde se encontraban nuestras posiciones esta mañana. Vladimir Kyrilovitch, ¿dónde está su compañía?

El capitán Jerlov puso un dedo sobre el mapa.

—De acuerdo con las órdenes, nos hemos situado a lo largo de esta carretera, Karíavin me ha relevado a las cinco.

En este momento, se abrió la puerta y entró el presidente del comité del regimiento, seguido de otro soldado. Se unieron al grupo que rodeaba al coronel y siguieron sobre el mapa lo que se decía.

—Magnífico —dijo el coronel—. Los cosacos han retrocedido diez kilómetros, en nuestro sector. No creo que sea necesario ocupar posiciones avanzadas. Por lo tanto, señores, conservad esta noche la línea actual, reforzando las posiciones mediante...

—Permítame —Je interrumpió el presidente del comité—. Las órdenes prescriben que hay que avanzar con la mayor rapidez y prepararse para entablar la batalla con los cosacos al norte de Gat-china, mañana por la mañana. Es indispensable una victoria aplastante. Se le ruega que tome las disposiciones necesarias.

Siguió un breve silencio. El coronel volvió sobre el mapa.

—Muy bien —dijo en tono diferente—. Stepan Georgevitch, hazme el favor...

Trazando nuevas líneas con el lápiz, dio sus órdenes, en tanto que un sargento trnnaba notas taquigráficamente. Luego salió el sargento y regresó al cabo de diez minutos con una copia mecanografiada de las órdenes y una copia al carbón.

El presidente tomó una de las copias y se puso a estudiar el mapa.

—Perfecto —dijo poniéndose en pie. Dobló la hoja y se la metió en el bolsillo. Luego, tras de haber firmado la otra y puesto un sello redondo qu« llevaba con él, se la devolvió al coronel...

¡Ahora reconocía yo de nuevo a la revolución!

Regresé a Tsárskoye Selo, al palacio del Soviet, en el automóvil del estado mayor del regimiento. Me encontré de nuevo con la misma muchedumbre de obreros, soldados y marinos que entraban y salían, con la misma aglomeración de camiones, autos blindados y cañones delante de la entrada; por todas partes reinaba la alegría desbordante de la victoria, durante tanto tiempo esperada. Una media docena de guardias rojos, encuadrando a un religioso, se abrió camino. Era el padre Iván, quien, al decir de ellos, había bendecido a los cosacos a su entrada en la población. Posteriormente, me enteré de que lo habían fusilado...[11]

Salió Dybenko, dando órdenes rápidas a derecha e izquierda. En la mano llevaba su gran revólver. Un automóvil esperaba al borde de la acera, con el motor en marcha. Se instaló completamente solo en el asiento de atrás. Iba a Gatchina, a derrotar a Kerenski.

A la caída de la noche, llegó a los aledaños de la ciudad y siguió su camino a pie. Lo que Dybenko dijo a los cosacos nadie lo sabe, pero lo cierto es que el general Krasnov y su estado mayor, así como varios míes de cosacos, se rindieron y aconsejaron a Kerenski que hiciese otro tanto.[12]

Por lo que se refiere a Kerenski, reproduciré aquí la declaración hecha por el general Krasnov la mañana del 14 de noviembre:

Gatchina, 14 de noviembre de 1917. Hoy, hacia las tres de la madrugada, fui citado por el comandante supremo Kerenski. Se hallaba muy agitado y nervioso.

—General —me dijo—, ¡me ha traicionado usted! Sus cosacos hablan de detenerme y entregarme a los marinos.

—Sí —contesté—, se habla de eso, en efecto, y yo le digo a usted que no cuenta con simpatías en ninguna parte.

—Pero los oficiales dicen lo mismo.

—Sí, los oficiales están particularmente descontentos de usted.

—¿Qué haré? No tengo más remedio que suicidarme.

—Si es usted un hombre de bien, debe dirigirse inmediatamente a Petrogrado con una bandera blanca y presentarse al Comitt Militar Revolucionario para parlamentar con él en calidad de jefe del gobierno.

