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XII

EL ASALTO DE VIENA

LA TRAICION A VIENA

Cuando, concentrado al fin, el ejército de Windischgrätz comenzó el ataque a Viena, las fuerzas que se pudieron movilizar para defender la capital fueron completamente insuficientes. Sólo a cierta parte de la Guardia Nacional se pudo enviar a las trincheras. Bien es verdad que, en última instancia, se organizó presurosamente una Guardia Proletaria, pero como quiera que la tentativa [361] de utilizar de esa manera esta valiente, enérgica y más numerosa parte de la población fue demasiado tardía, hubo poco tiempo para instruirla en el manejo de las armas y los rudimentos más elementales de la disciplina para que ofreciera venturosa resistencia. Así, la Legión Académica, cuyos efectivos eran de tres a cuatro mil hombres bien adiestrados y hasta cierto punto disciplinados, valientes y llenos de entusiasmo, fue, hablando en términos militares, la única fuerza en condiciones de cumplir airosamente su cometido. Mas ¿qué eran ellos, con los pocos Guardias Nacionales seguros y con la masa desordenada de proletarios armados frente a las fuerzas regulares mucho más numerosas de Windischgrätz, sin hablar ya de las hordas rufianescas de Jelacic, hordas que eran, por la propia naturaleza de sus costumbres, muy útiles para una guerra en la que había que tomar casa por casa y callejón por callejón? ¿Y qué otra cosa, sino varios cañones viejos y desgastados, con malas cureñas y malos servidores, podían oponer los sublevados a la numerosa y perfectamente equipada artillería que Windischgrätz empleó con tan pocos escrúpulos?

Cuanto más cerca estaba el peligro, tanto más aumentaba la confusión en Viena. La Dieta no se atrevió hasta el último momento a pedir la ayuda del ejército húngaro de Perczel, acampado a pocas leguas de la capital. El Comité de Seguridad [*] adoptó resoluciones contradictorias que reflejaban, lo mismo que las masas populares armadas, los flujos y reflujos de la marea de rumores de lo más dispares. Todos estaban de acuerdo sólo en un punto: en el respeto a la propiedad, respeto tan imponente que, en las circunstancias dadas, parecía casi cómico. Se hizo muy poco para elaborar hasta el fin el plan de la defensa. Bem, el único que podía salvar a Viena, si es que había por entonces en la capital alguien capaz de hacerlo, como era un extranjero casi desconocido, de origen eslavo, renunció a la tarea bajo el peso de la desconfianza general. Si hubiera insistido, pudo haber sido linchado como traidor. Messenhauser, el jefe de las fuerzas sublevadas, que valía más como novelista que como oficial incluso de graduación inferior, no servía en absoluto para su papel; no obstante, ocho meses después de luchas revolucionarias, el partido popular no produjo ni adquirió a ningún militar más diestro que él. Así comenzó la batalla. Los vieneses, de tomar en consideración sus medios de defensa, totalmente insuficientes, y la ausencia absoluta de preparación y organización militar, opusieron una resistencia de lo más heroica. En muchos lugares, la orden que dio Bem, cuando asumía el mando, de «defender esta posición hasta el último hombre» fue cumplida a rajatabla. Pero pudo más la fuerza. La artillería [362] imperial fue barriendo barricada tras barricada en las largas y anchas avenidas que forman las calles principales de los suburbios; y a la tarde del segundo día de lucha, los croatas ocuparon la fila de casas situadas frente a la explanada de la Vieja Ciudad. Un ataque débil y desordenado del ejército húngaro acabó en un fracaso completo; y mientras algunas unidades dislocadas en la Ciudad Vieja capitulaban, otras vacilaban y sembraban la confusión, y los restos de la Legión Académica hacían nuevas fortificaciones, las tropas imperiales irrumpieron en la Ciudad Vieja y, aprovechando la confusión general, la tomaron por asalto.

