Isaac Deutscher

Sobre la Revolución Cultural China


Escrito: Entrevista realizada por Ernest Tate por encargo de la revista italiana La Sinistra (septiembre de 1966).
Traducción (del inglés): José Luís Gonzales (1971)
Esta edición: Marxists Internet Archive, febrero de 2012.
Digitalización: Martin Fahlgren, 2012.



— Muchos comentaristas políticos hablan ahora acerca de la inminencia de un ”choque directo” entre la China popular y los Estados Unidos. En apoyo de su tesis aluden a la reciente declaración de los chinos respecto a la cuestión de Vietnam. ¿Oué piensa usted de esto?

— Yo no creo en modo alguno que China pueda proponerse el objetivo de una guerra contra los Estados Unidos. En otras palabras, descarto la posibilidad de que China abrigue ”planes agresivos” de cualquier tipo. El que China y los Estados Unidos choquen a la larga, depende exclusivamente de los Estados Unidos. Pero los chinos sí cuentan con la posibilidad de un ataque norteamericano contra ellos; y es necesario ver bajo esta luz algunos de los acontecimientos recientes en China. Creo que Mao Tse-tung y Lin-Piao están operando basándose en el supuesto de que un ataque norteamericano es posible y aun probable, y de que el gobierno chino tiene el deber de prepararse para tal eventualidad.

Este ha sido un factor determinante de gran importancia en la reciente crisis política y en la llamada ”revolución cultural”. Las alusiones a la agresividad china contra los Estados Unidos, o contra el occidente en general, carecen de fundamento; son parte de la propaganda anticomunista y antichina. Desgraciadamente, las fuentes soviéticas y titoístas, y también los partidos comunistas en Europa occidental, han pecado al respecto, y han pecado vergonzosamente, al conferirle una apariencia de verosimilitud a esta propaganda antichina.

Algunas de las acusaciones chinas contra los dirigentes soviéticos y los dirigentes de los partidos comunistas occidentales son, por lo que a esto se refiere, justificadas, como también lo es el resentimiento chino por el retiro total de la ayuda soviética a China, el alineamiento diplomático entre los rusos y los hindúes, y otras acciones soviéticas. Creo también que mucho de lo que los chinos dicen acerca del carácter oportunista de la influencia rusa sobre el movimiento comunista internacional es justificado. Digo esto porque, dentro de lo que expresaré a continuación, tendré bastantes cosas críticas que decir acerca de los últimos acontecimientos en China y quiero insertar mis críticas en el contexto adecuado.

Volviendo al asunto de los preparativos de China para la emergencia de un posible ataque norteamericano, pare ce muy claro que el gobierno chino, Mao Tse-tung y sus actuales partidarios, están pensando en términos de tener que luchar solos contra los Estados Unidos. Ellos suponen, en otras palabras, que la Unión Soviética les fallará y, en el caso de un ataque norteamericano, no cumplirá las obligaciones contraídas bajo las disposiciones de la alianza ruso-china. Según esta suposición, los chinos tendrían que hacer frente a toda la abrumadora superioridad tecnológica de los Estados Unidos, y tendrían que formular su doctrina militar sobre esa base. Parece ser que los chinos parten de la premisa de que, luchando solos, no pueden esperar ganar una guerra regular contra los Estados Unidos, una guerra similar a la que la Unión Soviética libró contra Alemania entre 1941 y 1945,  pero que sí tienen todas las posibilidades de resistir y frustrar cualquier invasión norteamericana por medio de una guerra de guerrillas en escala nacional.

— ¿Y en cuanto a un ataque nuclear?

— Precisamente debido a la superioridad nuclear norteamericana, los chinos, que no pueden soñar con una represalia nuclear, están obligados a jugárselo todo a la carta de una guerra de guerrillas descentralizada, que no podrá ser quebrantada o paralizada ni siquiera por los golpes nucleares.

Yo no me aventuraría, por supuesto, a juzgar las perspectivas militares de una guerra nuclear. Nadie es capaz de calibrar tales perspectivas. No sabemos realmente hasta qué punto la guerra nuclear pondría fin a toda estrategia, a todo nuestro pensamiento militar acostumbrado. Pero es comprensible que los chinos, al considerar. como la consideran, la amenaza de un ataque norteamericano, tiendan a apoyarse en un método de lucha que (suponiendo la existencia de algún método eficaz) les daría la posibilidad de contrarrestar la superioridad tecnológica norteamericana mediante su propia indudable superioridad moral y política.

Esto es, después de todo, lo que ha sucedido — no bajo las condiciones de una guerra nuclear, hasta ahora —  en Vietnam, donde la superioridad norteamericana en armamentos está siendo neutralizada por la superioridad moral y política del Vietcong y del Frente Nacional de Liberación. Los chinos conciben que cualquier conflicto armado entre ellos y Norteamérica se desarrollará en forma similar, como una especie de guerra vietnamita en escala gigantesca, una guerra en la cual las desventajas para los Estados Unidos aumentarían en progresión geométrica, en tanto que los chinos, a condición de resistir con éxito el ataque, obtendrían beneficios de una lucha con todos sus recursos humanos y morales, de su convicción de que estarían luchando por una causa justa y sagrada, en defensa de su país y de su revolución. Los chinos todavía se apoyan en su tradición de guerra de guerrillas: antes de 1949, los ejércitos de Mao resistieron con éxito durante casi un cuarto de siglo a las fuerzas superiores de Chiang-Kai-shek, los japoneses y, en último término, los norteamericanos.

Resistieron y sobrevivieron por medio de una organización especial de sus fuerzas armadas y de las regiones que dominaban durante el llamado periodo de Yenan. La esencia de su método consistió en una relación política extraordinariamente estrecha e íntima entre sus tropas guerrilleras y la población campesina de sus regiones, y, además, en una descentralización efectiva de sus fuerzas armadas y sus unidades administrativas, de suerte que cada unidad era capaz de llevar adelante la lucha aun cuando se hallara aislada del centro.

También lograron una estrecha combinación de unidades de combate y producción. Lo que está sucediendo actualmente en China puede describirse como una conversión de todo el país a algo semejante al régimen de Yenan. En el periodo de Yenan el ejército maoísta dominaba un territorio limitado con una población de 90 a 100 millones de habitantes. Ahora están poniendo bajo un régimen similar a una nación de 700 millones de personas.

