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Flora Tristán

de

Paseos en Londres (1840)

 

 

VIII

Mujeres públicas

 

Jamás he podido ver una mujer pública sin ser conmovida por un sentimiento de compasión por nuestras sociedades, sin sentir el desprecio por su organización y odio por sus dominadores que extraños a todo pudor, a todo respeto por la humanidad, a todo amor por sus semejantes, reducen la criatura de Dios al último grado de abyección. ¡La rebajan por debajo de lo brutal!

Comprendo al salteador de caminos que saquea a los que pasan por los grandes caminos y entrega su cabeza a la guillotina. Comprendo al soldado que juega constantemente su vida y no recibe nada a cambio sino unos centavos por día. Comprendo al marinero que expone la suya al furor de los mares. Los tres encuentran en su oficio, una poesía sombría y terrible. Pero no podría comprender a la mujer pública abdicando de ella misma, aniquilando su voluntad, sus sensaciones, entregando su cuerpo a la brutalidad y al sufrimiento y su alma al desprecio. La mujer pública es para mí un misterio impenetrable... Veo en la prostitución una locura horrenda, o bien es en tal forma sublime que mi ser humano no puede tener conciencia de ello. Arrostrar la muerte no es nada; pero ¡qué muerte afronta la mujer pública! Está comprometida con el dolor y consagrada a la abyección. Sufre torturas físicas incesantemente repetidas, muerte moral en todos los instantes, y desprecio de sí misma.

Lo repito, hay en ella algo de sublime o de locura.

La prostitución es la más horrorosa de las plagas que produce la desigual repartición de los bienes de este mundo. Esta infamia marchita la especie humana y atenta contra la organización social más que el crimen. Los prejuicios, la miseria y la esclavitud combinan sus funestos efectos para producir esta sublevante degradación. Sí, si no se hubiese impuesto a la mujer la castidad por virtud sin que el hombre a ello fuese obligado, ella no sería rechazada de la sociedad por haber accedido a los sentimientos de su corazón, y la mujer seducida, engañada y abandonada no estaría reducida a prostituirse. Sí, si vos la admitieseis a recibir la misma educación, a ejercer los mismos empleos y profesiones que el hombre, ella no sería más frecuentemente que él propensa a la miseria. Si vos no la expusieseis a todos los abusos de la fuerza, por el despotismo del poder paterno y la indisolubilidad del matrimonio, ella no estaría jamás colocada en la alternativa de sufrir la opresión y la infamia.

La virtud o el vicio supone la libertad de hacer bien o mal; pero cuál puede ser la moral de la mujer que no se pertenece a sí misma, que no tiene nada propio, y que toda su vida ha sido preparada a sustraerse a lo arbitrario por la astucia y a la coacción por la seducción. Y cuando es torturada por la miseria, cuando ve el goce de todos los bienes alrededor de los hombres, ¿el arte de gustar, en el cual ha sido educada no la conduce inevitablemente a la prostitución?

¡Por ello, que esta monstruosidad sea imputada a vuestro estado social y que la mujer sea absuelta! Mientras que ella esté sometida al yugo del hombre o del prejuicio, a que no reciba la más mínima educación profesional, que esté privada de sus derechos civiles, no podrá existir ley moral para ella. En tanto que no pueda obtener el goce de los bienes sino por la influencia que ella ejerce sobre las pasiones, que no haya título para ella y que sea despojada por su marido de las propiedades que ella ha adquirido por su trabajo o que su padre le ha dado, que no sepa asegurarse el uso de los bienes y de la libertad sino viviendo en el celibato, no podrá existir ley moral para ella, y puede afirmarse que hasta que la emancipación de la mujer tenga lugar, la prostitución irá creciendo todos los días.

Las riquezas están repartidas más desigualmente en Inglaterra que en ningún otra parte, la prostitución debe ser por lo tanto más considerable. El derecho de testar no está restringido por la ley inglesa, y los prejuicios aristocráticos que reinan en el pueblo, desde el feudo del lord hasta la cabaña humilde del «labrador», hacen instituir «un heredero» en todas las familias; en consecuencia las hijas no tienen sino débiles dotes, a menos que no tengan hermanos.