Las consecuencias inmediatas de esta victoria, las brutalidades y ejecuciones llevadas a efecto por la ley marcial y las inauditas crueldades e infamias que las desenfrenadas hordas eslavas cometieron contra Viena son harto conocidas para entrar aquí en detalles. Las consecuencias ulteriores y el nuevo giro que la derrota de la revolución en Viena dio enteramente a los asuntos alemanes serán expuestos más adelante. Quedan por examinar dos puntos en relación con el asalto a Viena. El pueblo de esta capital tenía dos aliados: los húngaros y el pueblo alemán. ¿Dónde estaban a la hora de la prueba?

Hemos visto que los vieneses, con toda la generosidad de un pueblo recién liberado, se alzaron por una causa que, si bien era en última instancia privativa de ellos, lo era también, en primer orden y sobre todo, de los húngaros. Y prefirieron recibir ellos el golpe primero y más terrible antes que permitir la marcha de las tropas austríacas contra Hungría. Y mientras ellos acudieron así, notablemente, en apoyo de sus aliados, los húngaros, actuando con éxito contra Jelacic, lo repelieron hacia Viena y, con su victoria, acrecentaron la fuerza que iba a atacar a esta ciudad. En estas circunstancias, Hungría tenía el indudable deber de apoyar sin demora y con todas las fuerzas disponibles, no a la Dieta de Viena y no al Comité de Seguridad u otra institución cualquiera de esta capital, sino a la revolución vienesa. Y si los húngaros olvidaron incluso que Viena había dado la primera batalla por Hungría, no debieron haber olvidado, en beneficio de su propia seguridad, que Viena era el único puesto avanzado de la independencia húngara y que si ella caía, nada podría detener el avance de las tropas imperiales contra Hungría. Ahora sabemos muy bien todo lo que los húngaros pudieron argüir en defensa de su inactividad durante el sitio y el asalto de Viena: el estado insatisfactorio de sus propias fuerzas, la renuncia de la Dieta y de las otras instituciones oficiales de Viena a llamarlos en su ayuda, la necesidad de mantenerse dentro del terreno constitucional y de eludir las complicaciones con el poder central de Alemania. Pero el hecho es, en cuanto al estado insatisfactorio del ejército húngaro, que [363] durante los primeros días siguientes de la revolución de Viena y a la llegada de Jellachich, no había ninguna necesidad de emplear las tropas regulares, ya que las austríacas aún estaban muy lejos de concentrarse, y el desarrollo enérgico e incesante del éxito después de la primera victoria sobre Jelacic, incluso con las solas fuerzas del Landsturm [*] que combatía cerca de Stuhlweissenburg, habría sobrado para entrar en contacto con los vieneses y demorar medio año toda concentración del ejército austríaco. En la guerra, sobre todo en la guerra revolucionaria, la rapidez de acción, en tanto no se alcance algún éxito decisivo, es una regla fundamental; y afirmamos, sin dejar lugar a ninguna duda, que Perczel, por razones puramente militares, no debió haber parado hasta unirse con los vieneses. Es verdad que se corría cierto riesgo, pero ¿quién ha ganado alguna vez una batalla sin arriesgar algo? ¿Y no arriesgaba nada el pueblo de Viena, con una población de cuatrocientos mil habitantes, al atraer contra sí las fuerzas que se habían puesto en marcha para someter a doce millones de húngaros? La falta cometida al aguardar que los austríacos reunieran fuerzas y al hacer luego una débil manifestación en Schwechat que acabó, como era de esperar, en una derrota sin gloria, fue un error militar que entrañaba sin duda más riesgo que una marcha decidida hacia Viena contra las desbandadas hordas de Jelacic.