Los chinos probablemente han venido realizando esta conversión desde 1959, cuando se hallaron bajo el ataque político de Jruschov, y especialmente desde 1960, cuando, Jruschov les retiró despiadadamente toda la ayuda soviética. A partir de ese momento, empezaron a operar sobre la base de que no podrían contar con la alianza soviética en caso de guerra. Hasta entonces, hasta el momento del, rompimiento con Moscú, las fuerzas armadas de China estuvieron organizadas más o menos según el modelo soviético, es decir, como un ejército moderno, con la esperanza de poder aprovechar los recursos tecnológicos de la Unión Soviética y de poder desarrollar sus propias armas modernas en un plazo no demasiado prolongado. Desde el momento del rompi­miento con la Unión Soviética, han adoptado una política diferente, una política conciliada en cierta medida con la incapacidad de China para alcanzar tecnológicamente al probable enemigo, los Estados Unidos, en un futuro previsible. Incluso el hecho de que los chinos hayan hecho estallar hasta ahora tres armas nucleares subraya este tremendo rezago.

Pero este supuesto tiene su complemento en otro, a saber, que los Estados Unidos tampoco pueden igualar el poderío moral y político de China.

— Señor Deutscher, ¿considera usted correcto, por parte de los chinos, excluir de su estrategia la eventual ayuda soviética en la lucha contra el imperialismo? En opinión de usted, ¿es correcto por parte de los chinos dar por supuesto su aislamiento, luchar solos y descartar de su estrategia la participación de la Unión Soviética en la lucha común contra el imperialismo?

— Si bien reconozco que la posibilidad de que la Unión Soviética le falle a China como aliada debe estar presente en el pensamiento de los chinos, me inclino a considerar que esta actitud tal vez sea demasiado pesimista y pueda llevar a los chinos a resignarse, demasiado pronto, a la posibilidad de lo peor.

Me parece que ningún gobierno soviético puede permitirse realmente, en caso de una guerra norteamericana contra China, fallarles a los chinos como aliado; y que un gobierno soviético que no cumpliera las obligaciones del Tratado de Defensa Mutua con China sería, muy probable­mente, derrocado en poco tiempo por sus propios adversarios en Moscú. Pero evidentemente los chinos no quieren confiar en eso. El ascenso del mariscal Lin Piao, quien ahora se ha convertido en el segundo de Mao Tse-tung, es significativo a este respecto: Lin Piao ha representado la política que postula el adiestramiento, la educación y la organización de las fuerzas armadas chinas según el modelo de Yenan, como una fuerza guerrillera en escala nacional más bien que como un ejército regular organizado de acuerdo con el modelo soviético.

Fue como parte de esta política y, según se dice, por iniciativa de Lin Piao, que el ejército chino decidió abolir los rangos hace algún tiempo. La abolición de los rangos tuvo implicaciones tanto políticas como militares: representó un rechazo de toda la estructura jerárquica de las fuerzas armadas, que éstas habían copiado de Rusia, y un resurgimiento del tipo de ejército guerrillero que combatió y triunfó en la Revolución China.

He dicho que los chinos no cuentan ya con la alianza soviética. En realidad no hacen ya ningún intento serio de apelar a la opinión pública soviética, ningún intento de lograr un mejoramiento de las relaciones ruso-chinas que diera nueva vida a la alianza. En esto, creo yo, están equivo­cados. En la última sesión del Comité Central, efectuada en Pekín entre el lo. y el 12 de agosto, Mao Tse-tung declaró, en forma absolutamente definitiva, que no puede existir ningún frente unido entre China y Rusia por lo que toca a la guerra en Vietnam o a cualquier acción dirigida contra el imperialismo norteamericano. Denunció a los rusos como ”secuaces y cómplices revisionistas del imperialismo norteamericano”. Imputó a los dirigentes soviéticos la ambición de establecer un condominio mundial soviético-norteamericano, concebido para frustrar y reprimir la revolución y las luchas antimperialistas en Asia y Africa. Con tales gentes, dijo Mao — y esto quedó incorporado en las resoluciones oficiales del Comité Central chino —, no puede haber ningún frente unido contra el imperialismo norteamericano. Yo estoy convencido de que esta apreciación china del papel de la Unión Soviética en el mundo, y del carácter clasista de las relaciones entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, es profundamente errónea.

Sin duda alguna, la burocracia y la diplomacia soviéticas han hecho todo lo posible por lograr un llamado acomodo amistoso con la clase gobernante norteamericana, con los presidentes Eisenhower y Kennedy e incluso con la administración de Johnson. En sus esfuerzos por lograr la ”coexistencia pacífica” con el imperialismo norteamericano, los dirigentes soviéticos se han comportado de la manera más oportunista y se han mostrado dispuestos, una y otra vez, a sacrificar los intereses de la revolución y de los pueblos oprimidos del mundo.

Ello no obstante, esta política tiene ciertos límites. Existen ciertos límites dentro de los cuales los dirigentes soviéticos pueden alcanzar un éxito relativo con esta política, y más allá de los cuales no pueden ir. Esto queda corroborado por el hecho indudable de que, cualesquiera que sean el pensamiento y las intenciones de los dirigentes soviéticos, las hostilidades en Vietnam han vuelto a poner de manifiesto la tensión en las relaciones soviético-norteamericanas, tensión que parecía estar desvaneciéndose antes de la guerra de Vietnam. El antagonismo clasista entre la Unión Soviética y los Estados Unidos sigue existiendo íntegramente, aun cuando la guerra fría se haya mitigado un poco durante los periodos de distensión.

La Unión Soviética sigue siendo la única gran potencia, aparte de China, cuya economía es de propiedad pública; y no importa qué acontecimientos reaccionarios puedan producirse dentro de la Unión Soviética, este hecho sigue siendo el abismo que separa a la Unión Soviética de Norte­américa. También crea la posibilidad y la necesidad objetivas de un frente común entre Rusi a y China, tanto por lo que atañe a Vietnam como a otras cuestiones. La lógica de su actitud negativa respecto a un frente común, lleva a los chinos a afirmar que el antagonismo clasista entre la Unión Soviética y los Estados Unidos se ha desvanecido, y a hablar de la restauración del capita­lismo en la Unión Soviética. Para cualquiera que observe con ecuanimidad a la Unión Soviética y analice su estructura social con un mínimo de realismo, ésta es una afirmación absurda.

