J. J. Morales Hernández

Memorias de un guerrillero

 

CAPITULO V

La vida en prisión

 

Después de las confesiones arrancadas por los torturadores, fuimos trasladados a la prisión de Oblatos donde me recibieron los compañeros que ya estaban presos, entre otros El Tenebras, Alfredo Delgado Parga El Pocho, que había sido detenido afuera del templo del expiatorio: quería ver la novedad de que a las doce de la noche salían los doce apóstoles en el reloj que se encuentra en la parte superior del templo, pero El Pocho con una ametralladora Thomson calibre 45 empezó a jugar tiro al blanco con ellos destruyéndolos a balazos. El cardenal se mostró muy enojado, ya que les habían salido muy caros, pues creo que los habían traído de Francia, y ahora tendrían que poner unos de Tonalá. Por esta irreverente acción lo detuvieron elementos de la FEG, llevándoselo secuestrado a una casa de Carlos Ramírez. Nos dijeron que lo habían asesinado, incluso fue una persona a verificar al anfiteatro, y cuando regresó nos confirmo que si era Alfredo el que estaba en la plancha y que lo habían abierto por mitad atándole un pie a cada carro, destazándolo. No podíamos creer que lo habían matado de esta manera, pero de inmediato tomamos la decisión de tomar venganza y ajustarle cuentas al que nos encontráramos en la calle de los ya conocidos viejos enemigos, dividiéndonos en grupos de cuatro o cinco para recorrer la ciudad. Le tocó al grupo que encabezaba Manuel Molina Salazar El Cabezón localizar a uno de los principales enemigos y elemento fundamental en la organización de la FEG. Era nada más ni nada menos que Hermenegildo Romo García El Gorilón quien anteriormente había sido maestro en la escuela del mismo Manuel y por azar del destino le tocó ser de los ajusticiados a manos de su ex alumno. Caso lamentable, ya que Alfredo estaba vivo y para perdonarle la vida sólo le pidieron que aceptara firmar una carta en la cual señalaban a los Zuno como los que aportaban las armas, cosa que Alfredo firmó con mucho gusto aunque esto era falso y lo mandaron a la Procuraduría para ser consignado ante el juez. De igual forma Manuel también fue detenido el día 18 de marzo de 1971 por el homicidio de Hermenegildo a la edad de 21 años. Fue un doble golpe. Alfredo estaba vivo aunque consignado y Manuel había ajusticiado a uno de nuestros enemigos. Razón por la cual Manuel era también uno de los que me estaban esperando junto con José Natividad Villela Vargas y otros más. Fueron y me trajeron al doctor Ramiro Vázquez Gutiérrez, que era el medico de la prisión y me parece que ya Enrique Guillermo Pérez Mora El Tenebras con su simpatía y ganas de luchar había conquistado la simpatía del doctor con los argumentos de la justeza de la lucha. Ramiro posteriormente fue reclutado y se convirtió en el médico de la Liga Comunista 23 de Septiembre. El papel que él desempeñó en prisión cuando lo conocimos fue fundamental para nosotros los presos políticos y para nuestras familias de las cuales siempre estuvo al pendiente. Siempre trató de protegernos, y a través de él nunca se perdió el contacto con los compañeros del exterior. Finalmente como un elemento más de la LC23Sep cayó preso atendiendo las clínicas clandestinas.

Venció el término constitucional para que el juez decidiera si salíamos libres o quedábamos presos. El plan salió tal como lo había planeado El Wences. Él y yo estábamos cargados de delitos, teniendo yo procesos en todos los juzgados. El juez decretó la formal prisión para nosotros, y para Antonio García Mendoza y Rafael El Chino la libertad. Cuando nos despedimos y se abrió la puerta que los dejaba nuevamente libres, nos abrazamos y Rafael lloró diciéndome:

—¡Te juro que no te vas a quedar aquí!

Era un fuerte compromiso con la lucha, rescatarme. Lo último que supe de Rafael fue que participó en un doble asalto bancario en Monterrey y junto con otros compañeros guerrilleros del norte con los que se había enlazado, cayó abatido. Todos estos compañeros que cayeron conmigo, caerían uno a uno de manera heroica en distintas zonas del país. Wenceslao en la sierra de Chihuahua, tratando de levantar el movimiento armado, Rafael El Chino en Monterrey, Antonio García en Guadalajara. Con Enrique Pérez Mora, aunque no habíamos caído juntos, ahora nos reencontrábamos en prisión y hasta en la misma celda.

