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IV

La primera tentativa de la conspiración de los esclavistas para sojuzgar a París logrando su ocupación por los prusianos, fracasó ante la negativa de Bismarck. La segunda tentativa, la del 18 de marzo, acabó con la derrota del ejército y la huida a Versalles del gobierno, que ordenó a todo el aparato administrativo que abandonase sus puestos y le siguiese en la huida. Mediante la simulación de negociaciones de paz con París, Thiers ganó tiempo para preparar la guerra contra él. Pero, ¿de dónde sacar un ejército? Los restos de los regimientos de línea eran escasos en número [245] e inseguros en cuanto a moral. Su llamamiento apremiante a las provincias para que acudiesen en ayuda de Versalles con sus guardias nacionales y sus voluntarios, tropezó con una negativa en redondo. Sólo Bretaña mandó a luchar bajo una bandera blanca a un puñado de chuanes [84], con un corazón de Jesús en tela blanca sobre el pecho y gritando «Vive le Roi!» («¡Viva el rey!»). Thiers viose, por tanto, obligado a reunir a toda prisa una turba abigarrada, compuesta por marineros, soldados de infantería de marina, zuavos pontificios, gendarmes de Valentín y guardias municipales y mouchards [*] de Pietri. Pero este ejército habría sido ridículamente ineficaz sin la incorporación de los prisioneros de guerra imperiales que Bismarck fue entregando a plazos en cantidad suficiente para mantener viva la guerra civil y para tener al gobierno de Versalles en abyecta dependencia con respecto a Prusia. Durante la propia guerra, la policía versallesa tenía que vigilar al ejército de Versalles, mientras que los gendarmes tenían que arrastrarlo a la lucha, colocándose ellos siempre en los puestos de peligro. Los fuertes que cayeron no fueron conquistados, sino comprados. El heroísmo de los federales convenció a Thiers de que para vencer la resistencia de París no bastaban su genio estratégico ni las bayonetas de que disponía.

Entretanto, sus relaciones con las provincias hacíanse cada vez más difíciles. No llegaba un solo mensaje de adhesión para estimular a Thiers y a sus «rurales». Muy al contrario, llegaban de todas partes diputaciones y mensajes pidiendo, en un tono que tenía de todo menos de respetuoso, la reconciliación con París sobre la base del reconocimiento inequívoco de la república, el reconocimiento de las libertades comunales y la disolución de la Asamblea Nacional, cuyo mandato había expirado ya. Estos mensajes afluían en tal número, que en su circular dirigida el 23 de abril a los fiscales, Dufaure, ministro de Justicia de Thiers, les ordenaba considerar como un crimen «el llamamiento a la conciliación». No obstante, en vista de las perspectivas desesperadas que se abrían ante su campaña militar, Thiers se decidió a cambiar de táctica, ordenando que el 30 de abril se celebrasen elecciones municipales en todo el país, sobre la base de la nueva ley municipal dictada por él mismo a la Asamblea Nacional. Utilizando, según los casos, las intrigas de sus prefectos y la intimidación policíaca, estaba completamente seguro de que el resultado de la votación en provincias le permitiría ungir a la Asamblea Nacional con aquel poder moral que jamás había tenido, y obtener por fin de las provincias la fuerza material que necesitaba para la conquista de París.

[246]

Thiers se preocupó desde el primer momento en combinar su guerra de bandidaje contra París —glorificada en sus propios boletines— y las tentativas de sus ministros para instaurar de un extremo a otro de Francia el reinado del terror, con una pequeña comedia de conciliación, que había de servirle para más de un fin. Trataba con ello de engañar a las provincias, de seducir a la clase media de París y, sobre todo, de brindar a los pretendidos republicanos de la Asamblea Nacional la oportunidad de esconder su traición contra París detrás de su fe en Thiers. El 21 de marzo, cuando aun no disponía de un ejército, Thiers declaraba ante la Asamblea:

«Pase lo que pase, jamás enviaré tropas contra París».

El 27 de marzo, intervino de nuevo para decir:

"Me he encontrado con la república como un hecho consumado y estoy firmemente decidido a mantenerla".