La Unión Soviética se halla muy lejos de cualquier restauración del capitalismo, pese al hecho de que su burocracia es privilegiada y de que la desigualdad social prevalece allí. Pero aun esta desigualdad fue mucho más acusada durante la época de Stalin que en la actualidad, y sin embargo los chinos no dicen que el stalinismo produjo la restauración del capitalismo: por el contrario, ¡defienden el historial del stalinismo! Aquí reside su doble error fundamental.

Permítame repetir: yo sostengo que muchas de las acusaciones que los chinos les hacen a los rusos y sus críticas al oportunismo ruso en las relaciones con las potencias occidentales, son justificadas; pero, como solía decir Lenin, nadie desprestigia tanto una causa como que trata de servirla con exceso de celo, nadie perjudica tanto a un buen argumento como el que lo exagera y lo abulta. Basta, solía decir Lenin, con exagerar un buen argumento ”sólo por un pelo” para destruirlo; los chinos están exagerando mucho más que ”por un pelo”.

— Es muy probable que usted haya dado respuesta a esta pregunta en otra ocasión, pero la misma parece surgir en forma natural aquí. ¿Cómo es posible que los chinos cometan un error tan colosal en su análisis de la Unión Soviética?

— Debemos tratar de situarnos en la posición de los chinos. En 1960, cuando, de un solo golpe, Jruschov le retiró toda la ayuda a China, todos los especialistas soviéticos regresaron a su país; los planos de muchos establecimientos industriales, los planes, el conocimiento técnico, todo fue retirado. Esto fue un tremendo golpe para la economía y el pueblo chino. Todo el desarrollo industrial de China sufrió un retroceso de muchos años; y esto coincidió con una serie de calamidades naturales y de malas cosechas. El efecto fue un choque traumático. Millones de chinos perdieron sus empleos en las ciudades y tuvieron que regresar, en largas y penosas marchas, a sus aldeas nativas, donde no había suficiente alimento para ellos. Miles de fábricas, en las que los chinos habían invertido una gran cantidad de sus escasos recursos, no pudieron ser construidas y completadas. Enormes inversiones quedaron congeladas con resultados desastrosos. Desde entonces, creo yo, los chinos han venido reaccionando frente a los golpes y los choques en una forma irracional, producto del resentimiento y de una sensación de agravio.

Los rusos, efectivamente, han cometido contra ellos un crimen mucho mayor que cualquier intervención militar; comparada con los golpes sufridos por los chinos, la breve y violenta intervención rusa de 1956 en Hungría fue casi un juego de niños. China resiente todavía los efectos de la sacudida; y Mao Tse-tung y sus actuales partidarios simplemente no están en condiciones de razonar fríamente acerca de sus relaciones con Rusia. Están hablando de acuerdo a su disturbio emocional. Desgraciadamente, la irracionalidad sigue desempeñando un papel importante no sólo en la política capitalista e imperialista, sino también en la política de la revolución en los países subdesarrollados y atrasados, y en la política de la Unión Soviética y China.

En la historia del movimiento obrero existen, lamentablemente, ominosos antecedentes de todo esto. Tengo en mente, por ejemplo, la relación en Alemania, inmediatamente antes del ascenso de Hitler al poder, entre los socialdemócratas y el partido comunista stalinizado. En aquellos días los socialdemócratas hicieron todo lo posible, involuntariamente, por allanarle el camino al nazismo; lo hicieron, en primer lugar, al luchar por preservar al capitalismo alemán; y en segundo lugar, por medio de su anticomunismo. Y el partido comunista, bajo la dirección stalinista, reaccionó en una forma sumamente irracional, denunciando a los socialdemócratas como ”socialfascistas” y negándose a unirse con ellos contra el nazismo. Esa fue la política del llamado Tercer Periodo de la Comintern. Permítame extenderme un poco más sobre esta instructiva analogía.

Hablo ahora, en parte, por experiencia propia (yo participé entonces, en los primeros años de la década de los 30, en las controversias en torno a aquellos problemas). El error fundamental cometido por la Comintern y por el Partido Comunista Alemán fue el imaginar que Hitler llegaría a un acuerdo con los socialdemócratas y erigiría su Tercer Reich con su cooperación. El comportamiento de los socialdemócratas confería cierta verosimilitud a esa concepción errónea: los socialdemócratas se esforzaban por obstruir cualquier lucha contra el nazismo, e incluso en el último momento, cuando Hitler estaba ya en el poder, le ofrecieron su colaboración. Con todo, pese a ello, el factor decisivo en la situación, que los stalinistas pasaron por alto, era el antagonismo básico e irreconciliable entre los objetivos de los nazis y los de los social­demócratas, entre el tipo de régimen que Hitler se proponía establecer y la supervivencia de cualesquiera partidos de la clase obrera, ya fuera el socialdemócrata o el comunista.

En aquel entonces, Trotsky y algunos de nosotros sostuvimos que Hitler intentaba destruir todo el movimiento obrero, con sus dos sectores, el socialdemócrata y el comunista; y que esa amenaza a ambos sectores del movimiento obrero era y debía ser utilizada como la base objetiva de su acción conjunta contra Hitler. El partido comunista no quiso ver eso. Supuso una armonía de intereses básica entre el nazismo y el reformismo obrero, del mismo modo que los chinos suponen ahora una armonía básica entre el imperialismo norteamericano y el ”revisionismo soviético”. Los comunistas subestimaron, o más bien fueron absolutamente incapaces de advertir, la inevitabilidad de un choque, un choque mortal, entre el nazismo y el partido socialdemócrata; y, al denunciar a los socialdemócratas como el ”ala izquierda del fascismo”, rechazaron cualquier frente común con los dirigentes socialdemócratas.

Este rechazo le hizo el juego a Hitler y también a  aquellos socialdemócratas que realmente no querían un frente común con los comunistas. Si los comunistas hubiesen adoptado una política diferente y hubiesen ejercido presión sobre los socialdemócratas en favor de un frente común, éstos se habrían encontrado en una situación difícil; un buen número de sus militantes habría respondido al llamado comunista, y esto habría hecho mucho más efectiva la resistencia de los obreros al nazismo y tal vez habría impedido el triunfo de Hitler en 1933 y sus consecuencias.