—Está bien. Así lo haré, general.

—Yo le proporcionaré una escolta y pediré que le acompañe un marino.

—No, no, sobre todo nada de marinos. ¿Sabe usted que Dybenko está aquí?

—No sé quién es Dybenko.

—Mi enemigo.

—Eso no puede ser un obstáculo. Puesto que lo que ha empeñado usted en la partida es mucho, debe saber cómo afrontar sus responsabilidades.

—Desde luego. Partiré esta noche.

—¿Por qué? Así dará usted la impresión de huir. Vaya tranquila y abiertamente, a fin de que todo el mundo vea que no huye.

—Bueno, está bien. Pero es preciso que usted me proporcione una escolta segura.

—Entendido.

Salí, llamé al cosaco Russakov, del 10° regimiento del Don, y le ordené que designara ocho cosacos para escoltar al comandante supremo. Al cabo de media hora, los cosacos vinieron a anunciarme que no encontraban a Kerenski y que éste había huido. Di la alarma y ordené que se le buscara, suponiendo^que no había tenido tiempo de huir de Gatchina y que debía estar oculto en alguna parte de aquí. Pero no se le pudo encontrar.

Así fue como huyó Kerenski, completamente solo, disfrazado de marino, perdiendo la poca popularidad que había podido conservar entre las masas rusas...

Volví a Petrogrado, en el asiento delantero de un camión conducido por un obrero y cargado de guardias rojos. Como no teníamos petróleo, fuimos con las luces apagadas. La carretera estaba obstruida por las unidades del ejército proletario que iban a descansar y las reservas que venían a relevarlas. Camiones enormes, columnas de artillería, carretas, sin luces al igual que nosotros, surgían en la noche. Sin embargo, íbamos a una velocidad endiablada, desviándonos a derecha e izquierda, esquivando choques que parecían inevitables, rozando las ruedas de los otros vehículos, seguidos por las injurias de los peatones.

En el horizonte centelleaban las luces de la capital, incomparablemente más bella de noche que de día, semejante a un dique de pedrería que se alzaba al borde de la llanura desnuda.

El viejo obrerg sujetaba el volante con una mano, y con la otra señaló en un gesto de alegría la capital que brillaba a lo lejos.

—¡Eres mío! —exclamó, con el rostro radiante—. ¡Ahora sí! ¡Mi Petrogrado!

 

NOTAS

1. Comunicados del Comité Militar Revolucionario

Comunicado n° 2

El 12 de noviembre al atardecer, Kerenski envió una proposición a las tropas revolucionarias para que depusieran las armas. La artillería de Kerenski abrió el fuego; la nuestra respondió y redujo al silencio al enemigo. Los cosacos atacaron; el fuego mortífero de los marinos, las guardias rojas y los soldados los obligó a batirse en retirada. Nuestros automóviles blindados penetraron en seguida en las filas enemigas. El enemigo está en fuga, nuestras tropas lo acosan y persiguen. Se han dado órdenes de detener a Kerenski. Tsárskoye Selo ha sido tomado por las tropas revolucionarias.

Los fusileros letones.-El Comité Militar Revolucionario ha sido advertido por una información segura que los valientes fusileros letones han llegado del frente y ocupado posiciones en la retaguardia de las bandas de Kerenski.

 

Comunicado del Estado Mayor del Comité Militar Revolucionario

La toma de Gatchina y Tsárskoye Selo por las tropas de Kerenski se explica por la ausencia total de artillería y ametralladoras en dichos lugares, en tanto que la caballería de Kerenski contó con la artillería desde el principio. Las dos últimas jornadas han sido aprovechadas por nuestro Estado Mayor para suministrar a las tropas revolucionarias cañones, ametralladoras, teléfonos de campaña, etc. Una vez realizado este trabajo -con la enérgica ayuda de los Soviets de distritos y de las fábricas (Putilov, Obujovo y otras)-, el resultado del esperado choque no ofrecía duda: las tropas revolucionarias no sote contaban con superioridad numérica y la de una poderosa base corno Petrográdo, sino tíimbién con una enorme ventaja moral. Todos los regimientos de Petrogrado marcharon a ocupar sus posiciones con un entusiasmo delirante. La asamblea de la guarnición ha elegido una comisión de control de cinco soldados, destinada a asegurar la más completa unidad entre el comandante en jefe y la guarnición. La asamblea acordó por unanimidad emprender la acción decisiva.