No obstante, existen, solo pocos empleos para las mujeres que han recibido alguna educación; además los prejuicios fanáticos de las sectas religiosas hacen rechazar de todo hogar, y a menudo incluso del techo paterno, a las muchachas que han sido seducidas o engañadas, y la mayor parte de los ricos propietarios del campo, los fabricantes y los jefes de fábricas hacen el juego de seducirlas y engañarlas. Ah, que estos capitalistas, que estos propietarios del suelo, a quienes los proletarios hacen tan ricos por el intercambio de catorce horas de trabajo por un pedazo de pan..., están lejos de balancear, por el uso que hacen de su fortuna, los males y desórdenes de todo género que resultan de la acumulación de las riquezas en sus manos. Aquellas riquezas casi siempre alimentan el orgullo y ocasionan excesos de intemperancia y de libertinaje, de suerte que el pueblo pervertido por su horrible miseria es todavía corrompido por los vicios de los ricos.

Las muchachas nacidas en la clase pobre son empujadas a la prostitución por el hambre. Las mujeres son excluidas de los trabajos del campo y cuando no son ocupadas en las manufacturas, no tienen otro recurso de vida sino la servidumbre y la prostitución.

Vayamos, hermanas mías, marchemos
en la noche como en el día;
a toda hora, a todo precio es preciso
hacer el amor, es preciso hacerlo,
aquí abajo el destino nos ha hecho
para cuidar la casa y a las mujeres
honestas.

Las mujeres públicas de Londres son tan numerosas que a toda hora se les ve en todas partes. Afluyen a todas las calles, pero en ciertos momentos del día se hacen presentes en los barrios alejados donde la mayor parte reside, en las calles donde se encuentra el gentío y en los paseos y teatros. Es raro que reciban a los hombres en sus casas; los propietarios de las casas casi siempre se oponen y luego las habitaciones que ocupan están mezquinamente amobladas. Las muchachas llevan sus «capturas» a casas destinadas al oficio, casas que existen de distancia en distancia en todos los barrios, sin excepción y, son, de acuerdo con lo que informa el doctor Ryan, tan numerosas como las tiendas de «Gin». Fui como observadora, acompañada de dos amigos armados de bastones, a visitar, entre siete y ocho horas del día, el nuevo barrio al cual llega el puente de Waterloo y que atraviesa a lo ancho y a lo largo la calle de Waterloo-road. Aquel barrio está casi enteramente poblado de prostitutas y de agentes de la prostitución. No sería sino incurriendo en inminentes peligros que se le puede atravesar solo por la noche. Estábamos en verano y la tarde estaba muy cálida, las muchachas estaban en las ventanas o sentadas frente a sus puertas, riendo y jugando con sus «mantenidos». Medio vestidas, muchas desnudas hasta la cintura, revoloteaban provocando repugnancia, mientras que la expresión de cinismo y de crimen se leía sobre el rostro de sus mantenidos y provocaban el miedo.

En general estos mantenidos eran hombres muy bellos, jóvenes, grandes y fuertes; pero por su aire común y grosero, se creería ver aquellos animales que no tienen sino apetitos por instinto.

Muchos se nos acercaron y nos preguntaron si no queríamos una habitación. Como les respondimos negativamente, uno, más atrevido que los otros, nos dijo en tono amenazador: ¿qué venís entonces a hacer a este barrio, si vos no queréis una habitación para hacer entrar a «vuestra dama»? Confieso que no habría querido encontrarme sola frente a este hombre.

Recorrimos así todas las calles adyacentes de Waterloo-road, y nos fuimos a sentar sobre el puente para observar otro espectáculo. Vimos pasar las mujeres del barrio de Waterloo-road, que por la noche, entre las ocho y las nueve, van en «bandas» al West-end de la ciudad, donde ellas ejercen su oficio durante la noche y vuelven hacia las ocho o las nueve de la mañana.