Pero se dice que ese avance de los húngaros, en tanto no fuese autorizado por alguna institución oficial, habría sido una violación del territorio alemán, habría dado lugar a complicaciones con el poder central de Francfort y habría sido, sobre todo, un abandono de la política constitucional legal que daba fuerza a la causa húngara. ¡Pues las instituciones oficiales de Viena eran unas nulidades! ¿Se habían alzado en defensa de Hungría la Dieta y los comités populares o había sido el pueblo de Viena, y nadie más que él, quien empuñara las armas para dar la primera batalla por la independencia de Hungría? No era ni este ni el otro cuerpo oficial de Viena el que importaba apoyar: todas estas instituciones podían ser derrocadas, y lo habrían sido sin tardanza durante el desarrollo de la revolución, mas fue el auge del movimiento revolucionario y el avance ininterrumpido de las propias acciones del pueblo lo único que se planteaba y lo único que podía salvar a Hungría de la invasión. Las formas que este movimiento revolucionario pudiera adoptar posteriormente atañían a los vieneses, y no a los húngaros, puesto que Viena y la Austria alemana en general seguían siendo aliadas de los húngaros contra el enemigo común. Pero cabe preguntar si en este vehemente deseo del Gobierno húngaro de lograr alguna autorización casi legal no se debe ver el primer síntoma [364] claro de la pretensión a una legalidad bastante dudosa que, si no salvó a Hungría, sí produjo al menos muy buena impresión, algo más tarde, en el público burgués de Inglaterra.

En cuanto al pretexto de posibles conflictos con el poder central de Alemania en Francfort, no tenía ningún fundamento. Las autoridades de Francfort habían sido derrocadas de facto por la victoria de la contrarrevolución en Viena; y hubieran sido derrocadas igualmente incluso en el caso de que la revolución hubiese contado allí con apoyo suficiente para derrotar a sus enemigos. Por último, el gran argumento de que Hungría no debía abandonar el terreno legal y constitucional, podía ser muy del agrado de los librecambistas británicos, pero la historia jamás lo reconocerá satisfactorio. Supongamos que el 13 de marzo y el 6 de octubre los vieneses se hubieran atenido a los medios «legales y constitucionales». ¿Cuál habría sido el destino de ese movimiento «legal y constitucional» y de todas las gloriosas batallas que dieron a conocer por primera vez a Hungría al mundo civilizado? Ese mismo terreno legal y constitucional sobre el que, se asegura, pisaban los húngaros en 1848 y 1849, fue conquistado para ellos el 13 de marzo por la sublevación en alto grado ilegal y anticonstitucional del pueblo de Viena. No nos proponemos aquí examinar la historia de la revolución de Hungría, pero nos parece oportuno señalar que es totalmente inadecuado aplicar sólo medios legales de resistencia contra un enemigo que se mofa de esos escrúpulos; y si agregamos que, de no haber sido por esa eterna pretensión de legalidad que Görgey aprovechó y volvió contra el gobierno, la devoción del ejército de Görgey a su general y la vergonzosa catástrofe de Vilagos habrían sido imposibles [46]. Y cuando, en las últimas fechas de octubre de 1848 los húngaros cruzaron al fin el Leitha para salvar el honor del Imperio, ¿acaso no era eso ilegal en la misma medida que lo hubiera sido cualquier ataque inmediato y resuelto?

Se sabe que no abrigamos sentimientos de enemistad a Hungría. Estuvimos a su lado durante la lucha; podemos decir con pleno derecho que nuestro periódico, la "Neue Rheinische Zeitung", contribuyó más que ningún otro a hacer que la causa de los húngaros fuese popular en Alemania, explicando la naturaleza de la lucha entre los magiares y los eslavos y escribiendo de la guerra húngara en una serie de artículos que han tenido el mérito de ser plagiados en casi todos los libros escritos posteriormente sobre este tema, sin exceptuar ni los trabajos de los propios húngaros ni de los «testigos oculares». Incluso hoy vemos en Hungría a una aliada indispensable y natural de Alemania en culquier futura convulsión que se produzca en el continente. Pero hemos sido lo suficiente severos con relación a nuestros propios compatriotas para tener el derecho a expresar libremente la opinión que nos merecen nuestros [365] vecinos; además, hemos registrado aquí los hechos con la imparcialidad del historiador y debemos decir que, en este caso particular, la generosa valentía del pueblo de Viena ha sido no sólo mucho más noble, sino también mucho más perspicaz que la cautelosa circunspección del Gobierno húngaro. Y, como alemanes que somos, podemos permitirnos declarar que no habríamos trocado el alzamiento espontáneo y aislado y la heroica resistencia del pueblo de Viena, compatriotas nuestros que dieron a los húngaros tiempo para organizar el ejército que pudo realizar tan grandes proezas, por ninguna de las ostentosas victorias y gloriosas batallas de la campaña húngara.

