Andrés Nin

La acción directa del proletariado y la revolución española


Escrito: Julio de 1936.
Primera vez publicado: La Nueva Era. julio de 1936. número 6.
Digitalización: Martin Fahlgren, 2013.
Esta edición: Marxists Internet Archive, marzo de 2013.



Los grandes movimientos huelguísticos que se han desarrollado durante estas últimas semanas, y que persisten con mayor o menor intensidad, plantean, por su profundidad y extensión, así como por sus rasgos característicos, una serie de problemas que es necesario examinar. Por hoy, nos limitaremos a unas breves consideraciones generales, dejando para más adelante el examen de eses problemas.

Tanto en España como en Francia, el movimiento huelguístico, acompañado, en este segundo país, de la ocupación de las fábricas, ha estallado inmediatamente después de la victoria electoral del Frente Popular.

La primera reacción, por parte de los líderes obreros del Frente Popular, ha sido la sorpresa, y, por parte de los líderes republicanos, la indignación. La sorpresa de los primeros ha sido originada por el carácter espontáneo del movimiento: en la mayoría de los casos — en Francia en la totalidad — los obreros se han lanzado a la lucha por encima de sus organizaciones tradicionales. La indignación de los segundos obedece a causas muy distintas. Esos buenos señores acusan a los obreros de ingratitud e impaciencia injustificada. ”¡Cómo! — dicen con la mayor seriedad del mundo —. Cuando hay en el país una situación política reaccionaria, no planteáis conflictos. En cambio, cuando al gobierno reaccionario sucede un gobierno popular, animado de las mejores intenciones respecto a la clase trabajadora, promovéis conflicto tras conflicto creando al poder una situación difícil. No os impacientéis, confiad en nosotros y colaborad, desde la calle, a nuestra obra de consolidación del régimen. Lo contrario, es una ingratitud manifiesta para aquellos cuyo amor al pueblo es inequívoco. Por otra parte, el planteamiento constante de conflictos, con el estado de inquietud y agitación consiguiente, abona el terreno para el fascismo, contra el cual estamos dispuestos a luchar por todos los medios legales. No os mováis, pues, del terreno de la legalidad republicana, en cuyo marco hallarán satisfacción todas las justas demandas del proletariado”.

Analicemos someramente el valor de estos argumentos.

La victoria de la reacción es siempre una consecuencia directa de la derrota de la clase obrera. Nada tiene de particular, por lo tanto, que ésta, desmoralizada y desorganizada, se mantenga durante cierto tiempo en una actitud relativamente pasiva, que no excluye, sin embargo, las explosiones aisladas. No es que el proletariado atenúe su acción combativa porque ocupan el poder las fuerzas reaccionarias, sino que las fuerzas reaccionarias ocupan el poder a consecuencia de un debilitamiento momentáneo de la potencia proletaria. Y cuando la clase trabajadora abandona su pasividad temporal y recobra la confianza en sí misma, las fuerzas reaccionarias se tambalean. A menudo — como ocurrió en nuestro país en octubre de 1934 — si la ofensiva proletaria no consigue, por las razones que sean, abatir al capitalismo, logra, como un producto accesorio de la lucha revolucionaria, barrer la situación reaccionaria, para ceder el paso a un régimen democrático burgués. En el caso concreto de España, podemos afirmar que si los republicanos de izquierda ocupan el poder, lo deben exclusivamente al heroico sacrificio de la clase trabajadora y, en primer lugar, de los mineros asturianos. Lógico es, por consiguiente, que los obreros, gracias a cuya acción la política del país ha tomado un nuevo rumbo, aspiren a sacar el mayor provecho posible de la situación que tan poderosamente han contribuido a crear, con tanto mayor motivo cuanto que la necesidad de elevar el nivel de vida de la clase trabajadora y reparar las injusticias de que fue víctima durante el llamado ”bienio negro”, es a todas luces evidente.

Pero, además, el movimiento huelguístico no sólo cumple esta misión reparadora, sino también la de constituir un acicate para la revolución. Es aquí precisamente donde aparece con mayor relieve la profunda contradicción existente entre la política del Frente Popular y la política revolucionaria. Mientras para los demócratas burgueses y pequeñoburgueses, y para los comunistas republicanos, el gobierno actual es un gobierno popular ”antifascista”, por encima de las clases, a cuya consolidación hay que contribuir desde el Parlamento y desde la calle, para los marxistas revolucionarios dicho gobierno es burgués por su contenido de clase y por su política, por cuanto aspira a lo sumo a reformar el sistema capitalista, no a destruirlo. Por consiguiente, el proletariado no puede, sin traicionar sus intereses de clase, que coinciden, en esta hora histó rica, con los intereses generales del país, frenar su acción combativa y contribuir a consolidar un régimen que, a fin de cuentas, está basado en la propiedad privada y en la esclavitud del asalariado. Si la clase obrera prestara atención a los cantos de sirena que la invitan al desarme en un momento en que es más necesario que nunca estar armado de todas armas, ayudaría directamente a la burguesía a reforzar su sistema de explotación, a sentar las bases de un potente mecanismo estatal de coacción de etiqueta democrática y a preparar, gracias al inevitable desencanto de las masas populares, el advenimiento de una dictadura de tipo fascista.