Las muchachas recorren todos los paseos y las calles donde se dirige el gentío; aquella que conduce a la bolsa, a las horas donde el mayor número de personas se congrega, alrededores de los teatros y otros lugares públicos. A la hora de las entradas de precio medio invaden todos los espectáculos y se apoderan de las salas de descanso donde hacen sus salones de reunión (ver el capítulo del teatro). Después del espectáculo las muchachas se reúnen en los finishes: éstos son innobles cabarets o vastas y suntuosas tabernas a donde se van para terminar la noche.

Los finishes se unen a las costumbres inglesas como el estaminet a los hábitos alemanes y el café elegante a las costumbres francesas. En los unos el empleado de oficina, el dependiente, el corredor, beben la cerveza fuerte, fuman mal tabaco y tienen francachela con las muchachas suciamente vestidas. En los otros la alta sociedad bebe punch au cognac, vino de Francia y del Rhin, Cherry y Porto; fuma excelentes cigarros de la Habana, ríe y juega con las muchachas jóvenes, bellas y ricamente vestidas. Pero en estos como en aquellos, la orgía se muestra en toda su brutalidad, en todo su horror.

Se me ha contado a propósito de los finishes, las escenas de lujuria que me resistí a creer. Me encontraba en Londres por cuarta vez, y había venido con la firme intención de conocer todo. Me decidí por tanto a sobreponerme a mi repugnancia, e ir yo misma a uno de esos finishes a fin de juzgar el grado de confianza que debía otorgar a las diversas pinturas que me habían hecho. Los mismos amigos que habían venido a acompañarme a Waterloo-road se ofrecieron entonces a servirme de cicerone.

Es un espectáculo para ver, y para hacernos conocer mejor el estado moral de Inglaterra que todo lo que se podría decir. Tales tabernas espléndidas tienen una fisonomía muy particular. Parece que los concurrentes asiduos a aquellos palacios les dedican la noche. Van a dormir cuando el sol comienza a brillar en el horizonte y se despiertan después de su ocaso. En el exterior aquellos palacios-tabernas (gin-palaces) cuidadosamente cerrados, no indican sino el sueño y el silencio; mas apenas el portero os ha abierto la pequeña puerta por donde entran los iniciados, vos sois deslumbrado por las vivas y brillantes luces que se escapan de mil mecheros de gas. El primero es un inmenso salón dividido en dos a lo largo. En una de sus divisiones hay una hilera de mesas separadas por tabiques de madera, como en todos los restaurantes ingleses. A los dos costados de las mesas hay bancos en forma de sofás; al frente, en otra división, hay un estrado donde las muchachas del placer con amplios trajes se mantienen en «exhibición». Ellas provocan a los hombres con la mirada y la palabra. Cuando se les responde llevan al galante gentleman a una de las mesas pues todas están llenas de carnes frías, de jamones, de aves, de pasteles y toda especie de vinos y licores.

¡Los finishes son los templos que el materialismo inglés eleva a sus dioses! Los domésticos que les sirven están elegantemente vestidos, los industriales propietarios del establecimiento saludan humildemente a los convidados que vienen a cambiar su oro por la orgía.

Hacia la media noche los asiduos comienzan a llegar. Varias de estas tabernas son lugares de citas de la alta sociedad, donde la élite de la aristocracia se congrega. Al principio los jóvenes lords se tienden sobre los bancos en forma de sofás, fuman y bromean con las mujeres después; tras de varias libaciones, los vapores del champaña, el alcohol de madera exaltan su cerebro, y los ilustres mozos de la nobleza inglesa, los muy honorables del parlamento se quitan el vestido, desatan la corbata, se sacan el chaleco y los tirantes. Estos establecen su «camarín particular» en un cabaret público. La orgía va siempre creciendo. Entre las cuatro y cinco horas de la mañana ella llega a su apogeo.

¡Oh entonces es necesario una cierta dosis de coraje para quedar allí, mudo espectador de todo lo que pasa!