En realidad, en Lyon y en Marsella [85] aplastó la revolución en nombre de la república, mientras en Versalles los bramidos de sus «rurales» ahogaban la simple mención de su nombre. Después de esta hazaña, rebajó el «hecho consumado» a la categoría de hecho hipotético. A los príncipes de Orleáns, que Thiers había alejado de Burdeos por precaución, se les permitía ahora intrigar en Dreux, lo cual era una violación flagrante de la ley. Las concesiones prometidas por Thiers, en sus interminables entrevistas con los delegados de París y provincias aunque variaban constantemente de tono y de color, según el tiempo y las circunstancias, se reducían siempre, en el fondo, a la promesa de que su venganza se limitaría al

«puñado de criminales complicados en los asesinatos de Lecomte y Clément Thomas».

Bien entendido que bajo la condición de que París y Francia aceptasen sin reservas al señor Thiers como la mejor de las repúblicas posibles, como él había hecho en 1830 con Luis Felipe. Pero hasta estas mismas concesiones, no sólo se cuidaba de ponerlas en tela de juicio mediante los comentarios oficiales que hacía a través de sus ministros en la Asamblea, sino que, además, tenía a su Dufaure para actuar. Dufaure, viejo abogado orleanista, había sido el poder judicial supremo de todos los estados de sitio, lo mismo ahora, en 1871, bajo Thiers, que en 1839, bajo Luis Felipe, y en 1849, bajo la presidencia de Luis Bonaparte. Durante su cesantía de ministro, había reunido una fortuna defendiendo los pleitos de los capitalistas de París y había acumulado un capital político pleiteando contra las leyes elaboradas por él [247] mismo. Ahora, no contento con hacer que la Asamblea Nacional votase a toda prisa una serie de leyes de represión que, después de la caída de París, habían de servir para extirpar los últimos vestigios de las libertades republicanas en Francia, trazó de antemano la suerte que había de correr París, al abreviar los trámites de los Tribunales de Guerra, que aun parecían demasiado lentos [86], y al presentar una nueva ley draconiana de deportación. La revolución de 1848, al abolir la pena de muerte para los delitos políticos, la había sustituido por la deportación. Luis Bonaparte no se atrevió, por lo menos en teoría, a restablecer el régimen de guillotina. Y la Asamblea de los «rurales», que aun no se atrevían ni a insinuar que los parisinos no eran rebeldes, sino asesinos, no tuvo más remedio que limitarse, en la venganza que preparaba contra París, a la nueva ley de deportaciones de Dufaure. Bajo estas circunstancias, Thiers no hubiera podido seguir representando su comedia de conciliación, si esta comedia no hubiese arrancado, como él precisamente quería, gritos de rabia entre los «rurales», cuyas cabezas rumiantes no podían comprender la farsa, ni todo lo que la farsa exigía en cuanto a hipocresía, tergiversación y dilaciones.

Ante la proximidad de las elecciones municipales del 30 de abril, el día 27 Thiers representó una de sus grandes escenas conciliatorias. En medio de un torrente de retórica sentimental, exclamó desde la tribuna de la Asamblea:

«La única conspiración que hay contra la república es la de París, que nos obliga a derramar sangre francesa. No me cansaré de repetirlo: ¡que aquellas manos suelten las armas infames que empuñan y el castigo se detendrá inmediatamente por un acto de paz del que sólo quedará excluido un puñado de criminales!»

Y como los «rurales» le interrumpieran violentamente, replicó:

«Decidme, señores, os lo suplico, si estoy equivocado. ¿De veras deploráis que yo haya podido declarar aquí que los criminales no son en verdad más que un puñado? ¿No es una suerte, en medio de nuestras desgracias, que quienes fueron capaces de derramar la sangre de Clément Thomas y del general Lecomte sólo representan raras excepciones?»

Sin embargo, Francia no dio oídos a aquellos discursos que Thiers creía cantos de sirena parlamentaria. De los 700.000 concejales elegidos en los 35.000 municipios que aún conservaba Francia, los legitimistas, orleanistas y bonapartistas coligados no obtuvieron siquiera 8.000. Las diferentes votaciones complementarias arrojaron resultados aún más hostiles. De este modo, en vez de sacar de las provincias la fuerza material que tanto necesitaba, la Asamblea perdía hasta su último título de fuerza moral: el de ser expresión del sufragio universal de la nación. [248] Para remachar la derrota, los ayuntamientos recién elegidos amenazaron a la asamblea usurpadora de Versalles con convocar una contraasamblea en Burdeos.

