Índice


XVII

LA INSURRECCION

El conflicto inevitable entre la Asamblea Nacional de Francfort y los gobiernos de los Estados de Alemania estalló al fin. Las hostilidades comenzaron en los primeros días de mayo de 1849. Los diputados austríacos, reclamados por su gobierno, habían abandonado ya la Asamblea y regresado a sus casas a excepción de los pocos miembros del partida de izquierda, o democrático. La gran mayoría de los diputados conservadores, conscientes del giro que iban a tomar los acontecimientos, abandonaron la Asamblea antes incluso de que se lo mandaran hacer sus respectivos gobiernos. Así, incluso independientemente de las causas indicadas en los artículos precedentes, causas que reforzaron la influencia de la izquierda, la simple deserción de los diputados de la derecha fue suficiente para convertir la vieja minoría en mayoría de la Asamblea. La nueva mayoría, que jamás había soñado [384] antes con obtener esa dicha, aprovechó sus escaños de la oposición para echar peroratas contra la debilidad, la indecisión y la indolencia de la antigua mayoría y de su Regencia imperial. Ahora todos ellos tuvieron que ocupar de pronto el puesto de la vieja mayoría. Ellos tenían que mostrar ahora de qué eran capaces. Naturalmente, su actuación debía ser enérgica, resuelta y activa. Ellos, la flor y nata de Alemania, pronto podrían empujar al senil Regente del imperio y a sus vacilantes ministros, y en el caso de que eso fuera imposible, destituirían, y no podía caber ninguna duda de ello, por la fuerza del derecho soberano del pueblo a ese impotente gobierno y lo reemplazarían con un Comité Ejecutivo enérgico e infatigable que aseguraría la salvación de Alemania. ¡Pobrecitos! Su gobernación, si puede llamarse gobernación donde nadie obedece, era más ridícula aún que la de sus predecesores.

La nueva mayoría declaró que, a despecho de todos los obstáculos, la Constitución imperial debía ponerse en práctica y sin demora; que el 15 de julio siguiente el pueblo tenía que elegir a los diputados de la nueva cámara de representantes y que esta cámara se reuniría en Francfort el 22 de agosto siguiente. Eso era ya una explícita declaración de guerra a los gobiernos que no habían reconocido la Constitución imperial, ante todo a los de Prusia, Austria y Baviera, que abarcaban a más de las tres cuartas partes de la población alemana; era una declaración de guerra que fue aceptada en el acto por ellos. Prusia y Baviera llamaron también a los diputados enviados desde sus territorios a Francfort y apresuraron los preparativos militares contra la Asamblea Nacional; por otra parte, las manifestaciones del partido democrático (fuera del Parlamento) a favor de la Constitución imperial y de la Asamblea Nacional adquirieron un carácter más turbulento y violento, y las masas obreras, dirigidas por hombres del partido más extremista, estaban listas para empuñar las armas por una causa que, si no era la de ellas, les concedía al menos la oportunidad de acercarse algo a la conquista de sus fines, librando a Alemania de sus viejas cadenas monárquicas. Así, el pueblo y los gobiernos se vieron por doquier en grave conflicto entre sí; el estallido era inevitable; la mina estaba cargada, sólo faltaba la chispa que la hiciera explotar. La disolución de las cámaras en Sajonia, el llamamiento a filas de la Landwehr (los reservistas) en Prusia y la resistencia declarada del gobierno a la Constitución imperial eran esa chispa; la chispa saltó, y todo el país quedó envuelto en el acto por las llamas. En Dresde, el pueblo victorioso tomó la ciudad el 4 de mayo y expulsó al Rey [*], en tanto que todos los distritos circundantes [385] enviaban refuerzos a los sublevados. En la Prusia renana y Westfalia, los reservistas se negaron a ponerse en marcha, se apoderaron de los arsenales y se armaron en defensa de la Constitución imperial. En el Palatinado, el pueblo detuvo a los funcionarios gubernamentales de Baviera, se apoderó del tesoro público e instituyó un Comité de Defensa que puso la provincia bajo la protección de la Asamblea Nacional. En Württemberg, el pueblo obligó al Rey [*]* a reconocer la Constitución imperial, y en Baden el ejército, unido al pueblo, puso en fuga al Gran Duque [*]** y erigió un Gobierno Provisional. En otras partes de Alemania el pueblo sólo esperaba la señal decisiva de la Asamblea Nacional para alzarse en armas y ponerse a su disposición.

La postura de la Asamblea Nacional fue mucho más favorable de lo que se hubiera podido esperar después de su indigno pasado. La parte occidental de Alemania había empuñado las armas en defensa de la Asamblea; las tropas vacilaban por todas partes; en los estados pequeños se inclinaban evidentemente por el movimiento. Austria había sido puesta al borde del precipicio por la victoriosa ofensiva de los húngaros, y Rusia, baluarte de reserva de los gobiernos alemanes, ponía en tensión todas sus fuerzas para ayudar a Austria contra los ejércitos húngaros. Sólo quedaba por vencer a Prusia, y con las simpatías revolucionarias que había en este país, la probabilidad de éxito era más que posible. Todo, pues, dependía de la conducta de la Asamblea.