¡Qué digno empleo hacen de sus inmensas fortunas estos nobles señores ingleses! Cuán bellos, cuán generosos son cuando han perdido el uso de su razón y ofrecen cincuenta, cien guineas a una prostituta si quiere ella prestarse a todas las obscenidades que la ebriedad produce...

En los finishes hay toda clase de entretenimientos. Uno de los más gustados es el de emborrachar a una mujer hasta que caiga muerta de ebriedad; entonces se le hace probar vinagre en el cual mostaza y pimienta han sido arrojados; este brebaje le da casi siempre horribles convulsiones y los sobresaltos y las contorsiones de esta desgraciada provocan las risas y divierten infinitamente a la honorable sociedad. Una diversión también muy apreciada en esas elegantes reuniones, es la de arrojar sobre las muchachas que yacen muertas de ebriedad sobre el piso un vaso de no importa qué. He visto los vestidos de satén en los que ya no se veía ningún color: era una mezcla confusa de manchas; vino, aguardiente, cerveza, café, té, crema, etc., que diseñaban mil formas extravagantes; escritura matizada de la orgía. ¡Oh, la criatura humana no podría descender más bajo!

El aspecto de este licencioso espectáculo subleva, espanta y sus exhalaciones llegan a revolver el estómago; el aire está cargado de miasmas infectas; el olor de las carnes, de las bebidas, del humo de tabaco y otros más fétidos todavía... todas estas emanaciones penetran en la garganta, y os aprietan las sienes y os dan vértigo. ¡Oh, es horrible! Sin embargo esta vida que ellas recomienzan «cada noche» es para la mujer pública la única esperanza de fortuna, porque no tienen oportunidad con el inglés «en ayunas», pues el inglés en ayunas es casto hasta la mojigatería.

Es ordinariamente hacia las siete u ocho de la mañana que se retiran del finish. Los domésticos van a buscar los coches de alquiler. Aquellos que todavía se mantienen en pie buscan sus vestidos, los recogen y se retiran a sus casas. En cuanto a los otros, los mozos de la taberna los visten como pueden, con los primeros vestidos que tienen a la mano y los llevan al coche de alquiler e indican al conductor del coche la dirección de sus domicilios. Muy a menudo ocurre que se desconoce la casa de esos individuos; entonces son colocados en una sala al fondo de la casa, donde se les acuesta buenamente sobre paja. Esta sala se llama el «hueco de los borrachos». Se quedan ahí hasta que recuperen el sentido y puedan decir dónde quieren ser conducidos.

Es inútil decir que los objetos consumidos en esas tabernas se pagan a enormes precios; así pues los borrachos salen con sus bolsillos vacíos, felices si la codicia de su sirena les ha perdonado el reloj, los anteojos de marco de oro o cualquier otra cosa de valor.

En esta ciudad de desenfreno, la vida de las mujeres públicas de toda clase es de corta duración. Lo quiera o no, la prostituta está obligada a beber alcohol. ¡Qué temperamento podría resistir los continuos excesos! Así tres o cuatro años es el período de existencia de la mitad de las prostitutas de Londres. Las hay que resisten siete u ocho años, pero es el término extremo que muy pocas alcanzan y que solamente muy raras excepciones superan. Muchas mueren de malas enfermedades o de fluxiones al pecho en los hospitales y cuando no pueden ser admitidas sucumben a sus males en horribles viviendas, experimentando la privación de alimentos, de remedio, de cuidado en fin de todas las cosas. El perro al morir encuentra la mirada de su amo, en tanto que la prostituta muere en la esquina de cualquier calle, sin que nadie se detenga a mirarla con piedad.

De ochenta a cien mil mujeres, la flor de la población, viven en Londres de la prostitución. Cada año, de quince a veinte mil se enferman y tienen la muerte del leproso, en un total abandono. Cada año, un número más considerable todavía viene a reemplazar a aquéllas cuya espantosa existencia termina.