Yo realmente creo que Mao Tse-tung tiene hoy, por decirlo así, su propia versión de la teoría del ”socialfascismo”, que le ha aplicado a Jruschov y a sus sucesores, tratándolos indiscriminada­mente como cómplices descarados del imperialismo norteamericano. Mao subestima el antago­nismo entre Moscú y Washington. Subestima la inevitabilidad del conflicto entre ellos. No me refiero aquí a un conflicto armado, sino al permanente y continuo conflicto social y político que puede desembocar o no en una lucha armada. Los maoístas pasan por alto el hecho de que la Unión Soviética tiene un interés vital en detener la agresión y la expansión del imperialismo norteamericano, no importa cuánto hayan tratado Jruschov o Kosyguin de apaciguar a Washington.

Los maoístas, por consiguiente, no ven ninguna base objetiva para cooperar con la URSS, y rechazan el frente unido en lugar de pugnar por él infatigablemente, día tras día; en lugar de recurrir a la opinión pública soviética, a las masas soviéticas y a los partidos comunistas de todo el mundo en favor del frente unido. Son los rusos quienes propugnan la acción conjunta; son ellos quienes postulan el frente unido. Podemos dudar de su sinceridad; pero los maoístas, al rechazar el frente unido, le hacen el juego al gobierno norteamericano y también a aquellos en Moscú que realmente no desean hacer nada en cuanto a Vietnam, no desean coordinar acciones con los chinos y no tienen interés en fomentar la lucha antimperialista y el fermento revolucionario en el mundo.

Los maoístas suministran a esas gentes una coartada política; y en lugar de responsabilizar por la división en el campo comunista a los dirigentes soviéticos, que son principalmente los culpables de esa división, se echan sobre sus propios hombros, innecesariamente, esa responsabilidad. Yo creo que los chinos están cometiendo un gran error, un error fatal, comparable al error que cometieron los stalinistas alemanes entre 1929 y 1933. Estos últimos disfrazaron con una fraseología ultrarradical una política de completa pasividad e inacción; de manera similar, creo yo, los chinos están disfrazando una política de inactividad, que tal vez no sea mucho mejor que la política soviética, por medio de una retórica ultrarrevolucionaria.

Bajo esta luz debemos interpretar los últimos acontecimientos en China, especialmente la sesión de agosto del Comité Central y la llamada revolución cultural. Parece ser que la política maoísta ultrarradical, el rechazo de cualquier frente unido con la Unión Soviética, ha causado en los últimos meses o años una considerable inquietud y crítica entre los dirigentes comunistas chinos; que hombres como Liu Shao-chi, quien fue hasta agosto el segundo de Mao y sigue siendo presidente de China, y tal vez incluso Chou En-lai, advirtieran que esta política ultrarradical estaba conduciendo al maoísmo y a China a un callejón sin salida. Evidentemente, ciertos sectores en Pekín han exigido que se haga un intento de restablecer contactos y reanudar negociaciones con Moscú, especialmente en lo tocante a Vietnam.

Por el momento, esas demandas han sido rechazadas. Mao Tse-tung se ha obstinado en su negativa a sostener cualquier conversación con los rusos o a dirigirles cualquier llamado. Esto explica la súbita degradación de Liu Shao-chi en la jerarquía del partido; Liu es todavía miembro del Politburó y del Comité Central, pero más o menos del mismo modo que Trotsky era miembro del Comité Central y del Politburó soviéticos en 1925 y 1926, cuando se hallaba ya en la oposición y ”en desgracia”.

Los críticos de Mao, por supuesto, han sido denunciados como revisionistas o como agentes de la restauración capitalista. Sin embargo, nada es menos probable que el que Liu Shao-chi sea un revisionista. Durante toda la controversia ruso-china, él se ha manifestado como un resuelto adversario de Jruschov y el jruschovismo, y ha sido un maoísta ortodoxo a lo largo de los muchos años durante los cuales ha sido uno de los dirigentes más notables del comunismo chino. Pero es posible criticar severamente las últimas tácticas de Mao desde una posición perfectamente maoísta ortodoxa. Es posible sostener que es necesario, en bien del maoísmo, precisamente en bien del maoísmo, intentar un nuevo acercamiento a los rusos y ejercer presión en favor de un frente unido contra Norteamérica. Esto, supongo yo, es lo que han venido diciendo los críticos de Mao; y si hombres como Liu Shao-chi y Chou En-lai figuran entre ellos, deben haber gozado de un apoyo considerable en el partido.

— ¿Qué significación atribuye usted a las últimas decisiones del Comité Central del Partido Comunista Chino y al movimiento de los Guardias Rojos, también en relación con la posición de Lin Piao en la jerarquía del partido?

— Los últimos acontecimientos en China han sido, en efecto, un enfrentamiento decisivo entre Mao Tse-tung y sus críticos. Entre estos últimos puede haber habido revisionistas también, gente que sintiera una simpatía vergonzante por el jruschovismo, pero indudablemente también hay antirrevisionistas alarmados por el viraje ultraizquierdista de Mao. La prensa china se refiere ahora abiertamente a la división del partido en una ”derecha”, una ”izquierda” y un ”centro”, aunque trata a la izquierda ”sólo como una variante del revisionismo derechista”. Es perfecta­mente posible clasificar estas divisiones de un modo algo diferente, considerar a Mao Tse-tung y a Lin Piao como una ultraizquierda, o en todo caso describir sus tácticas como ultraizquierdistas, y ver que se enfrentan a una amplia variedad de grupos. En todo caso, Mao Tse-tung ha decidido poner de rodillas a toda la oposición, no importa cuáles sean sus motivaciones ni qué matiz de opinión representen dentro del partido. El o Lin Piao han puesto en marcha la llamada revolución cultural a fin de ahogar cualquier debate intrapartidario sobre la estrategia y la táctica, sobre las relaciones con la Unión Soviética y sobre la actitud de China frente a la guerra de Vietnam. Apoyado por Mao, Lin Piao ha incitado a escolares y colegiales inmaduros contra la jerarquía del partido y contra los críticos que pertenecen al Comité Central. Por supuesto, Lin Piao no habría tenido la menor oportunidad de vencer en esta lucha si los estudiantes hubiesen sido su principal fuerza de ataque. El y Mao han utilizado también al ejército contra los viejos cuadros del partido. Lin Piao, que es mariscal y ministro de la Defensa, se ha convertido también en el segundo de Mao dentro del partido. Esto imparte a la situación un cierto matiz bonapartista. En la revista Pekín Informa y en los boletines de la Agencia China de Noticias se pueden leer muchas informaciones sobre los ataques efectuados por los estudiantes contra dirigentes del partido en diversas localidades, sobre asaltos a sedes locales del partido, etcétera. Algunos corresponsales extranjeros en Pekín han descrito estos choques con abundancia de evidencia circunstancial que, aun si la descartamos en parte, indica con todo una severa convulsión de toda la estructura del Partido Comunista Chino.