Hacia las tres de la tarde del 12 de noviembre el fuego de artillería alcanzó una intensidad extraordinaria. Los cosacos se hallaban totalmente desmoralizados. Enviaron al Estado Mayor de Krásnoye Selo un parlamentario que amenazó, si no cesaba el bombardeo, con una respuesta enérgica. Se le contestó que la artillería dejaría de disparar cuando Kerenski rindiese las armas.

En la batalla que se produjo a continuación, todas las tropas -marinos, soldados y guardias rojas- dieron pruebas de gran arrojo. Los marinos prosiguieron su avance hasta el último cartucho. Aún no se conoce el número de muertos, pero es superior del lado de las tropas contrarrevolucionarias, a las que infligió fuertes pérdidas uno de nuestros automóviles blindados.

El Estado Mayor de Kerenski, temiendo verse cercado, ordenó la retirada, que degeneró rápidamente en desbandada. Entre las once y las doce de la noche, Tsárskoye Selo, incluida la estación de T.S.H., fue totalmente ocupada por las tropas de los Soviets. Los cosacos se retiraron hacia Gatchina y Kolpino.

La moral de las tropas está por encima de todo encomio. Se han dado órdenes de perseguir a los cosacos en retirada. Inmediatamente, se expidió un parte telegráfico por la estación de Tsárskoye Selo al frente y a todos los Soviets locales de Rusia.

Posteriormente, se comunicarán otros detalles.

 

2. Alusión a la batalla de Valmy (20 de septiembre de 1792), en la cual los destacamentos de voluntarios del ejército revolucionario francés derrotaron a los prusianos que avanzaban sobre París y los obligaron a retroceder. En la batalla de Wissembourg, en 1794, las tropas revolucionarias irancesas, bajo el mando efectivo de Saint-Just, vencieron al ejército austríaco y lo rechazaron más allá de las fronteras de Francia.[Nota de la Editorial]

3. Muraviov no tenía convicciones políticas firmes. Antes de ponerse del lado de los Soviets era partidario de la consigna «La guerra hasta la victoria final». Durante el levantamiento kornilovista se pasó a los socialrevolucionarios de izquierda. Más tarde traicionó al poder de los Soviets.[Nota de la Editorial]

4. El comité de Salvación Pública era el centro principal de la contrarevolución en Moscú durante las jornadas de octubre de 1917.[Nota de la Editorial]

5. Los acontecimientos del 13 de noviembre en Petrogrado

Tres regimientos de la guarnición de Petrogrado se negaron a intervenir en la lucha contra Kerenski. En la mañana del 13 de noviembre convocaron una conferencia de 60 delegados del frente, con el fin de encontrar el medio de atajar la guerra civil. La conferencia nombró un comité encargado de convencer a las tropas de Kerenski de que degjisiesen las armas. Este comité debía formular a los soldados del Gobierno provisional las preguntas siguientes:

1º ¿Aceptan los soldados y cosacos reconocer al Túk como depositario de la autoridad gubernamental, responsable ante el Congreso de los Soviets?

2º ¿Aceptan los soldados y cosacos los decretos del segundo Congreso de los Soviets?

3º ¿Aceptan los decretos referentes a la tierra y la paz?

4º ¿Consienten in cesar las hostilidades y unirse a sus unidades?

5º ¿Están dispuestos a aceptar la detención de Kerenski, Krasnov y Savinkov?