Para explicar una prostitución tan difundida, es necesario tener presente en el espíritu el inmenso aumento que han tomado las riquezas de Inglaterra desde hace cincuenta años, y recordar que, en todos los pueblos y en todas las épocas, la sensualidad se ha desarrollado junto con la riqueza. El móvil del comercio se ha vuelto tan poderoso entre los ingleses que ha superado a todos los otros. No hay uno donde el pensamiento dominante no sea otra cosa que el ganar dinero («to make money»). Los hijos menores de las más ricas familias están también en la necesidad de hacer fortuna y ninguno está satisfecho con lo que posee.

El amor al dinero, implantado en el corazón de los jóvenes en la edad más tierna, destruye los afectos de familia así como toda compasión de los males ajenos y no permite crecer ningún sentimiento de amor. El amor no entra para nada en su vida. Es sin amor que seducen a una muchacha, es sin amor que se casan. El joven «se casa con dote», abandona a su mujer y va a dilapidar la fortuna en las casas de juego, los clubes y los «finishes del West-end». Oh, esta vida completamente material de los apetitos y de los intereses es repelente. Jamás sociedad alguna ha presentado un aspecto tan horroroso. El dinero por motor; y para todo goce, el vino y las prostitutas.

En Londres todas las clases están profundamente corrompidas. Durante la infancia el vicio adelanta la edad. En la vejez sobrevive a los sentidos apagados y las enfermedades de la lujuria han penetrado en todas las familias. La pluma se niega a describir los extravíos, las vilezas a las cuales se dejan arrastrar los hombres hastiados de todo, que no tienen sino los sentidos y cuya alma es inerte, el corazón marchito, el espíritu sin cultura. Frente a una tal depravación, San Pablo habría exclamado: «Anatema sobre los fornicadores», y habría huido de esta isla sacudiéndose el polvo de los pies.

En Londres no se tiene consideración por las víctimas del vicio. La suerte de la mujer pública no inspira más piedad que aquella del irlandés, del judío, del proletario y del mendigo. Los romanos no eran más insensibles para con la vida de los gladiadores que perecían en el circo. Los hombres, cuando no están ebrios, rechazan con el pie a las prostitutas y aun les pegarían si no temieran el escándalo, los resultados de una batalla con los mantenidos o la intervención de la policía. Las mujeres honestas tienen por estas desgraciadas un desprecio duro, seco y cruel, y el sacerdote anglicano no es consolador de todos los infortunados como el católico. El sacerdote anglicano no tiene misericordia por la prostituta. ¡Este pronunciará en el púlpito un discurso enfático acerca de la caridad y el afecto que tuvo Jesús por la Magdalena, pero para los millares de Magdalenas que mueren cada día en los horrores de la miseria y del abandono, no hay ni una lágrima! ¡Qué le importan estas criaturas! Su deber es divulgar en el templo un discurso hecho con talento, a día y hora fijos, eso es todo. En Londres la prostituta no tiene derecho sino al hospital, y aun así, sólo cuando encuentra un lugar desocupado.

El amor propio nacional, que nos lleva a desear que el país o la Providencia nos ha hecho nacer sea mejor que todos en la tierra, esta disposición malévola hacia los otros países, fruto amargo de las luchas pasadas y que forma el más grande obstáculo al progreso, nos impide a menudo reconocer las causas de los males que el extranjero nos señala. El espíritu de odio se despierta entonces, y nosotros lo aumentamos, añadimos proveyéndole de pruebas por hechos tan manifiestos como las nieblas del Támesis, porque la unidad de interés de las naciones, no siendo todavía concebida sino por un pequeño número de personas adelantadas, permite que el extranjero que no nos aprueba sea tomado por el enemigo que nos injuria.

La prostitución existe en todas partes, pero en Londres es un hecho tan inmenso, que se la ve como un monstruo que todo lo quiere tragar; y he comprendido colocándome en el punto de vista del vulgo, que probablemente no se querría convenir conmigo en su impotencia, y que el cuadro sería acusador de exageración. Yo pensaba entonces en hacerme de pruebas, de autoridades que confirmasen el testimonio de mis ojos.