El segundo aliado de Viena era el pueblo alemán. Pero estaba enzarzado en todas partes en la misma lucha que los vieneses. Francfort, Baden y Colonia acababan de ser derrotadas y desarmadas. En Berlín y Breslau [*] el pueblo y las tropas estaban de punta y se esperaba el choque de un día para otro. Lo mismo sucedía en todos los centros locales del movimiento. Por doquier había cuestiones pendientes que podían ventilarse únicamente mediante la fuerza de las armas; y ahí fue donde se dejaron sentir con fuerza por primera vez las consecuencias desastrosas de la continuación del viejo desmenbramiento y descentralización de Alemania. Las diversas cuestiones de cada Estado, de cada provincia y de cada ciudad eran las mismas en lo fundamental; pero se presentaron en todo lugar de manera diferente y en distintas circunstancias, y su grado de madurez era distinto en cada lugar. Por eso, ocurrió que mientras en cada localidad se sentía la gravedad decisiva de los sucesos de Viena, aún no se podía dar ningún golpe importante con alguna esperanza de que fuese una ayuda para los vieneses o emprender una operación de diversión a favor suyo; nada quedaba en su ayuda más que el Parlamento y el poder central de Francfort; y esa ayuda se recabó desde todas partes; ¿pero qué hicieron ellos?

El Parlamento de Francfort y el hijo bastardo que dio a luz del incestuoso ayuntamiento con la vieja Dieta alemana, el así denominado poder central, aprovecharon el movimiento de Viena para mostrar su completa nulidad. Esta despreciable Asamblea, como ya hemos visto, había perdido mucho antes su virginidad y, pese a su juventud, ya se iba cubriendo de canas y adquiriendo experiencia en todos los artificios y prácticas de la prostitución seudodiplomática. De todos los sueños e ilusiones de poderío, de regeneración y unidad de Alemania, que se adueñaron de ella en un principio, no quedaba nada más que un cúmulo de estrepitosas frases teutónicas que se repetían en cada ocasión y una fe firme de cada miembro individual en su propia importancia y en la [366] credulidad del público. La ingenuidad original quedó descartada; los representantes del pueblo alemán se habían convertido en hombres prácticos, es decir, habían sacado en limpio que cuanto menos hiciesen y más charlasen tanto más segura sería su posición de regidores de los destinos de Alemania. Eso no implica que estimasen superfluas sus sesiones; todo lo contrario; pero descubrieron que todas las cuestiones realmente grandes eran terreno vedado para ellos, y mejor harían si se mantuviesen lejos de ellos. Pues bien, lo mismo que en el concilio de los sabios bizantinos de los tiempos de la decadencia del Imperio, discutían con un empaque y una asiduidad, dignos del sino que a la larga les tocó en suerte, dogmas teóricos hacía tiempo dilucidados en todas las partes del mundo civilizado o ínfimas cuestiones prácticas que jamás condujeron a ningún resultado práctico. Así, siendo la Asamblea una especie de Escuela de Lancaster [47], en la que los diputados se dedicaban a instruirse mutuamente y siendo, por tanto, muy importante para ellos mismos, estaban persuadidos de que hacían más aún de lo que el pueblo alemán podía esperar y consideraban traidor a la patria a todo aquel que tuviese la impudicia de pedirles que llegasen a algún resultado.

