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La tarea siguiente era la Constitución del Imperio. Como material se tenía, de una parte, la Constitución de la Confederación Germánica del Norte y, de otra, los tratados con los Estados alemanes del Sur [72]. Los factores, con ayuda de los cuales Bismarck debía crear la Constitución eran, por una parte, las dinastías representadas en el Consejo federal y, por otro, el pueblo representado en el Reichstag. En la Constitución de Alemania del Norte y en los tratados se puso un límite a las pretensiones de las dinastías. El pueblo, al contrario, podía pretender a una participación considerablemente mayor en el poder político. Había ganado en los campos de batalla la independencia, en cuanto a la intervención extranjera en los asuntos interiores y la unificación de Alemania, en la medida en que se podía hablar de unificación y precisamente él debía decidir, en primer término, el uso que cabía dar a esa independencia y el modo de realizar y utilizar concretamente esa unificación. E incluso si el pueblo reconocía [443] las bases del derecho incluidas ya en la Constitución de la Confederación Germánica del Norte y en los tratados, ello no era óbice en absoluto para conseguir con la nueva Constitución una participación en el poder mayor que con la precedente. El Reichstag era la única institución que representaba, de hecho, la nueva «unidad». Cuanto mayor peso adquiría la voz del Reichstag, cuanto más independiente era la Constitución del Imperio respecto de las constituciones particulares de las tierras, tanto mayor debía ser la cohesión del nuevo Imperio, tanto más debían fundirse en el alemán el bávaro, el sajón y el prusiano.

Para cualquiera que viese más allá de la punta de su nariz eso debía estar completamente claro. Pero, Bismarck tenía otra opinión. Se servía, al contrario, de la embriaguez patriótica, que se había intensificado después de la guerra, precisamente para lograr que la mayoría del Reichstag renunciase tanto a toda ampliación como hasta a la definición clara de los derechos del pueblo y que se limitase a restituir simplemente en la Constitución del Imperio la base jurídica de la Constitución de la Confederación Germánica del Norte y de los tratados. Todas las tentativas de los pequeños partidos de expresar en la Constitución los derechos del pueblo a la libertad fueron rechazadas, hasta la propuesta del centro católico acerca de la inclusión de los artículos de la Constitución prusiana referentes a la garantía de la libertad de prensa, de reunión y de asociación y a la independencia de la Iglesia. De este modo, la Constitución prusiana, cercenada dos o tres veces, era más liberal aún que la Constitución del Imperio. Los impuestos no se votaban anualmente, sino que se establecían de una vez y para siempre, «por la ley», así que quedaba descartada para el Reichstag la posibilidad de rechazar la aprobación de los mismos. De esta manera se aplicó a Alemania la doctrina prusiana, incomprensible en el mundo constitucional no alemán, según la cual los representantes del pueblo sólo tenían el derecho en el papel a rechazar los gastos, mientras que el gobierno recogía en su saco los ingresos en moneda contante y sonante. Sin embargo, a la vez que se privaba al Reichstag de los mejores medios de poder y se le reducía a la humilde posición de la Cámara prusiana, quebrantada por las revisiones de 1849 y de 1850, por la camarilla de Manteuffel, por el conflicto y por Sadowa, el Consejo federal dispone, en lo fundamental, de toda la plenitud de poder que poseía nominalmente la antigua Dieta federal y dispone de esa plenitud de hecho, ya que se ve libre de las trabas que paralizaban la Dieta federal. El Consejo federal, además de tener un voto decisivo en la legislación, a la par que el Reichstag, es, a la vez, la máxima instancia administrativa, puesto que promulga decretos sobre la aplicación de las leyes del Imperio y, además, adopta acuerdos [444] sobre «las deficiencias que surgen al poner en práctica las leyes del Imperio...», es decir, de las deficiencias que en otros Estados civilizados sólo pueden ser eliminadas mediante una nueva ley (artículo 7, § 3, que recuerda mucho un caso de conflicto jurídico).

Así, Bismarck no procuraba apoyarse principalmente en el Reichstag, que representa la unidad nacional, sino en el Consejo federal, que representa la dispersión particularista. No tuvo el valor, a pesar de que se hacía pasar por un portavoz de la idea nacional, de ponerse realmente al frente de la nación o de los represantantes de ésta; la democracia debía servirle a él, y no él a la democracia; Bismarck no se fiaba en el pueblo, sino más bien en las intrigas de entre bastidores, en su habilidad de amañarse, con ayuda de medios diplomáticos, de la miel y del látigo, una mayoría aunque recalcitrante, en el Consejo federal. La estrechez de concepción y la mezquindad de criterio que se revelan aquí responden perfectamente al carácter de ese señor tal y como lo hemos conocido hasta ahora. Sin embargo, no debe asombrarnos el que sus grandes éxitos no le hayan ayudado a situarse aunque no fuese más que por un instante por encima de su propio nivel.