Había leído el libro de M. Parent Duchatelet, y sabía que era imposible de llegar a la exactitud matemática en la apreciación de un hecho que escapa a los datos estadísticos, se podría sin embargo, por largas observaciones, acercarse mucho a la verdad. Me informé si se había encontrado en Inglaterra un filántropo lo suficientemente devoto a la humanidad para consagrar su vida al examen de la prostitución de Londres, con aquella indomable obstinación que había tomado Parent Duchatelet al examinar y estudiar la prostitución de París. Se me indicó al Doctor Ryan cuya obra sobre la prostitución de Londres levantó recriminaciones y odios.

El doctor Ryan, autor de varias obras de mérito reconocido y cuya numerosa clientela atestigua su talento, no había tenido necesidad de publicar esta obra para adquirir una reputación. Esta publicación, que debía indignar el espíritu hipócrita de las costumbres inglesas y provocar las vociferaciones de las clases altas a las cuales arrancaba la máscara, es de su parte un acto sublime de sacrificio. El doctor Ryan conocía su país y las consecuencias que debía traer su publicación. Pero dotado de aquel coraje enérgico que planea por encima de los clamores de un mundo corrompido, divulgó atrevidamente los hechos, señaló la corrupción y las vilezas que encierra la ciudad monstruo.

Fue el año pasado que apareció en Londres el libro del doctor Michael Ryan teniendo por título Prostitución en Londres. Esta obra contiene, sobre la prostitución en Londres, los datos más precisos que es posible obtener en el estado actual de la policía inglesa. El doctor Ryan cita con apoyo de hechos, que él adelanta, los informes de «la sociedad por la supresión del vicio» frente al comité del parlamento, en 1837 y 1838; los de la policía metropolitana, en 1837 y 1838; aquellos de la sociedad de Londres «para prevenir la prostitución de la infancia», en 1836, 1837 y 1838; los informes de M. Talbot, secretario de esta sociedad, y de los comisarios de policía frente al parlamento, y en fin aquellos del ministerio del interior, en 1837 y 1838.

Resulta de estos documentos que en 1793 M. Colquhoun, hombre de mérito y magistrado de policía, después de haberse entregado a largas investigaciones, evalúa en cincuenta mil el número de las prostitutas en Londres; pero esto no es sino una evaluación, porque aún en el presente, que la policía está mejor organizada, no hay ningún medio para llegar a la exactitud en este caso. Desde 1793 la población de Londres ha doblado, se puede por lo tanto suponer que el vicio ha seguido una proporción más fuerte, teniendo en cuenta que la desigualdad en la repartición de la riqueza se ha mantenido a la misma altura, y que la producción no ha crecido en razón de la población, que los salarios han disminuido en consecuencia, y que ninguna mejora real de la suerte del proletariado ha sido efectuada todavía por el gobierno. Mientras tanto el doctor Ryan, de acuerdo con los datos que ha recogido de los magistrados de la policía y de los señores Prichard y Talbot, secretarios de las sociedades arriba mencionadas, estima que existe en Londres de 80 a 100,000 mujeres públicas, cuya mitad -otros afirman que las dos terceras partes- están por debajo de los veinte años.

No es sino por aproximación que se puede evaluar la duración media de su existencia; porque hasta 1838 no existía en Inglaterra ley que obligara a registrar a los muertos. Clarke, el último Chamberlain de la ciudad de Londres, evalúa en cuatro años la vida de la prostituta, otros la evalúan en siete años, mientras que la sociedad «para prevenir la prostitución de la juventud» estima que en Londres la mortalidad anual de las mujeres públicas es de ocho mil. Talbot piensa, a juzgar por el resultado de sus investigaciones, que existen en Londres cinco mil «casas de perversión»: tantas como establecimientos donde se vende el «gin» (ginebra). Ryan evalúa que en Londres hay cinco mil individuos, hombres o mujeres empleados en proveer de mujeres a las casas de perversión, y cuatrocientos o quinientos que él designa bajo el nombre de «trapanners» ocupados en tender redes a las muchachas de diez a doce años para atraerlas de «grado» o por «fuerza» a estas espantosas cavernas. El evalúa que 400,000 personas están implicadas, directa o indirectamente, en la prostitución, y que 8,000,000 de libras esterlinas (400,000.000 de francos) son anualmente gastados en Londres en este vicio.