Cuando estalló la insurrección en Viena, hubo motivo para hacer un montón de interpelaciones, debates, propuestas y enmiendas que, por supuesto, no condujeron a nada. El poder central hubo de interceder. Envió a dos comisarios, los señores Welcker, ex liberal, y Mosle, a Viena. Las andanzas de Don Quijote y Sancho Panza son una verdadera Odisea en comparación con los heroicos descalabros y maravillosas aventuras de los dos caballeros andantes de la unidad de Alemania. No se atrevieron a ponerse en marcha hacia Viena. Windischgrätz les cantó las cuarenta, el imbécil del Emperador [*] los recibió extrañado, y el ministro Stadion los engañó con la mayor de las desvergüenzas. Sus despachos y cuentas rendidas son quizás la única parte de los trámites que tendrán cierto lugar en la literatura alemana; constituyen una novela satírica excelente, escrita según todas las reglas del género, y son un eterno monumento erigido a la ignominia de la Asamblea y del Gobierno de Francfort.

El ala izquierda de la Asamblea Nacional también envió a Viena a dos comisarios, los señores Fröbel y Roberto Blum, para apoyar allí su autoridad. Cuando se acercaba el peligro, Blum juzgó lleno de razón, que allí se empeñaría la batalla general de la revolución alemana y decidió, sin titubear, jugarse el todo por el todo. Fröbel, por el contrario, era de la opinión de que estaba obligado a conservar su persona para ejercer las importantes funciones de [367] su puesto en Francfort. Blum era tenido por uno de los hombres más elocuentes de la Asamblea de Francfort; y, por cierto, era el más popular. Su elocuencia no satisfaría los requisitos de cualquier parlamento algo experimentado, pues le agradaban demasiado las declamaciones del tipo de los predicadores alemanes disidentes, y sus argumentos estaban faltos de agudeza filosófica y de conocimiento del lado práctico del asunto. En política, pertenecía a la «democracia moderada», tendencia muy indeterminada que tenía éxito precisamente merced a la falta de determinación de los principios. Mas, así y todo, Roberto Blum era, por naturaleza, un verdadero plebeyo, si bien algo pulido, y, en los momentos decisivos, su instinto plebeyo y su energía plebeya prevalecían sobre sus convicciones y opiniones políticas indecisas. En esos momentos se elevaba muy por encima de su capacidad ordinaria.

Así, del primer vistazo en Viena se percató de que el destino de su país se decidía allí, y no en los debates seudoelegantes de Francfort. Hizo en el acto la elección, abandonó toda idea de retroceso, asumió un puesto de mando en el ejército revolucionario y mostró extraordinaria serenidad y firmeza. El fue quien demoró durante bastante tiempo la caída de la ciudad y mantuvo uno de sus flancos a cubierto de los ataques, incendiando el puente de Tabor sobre el Danubio. Todos saben que después de la toma de Viena por asalto, fue detenido, entregado a los tribunales militares y fusilado. Murió como un héroe. Y la Asamblea de Francfort, aunque llena de miedo, recibió con aparente tranquilidad el sangriento agravio. Adoptó una resolución que, por la suavidad y el comedimiento diplomático de su lenguaje, era más un ultraje a la tumba del mártir asesinado que una condena de deshonor contra Austria. Mas no se podía esperar que esta despreciable Asamblea se resintiera por el asesinato de uno de sus miembros, máxime tratándose de un líder de la izquierda.

Londres, marzo de 1852


NOTAS

[*] Véase el presente tomo, pág. 335 (N. de la Edit.)

[*] Milicia popular (N. de la Edit.)

[46] 200. Junto a Vilagos, el ejército húngaro, mandado por Görhey, se rindió el 13 de agosto de 1849 a las tropas zaristas enviadas para aplastar la insurrección húngara.— 364

[*] El nombre polaco es Wroclaw. (N. de la Edit.)

[47] 201. Escuelas de Lancaster: escuelas primarias para hijos de padres pobres, en las que se aplicaba el sistema de enseñanza mutua; llevaban el nombre del pedagogo inglés José Lancaster (1778-1831).— 366

[*] Fernando I. (N. de la Edit.)


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