Por fin había llegado para Bismarck el tan esperado momento de lanzarse a la acción decisiva. Ordenó perentoriamente a Thiers que mandase a Francfort plenipotenciarios para sellar definitivamente la paz. Obedeciendo humildemente a la llamada de su señor, Thiers se apresuró a enviar a su fiel Julio Favre, asistido por Pouyer-Quertier. Pouyer-Quertier, «eminente» hilandero de algodón de Ruán, ferviente y hasta servil partidario del Segundo Imperio, jamás había descubierto en éste ninguna falta, fuera de su tratado comercial con Inglaterra [87], atentatorio para los intereses de su propio negocio. Apenas instalado en Burdeos como ministro de Hacienda de Thiers, denunció este «nefasto» tratado, sugirió su pronta derogación y tuvo incluso el descaro de intentar, aunque en vano (pues echó sus cuentas sin Bismarck), el inmediato restablecimiento de los antiguos aranceles protectores contra Alsacia, donde, según él, no existía el obstáculo de ningún tratado internacional anterior. Este hombre, que veía en la contrarrevolución un medio para rebajar los salarios en Ruán, y en la entrega a Prusia de las provincias francesas un medio para subir los precios de sus artículos en Francia, ¿no era éste el hombre predestinado para ser elegido por Thiers, en su última y culminante traición, como digno auxiliar de Julio Favre?

A la llegada a Francfort de esta magnífica pareja de plenipotenciarios, el brutal Bismarck los recibió con este dilema categórico: "¡O la restauración del Imperio, o la aceptación sin reservas de mis condiciones de paz!" Entre estas condiciones entraba la de acortar los plazos en que había que pagarse la indemnización de guerra y la prórroga de la ocupación de los fuertes de París por las tropas prusianas mientras Bismarck no estuviese satisfecho con el estado de cosas reinante en Francia. De este modo, Prusia era reconocida como supremo árbitro de la política interior francesa. A cambio de esto, ofrecía soltar, para que exterminase a París, al ejército bonapartista que tenía prisionero y prestarle el apoyo directo de las tropas del emperador Guillermo. Como prenda de su buena fe, se prestaba a que el pago del primer plazo de la indemnización se subordinase a la «pacificación» de París. Huelga decir que Thiers y sus plenipotenciarios se apresuraron a tragar esta sabrosa carnada. El tratado de paz fue firmado por ellos el 10 de mayo y ratificado por la Asamblea de Versalles el 18 del mismo mes.

En el intervalo entre la conclusión de la paz y la llegada de los prisioneros bonapartistas, Thiers se creyó tanto más obligado [249] a reanudar su comedia de reconciliación cuanto que los republicanos, sus instrumentos, estaban apremiantemente necesitados de un pretexto que les permitiese cerrar los ojos a los preparativos para la carnicería de París. Todavía el 8 de mayo constestaba a una comisión de conciliadores pequeñoburgueses:

«Tan pronto como los insurrectos se decidan a capitular, las puertas de París se abrirán de par en par durante una semana para todos, con la sola excepción de los asesinos de los generales Clément Thomas y Lecomte".

Pocos días después, interpelado violentamente por los «rurales» acerca de estas promesas, se negó a entrar en ningún género de explicaciones; pero no sin hacer esta alusión significativa:

«Os digo que entre vosotros hay hombres impacientes, hombres que tienen demasiada prisa. Que aguarden otros ocho días; al cabo de ellos, el peligro habrá pasado y la tarea será proporcional a su valentía y a su capacidad».

Tan pronto como Mac-Mahon pudo garantizarle que dentro de poco podría entrar en París, Thiers declaró ante la Asamblea que

«entraría en París con la ley en la mano y exigiendo una expiación cumplida a los miserables que habían sacrificado vidas de soldados y destruido monumentos públicos».

Al acercarse el momento decisivo, dijo ante la Asamblea Nacional: «¡Seré implacable!»; a París, que no había salvación para él; y a sus bandidos bonapartistas que se les daba carta blanca para vengarse de París a discreción. Por último, cuando el 21 de mayo la traición abrió las puertas de la ciudad al general Douay, Thiers pudo descubrir el día 22 a los «rurales» el «objetivo» de su comedia de reconciliación, que tanto se habían obstinado en no comprender:

«Os dije hace pocos días que nos estábamos acercando a nuestro objetivo; hoy vengo a deciros que el objetivo está alcanzado. ¡El triunfo del orden, de la justicia y de la civilización está conseguido por fin!».