La conversión de China en algo semejante al régimen de Yenan, en un campamento guerrillero en escala nacional, tiene sus graves implicaciones económicas, sociales y políticas. Bajo tal régimen difícilmente es posible llevar adelante, o reanudar, la rápida industrialización y modernización de China. La descentralización que tal régimen implica tiende cuando menos a debilitar la planeación central, a obstruir la estandarización en la industria, a reducir la eficiencia, a hacer más lento el ritmo de crecimiento económico y a deprimir los niveles de vida. Cuando cada región administrativa, cada unidad económica y cada cuerpo de ejército tiene que ser autosuficiente, una distribución económicamente racional de los recursos se hace muy difícil o imposible. Tal política da lugar a la frustración, el descontento y la oposición. Difícilmente puede producir entusiasmo en la industria.

Característicamente, la ”revolución cultural” apenas ha buscado algún apoyo en la clase obrera. No sólo tuvo como fuerza principal a escolares y colegiales, sino que la clase obrera brilló por su ausencia. Lo mismo sucedió con los campesinos. En Pekín Informa se podían leer llamamientos a los obreros en el sentido de que no interfirieran con la revolución cultural. Repare usted en eso: no que participaran, sino que no interfirieran. En otras palabras, esta revolución supuestamente proletaria fue llevada a cabo — sin ninguna participación de la clase obrera—  por elementos que, aun siendo hijos de obreros, no pertenecen ya a la clase obrera sino que han ingresado en un estrato social diferente, a saber: la intelectualidad.

¿Cuál ha sido entonces el valor y el significado de esta revolución cultural en su propio campo, es decir, para la vida cultural de China? Si consideramos las cosas a primera vista, si leemos literal­mente los diversos llamamientos en favor de la revolución cultural, hallamos en ellos cosas que tienen por objeto apelar a ciertos sentimientos socialistas. Los Guardias Rojos son presentados como un movimiento espontáneo desde abajo, preferible a cualquier institucionalidad burocrática que funcione desde arriba. Los jóvenes son exhortados a rebelarse contra la autoridad establecida. Los Guardias Rojos han sido instados a elegir a sus dirigentes de acuerdo con las reglas establecidas por la Comuna de París, de tal suerte que cualquier dirigente pueda ser revocado o depuesto por los electores en cualquier momento. Estas evocaciones de una tradición marxista-leninista serían convincentes si al mismo tiempo tuviéramos noticia de algún debate en el país, de alguna discusión genuina, de algún auténtico intercambio de opiniones. Entonces este movimiento podría ser considerado como una manifestación de una nueva democracia desde abajo. En realidad, todo lo que se nos ha permitido escuchar son las denuncias de Mao y Lin Piao contra sus adversarios ”revisionistas”, de derecha o de izquierda; no oímos ninguna voz disidente; no se nos permite averiguar qué es lo que han venido diciendo los críticos de Mao o con qué razones se han venido oponiendo a él. En estas condiciones, la parafernalia democrática de los ”Guardias Rojos”, con la implícita evocación de los Guardias Rojos de la Revolución Rusa, debe desecharse como puro fingimiento. ¿Cómo puede hablarse de un genuino movimiento desde abajo mientras a la clase obrera china no se le permita considerar las cuestiones en debate mediante el conocimiento de los diferentes argumentos? Lamento tener que decir esto; yo hubiera preferido aplaudir a estos Guardias Rojos. Pero ellos han obrado en realidad — desgraciadamente no puedo hallar otra expresión más adecuada- como pandilleros, ahogando todo debate y amordazando toda crítica de la línea maoísta.

Esto ha conducido a un ataque y a una humillación sin sentido no sólo contra los cuadros del partido sino también contra la vieja intelectualidad revolucionaria. La mayoría de los intelec­tuales que ahora son tachados de burgueses decadentes y revisionistas son sabios, escritores y artistas vinculados con el comunismo chino durante veinte, treinta o cuarenta años — antes, durante y después de la revolución—  y que desde 1949 han tenido a su cargo la labor educativa entre las masas. Evidentemente, es en estos círculos donde la política maoísta ha tropezado con una resistencia considerable, y por eso Mao y/o Lin Piao han incitado y puesto en marcha un motín de estudiantes en escala nacional, contra la vieja intelectualidad comunista.

—  ¿Explica eso también la hostilidad frente a la cultura occidental en cuanto tal?

— Naturalmente, la vieja intelectualidad ha tenido vínculos relativamente estrechos con las tradiciones culturales occidentales, así como con sus propias tradiciones autóctonas. Para muchos de ellos, Shakespeare y Beethoven y las grandes figuras de la literatura francesa son parte de un estimable legado cultural. Desde la revolución, y aun desde antes, han cultivado a los grandes escritores rusos de los dos últimos siglos. Ahora vemos una reacción contra todo esto. En nombre del marxismo-leninismo, Shakespeare, Beethoven, Balzac son denunciados como especímenes de degeneración burguesa. Los grandes ”revolucionarios” que los denuncian no sospechan siquiera — ¿o sí lo sospechan? —  que Karl Marx admiró durante toda su vida a Balzac y Shakespeare, que Lenin amó a Beethoven y a Pushkin (¡el monumento a Pushkin, erigido en Shangai después de la revolución, ha sido mutilado! ). Incluso han llegado a denunciar a Chernichevski y a Herzen también como productos de una cultura burguesa degenerada, ignorando que Chernichevski ejerció una decisiva influencia formativa en el pensamiento de Lenin, y que tanto Chernichevski como Herzen fueron los fundadores y los portavoces más brillantes del movimiento revolucionario ruso en el siglo diecinueve.