Sea como fuere, todo se redujo a dar a la Constitución del Imperio un eje único y fuerte, es decir, el canciller del Imperio. El Consejo federal debía llegar a ocupar una posición que hiciese imposible otro poder ejecutivo responsable que no fuese el del canciller del Imperio y, en virtud de ello, descartase la posibilidad de existencia de ministros responsables del Imperio. En efecto, todo intento de organizar la administración del Imperio mediante la Constitución de un ministerio responsable se entendía como un atentado a los derechos del Consejo federal y tropezaba con una resistencia insuperable. Como se advirtió pronto, la Constitución estaba «hecha a la medida» de Bismarck. Significaba un paso más por el camino de su poder dictatorial mediante el balanceo entre los partidos en el Reichstag y entre los Estados particularistas en el Consejo federal, significaba un paso más por el camino del bonapartismo.

Por lo demás, no se puede decir que la nueva Constitución del Imperio, sin contar algunas concesiones a Baviera y a Wurtemberg, sea un paso directamente atrás. Pero eso es lo mejor que se puede decir de ella. Las necesidades económicas de la burguesía fueron satisfechas en lo esencial, y ante sus pretensiones políticas, por cuanto las presentaba todavía, se levantaron las mismas barreras que en el período del conflicto.

¡Por cuanto la burguesía presentaba aún pretensiones políticas! En efecto, es incontestable que esas pretensiones se reducían en boca de los iiberales nacionales a proporciones muy modestas y disminuían cada día. Estos señores, muy lejos de pretender que [445] Bismarck les diese facilidades de colaborar con él, aspiraban más bien agradarle donde fuese posible y, con frecuencia, incluso donde no lo era ni debía serlo. Nadie reprocha a Bismarck el despreciarlos, pero ¿acaso los junkers habían sido siquiera un poco mejores o más valientes?

El dominio siguiente, en el que había que instaurar la unidad del Imperio, la circulación monetaria, fue puesto en orden por las leyes promulgadas de 1873 a 1875 sobre la moneda y los bancos. El establecimiento del patrón de oro ha sido un progreso significativo, pero se ha llevado a cabo lentamente y con muchas vacilaciones, y no cuenta incluso ahora con una base bastante firme. El sistema monetario adoptado, en el que se ha tomado como base bajo el nombre de marco el tercio de tálero, admitido con división decimal, fue propuesto ya a fines de los años 30 por Soetbeer; de hecho, la unidad era la moneda de veinte marcos de oro. Cambiando de un modo casi imperceptible el valor de la misma se podría hacerla equivalente, ya bien al soberano inglés, ya bien a la moneda de 25 francos de oro, ya bien a la de cinco dólares de oro norteamericanos e incorporarse de este modo a uno de los tres sistemas monetarios principales del mercado mundial. Sin embargo se prefirió crear un sistema monetario propio, dificultando sin necesidad el comercio y los cálculos de las cotizaciones. Las leyes sobre el papel moneda del Imperio y los bancos limitaban la especulación en títulos de los pequeños Estados y sus bancos y, vista la quiebra que se produjo mientras tanto, procedían con cierta cautela perfectamente justificable para Alemania, todavía carente de experiencia en este dominio. También aquí, los intereses económicos de la burguesía se tuvieron debidamente en cuenta.

Finalmente había que implantar una legislación única en la esfera de la justicia. La resistencia de los Estados medios a la extensión de la competencia del Imperio al derecho civil material fue superada, pero el código civil está todavía en fase de elaboración, mientras que la ley penal, el procedimiento penal y civil, el derecho comercial, la legislación sobre las quiebras y la organización judicial obedecen ya a un modelo uniforme. La supresión dc las normas jurídicas materiales y formales abigarradas de los pequeños Estados era ya, de por sí, una necesidad imperiosa del continuo progreso de la sociedad burguesa y constituye también el principal mérito de las nuevas leyes, mucho mayor que su contenido.