Así era. La civilización y la justicia del orden burgués aparecen en todo su siniestro esplendor dondequiera que los esclavos y los parias de este orden osan rebelarse contra sus señores. En tales momentos, esa civilización y esa justicia se muestran como lo que son: salvajismo descarado y venganza sin ley. Cada nueva crisis que se produce en la lucha de clases entre los productores y los apropiadores hace resaltar este hecho con mayor claridad. Hasta las atrocidades cometidas por la burguesía en junio de 1848 palidecen ante la infamia indescriptible de 1871. El heroísmo abnegado con que la población de París —hombres, mujeres y niños— luchó por espacio de ocho días después de la entrada de los [250] versalleses en la ciudad, refleja la grandeza de su causa, como las hazañas infernales de la soldadesca reflejan el espíritu innato de esa civilización de la que es el brazo vengador y mercenario. ¡Gloriosa civilización ésta, cuyo gran problema estriba en saber cómo desprenderse de los montones de cadáveres hechos por ella después de haber cesado la batalla!.

Para encontrar un paralelo con la conducta de Thiers y de sus perros de presa hay que remontarse a los tiempos de Sila y de los dos triunviratos romanos [88]. Las mismas matanzas en masa a sangre fría; el mismo desdén, en la matanza, para la edad y el sexo; el mismo sistema de torturar a los prisioneros; las mismas proscripciones, pero ahora de toda una clase; la misma batida salvaje contra los jefes escondidos, para que ni uno solo se escape; las mismas delaciones de enemigos políticos y personales; la misma indiferencia ante la matanza de personas completamente ajenas a la contienda. No hay más que una diferencia, y es que los romanos no disponían de ametralladoras para despachar a los proscritos en masa y que no actuaban «con la ley en la mano» ni con el grito de «civilización» en los labios.

Y tras estos horrores, volvamos la vista a otro aspecto, todavía más repugnante, de esa civilización burguesa, tal como su propia prensa lo describe.

«Mientras a lo lejos» —escribe el corresponsal parisino de un periódico conservador de Londres— «se oyen todavía disparos sueltos y entre las tumbas del cementerio del Peré Lachaise agonizan infelices heridos abandonados; mientras 6.000 insurrectos aterrados vagan en una agonía de desesperación en el laberinto de las catacumbas y por las calles se ven todavía infelices llevados a rastras para ser segados en montón por las ametralladoras, resulta indignante ver los cafés llenos de bebedores de ajenjo y de jugadores de billar y de dominó; ver cómo las mujeres del vicio deambulan por los bulevares y oir cómo el estrépito de las orgías en los reservados de los restaurantes distinguidos turba el silencio de la noche».

El señor Edouard Hervé escribe en el "Journal de París" [89], periódico versallés suprimido por la Comuna:

«El modo cómo la población de París» (!) «manifestó ayer su satisfacción era más que frívolo, y tememos que esto se agrave con el tiempo. París presenta ahora un aire de día de fiesta lamentablemente poco apropiado. Si no queremos que nos llamen los «parisinos de la decadencia», debemos poner término a tal estado de cosas».

Y a continuación cita el pasaje de Tácito:

«Y sin embargo, a la mañana siguiente de aquella horrible batalla y aun antes de haberse terminado, Roma, degradada y corrompida, comenzó a revolcarse de nuevo en la charca de voluptuosidad que destruía su cuerpo y encenagaba su alma —alibi proelia et vulnera, alibi balneae popinaeque (aquí combates y heridas, allí baños y festines)».

[251]

El señor Hervé sólo se olvida de aclarar que la «población de París» de que él habla es, exclusivamente, la población del París del señor Thiers: los franc-fileurs que volvían en tropel de Versalles, de Saint Denis, de Rueil y de Saint Germain, el París de la «decadencia».