Enrique me llevó al medico para que revisara mi estado físico ya que había llegado en condiciones deplorables y me había tragado el papel con el recado. El médico Ramiro Vázquez me dio un lavado de estómago y medicamento y quedé recluido en la Crujía A 11 de procesados, junto con Enrique Guillermo Pérez Mora El Tenebras, Wenceslao Martínez Ochoa y Antonio Esqueda Villaseñor, quien también sería asesinado. Posteriormente Enrique se convertiría por méritos propios y por su gran capacidad político-militar en comandante responsable de Jalisco y pieza fundamental de La Liga Comunista 23 de Septiembre, ya que como decía Lenin: En la guerra no hay elecciones, los combatientes nombran a sus dirigentes en el combate. Es la forma más democrática de elegir. Así fue como se ganaría Enrique su grado.

—¿ya sabes quien está aquí preso?— me preguntó El Tenebras.

—No— le contesté.

—¡Pues el comandante de la judicial, Daniel Rodríguez Espinosa El Birote, que te traía en friega!

—¿Cómo que aquí está?— le pregunté, sorprendido—. Llévame con él.

Cuando llegamos a su celda, estaba sentado en la entrada en una sillita. Cuando me vio, se le fue el color y le dije:

—¿Qué pasó, mi comandante? ¿Para qué me quería? Usted me estaba buscando mucho afuera.

Y me contestó:

—No, yo no, es que a uno lo mandan.

—Bueno, ¡pues aquí el que manda soy yo! ¿Te parece?

Y le solté un cachetadón por media cara.

—¡Desde hoy estas juzgado y sentenciado— le eché en plena cara—, diario me vas a pagar mi choco milk y mi pan!

Y le puse otro cachetadón, diciéndole:

—¿Estás de acuerdo?

—Si— me respondió temeroso.

Y nos retiramos. Yo iba muy satisfecho ya que tuve la oportunidad de someter a un verdugo y de asegurar mi desayuno, porque la comida que mi esposa me llevaba a medio día, como la compartía con todos mis compañeros apenas y alcanzaba a comerme un taco o dos y en la noche apartábamos atole de masa que nos daban a todos los presos y así teníamos la cena asegurada. Aún y cuando habíamos realizado ya algunas expropiaciones no teníamos dinero en lo particular, porque los recursos eran dineros sagrados para el movimiento revolucionario.

En prisión le dedicamos las veinticuatro horas del día a la lectura y al fortalecimiento de la moral revolucionaria, ya que la primer consigna que nosotros mismos nos imponíamos era ser consecuentes con la propuesta de lucha y planteábamos la sentencia de que la prisión debía “ser tumba de claudicantes o cuna de guerrilleros”.

 


Antigua Penal de oblatos, donde fuimos recluidos compañeros guerrilleros, fue demolida.

 

El doctor Ramiro Vázquez, por la influencia que tenía por ser medico de la penal y por su simpatía con nosotros, me hizo responsable del deporte en la prisión. Para entrar a hacer deporte al campo de fútbol tenían que autorizar una lista que previamente yo elaboraba y me la firmaba el doctor, pues en la lista que yo elaboraba ponía a todos los guerrilleros para que estuviéramos en forma, e incluso el equipo de fútbol que competía contra equipos de fuera quedó campeón y el campeón goleador individual fue Manuel Molina Salazar El Cabezón. El Tenebras jugaba regular, Héctor Eladio era muy malo, pero muy fuerte físicamente. De los más resistentes eran Benjamín Ramírez Castañeda y Antonio Esqueda Villaseñor. Alfredo Campaña López jugaba béisbol, José Natividad Villela Vargas era el mejor para el básquetbol. Yo era de los más malos, pero como era el encargado, un día no alinée a uno de los mejores jugadores para jugar yo, y en ese partido de casualidad metí un gol. Mis compañeros se pusieron de acuerdo para no felicitarme y cebaron mi alegría, ninguno me felicitó y nomás se reían.