El jurista inglés se apoya en un pasado jurídico qne ha salvado, a través de la Edad Media, una buena parte de la antigua libertad germánica, que ignora el Estado policíaco, estrangulado ya en su embrión por las dos revoluciones del siglo XVII, y ha alcanzado [446] su apogeo en dos siglos de desarrollo continuo de la libertad civil. El jurista francés se apoya en la Gran Revolución que, después de acabar con el feudalismo y la arbitrariedad policíaca absolutista tradujo las condiciones de vida económica de la sociedad moderna recién nacida al lenguaje de las normas jurídicas en su clásico código proclamado por Napoleón. Y ¿cuál es, pues, la base histórica en que se apoyan nuestros juristas alemanes? Nada más que el proceso de descomposición secular y pasivo de los vestigios de la Edad Media, acelerado en su mayor parte por golpes desde fuera y que, todavía hoy, no ha terminado: una sociedad económicamente atrasada, en la que el junker feudal y el maestro de un gremio andan como fantasmas en busca de nuevo cuerpo para encarnarse; una situación jurídica, en el que, la arbitrariedad policíaca —habiendo desaparecido en 1848 la justicia secreta de los príncipes— abre todavía una hendedura tras otra. De estas escuelas, peores de las peores, salieron los padres de los nuevos códigos del Imperio, y la obra ha salido al estilo de la casa sin hablar ya del aspecto puramente jurídico, la libertad política se las ha visto negras en esos códigos. Si los tribunales de regidores [73] dan a la burguesía y la pequeña burguesía la posibilidad de participar en la obra de refrenar a la clase obrera, el Estado se protege en la medida de lo posible contra el peligro de una oposición burguesa renovada limitando la competencia de los tribunales de jurados. Los puntos políticos del código penal son en muchos casos tan indefinidos y elásticos como si estuvieran cortados a la medida del actual tribunal del Imperio, y éste, a la de aquéllos. De suyo se entiende que esos nuevos códigos son un paso adelante en comparación con el derecho civil prusiano, código que ni siquiera Stöcker podría fabricar hoy algo más siniestro aunque lo castrasen. Pero, las provincias que han conocido hasta ahora el derecho francés sienten mucho la diferencia entre la copia descolorida y el original clásico. Y precisamente la renuncia de los liberales nacionales a su programa hizo posible este reforzamiento del poder estatal a cuenta de las libertades civiles, ese auténtico primer paso atrás.

Cabe mencionar, además, la ley de prensa promulgada por el Imperio. El código penal ya había reglamentado en lo esencial el derecho material en todo lo referente a este problema; trátase del establecimiento de disposiciones formales idénticas para todo el Imperio, la supresión de las cauciones y los derechos de timbre que subsistían aún en unos u otros lugares, que constituían el principal contenido de esa ley y, a la vez, el único progreso logrado en este dominio.

A fin de que Prusia pudiese presentarse una vez más como un Estado modelo se implantó en ella la llamada administración [447] autónoma. Tratábase de suprimir los más chocantes vestigios de feudalismo y, al propio tiempo, dejar en lo posible las cosas como estaban. Para eso sirvió la ordenanza de los distritos [74]. El poder policíaco de los señores junkers en sus fincas era ya un anacronismo. Había sido abolido en cuanto a la designación, como privilegio feudal, pero restaurada en cuanto al fondo, al crearse los distritos rurales autónomos [Gutsbezirke], dentro de los cuales el propietario es, ya personalmente, el prepósito [Gutsvorsteher] con atribuciones de preboste rural [landlicher Gemeindevorsteher], ya el que nombra a semejante prepósito; este poder de los junkers fue restaurado de hecho también merced a la transferencia de todo el poder policial y de toda la jurisdicción policial dentro del distrito administrativo [Amtsbezirk] al jefe de distrito [Amtsvorsteher], que en el campo ha sido casi siempre un gran propietario de tierra; bajo su férula se hallaban, por tanto, las comunidades rurales. Fueron abolidos los privilegios feudales de los particulares, pero la plenitud de poder ligada a ello fue dada a la clase entera. Con ayuda de semejante escamoteo, los grandes propietarios de tierra ingleses se transformaron en jueces de paz, en amos y señores de la administración rural, de la policía y de los organismos inferiores de la jurisdicción, asegurándose de este modo, bajo un título nuevo, modernizado, el continuo usufructo de todos los puestos de poder esenciales que ya no podían mantener en sus manos bajo la vieja forma feudal. Pero ésa es la única similitud entre la «administración autónoma» alemana y la inglesa. Quisiera yo ver al ministro inglés que se atreviese proponer al Parlamento que los funcionarios elegidos para cargos administrativos locales necesitasen ser aprobados por el gobierno, que, en caso de voto de oposición, el gobierno pudiese imponer los suplentes, que se instituyeran los cargos de funcionarios del Estado con las atribuciones de los Landraths prusianos, de miembros de administraciones de distrito y de oberpresidentes; proponer la ingerencia de la administración estatal, prevista en la ordenanza de los distritos, en los asuntos interiores de las comunidades, los distritos y las comarcas; proponer la supresión del derecho de recurrir a los tribunales, tal y como se dice casi en cada página de la ordenanza de los distritos, completamente inaudito en los países de habla inglesa y de derecho inglés. Y mientras las asambleas de distrito y las provinciales constan siempre, a la manera feudal antigua, de representantes de tres estamentos —los grandes propietarios de tierras, las ciudades y las comunidades rurales—, en Inglaterra, hasta el gobierno más archiconservador presenta un proyecto de ley acerca de la entrega de toda la administración de los condados a organismos mediante un sufragio casi universal [75].