En cada uno de sus triunfos sangrientos sobre los abnegados paladines de una sociedad nueva y mejor, esta infame civilización, basada en la esclavización del trabajo, ahoga los gemidos de sus víctimas en un clamor salvaje de calumnias, que encuentran eco en todo el orbe. Los perros de presa del «orden» trasforman de pronto en un infierno el sereno París obrero de la Comuna. ¿Y qué es lo que demuestra este tremendo cambio a las mentes burguesas de todos los países? Demuestra sencillamente que la Comuna se ha amotinado contra la civilización. El pueblo de París, lleno de entusiasmo, muere por la Comuna en número no igualado por ninguna batalla de la historia. ¿Qué demuestra esto? Demuestra, sencillamente, que la Comuna no era el gobierno propio del pueblo, sino la usurpación del poder por un puñado de criminales. Las mujeres de París dan alegremente sus vidas en las barricadas y ante los pelotones de ejecución. ¿Qué demuestra esto? Demuestra sencillamente que el demonio de la Comuna las ha convertido en Megeras [90] y Hécates [91]. La moderación de la Comuna durante los dos meses de su dominación indisputada sólo es igualada por el heroísmo de su defensa. ¿Qué demuestra esto? Demuestra, sencillamente, que durante varios meses la Comuna ocultó cuidadosamente bajo una careta de moderación y de humanidad la sed de sangre de sus instintos satánicos, para darle rienda suelta en la hora de su agonía.

En el momento del heroico holocausto de sí mismo, el París obrero envolvió en llamas edificios y monumentos. Cuando los esclavizadores del proletariado descuartizan su cuerpo vivo, no deben seguir abrigando la esperanza de retornar en triunfo a los muros intactos de sus casas. El gobierno de Versalles grita: "¡Incendiarios!", y susurra esta consigna a todos sus agentes, hasta en la aldea más remota, para que acosen a sus enemigos por todas partes como incendiarios profesionales. La burguesía del mundo entero, que asiste con complacencia a la matanza en masa después de la lucha, se estremece de horror ante la profanación del ladrillo y la argamasa.

Cuando los gobiernos dan a sus flotas de guerra carta blanca para «matar, quemar y destruir», ¿dan o no carta blanca a incendiarios? Cuando las tropas británicas pegan fuego alegremente al capitolio de Washington o al palacio de verano del emperador de China [92] ¿son o no son incendiarias? Cuando los prusianos, no por razones militares, sino por mero espíritu de venganza, [252] hacen arder con ayuda de petróleo poblaciones enteras como Châteaudun e innumerables aldeas, ¿son o no son incendiarios? Cuando Thiers bombardea a París durante seis semanas, bajo el pretexto de que sólo quiere pegar fuego a las casas en que hay gente, ¿era o no era incendiario? En la guerra, el fuego es un arma tan legítima como cualquier otra. Los edificios ocupados por el enemigo se bombardean para pegarles fuego. Y si sus defensores se ven obligados a evacuarlos, ellos mismos los incendian, para evitar que los atacantes se apoyen en ellos. El ser pasto de las llamas ha sido siempre el destino ineludible de los edificios situados en el frente de combate de todos los ejércitos regulares del mundo. ¡Pero he aquí que en la guerra de los esclavizados contra los esclavizadores —la única guerra justificada de la historia— este argumento ya no es válido en absoluto! La Comuna se sirvió del fuego pura y exclusivamente como de un medio de defensa. Lo empleó para cortar el avance de las tropas de Versalles por aquellas avenidas largas y rectas que Haussman había abierto expresamente para el fuego de la artillería; lo empleó para cubrir la retirada, del mismo modo que los versalleses, al avanzar, emplearon sus granadas, que destruyeron, por lo menos, tantos edificios como el fuego de la Comuna. Todavía no se sabe a ciencia cierta qué edificios fueron incendiados por los defensores y cuáles por los atacantes. Y los defensores no recurrieron al fuego hasta que las tropas versallesas no habían comenzado su matanza en masa de prisioneros. Además, la Comuna había anunciado públicamente, desde hacía mucho tiempo, que, empujada al extremo, se enterraría entre las ruinas de París y haría de esta capital un segundo Moscú; cosa que el Gobierno de la Defensa Nacional había prometido también hacer, claro que sólo como disfraz, para encubrir su traición. Trochu había preparado el petróleo necesario para esta eventualidad. La Comuna sabía que a sus enemigos no les importaban las vidas del pueblo de París, pero que en cambio les importaban mucho los edificios parisinos de su propiedad. Por otra parte, Thiers había hecho ya saber que sería implacable en su venganza. Apenas vio de un lado a su ejército en orden de batalla y del otro a los prusianos cerrando la salida, exclamó: «¡Seré inexorable! ¡El castigo será completo y la justicia severa!» Si los actos de los obreros de París fueron de vandalismo, era el vandalismo de la defensa desesperada, no un vandalismo de triunfo, como aquel de que los cristianos dieron prueba al destruir los tesoros artísticos, realmente inestimables, de la antigüedad pagana. Pero incluso este vandalismo ha sido justificado por los historiadores como un accidente inevitable y relativamente insignificante, en comparación con aquella lucha titánica entre una sociedad nueva que surgía y otra vieja que se derrumbaba. Y aún menos se parecía al vandalismo [253] de un Haussman, que arrasó el París histórico, para dejar sitio al París de los ociosos.