Tenemos plenamente comprobado que cuando se cae en el sedentarismo ideológico el valor se enerva y claudicas a la lucha poniendo miles de pretextos tratando de justificar tu conducta con frases tales como: “no hay condiciones”, “me preocupa la familia”, etc. A estos individuos el Che los calificaba de claudicantes y traidores, al decir: “pobres infelices, vegetad en paz, morid bellamente saturados de hastío o avanzada edad”.

Es por ello que nosotros en todo momento tratamos de alimentar la moral revolucionaria y el ejercicio físico para no caer en el ocio y la holganza, nido de semejantes conductas antirrevolucionarias.

Por las mañanas, cuando se pasaba lista de los presos a las siete, caminábamos dando vueltas por el interior de la prisión. Como al tercer día de que yo había caído, al ir caminando en esta rutina, junto con unos seis compañeros, delante de nosotros iba un grupo como de diez fejosos que también estaban presos y en la segunda vuelta al girar en una esquina nos esperaron con cuchillos en mano y a un compañero lo alcanzaron a herir en un costado. Corrimos a un tallercito que tenía El Tenebras donde fabricaba bolsas de piel para dama, tomamos unos palos y fuimos a buscarlos a sus celdas. A mí me tocó darle una garrotiza al Popo, el cual, por cierto, había balaceado en la calle a uno de los dirigentes vikingos llamado Oscar González López El Oso, provocándole la amputación de una pierna. Posteriormente había asesinado a otro amigo al que le decíamos El Botas, que era muy bueno para los golpes a puño limpio. Una noche que llegó El Popo al jardín de San Andrés con otros tres sujetos. Al verlos, El Botas se les acercó y retó al Popo, retándolo por lo que le había hecho a Oscar, pero el Popo no quiso nada con él, pero le volvió a insistir.

—¡Bueno, contigo y con tus amigos me doy!

Lo trataron de calmar, sabiendo de su lado flaco, que le gustaba mucho tomar, y lo invitaron a comprar una botella de vino para tomarse la copa. Éste aceptó, se subieron al carro, llegaron a una vinatería, le dieron dinero para que se bajara a comprar la botella y al bajarse, El Popo le disparó cobardemente en la espalda toda la carga de la pistola. Por este asesinato era por lo que se encontraba en prisión.

A estos fejosos hasta en la prisión los protegían. Así que llegaron los custodios a defenderlos, pero esta ocasión lo hicieron tarde, pues ya les habíamos dado su merecido. Sin embargo, los custodios, a los que se les había sumado El Popo, nos pusieron una garrotiza con sus toletes y nos metieron a las celdas de castigo, llamadas El corralito y que eran de lo más horrible. Como compañero de celda me tocó El hermano alacrán, uno de los asesinos más temibles de la prisión. Su apodo le venía porque, cuando iba a asesinar a alguien, le decía: “hermanito, diosito me dijo que te mandara a descansar”, e inmediatamente los cocía a puñaladas. Por eso le decían “el hermano”, pero “el hermano alacrán”. Era el tipo más peligroso y siniestro que había conocido, tipo alto, de sombrero, siempre con una toalla en el cuello y su cuchillo bajo la manga de la camisa, presto a utilizarlo en cualquier instante, su mirada inexpugnable, no pestañeaba, siempre caminaba solo, sus únicas palabras si acaso hablaba, eran un “adiós hermano”, “buenos días hermano”. Sin embargo, más adelante, cuando se dio la masacre de la penal, él fue el que enseñó a los compañeros guerrilleros a utilizar el cuchillo. Una de las instrucciones que les dio fue que utilizaran una toalla en el brazo izquierdo y que no le hace que sufrieran algunas heridas, que en cuanto pudieran con esa misma mano tomaran al oponente de su mano derecha y le tiraran con el cuchillo directo al hígado. Decía: “y nomás le hacen, uff”. Porque si le tiran al corazón puede pegar en algún hueso, o si le tiras al cuello y no es certero se te puede revertir. Lo más seguro es al hígado. También recomendaba que si pretendías solamente castigar a alguien, entonces con una navaja de rasurar entre los dedos le rajaras una nalga y que esto era muy doloroso y no podías ser procesado porque eran lesiones que no ponían en peligro la vida y con una simple multa pagabas tu falta. Con este personaje me encerraron en la misma celda. Seguramente pensaban que él me asesinaría ya que había matado más de cien presos a cuchilladas. Creo que había sido militar. Mis demás compañeros se quedaron en otras celdas de castigo. Al ingresar en mi celda, El Hermano alacrán estaba sentado adentro con sombrero, la mirada fija, sin parpadear. Ni siquiera volteó a verme. Se cerró la reja, y sólo luego de un rato se volvió a verme y me preguntó

—Oye hermano, ¿tú eres de los vikingos?