Zinoviev declaró en la sesión del Soviet de Petrogrado:

"Al adversario sólo se le puede destruir por la fuerza. El peligro consiste en dejarse adormecer por la ilusión de que la lucha ha terminado. Sería un crimen renunciar a intentar, al menos en términos generales, que los cosacos se inclinen hacia nosotros. Se harán todos los esfuerzos en este sentido, pero también sería un crimen adormecer la vigilancia de las guardias rojas y los soldados con la idea de que las delegaciones se encargarán de todo. Si la ciudad estaba tranquila ayer, fue debido a la victoria militar, el aplastamiento de la rebelión de los junkers...

"La noticia de la concertación de un armisticio es inexacta.

"El estado mayor de la revolución estará presto para concertar el armisticio cuando los enemigos no se hallen ya en condición de hacer daño. Hoy, bajo la impresión de la victoria de las tropas revolucionarias, se formulan condiciones distintas de las de ayer, cuando Dan nos proponía el desarme y la entrada de Kerenski en la ciudad. En nombre del Comité Central socialrevolucionario, el magnánimo Rakitnikov ha accedido a la entrada en el gobierno de ciertos bolcheviques^ (los que a él le plazcan). Esto es el eco de las victorias de la noche. Hay grupos que esperan a ver quién triunfará, si Kerenski o la revolución, y que oscilan hacia uno u otro lado, según sople el viento. Estos grupos vacilarán todo el tiempo que se tarde en saberse que Kerenski ha sido aplastado."

En la Duma municipal, la atención estaba concentrada por entero en la formación del nuevo gobierno.

El kadete Chingariov declaró que la municipalidad no debía participar en ningún acuerdo con los bolcheviques... "No puede haber acuerdo con estos dementes entre tanto no depongan las armas y reconozcan la autoridad de las instituciones judiciales independientes..."

En nombre del grupo Iedinstvo, Lartsev declaró que un acuerdo con los bolcheviques equivaldría a la victoria de éstos.

Hablando en nombre de los socialrevolucionarios, el alcalde Schreider se manifestó contrario a un acuerdo con los bolcheviques... "En lo que toca al gobierno, debe tener como base la voluntad popular, y, como la voluntad popular ya se expresó en las elecciones municipales, toda la voluntad del pueblo capaz de crear un gobierno está actualmente concentrada en la Duma municipal."

Después de haber escuchado a otros varios oradores, entre los cuáles sólo los representantes de los mencheviques-intemacionalistas consintieron en examinar la cuestión de la entrada de los bolcheviques en el nuevo gobierno, la Duma decidió seguir representada en la conferencia del Vikjel, pero insistiendo antes que nada en la restauración de la autoridad del Gobierno provisional y en la eliminación de los bolcheviques del nuevo gobierno.

 

6. Respuesta de Krasnov al Comité de Salvación de la patria y de la revolución

"En respuesta a vuestro telegrama proponiendo un armisticio inmediato, el jefe supremo, deseoso de que cese el inútil derramamiento de sangre, accede a entrar en negociaciones y establecer relaciones entre los ejércitos del gobierno y los insurrectos. Propone el estado mayor de los insurrectos que llame a sus regimientos a Petrogrado, declarar neutral la línea Ligovo-Pullvovo-Kolpino y dejar a los elementos avanzados de la caballería gubernamental entrasen Tsárskoye Selo para restablecer el orden. La respuesta a estas propuestas deberá entregarse a nuestros emisarios mañana antes de las ocho de la mañana."

General KRASNOV,
comandante del tercer cuerpo de caballería.