Pero, ¿y la ejecución por la Comuna de los sesenta y cuatro rehenes, con el arzobispo de París a la cabeza? La burguesía y su ejército restablecieron en junio de 1848 una costumbre que había desaparecido desde hacía largo tiempo de las prácticas guerreras: la de fusilar a sus prisioneros indefensos. Desde entonces, esta costumbre brutal ha encontrado la adhesión más o menos estricta de todos los aplastadores de conmociones populares en Europa y en la India, demostrando con ello que constituye un verdadero «progreso de la civilización». Por otra parte, los prusianos restablecieron en Francia la práctica de tomar rehenes; personas inocentes a quienes se hacía responder con sus vidas de los actos de otros. Cuando Thiers, como hemos visto, puso en práctica desde el primer momento la humana costumbre de fusilar a los federales prisioneros, la Comuna, para proteger sus vidas, viose obligada a recurrir a la práctica prusiana de tomar rehenes. A estos rehenes los habían hecho ya reos de muerte repetidas veces los incesantes fusilamientos de prisioneros por las tropas versallesas. ¿Quién podía seguir guardando sus vidas después de la carnicería con que los pretorianos [93] de Mac-Mahon celebraron su entrada en París? ¿Había de convertirse también en una burla la última medida —la toma de rehenes— con que se aspiraba a contener el salvajismo desenfrenado de los gobiernos burgueses? El verdadero asesino del arzobispo Darboy es Thiers. La Comuna propuso repetidas veces el canje del arzobispo y de otro montón de clérigos por un solo prisionero, Blanqui, que Thiers tenía entonces en sus garras. Y Thiers se negó tenazmente. Sabía que con Blanqui daba a la Comuna una cabeza y que el arzobispo serviría mejor a sus fines como cadáver. Thiers seguía aquí las huellas de Cavaignac. ¿Acaso en junio de 1848 Cavaignac y sus hombres del orden no habían lanzado gritos de horror, estigmatizando a los insurrectos como asesinos del arzobispo Affre? Y ellos sabían perfectamente que el arzobispo había sido fusilado por las tropas del partido del orden [94]. El Sr. Jacquemet, vicario general del arzobispo que había asistido a la ejecución, se lo había certificado inmediatamente después de ocurrir ésta.

Todo este coro de calumnias, que el partido del orden, en sus orgías de sangre, no deja nunca de alzar contra sus víctimas, sólo demuestra que el burgués de nuestros días se considera el legítimo heredero del antiguo señor feudal, para quien todas las armas eran buenas contra los plebeyos, mientras que en manos de éstos toda arma constituía por sí sola un crimen.