Yo no sabía qué contestar.

—Sí, sí soy— le dije al fin.

Me miró fijamente.

—Es que los vikingos me pusieron una golpiza— murmuró.

Temí lo peor. Siempre traía el cuchillo consigo. Levantó la cabeza y me miró.

—¿Pero sabes qué?— hizo una pausa—. Me gusta eso de que se andan peleando contra el gobierno.

Yo no me quedé muy confiado con su dizque solidaridad. Se vino la noche y yo estaba alerta ante un posible ataque. Me puse la cobija hasta la nariz para estarlo observando, hasta que me venció el sueño, quedándome dormido. Desperté cuando sentí que me jalaban la cobija. Inmediatamente pensé: “¡me quiere destapar el cuello o a la altura del corazón para acuchillarme!”. Y me incorporo sobresaltado y veo que quien me bajaba la cobija era una rata del tamaño de un conejo.

Como al mes salí de la celda de castigo y me comentan mis compañeros que El Popo había dicho que con ninguno de ellos había problema, pero que conmigo si. Me prestaron un cuchillo y me acompañó Alfredo Delgado Parga El Pocho y Manuel Molina Salazar El Cabezón y nos fuimos a la celda donde vivía El Popo. Estaba tirado ahí todo drogado y le dije:

—Hay que terminar lo pendiente, pues dices que conmigo es el problema.

Me contestó:

—No, hay que dejarlo para cuando estemos libres y ni siquiera hay que avisarnos. Si me ves, me matas, y si te veo te mato.

Como no quiso, nos retiramos. Esta persona después mató a otros presos. Era un peligroso asesino. Nunca nos volvimos a ver.

Había tanta hermandad entre los compañeros guerrilleros que al llegar el día de mi cumpleaños, El Tenebras me dijo:

—¡Te voy a dar un regalo de cumpleaños, te voy a poner bien borracho!

Y fue y sacó una ollita que tenía escondida con piña fermentada y con algo de alcohol que el doctor le había dado a escondidas. “Me puse un borracherón”, terminando con un intenso dolor de cabeza. Pero festejé mi cumpleaños en la prisión. ¡Qué hermoso es el cariño de los amigos!.

Cuando la familia llegaba a la prisión el día de visita, nos reuníamos todas las familias de los guerrilleros presos. Éramos todos una misma familia, nuestros padres llegaron a ser buenos amigos, compartíamos la comida y hasta la ropa para recibir a la visita. Esperábamos a la familia todos muy cambiaditos y cantábamos canciones revolucionarias para levantarles su espíritu decaído y vieran en nosotros que estábamos muy fortalecidos física y moralmente. Algunas de las canciones que cantábamos…

Que pobres estamos todos, sin un pan para comer, porque nuestro pan lo gasta el patrón en su placer…

 

O también El Cubanito, La Internacional, que es el himno de los proletarios del mundo y que en una parte de la letra dice:

Arriba los pobres del mundo. Arriba todos a luchar. Por la justicia proletaria. Nuevo mundo nace ya. Destrocemos todas las cadenas de esclavitud tradicional y quienes nunca fueron nada, dueños del mundo serán. A la lucha proletarios, al combate final. Y se alcen los pueblos con la internacional.

Y cuando se retiraban debido a que se terminaba la visita, continuábamos con la tarea del estudio y de discusión política para no quebrantar nuestra voluntad. Teníamos que aprovechar el tiempo al máximo pues en la calle no teníamos esta oportunidad y con el atraso que teníamos aquí presos, era una maravillosa oportunidad de recuperar el tiempo perdido a falta de tener una clara visión de conciencia de clase.