Todo esto demuestra que la ”revolución cultural” sólo ha sido negativa, que no ha tenido ningún contenido positivo. La prensa soviética, por cierto, la ha comparado con la llamada Proletkult, el ”movimiento” en favor de una cultura proletaria que se desarrolló en la Unión Soviética poco después de la revolución. Pravda incluso describió a Trotsky como inspirador de la Proletkult, lo cual, es de suponerse, bastaría para desprestigiar tanto a la Proletkult rusa como a su supuesto equivalente chino. Ahora bien, esto es una falsificación por partida doble. Por una parte, la Proletkult fue un asunto apacible y civilizado en comparación con la ”revolución cultural” en China; y, por otra parte, Trotsky no fue su inspirador sino su adversario. Dedicó una buena parte de su libro Literatura y revolución a refutar la ”cultura proletaria”, y en ello coincidió con Lenin.

Es cierto que Trotsky defendió el derecho de los escritores y artistas de la Proletkult a expresarse; se opuso a que los reprimieran, pero criticó severamente su idea de que era posible fomentar y crear una cultura, una literatura o un arte proletarios. Pravda y otros periódicos soviéticos podían haber hallado una mejor analogía comparando la ”revolución cultural” china con lo que sucedió en Rusia durante los últimos años de la era de Stalin, cuando Zhdánov emprendió la denuncia de la cultura occidental, cuando las obras de Einstein, Freud, Mendel y muchos otros científicos y pensadores occidentales fueron prohibidas en las universidades rusas, cuando el ”cosmopolitismo desarraigado” fue objeto de denuncia, cuando todo lo ruso fue glorificado, cuando se nos dijo que casi toda invención y descubrimiento importantes se habían originado en Rusia y que el occidente sólo había plagiado los productos del genio ruso. ¡Esta es la verdadera analogía! Y la analogía se extiende a los contextos y los antecedentes de las dos campañas. En Rusia, estos estallidos de antioccidentalismo ”cultural” estuvieron relacionados, en los últimos años de Stalin, con la guerra fría y la guerra de Corea; fueron parte del intento de Stalin de aislar a Rusia tan herméticamente como fuera posible de cualesquiera influencias occidentales y de apuntalar la confianza de Rusia en sí misma.

Esto es exactamente lo que Mao Tse-tung desea ahora lograr en China: quiere aislar a China más herméticamente que nunca de cualquier influencia exterior, apuntalar la moral y el orgullo chinos, glorificar el aislamiento de China respecto del mundo, y, al mismo tiempo, compensar la sensación de aislamiento de los chinos. Todo esto puede verse como parte de la preparación de la moral nacional para una emergencia bélica.

Una de las consecuencias de esta conmoción es un desplazamiento social conducente al reemplazo de los viejos cuadros de la intelectualidad por nuevos cuadros que son muy jóvenes, inmaduros y lo suficientemente faltos de sentido crítico como para aceptar el maoísmo en su versión más reciente. Algunos de tales cambios, a través de los cuales las viejas generaciones de la intelectualidad dan paso a los jóvenes, pueden ser progresistas y pueden ocurrir en cualquier revolución; pero cuando se efectúan tan brutal y demagógicamente como se están efectuando ahora en China y como se efectuaron en la Rusia stalinista, empobrecen a la nación intelectual y espiritualmente, dejan una inmensa laguna cultural entre las generaciones, una laguna que Rusia está sintiendo hasta hoy. Estoy convencido de que así como la Rusia posestalinista ha reconocido el gran daño que se le ha hecho en esta forma a la nación y a su vida cultural, también la China posmaoísta lo reconocerá algún día... aunque tal vez demasiado tarde.

— Parece que existe aquí una contradicción en relación con la experiencia soviética. Generalmente se acepta que cuando Stalin puso en práctica las medidas extremas de stalinización y todo lo que ellas implicaron, lo hizo en beneficio de los estratos privilegiados de la sociedad soviética, o de la burocracia, corno la llamó Trotsky. En China, sin embargo, todavía queda por demostrar que existe algún desarrollo de una burocracia, de una casta materialmente beneficiada en un sentido inmediato. Podría decirse que se ha preparado el terreno para tal desarrollo, pero nadie acusaría a los dirigentes chinos de constituir un estrato privilegiado, extremadamente burocrático, corno lo fue la burocracia soviética.

— Eso es correcto, y yo mismo he señalado esa diferencia en algunas ocasiones. No creo que la burocracia esté tan formada en China como lo está en Rusia, de modo que constituya un estrato social privilegiado en forma masiva. El actual movimiento está causando nuevos transtornos en las filas de la burocracia, y nos impide aún más hablar de alguna posición privilegiada de los grupos administrativos en China. La revolución cultural conduce al derrocamiento no sólo de los viejos cuadros educativos, sino también de los elementos técnicos y administrativos en la industria. Por otra parte, resulta difícil ver cómo un país tan subdesarrollado y tan pobre como China podría practicar cualquier tipo de igualitarismo socialista auténtico. Eso también es imposible. Las desigualdades sociales en la sociedad china tienen necesariamente que ser bastante grandes, pero parecen ser fluidas; no se les permite cristalizar en divisiones sociales definitivas.

Pues bien, yo no considero la actual política china como una manifestación de alguna lucha burocrática especial por privilegios. No he dicho eso de ninguna manera. Explico los aconte­cimientos en términos políticos más bien que socioeconómicos; es decir, como una reacción, enfermiza en parte, contra el aislamiento de China por el imperialismo norteamericano, de una parte, y de la Unión Soviética de otra. Estoy convencido de que, aun por lo que se refiere a Rusia, muy a menudo la explicación de las acciones de Stalin no hay que buscarla en los intereses de la burocracia, porque Stalin actuó con mucha frecuencia contra los intereses de su burocracia misma: ¡envió hordas de burócratas rusos a los campos de concentración! No creo, por consiguiente, que las líneas políticas de Stalin puedan explicarse siempre en razón d su papel como jefe y portavoz de una burocracia privilegiada. En muchas ocasiones actuó guiado por el interés más estrecho de su autocracia, de su régimen personal; y veces actuó en provecho de un interés nacional m amplio. Menos aún podemos considerar a Mao como adalid del privilegio burocrático, especialmente del privilegio económico. Por otra parte, aun cuando no existe en China una burocracia privilegiada en forma fija y cristalizada, sí existe un considerable privilegio político, el privilegio eminente bajo el cual sólo los hombres del grupo gobernante pueden expresar sus opiniones y tomar decisiones políticas. Esto, indudablemente, es un privilegio. Aun así, hasta ayer un hombre como Liu Shao-chi y sus partidarios gozaban de ese privilegio, y ahora han sido despojados del mismo. Las cosas, en este punto, no parecen encajar en ninguna fórmula socioeconómica claramente definida. Yo sé que para un marxista siempre existe la tentación de encontrar la fórmula sociológica que encaje en la situación; pero muy a menudo tenemos que analizar fenómenos y acontecimientos en términos políticos porque la política tiene su propia dialéctica interna que no está vinculada inmediatamente con los fenómenos socioeconómicos.