Para la burguesía democrática, la revolución ha terminado. Para la clase obrera, se halla en una de sus etapas de desarrollo. Para la primera, pues, toda acción encaminada a impulsar el proceso revolucionario debe ser resueltamente reprimida. Para la segunda, acelerar ese proceso, imprimirle un ritmo vigoroso constituye un deber ineludible. Para la primera, el ideal del movimiento es parar la rueda de la historia; para la segunda, impulsarla con redoblado vigor. La única garantía del avance progresivo del proceso revolucionario es la tensión combativa de las masas trabajadoras. ¿Qué hubiera sido de la revolución, qué hubiera sido de la república misma sin la acción del proletariado? ¿Estarían en el poder los gobernantes actuales sin el glorioso movimiento de Octubre que, ¡oh paradoja!, condenaron con rotunda unanimidad? Cada retroceso de la reacción, cada avance de la revolución ha sido un resultado directo de la iniciativa, de la acción extralegal del proletariado. Aun en el caso de que esta acción no tuviera otras consecuencias que preservar las conquistas democráticas contra los ataques reaccionarios, contenerla, frenarla, sería un verdadero crimen. Fue por esa acción como los presos de octubre salieron a la calle, obligando al gobierno a sancionar de derecho lo que los trabajadores habían conquistado ya de hecho; fue la clase obrera de Madrid la que con su magnífica huelga general del 17 de abril, declarada contra la voluntad de socialistas y comunistas republicanos, asestó el único golpe serio a los señoritos fascistas; han sido los campesinos los que, cansados de esperar, se han apresurado a ocupar las tierras por su cuenta y riesgo, los que han obligado a acelerar la realización de la reforma agraria, y podríamos multiplicar los ejemplos.

Y que no se nos diga que, con esos movimientos ”anárquicos”, las masas trabajadoras hacen el juego al fascismo. ¡Como si el fascismo obrara por razones de orden moral y no se atreviera a atacar cuando la clase obrera se mantiene quietecita, cándidamente confiada en las instituciones de la democracia burguesa! ¡Como si el fascismo, en vez de ser un producto directo del capitalismo en su etapa actual de descomposición, fuera simplemente el resultado de la mala voluntad de tal o cual aventurero ambicioso!

La burguesía recurre al fascismo porque el régimen parlamentario y democrático no le permite resolver las contradicciones internas en que se debate el sistema capitalista. Los regímenes democráticos pueden ser únicamente temporales, transitorios. La lucha está planteada crudamente entre las dos clases fundamentales de la sociedad: la burguesía y el proletariado. O el proletariado conquista el poder y emprende el camino de la organización socialista o el mundo se hundirá en la barbarie. De aquí que la política del Frente Popular, al presentar el problema como una lucha entre la democracia burguesa y el fascismo, siembre funestas ilusiones entre las masas trabajadoras y las desvíe del cumplimiento de su misión histórica, preparando, por ello mismo, la victoria del fascismo. En la literatura oficial de la Internacional ex comunista y de sus secciones, los términos clásicos, lucha de clases”, ”proletariado”, son sistemáticamente sustituidos por los de ”lucha antifascista” y ”antifascistas”. La cosa no tendría mayor importancia si no se tratara más que de una simple sustitución terminológica. Lo grave es que asistimos a una monstruosa deformación de la doctrina del marxismo. No hay más lucha antifascista que la lucha revolucionaria de la clase obrera por la conquista del poder. La clase obrera puede aliarse con los sectores pequeñoburgueses de la población, y muy particularmente con los campesinos, pero no para mantener en ellos la ilusión de una lucha eficaz contra el fascismo por medio de la democracia burguesa, sino para convencerles de que la situación no tiene más salida que la revolución proletaria, que es el único antifascismo eficaz.

Si partimos de esta consideración fundamental, en ningún modo se puede admitir la posibilidad de que el proletariado renuncie a su lucha directa, a los grandes movimientos huelguísticos u otros, para contribuir a la consolidación del régimen burgués, cualesquiera que sean sus características exteriores. Su misión esencial, su deber ineludible, consiste precisamente en acentuar esa lucha, en dar cada vez mayor empuje, extensión y profundidad a su acción de clase, en hostigar constante e incansablemente a la burguesía, en no confiar más que en sus propias fuerzas, en crear, desde ahora, los instrumentos adecuados para la insurrección y el ejercicio del poder — Alianza Obrera, partido revolucionario —, y en impulsar vigorosa y decididamente el movimiento hacia la revolución social.