Cómo conocí a mi esposa

Era día de visita y miro cómo viene mi esposa con la bolsa de comida en una mano y cargando con mi hijo en la otra, viniendo a mi mente el recuerdo de cómo conocí a esta maravillosa mujer que es toda abnegación, comprensión, amor y sacrificio. Años atrás, cuando todo era tranquilidad, estando un domingo conviviendo con mis amigos en el jardín de San Andrés, las muchachas daban vueltas en el jardín en un sentido y los muchachos giraban en sentido contrario, dándole a la dama de su preferencia una flor o aventándole confeti. Algunos otros nos quedábamos sentados en las bancas. Estaba yo con un grupo de amigos cuando vi que venían tres muchachas. Una de ellas me gustaba mucho. Era una chiquilla que vivía enfrente de mi casa, pero que ya había crecido, espigadita, chatita, de pelo largo, con su faldita estudiantil, alta, hermosa, me decidí a acompañarla y nos dejaron solos sus amigas. Caminamos, dimos unas vueltas y nos sentamos al pie de un árbol.

Decidido a que fuera mi novia, le pedí que si me aceptaba como novio y ella se reía, diciéndome:

— Ahí te hablan tus amigas, se ven muy enojadas.

Pero yo no iba a dejar pasar esta oportunidad de que esa hermosa mujer fuera mi novia y le dije:

—¿Me permites acompañarte a tu casa? Para que no se te vaya a hacer tarde y no te vayan a regañar.

—Sí— me dijo.

En el camino, ante mi insistencia de que fuéramos novios, logré que me diera un sí. Llegamos a su casa, me despedí de ella, pero al otro día que quedamos de vernos ya no la vi. Su mamá no la dejó salir y le había pegado porque yo era mayor que ella siete años y ya tenía cierta fama de peleonero. Entonces decidí no ir a su casa y mejor iba por ella a la escuela. Nos paramos en la parte alta del puente de San Juan de Dios haciéndonos juramentos de amor. Yo me sentía en las nubes. ¿Qué me faltaba? Lo tenía todo.

Mientras ella se acercaba volví a la realidad. Ahora yo estaba en prisión y ahí venía mi esposa, con mi hijo muy pequeñito y ella muy solidaria. Nunca dejó de visitarme un solo día, cuando había visitas. ¡Cómo me había cambiado la vida! Mi madre había fallecido y mi padre estaba muy enfermo. Ya había regresado de Estados Unidos para quedarse definitivamente con nosotros. ¿Y con qué se había encontrado? Su esposa muerta. Uno de sus hijos mayores, Manuel, había fallecido en un accidente de trabajo arreglando un refrigerador: al explotar el motor le arrancó media cara con todo y sesos. Y yo me encontraba en prisión.

En una de las veces que fui a ver a mi novia a su casa decidimos casarnos, y le pedimos a Fausto, que era amigo de la familia y sabíamos tenía un conocido que era oficial del registro civil, que nos llevara con él para que nos casara. Me acosté en el piso de su carro para que no me vieran hasta la salida de la ciudad, y llegamos a un pueblito que yo nunca había conocido llamado Zapotlán del Rey, municipio de Poncitlán. Ahí nos casamos al civil, desayunamos en el jardín, estábamos Fausto, la mamá de mi esposa, mi esposa y yo, comentando sobre nuestro futuro. Yo trataba de justificar mi actividad basada en la justeza de las ideas y ahí mismo nos despedimos. Ella se regresó a Guadalajara y yo me fui a la Ciudad de México. Se quedó esperando un hijo mío.

Y ahora la veo venir junto con las demás familias, cada quien abrazando a los suyos, ella con mi pequeñito hijo. No niego que la presencia de mi esposa era un fuerte aliciente para mi tranquilidad emocional, que, conjugado con el fortalecimiento moral revolucionario, me hacía sentir un hombre muy fuerte, muy integro. Las posturas se iban radicalizando, exigiéndonos de una mayor participación en la lucha revolucionaría, sacrificando a la familia.

Nuestra postura ya en prisión fue tajante y radical: “¡No queremos apertura, queremos revolución!”. La figura de nuestros compañeros desaparecidos o caídos en combate es un ejemplo. Caídos por los más nobles ideales frente a las fuerzas del fascismo, su ejemplo nos seguirá iluminando el camino y “más pronto que tarde se construirá la gran alameda por donde camine el hombre libre que construirá la nueva sociedad más justa”.