Si usted estudió El dieciocho Brumario de Marx o sus otros escritos ”menores”, advertirá cuán frecuentemente tuvo que hacer esto, cuán frecuentemente examina la política en términos políticos más bien que socioeconómicos, aunque en última instancia siempre tenemos que referirnos a la estructura socioeconómica dentro de la cual los procesos políticos despliegan su dialéctica. En el actual ”movimiento” en China se pone mucho énfasis en las consignas igualitarias; pero esto no hace que el ”movimiento” sea políticamente más progresista: el igualitarismo no basta en una ”revolución cultural”. Cuando ellos arrojan a Shakespeare y a Beethoven al basurero, se imaginan que están obrando con un espíritu ”igualitario”; pero esto es reaccionario, no progresista.

— Volviendo a la crisis política, ¿cuáles son las perspectivas a largo plazo? ¿Y cómo afecta la situación china al movimiento obrero y al comunismo fuera de China?

— La crisis actual está relacionada también, probablemente, con una lucha por la sucesión de Mao Tse-tung. En este aspecto los acontecimientos también parecen análogos a lo que sucedió en Rusia durante los últimos años de Stalin. Por el momento, parecería que Lin Piao tiene asegurada la sucesión. Es el jefe de las fuerzas armadas, héroe de los Guardias Rojos y, con la ayuda de las fuerzas armadas, está adueñándose del aparato del partido. Pero, ¿habrá de ser él — el heredero aparente — el sucesor de Mao? Y si lo fuere, ¿continuará la actual política maoísta? Estas son preguntas que, por supuesto, es preciso dejar en suspenso.

En cualquier régimen autocrático el factor de la personalidad, de la personalidad del líder, desempeña un gran papel; y la política se ve afectada, en cierta medida, por ”accidentes biológicos” tales como la longevidad que un dictador alcance o deje de alcanzar. Pero en el momento en que Mao desaparezca, su sucesor bien podría intentar un nuevo comienzo; especialmente podría tratar de revivir la alianza ruso-china. Mientras tanto, también en la Unión Soviética podrían ocurrir cambios. No debemos pensar que la situación es estática y permanecerá congelada por quién sabe cuántos años. Es probable que ocurran evoluciones dinámicas tanto en la Unión Soviética como en China. Lo que ha sucedido en Pekín este verano tal vez haya resuelto la lucha por el poder y la línea política sólo a corto plazo; a la larga, las cosas bien podrían volver a hacerse fluidas, y el sucesor o los sucesores de Mao podrían tratar de restablecer un frente común con los rusos. Esto es sólo una hipótesis, no un vaticinio.

Podría suceder también que el movimiento juvenil chino, que ahora ha sido lanzado a las calles para asaltar a la vieja jerarquía del partido y a la vieja intelectualidad, desplegara su propia dinámica. Actualmente a los escolares y estudiantes se les dice que no obstruyan la producción, que no desorganicen las labores de la industria y la agricultura, y con mucho redoble de tambores son sacados de las grandes ciudades; una fase del movimiento toca evidentemente a su fin. Nos enteramos de que el ejército está nombrando comandantes y comisarios políticos para que se hagan cargo de los Guardias Rojos, de que está tratando de poner el movimiento, que puede ser una especie de Frankenstein, bajo sus órdenes. La nueva generación, a la que se le ha dado ahora acceso al escenario político, podría desarrollar gradualmente sus propias ambiciones y aspiraciones políticas.

A la larga, también es improbable que una gran nación como es la de los chinos se resigne al actual ritmo, más bien moroso, de su desarrollo económico. Ha habido tres o cuatro muy buenas cosechas en China, y esto ha mejorado la situación ecónomica. Se ha puesto en marcha un nuevo plan quinquenal, después de un intervalo durante el cual no hubo planes quinquenales ni planes industriales generales. Pero los objetivos del nuevo plan no han sido divulgados. No son tan impresionantes como para hacerles mucha publicidad. Aislada China del mundo exterior y de Rusia, su desarrollo sufre un gran retraso; y es de dudar que la joven generación se resigne a ello.

Tampoco parece probable que la apoteosis casi mística del maoísmo, que la glorificación de cada ademán y cada palabra de Mao, glorificación que raya en el mismo absurdo que el culto a Stalin en Rusia en 1950, pueda sobrevivir a Mao. Aun ahora debe haber cierta reacción de rechazo al culto a Mao, el gran nadador, el gran filósofo, el gran hombre de ciencia (que ayuda a vender más melones) y tiene una respuesta para cualquier pregunta); y no creo que China, después de la muerte de Mao, quiera seguir viviendo con esta imagen sagrada de él, aun cuando Mao conservará indudablemente su lugar en la historia revolucionaria de China como el gran comandante del ejército guerrillero que hizo la revolución. A este respecto, Mao no es exactamente lo que fue Stalin; más bien es como una combinación de Lenin y Stalin. Pero mientras más viejo se hace, más se parece a Stalin y menos se asemeja a Lenin.

Tales comparaciones, por supuesto, tienen un valor limitado. Al decir que Mao es medio Lenin y medio Stalin, lo que me propongo es hacer una distinción entre Mao el gran jefe revolucionario y Mao el déspota endiosado. Es este último, el elemento Stalin que hay en él, el que ahora ha ganado primacía. Yo creo que la nueva intelectualidad china reaccionará contra esto del mismo modo que ha reaccionado la vieja intelectualidad. En otras palabras, creo en el progreso de China y no considero que la actual fase, con todo lo deplorable que es, sea en modo alguno definitiva. Y creo también que tarde o temprano la lógica objetiva de su situación llevarán a la URSS y a China a formar un frente común.

Tal vez deba explicar que cuando hablo de la necesidad de un frente común, no quiero decir que los chinos y los rusos tengan necesariamente que zanjar sus diferencias ”ideológicas”. Por el contrario, tales diferencias deben expresarse y discutirse abiertamente en el movimiento comunista internacional. Todo movimiento vivo tiene sus contradicciones y diferencias internas, cuya supresión sólo puede redundar en su propio perjuicio. En cierto modo, este conflicto sectario-fanático entre el maoísmo y el jruschovismo (y el posjruschovismo) es el precio que los partidos comunistas de los dos países están pagando ahora por las décadas de monolitismo stalinista.