 

7. Se trata de la “conferencia de conciliación”.[Nota de la Editorial]

8. Tammany o Tammany Hall: sede de la dirección del partido demócrata en Nueva York, nombre que se había convertido en sinónimo de todas las prevaricaciones y de todos los crímenes como consecuencia de la revelaciones de numerosos casos de participación en estos actos reprensibles de dirigentes demócratas de Nueva York.[Nota de la Editorial]

9. Berkman: uno de los militantes encartados en el proceso de Mooney.[Nota de la Editorial] (Ver nota siguiente - MIA)

10. Tom Mooney: militante activo del movimiento obrero de los Estados Unidos; fundidor. Fue condenado a muerte bajo la falsa acusación de haber lanzado una bomba durante el desfile celebrado en San Francisco el 22 de julio de 1916. Bajo la presión de la inmensa indignación que se apoderó de los trabajadores, el presidente Wilson se vio obligado a intervenir, y la pena a muerte fue canmutada por la de cadena perpetua. A pesar de haber demostrado su inocencia, Mooney permaneció más de veinte años en la cárcel y sólo fue puesto en libertad bajo la presidencia de Roosevelt.[Nota de la Editorial]

11. Los acontecimientos de Tsárskoye Selo

La tarde del día en que las tropas de Kerenski se retiraron de Tsárskoye Selo, algunos sacerdotes organizaron una procesión en las calles de la ciudad, dirigiendo sermones a los ciudadanos e invitando al pueblo a apoyar al poder legal, es decir, al Gobierno provisional. Después de la retirada de los cosacos y la aparición de las primeras guardias rojas en la población, los sacerdotes, según relatos de los testigos, trataron de incitar a la población en contra de los Soviets y acudieron, a orar en la tumba de Rasputín, situado detrás del palacio imperial. Uno de los sacerdotes, el padre Iván Kutchurov, fue detenido y fusilado por las guardias rojas encolerizadas...

Cuando llegaron los rojos, alguien cortó la electricidad y las calles quedaron sumidas en la oscuridad. El director de la fábrica de electricidad, Liubovitch, fue detenido por las tropas soviéticas e interrogado sobre los motivos por los que se había cortado la luz. Un poco más tarde, fue encontrado en la habitación donde había sido encerrado con un tiro en la sien y un revólver en la mano.

Al día siguiente los periódicos antibolcheviques de Petrogrado aparecieron con esta cabecera: "Plejanov tiene 39° de fiebre." Plejanov, quien vivía en Tsárskoye Selo, estaba enfermo en cama. Las guardias rojas fueron a registrar, en busca de armas, la casa que él ocupaba.

-¿A qué clase social pertenece usted? -le preguntaron.

-Soy un revolucionario -contestó Plejanov-. ¡Desde hace cuarenta años, he consagrado mi vida a la lucha por la libertad!

-Pero ahora -¡replicó un obrero-, ¡se ha vendido usted a la burguesía!

¡Los obreros no conocían ya a Plejanov, el precursor de la social-democracia rusa!

 

12. Llamamiento del Gobierno soviético

"Las tropas de Gatchina, engañadas por Kerenski, han rendido las armas y acordado detenerlo. El jefe de la lucha contrarrevolucionaria ha huido. El ejército, por enorme mayoría, se ha pronunciado a favor del II Congreso de los Soviets de toda Rusia y del gobierno formado por él. Los delegados del frente han acudida en masa a Petrogrado para patentizar al Gobierno soviético la fidelidad del ejército. Ni el falseamiento de los hechos ni las calumnias contra los obreros, los soldados y los campesinos revolucionarios han logrado abatir al pueblo. La revolución de los obreros y soldados ha triunfado...

"El Tsik hace un llamamiento a las tropas que aún se hallan bajo el estandarte de la contrarrevolución, y las invita a deponer inmediatamente las armas y a no continuar derramando la sangre de sus hermanos en interés de un puñado de terratenientes y capitalistas. Cada nueva gota de sangre popular caerá sobre vosotros. La Rusia de los obreros, soldados y campesinos maldecirá a los que permanezcan, aunque sólo sea por un instante, al servicio de los enemigos del pueblo...

"¡Cosacos! ¡Unios al pueblo victorioso! ¡Ferroviarios, carteros, telegrafistas, todos, venid a ofrecer vuestro apoyo al gobierno del pueblo!"