[448]

El proyecto de ordenanza de los distritos para las seis provincias orientales (1871) fue la primera prueba de que Bismarck no pensaba disolver a Prusia en Alemania, sino que, al contrario, se disponía a reforzar más aún este baluarte del viejo prusianismo, es decir, estas seis provincias. Los junkers han conservado, bajo otro nombre, todos los poderes esenciales, que les aseguran su dominación, mientras que los ilotas de Alemania, los obreros agrícolas de estas regiones, tanto los domésticos, como los jornaleros, siguen, en realidad, bajo el régimen de la servidumbre, lo mismo que antes, siendo admitidos a cumplir sólo dos funciones públicas: ser soldados y servir de ganado de votación a los junkers durante las elecciones al Reichstag. El servicio que Bismarck ha prestado con eso al partido revolucionario socialista es inexpresable y merece toda clase de agradecimiento.

Ahora bien, ¿qué cabe decir de la estupidez de los señores junkers, que, igual que los niños mal educados, patalean protestando contra esta ordenanza de los distritos, implantada exclusivamente en beneficio suyo, en aras de mantener sus privilegios feudales disimulados con una denominación ligeramente modernizada? La Cámara prusiana de los señores, mejor dicho, la Cámara de los junkers, comenzó por rechazar el proyecto, al que se estuvo dando largas durante casi un año, y no lo aceptó hasta que no sobrevino una «hornada» de 24 «señores» nuevos. Los junkers prusianos volvieron a mostrar que eran unos reaccionarios mezquinos, empedernidos, incurables, incapaces de formar el núcleo de un gran partido independiente que asumiese un papel histórico en la vida de la nación, como lo hacen en realidad los grandes propietarios de tierras ingleses. Con eso han confirmado la ausencia completa de juicio; a Bismarck no le quedaba más que hacer patente ante el mundo entero que tampoco tenían carácter, y una pequeña presión ejercida con habilidad los trasformó en partido de Bismarck sans phrase. Y para eso debía servir el Kulturkampf [76].

La ejecución del plan imperial prusiano-alemán debía producir, como contragolpe, la agrupación en un partido de todos los elementos antiprusianos que se basaban en el anterior desarrollo aparte. Estos elementos de todo pelaje hallaron una bandera común en el ultramontanismo [77]. La rebelión del sentido común humano, hasta entre los numerosos católicos ortodoxos, contra el nuevo dogma de la infalibilidad del papa, por una parte, y, por otra, la supresión de los Estados de la Iglesia y el pretendido cautiverio del papa en Roma [78] obligaron a todas las fuerzas militantes del catolicismo a unirse más estrechamente. Así, ya durante la guerra, en otoño de 1870, en el Landtag prusiano se constituyó el partido específicamente católico del centro; ese partido entró en el primer Reichstag alemán (1871) nada más que con 57 representantes, [449] aumentando ese número con cada nueva elección hasta pasar de 100. Constaba de los elementos más diversos. En Prusia, formaban su fuerza principal los pequeños campesinos renanos, que se consideraban todavía como «prusianos por la fuerza»; luego estaban los terratenientes y los campesinos de los obispados westfalianos de Münster y Paderborn y de la Silesia católica. El otro contingente importante procedía de entre los católicos del Sur, sobre todo de entre los bávaros. Sin embargo, la fuerza del centro no consistía tanto en la religión católica cuanto en que expresaba las antipatías de las masas populares hacia todo lo específicamente prusiano, que pretendía ahora a la dominación en Alemania. Esta antipatía era particularmente sensible en las zonas católicas; al propio tiempo se advertía la simpatía respecto de Austria, que había sido expulsada de Alemania. De acuerdo con estas dos corrientes populares, el centro ocupó una posición resueltamente particularista y federalista.