Después de la quiebra del ”monolito”, la gente que ha sido conformada por éste resulta incapaz de discutir sus diferencias de una manera racional. Son personas que no han discutido, argumentado, debatido y ni siquiera pensado con su propia cabeza durante tantos años y décadas, que cuando sus diferencias se hacen públicas adquieren las formas más obsesivas y demenciales. La situación sería irremediable para los partidos comunistas si éstos no lograran aprender al fin el lenguaje de la discusión y el debate racionales, y si no aprendieran a coordinar la acción conjunta a pesar de las diferencias de opinión. Nosotros, los comunistas y los socialistas del occidente, no debemos considerar que nuestra tarea consiste en identificarnos con los rusos o con los chinos, pues es claro que las actuales actitudes de unos y otros no pueden ser las indicadas para alguien que se haya formado en una escuela de pensamiento marxista y esté comprometido a luchar por los intereses del socialismo en los países capitalistas avanzados. Nuestro deber consiste en mantener una actitud independiente.

Debemos criticar el oportunismo soviético y la traición soviética a China; y también debemos tratar, hasta donde podamos, de disuadir a los chinos de sus actuales ideas fijas ultrarradicales e irracionales. Debemos recordarles tanto a los rusos como a los chinos su obligación de actuar en forma conjunta contra el peligro de una guerra mundial, contra la agresión norteamericana en Vietnam y en favor del socialismo en el mundo.

— ¿No encuentra usted nada de positivo y progresista en la actual revolución cultural en China?

— Es preciso aclarar el término ”revolución cultural”. Uno puede usar el término en un sentido metafórico para indicar el ascenso cultural de personas anteriormente oprimidas e iletradas, un ascenso cultural que debe desarrollarse a lo largo de muchos, muchos años y décadas. Cuando se enseña a millones, o a decenas de millones de campesinos analfabetos a leer y escribir y se les continúa impartiendo una educación, uno puede hablar, en un sentido amplio, de algo como una revolución cultural que abarca los lapsos vitales de dos o tres generaciones. Pero hablar de una revolución cultural como de un solo acto, es absurdo. ¿Qué es una revolución? La definición clásica es el traspaso del poder de una clase a otra. Se puede hacer una revolución social y una revolución política. Se hace una revolución social cuando una clase se apodera de la propiedad de otra y la nacionaliza. Se hace una revolución política cuando una clase le quita el poder político a otra clase; en ese caso la revolución se hace en un solo acto o en un plazo muy breve. Una revolución social es ya algo más que un solo acto. Una revolución política puede ser un levantamiento armado que derroque a un gobierno e instaure en el mando a los representantes de un movimiento revolucionario.

Pero, ¿cómo se puede hacer una revolución cultural en un solo acto? ¿Se pueden traspasar de un golpe los conocimientos y las habilidades acumuladas en la cabeza de una clase a la cabeza de otra? Los revolucionarios que lograran hacer tal cosa realizarían, en efecto, una hazaña con la que no han soñado los filósofos, incluidos los filósofos del marxismo. Es posible, por supuesto, matar, o reducir al silencio, o recluir en campos de concentración a toda una generación de intelectuales, y en esa forma privar a la sociedad de un cierto caudal de conocimientos, hábitos y habilidades civilizadas que se han acumulado a lo largo de varias generaciones, pero eso no convertirá a los destructores de la vieja intelectualidad en poseedores de los conocimientos, las habilidades y las artes que han aniquilado.

Lenin, por consiguiente, no habló de ”revolución cultural”, sino del legado cultural que el Partido Bolchevique y el gobierno revolucionario estaban obligados a preservar y desarrollar. Trotsky planteó el problema de emplear a los especialistas en este contexto. Lo planteó no sólo en relación con los especialistas militares empleados en el ejército, sino también en relación con los especialistas empleados en la economía y en la educación; vio esto como parte de un gran esfuerzo por hacer accesible el legado cultural del pasado a una nueva clase revolucionaria y al régimen revolucionario. No ”revolución cultural”, sino la posesión del legado cultural; ésta fue la idea orientadora en tiempos de Lenin.

Los bolcheviques, desde luego, no sólo se atenían al legado cultural de la burguesía y de las clases feudales; se esforzaban al máximo por llevar la educación a las masas de obreros y campesinos rusos. Sólo así podía hacerse accesible el legado cultural a las clases sociales en ascenso; y Lenin y Trotsky y sus seguidores aceptaron el legado cultural con actitud crítica, con discriminación marxista, absorbiendo lo que era vital en ese legado y superando sus elementos obsolescentes. Y lo vital era, y sigue siendo porque en la ciencia y en las artes las antiguas clases dominantes se habían trascendido, en cierto sentido, a si mismas y a sus limitaciones.

Podemos considerar a Shakespeare como un representante del sueño burgués, como el representante de lo que en su tiempo era una sensibilidad individualista burguesa esencialmente nueva. Pero en Shakespeare esta sensibilidad burguesa trascendió sus propias limitaciones y se elevó por encima de sí misma, por decirlo así, para crear valores artísticos perdurables que conservan su fuerza al cabo de tantos cambios de gobiernos, regímenes y sistemas sociales. De manera similar, podemos decir que el teatro griego antiguo representó un tipo de sensibilidad y un modo de pensar arraigados en una sociedad que se fundaba en la esclavitud; pero Sófocles, Eurípides y Esquilo trascendieron artísticamente esas limitaciones y crearon valores perdurables, que ninguna ”revolución cultural” está llamada a destruir. (Mis lectores italianos recordarán, por supuesto, el desprecio con que un Marinetti y otros futuristas trataron una vez a Dante, Petrarca y los maestros del Renacimiento.)

Sólo los salvajes, o los ultrarradicales pequeñoburgueses e ignaros, o los arribistas burocráticos pueden hacer hogueras con las obras de los grandes pensadores y artistas del pasado. Los maoístas, que lo hacen en nombre del marxismo y del leninismo, están cometiendo un harakiri moral. Y están perjudicando el interés revolucionario de China, ¡perjudicándolo vergonzosa e ignominiosamente! ¡Nosotros debemos defender la causa revolucionaria de China, a pesar de ellos e incluso contra ellos!

20 de septiembre de 1966