La conspiración de la clase dominante para aplastar la revolución por medio de una guerra civil montada bajo el patronato del [254] invasor extranjero —conspiración que hemos ido siguiendo desde el mismo 4 de septiembre hasta la entrada de los pretorianos de Mac-Mahon por la puerta de Saint Cloud— culminó en la carnicería de París. Bismarck se deleita ante las ruinas de París, en las que ha visto tal vez el primer paso de aquella destrucción general de las grandes ciudades que había sido su sueño dorado cuando no era más que un simple «rural» en los escaños de la Chambre introuvable prusiana de 1849 [95]. Se deleita ante los cadáveres del proletariado de París. Para él, esto no es sólo el exterminio de la revolución; es además el aniquilamiento de Francia, que ahora queda decapitada de veras, y por obra del propio gobierno francés. Con la superficialidad que caracteriza a todos los estadistas afortunados, no ve más que el aspecto externo de este formidable acontecimiento histórico. ¿Cuándo había brindado la historia el espectáculo de un conquistador que coronaba su victoria convirtiéndose, no ya en el gendarme, sino en el sicario del Gobierno vencido? Entre Prusia y la Comuna de París no había guerra. Por el contrario, la Comuna había aceptado los preliminares de paz, y Prusia se había declarado neutral. Prusia no era, por tanto, beligerante. Desempeñó el papel de un matón; de un matón cobarde, puesto que no arrastraba ningún peligro; y de un matón a sueldo, porque se había estipulado de antemano que el pago de sus 500 millones teñidos de sangre no sería hecho hasta después de la caída de París. De este modo, se revelaba, por fin, el verdadero carácter de la guerra, de aquella guerra ordenada por la providencia como castigo de la impía y corrompida Francia por la muy moral y piadosa Alemania. Y esta violación sin precedente del derecho de las naciones, incluso en la interpretación de los juristas del viejo mundo, en vez de poner en pie a los gobiernos «civilizados» de Europa para declarar fuera de la ley internacional al felón gobierno prusiano, simple instrumento del gobierno de San Petersburgo, les incita únicamente a preguntarse ¡si las pocas víctimas que consiguen escapar por entre el doble cordón que rodea a París no deberán ser entregadas también al verdugo de Versalles!.

El hecho sin precedente de que en la guerra más tremenda de los tiempos modernos, el ejército vencedor y el vencido confraternicen en la matanza común del proletariado, no representa, como cree Bismarck, el aplastamiento definitivo de la nueva sociedad que avanza, sino el desmoronamiento completo de la sociedad burguesa. La empresa más heroica que aún puede acometer la vieja sociedad es la guerra nacional. Y ahora viene a demostrarse que esto no es más que una añagaza de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan pronto como esta lucha estalla en forma de guerra civil. La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme [255] nacional; todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado.

Después del domingo de Pentecostés de 1871, ya no puede haber paz ni tregua posible entre los obreros de Francia y los que se apropian el producto de su trabajo. El puño de hierro de la soldadesca mercenaria podrá tener sujetas, durante cierto tiempo, a estas dos clases, pero la lucha volverá a estallar una y otra vez en proporciones crecientes. No puede caber duda sobre quién será a la postre el vencedor: si los pocos que viven del trabajo ajeno o la inmensa mayoría que trabaja. Y la clase obrera francesa no es más que la vanguardia del proletariado moderno.

Los gobiernos de Europa, mientras atestiguan así, ante París, el carácter internacional de su dominación de clase, braman contra la Asociación Internacional de los Trabajadores —la contraorganización internacional del trabajo frente a la conspiración cosmopolita del capital—, como la fuente principal de todos estos desastres. Thiers la denunció como déspota del trabajo que pretende ser su libertador. Picard ordenó que se cortasen todos los enlaces entre los internacionales franceses y los del extranjero. El conde de Jaubert, una momia que fue cómplice de Thiers en 1835, declara que el exterminio de la Internacional es el gran problema de todos los gobiernos civilizados. Los «rurales» braman contra ella, y la prensa europea se agrega unánimemente al coro. Un escritor francés [*] honrado, absolutamente ajeno a nuestra Asociación, se expresa en los siguientes términos:

«Los miembros del Comité Central de la Guardia Nacional, así como la mayor parte de los miembros de la Comuna, son las cabezas más activas, inteligentes y enérgicas de la Asociación Internacional de los Trabajadores... Hombres absolutamente honrados, sinceros, inteligentes, abnegados, puros y fanáticos en el buen sentido de la palabra».

Naturalmente, las cabezas burguesas, con su contextura policíaca, se representan a la Asociación Internacional de los Trabajadores como una especie de conspiración secreta con un organismo central que ordena de vez en cuando explosiones en diferentes países. En realidad, nuestra Asociación no es más que el lazo internacional que une a los obreros más avanzados de los diversos países del mundo civilizado. Dondequiera que la lucha de clases alcance cierta consistencia, sean cuales fueran la forma y las condiciones en que el hecho se produzca, es lógico que los miembros de nuestra Asociación aparezcan en la vanguardia. El terreno de donde brota nuestra Asociación es la propia sociedad moderna. No es posible exterminarla, por grande que sea la carnicería. [256] Para hacerlo, los gobiernos tendrían que exterminar el despotismo del capital sobre el trabajo, base de su propia existencia parasitaria.