Este carácter esencialmente antiprusiano del centro fue advertido inmediatamente por las otras fracciones pequeñas del Reichstag que estaban en contra de Prusia por razones locales, y no de carácter nacional y general, como los socialdemócratas. No sólo los católicos —polacos y alsacianos—, sino hasta los protestantes welfos [79] se aliaron estrechamente al partido del centro. Y, aunque las minorías burguesas liberales jamás habían comprendido el auténtico carácter de los llamados ultramontanos, mostraron que, no obstante, tenían cierta idea del estado real de las cosas al dar al centro el título de «sin patria» y «enemigo del Imperio»... [*]

Escrito a fines de diciembre Se publica de acuerdo con el

de 1887-marzo de 1888. manuscrito (y en la parte de éste

que no se ha conservado, de acuerdo

Publicado por vez primera en con el texto de la revista).

la revista "Die Neue Zeit", Bd. 1,

NºN 22-26, 1895-1896. Traducido del alemán.


NOTAS

[72] 261 Se trata de los derechos especiales de Baviera y Wurtemberg refrendados en los tratados de su entrada (noviembre de 1870) en la Confederación Germánica del Norte y en la Constitución del Imperio alemán. Baviera y Wurtemberg conservaron, en particular, un impuesto especial sobre el aguardiente y la cerveza, la administración propia de los correos y telégrafos. Los representantes de Baviera y Wurtemberg, así como de Sajonia, formaron en el Consejo federal una comisión especial de política exterior, dotada del derecho de veto.- 442

[73] 262 Tribunales de schäffens (regidores): tribunales de primera instancia en el Imperio alemán instaurados en una serie de Estados alemanes después de la revolución de 1848, y en toda Alemania, a partir de 1871. Constaban entonces de un juez de la corona y de dos asesores (schäffens) que, a diferencia de los jurados, no sólo establecían la culpa del acusado, sino que, junto con el juez, determinaban la medida del castigo; para el cumplimiento de las funciones de schäffens regía el requisito de residencia continua, como también el de situación acomodada.- 446

[74] 263 Se refiere a la reforma administrativa de 1872 en Prusia, de acuerdo con la cual se abolía el poder feudal hereditario de los terratenientes en la aldea y se introducían elementos de administración autónoma; prácticamente, los terratenientes junkers conservaron el poder local, ya que ocupaban personalmente o por medio de sus testaferros la mayoría de cargos electivos y nombrados.- 447

[75] 264 Trátase de la reforma de administración local en Inglaterra aprobada en 1888. De acuerdo con esta forma las funciones de los sheriffs fueron transmitidas a los consejos electos de los condados que se ocupaban de la recaudación de impuestos, del presupuesto local, etc. Participaban en la elección de los consejos de los condados todos los que tenían derecho de elegir al parlamento, así como las mujeres mayores de 30 años.- 447

[76] 13 "Kulturkampf" («Lucha por la cultura»): denominación dada por los liberales burgueses al sistema de medidas legislativas del Gobierno de Bismarck en los años 70 del siglo XIX llevadas a la práctica bajo la bandera de la lucha por la cultura laica. En Ios años 80, Bismarck abolió la mayor parte de estas medidas, con el fin de unir las fuerzas reaccionarias.- 25, 410, 448

[77] 259 Ultramontanismo: corriente extremamente reaccionaria del catolicismo que reclama la influencia ilimitada del papa en los asuntos religiosos y laicos de cualquier Estado. Como resultado de la victoria del ultramontanismo, el Concilio del Vaticano aprobó en 1870 el dogma de «impecabilidad» del papa.- 438

[78] 265 En 1870, como resultado del plebiscito del 2 de octubre en la Región Papal, ésta fue incorporada al Reino de Italia. Con ello quedó terminada la unificación política del país. El poder laico del papa fue anulado, sólo se conservó en los palacios del Vaticano y Laterano y la residencia suburbana. Como respuesta, el papa se declaró «prisionero del Vaticano». El conflicto, que duró muchos años, entre el papa y el gobierno italiano sólo quedó resuelto oficialmente en 1929.- 448

[79] 266 Welfos: partido en Hannover que se formó en 1866 después de la incorporación de éste a Prusia (el nombre procede del de un linaje antiguo principesco de los Welfos). El partido se proponía restablecer los derechos de la casa real de Hannover y la autonomía de Hannover en el Imperio alemán. Se adhería al centro principalmente por motivos particularistas y antiprusianos.- 449

[*] Aquí se interrumpe el manuscrito. (N. de la Edit.)


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