Ahora bien, la insurrección es un arte, lo mismo que la guerra o que cualquier otro arte. Está sometida a ciertas reglas que, si no se observan, dan al traste con el partido que las desdeña. Estas reglas, lógica deducción de la naturaleza de los partidos y de las circunstancias con que uno ha de tratar en cada caso, son tan claras y simples que la breve experiencia de 1848 las ha dado a conocer de sobra a los alemanes. La primera es que jamás se debe jugar a la insurrección a menos se esté completamente preparada para afrontar las consecuencias del juego. La insurrección es una ecuación con magnitudes muy indeterminadas cuyo valor puede cambiar cada día; las fuerzas opuestas tienen todas las ventajas de organización, disciplina y autoridad habitual; si no se les puede oponer fuerzas superiores, uno será derrotado y aniquilado. La segunda es que, una vez comenzada la insurrección, hay que obrar con la mayor decisión y pasar a la ofensiva. La defensiva es la muerte de todo alzamiento armado, que está perdido antes aún de medir las fuerzas con el enemigo. Hay que atacar por sorpresa al enemigo mientras sus fuerzas aún están dispersas y preparar nuevos éxitos, aunque pequeños, pero [386] diarios; mantener en alto la moral que el primer éxito proporcione; atraer a los elementos vacilantes que siempre se ponen del lado que ofrece más seguridad; obligar al enemigo a retroceder antes de que pueda reunir fuerzas; en suma, hay que obrar según las palabras de Danton, el maestro más grande de la política revolucionaria que se ha conocido: de l'audace, de l'audace, encore de l'audace! [*]***

¿Qué debía hacer, pues, la Asamblea Nacional de Francfort para evitar el seguro fracaso que la amenazaba? Ante todo, aclarar la situación y convencerse de que no había otra salida que someterse a los gobiernos incondicionalmente o adoptar la causa de la insurrección armada sin reservas ni titubeos. Segundo, reconocer públicamente todas las insurrecciones que ya habían estallado y llamar en todas partes al pueblo a empuñar las armas en defensa de la representación nacional, poniendo fuera de la ley a todos los príncipes, ministros y demás personajes que se atrevieran a oponerse a la soberanía del pueblo representado por sus mandatarios. Tercero, destituir en el acto al Regente imperial de Alemania y fundar un Comité Ejecutivo fuerte, activo, que no retrocediera ante nada, llamar a las tropas rebeldes a Francfort para contar inmediatamente con su protección, ofreciendo así al propio tiempo un pretexto legal para extender la sedición, organizar en un cuerpo compacto todas las fuerzas a su disposición y aprovechar rápidamente, sin tardanza ni titubeos, todo medio propicio para reforzar su posición y debilitar la de sus adversarios.

Los virtuosos demócratas de la Asamblea de Francfort hicieron precisamente todo lo contrario. No contentos con dejar que las cosas transcurriesen según su curso natural, estos venerables varones fueron tan lejos que, con su oposición, dejaron que se aplastasen los movimientos insurreccionales que se estaban preparando. Así obró, por ejemplo, el señor Carlos Vogt en Nuremberg. Toleraron que se aplastaran las insurrecciones de Sajonia, la Prusia renana y Westfalia sin más ayuda que la de la protesta póstuma y sentimental contra la insensible violencia del Gobierno prusiano. Mantuvieron en secreto relaciones diplomáticas con la insurrección del Sur de Alemania, pero no le concedieron la ayuda de reconocerla públicamente. Sabían que el Regente del Imperio estaba al lado de los gobiernos, y a pesar de ello, lo exhortaban, sin hacer él ningún caso, a oponerse a las intrigas de estos gobiernos. Los ministros del Imperio, todos viejos conservadores, ridiculizaban por doquier esta impotente Asamblea, y ellos lo toleraban. Y cuando Guillermo Wolff, diputado de Silesia y uno de los redactores [387] de "Neue Rheinische Zeitung", los conminó a que la Asamblea pusiera fuera de la ley al Regente del Imperio [*], que era, como decía en verdad Wolff, el primer y mayor traidor del Imperio, ¡esos demócratas revolucionarios le taparon la boca con unánimes gritos de virtuosa indignación! En suma, que siguieron hablando, protestando, clamando y perorando, pero nunca con valentía ni intenciones de actuar; entretanto, las tropas hostiles de los gobiernos se iban aproximando más y más, y su propio poder ejecutivo, el Regente del Imperio, se dedicaba tesoneramente a confabularse con los príncipes alemanes para acelerar la destrucción de la Asamblea. Así, hasta el último vestigio de consideración perdió esta despreciable Asamblea; los sublevados, que se habían alzado para defenderla, dejaron de preocuparse por su suerte, y cuando, como veremos más adelante, se llegó por último a su vergonzoso fin, la Asamblea feneció sin que nadie se cuidara de su muerte sin pena ni gloria.

Londres, agosto de 1852


NOTAS

[*] Federico Augusto II (N. de la Edit.)

[**] Guillermo I. (N. de la Edit.)

[***] Leopoldo. (N. de la Edit.)

[****] ¡Audacia, audacia y una vez más audacia! (N. de la Edit.)

[*] Juan. (N. de la Edit.)


Índice