El París de los obreros, con su Comuna, será eternamente ensalzado como heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen su santuario en el gran corazón de la clase obrera. Y a sus exterminadores la historia los ha clavado ya en una picota eterna, de la que no lograrán redimirlos todas las preces de su clerigalla.

256, High Holborn, London, W.C.

30 de mayo de 1871.


NOTAS

[84] 189. Chuanes, denominación que habían dado los comuneros a un destacamento monárquico del ejército de Versalles, reclutado en Bretaña, por analogía con los participantes de la rebelión contrarrevolucionaria en el Noroeste de Francia, en tiempo de la revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII.- 245

[*] Confidentes. (N. de la Edit.)

[85] 190. Poco después del 18 de marzo de 1871, estallaron en Lyon y Marsella movimientos revolucionarios cuyo fin era proclamar la Comuna. Ambos movimientos fueron aplastados cruelmente por el gobierno de Thiers.- 246

[86] 191. Con arreglo a la ley de procedimiento de los tribunales de guerra, sometida por Dufaure al examen de la Asamblea Nacional, los procesos judiciales y las sentencias debían cumplirse en 48 horas.- 247

[87] 192. Se alude al tratado comercial firmado por Inglaterra y Francia el 23 de enero de 1860, en el que ésta renunciaba a la política arancelaria prohibitiva y la sustituía con derechos aduaneros. El tratado tuvo como consecuencia el vertical incremento de la competencia en el mercado interior de Francia debido al aflujo de mercancías de Inglaterra, provocando el descontento de los industriales franceses.- 248

[88] 193. Trátase del ambiente de terror y de represiones sangrientas en la Antigua Roma en las distintas etapas de la crisis de la República esclavista de Roma en el siglo I a. de n. e. La dictadura de Sila (años 82-79 a. de n. e.). El primer y segundo triunviratos de Roma (años 60-53 y 43-36 a. de n. e.) fueron dictaduras de los caudillos romanos Pompeyo, César y Craso, en el primer caso, y Octavio, Marco Antonio y Lépido, en el segundo.- 250

[89] 194. "Journal de París" («Periódico de París»), diario de orientación monárquico-orleanista, se publicó en París desde 1867.- 250

[90] Megera: según la mitología de la Grecia antigua, una de las tres furias, personificación de la ira y la envidia; en el sentido figurado, mujer gruñona y mala.- 251

[91] Hécate: diosa de la luz lunar según la mitología de la Grecia antigua; tenía tres cabezas y tres cuerpos, señora de los demonios y fantasmas terribles del mundo subterráneo de los muertos, diosa del mal y de los hechiceros.- 251

[92] 195. En agosto de 1814, durante la guerra entre Inglaterra y los EE.UU., las tropas británicas, al apoderarse de Washington, incendiaron el Capitolio (el edificio del Congreso), la Casa Blanca y otros edificios públicos de la capital.

En octubre de 1860, durante la guerra de Inglaterra y Francia contra China, las tropas anglo-francesas saquearon e incendiaron el palacio de verano en las proximidades de Pekín, riquísimo conjunto de monumentos de arquitectura y arte chinos.- 251

[93] 196. En la Antigua Roma, los pretorianos constituían la guardia personal privilegiada del caudillo o del emperador; los pretorianos participaban constantemente en las rebeliones y solían poner en el trono a sus protegidos. La palabra «pretorianos» pasó luego a simbolizar la arbitrariedad de los militares mercenarios.- 253

[94] 155. El partido del orden, partido de la gran burguesía conservadora, surgió en 1848 y era una coalición de dos minorías monárquicas de Francia: los legitimistas y los orleanistas (véase la nota 125); desde 1849 hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 tenía una situación dirigente en la Asamblea Legislativa de la Segunda República.- 219, 253

[95] 197. Marx llama a la Cámara de los Diputados prusiana «Chambre introuvable» («Cámara inefable») por analogía con la Cámara francesa (véase la nota 158). La Asamblea elegida en enero-febrero de 1849 constaba de la privilegiada «Cámara de los Señores» aristócrata y la segunda Cámara, cuyos componentes eran elegidos en dos turnos únicamente por los llamados «prusianos independientes». Bismarck, elegido a la segunda Cámara, era en ella uno de los líderes del grupo junker de la extrema derecha.- 254

[*] Por lo visto Robinet. (N. de la Edit.)


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