Ha sido en mayo de 1835 que fue instituida la Sociedad «para prevenir la prostitución de la juventud». En su llamado al público, expone el estado de depravación de las clases populares en Londres. Afirma que existen escuelas donde la juventud de los dos sexos es preparada para el hurto y para todos los actos de inmoralidad; que la prostitución y el robo son «abiertamente propiciados» por aquellos que aprovechan de ello, que en fin el crimen es organizado regularmente, y dirige un llamado a los ciudadanos acerca de los más atroces de los atentados que se cometen impunemente a pleno día en las calles de Londres, para alimentar el más infame de los comercios. Existe, dice aquél, un gran número de hombres y de mujeres cuyo comercio consiste «en vender a las muchachas de diez a quince años que han atrapado en sus redes». Las muchachas, atraídas bajo diversos pretextos a las casas de delito o de perversión, mantenidas a título privado durante quince días, son perdidas para siempre por sus parientes.

En mayo de 1836, el comité de la Sociedad, en la cuenta rendida de sus trabajos hacen notar «que sea cual sea la pena que todo hombre moral experimenta con la visión de las escenas de vicios que se muestran sin disimulo en la metrópoli, no obstante el espectáculo más indignamente ofrecido por el espantoso crecimiento de la prostitución de la juventud. De noche, y aún en pleno día, las calles son recorridas por los desgraciados muchachos desviados de la senda de la virtud, de la protección de sus padres, por los impíos que los han llevado a su destrucción con el objeto de hacer una ganancia y que sin embargo permanecen sin castigo».

Entre las muchachas seducidas a las cuales el comité vino en ayuda durante el primer año de su ejercicio, hago notar el caso de una muchacha de trece a catorce años. El tratante de esclavos que la hubo pervertido y en cuya casa ella estaba retenida, llevado al juicio, ha sido absuelto. Por lo demás, en las cuentas rendidas a la Sociedad, para los años 1837 y 1838, se cuentan varios hechos de la misma especie y los traficantes de carne humana han sido condenados a «algunos meses de prisión».

Después de haber referido algunos de los medios de atracción empleados con las muchachas que ha socorrido, el comité añade: «los numerosos artificios usados para atraer al remolino de miseria, a los muchachos de los dos sexos sin experiencia son tan complicados, tan variados, que sería imposible de detallarlos. Es por ello que hablaremos solamente del trato que sufren aquellas criaturas infortunadas cuando caen en la trampa. Tan pronto como la joven entra en una de esas tabernas, se le despoja de sus vestidos, de los que se apodera él o la regente del establecimiento. Se la viste con trajes rutilantes que han formado el vestuario de las mujeres ricas y que los ropavejeros proporcionan. Las residentes son informadas de que cuando no atraen más público a la casa, su amo las enviará a recorrer las calles, donde se les hace vigilar de tal manera que les es imposible escapar; si ella lo intenta, el espía, hombre o mujer, que la sigue la acusa de robar al amo de la casa los vestidos que lleva. Entonces el «policía» la detiene, algunas veces la lleva a su estación, pero más frecuentemente éste devuelve a la esclava fugitiva a su amo por lo cual recibe una recompensa. De vuelta a su infame residencia, la desdichada es cruelmente tratada. Despojada de todo vestido, es dejada todo el día, «enteramente desnuda» a fin de que no pueda escaparse, a menudo incluso es «privada del alimento». Llegada la noche, se le vuelve a poner sus ropas y se la envía a pasear las calles siempre vigilada por un espía; es severamente castigada si, en esas caminatas nocturnas, no lleva a la casa a un cierto número de hombres, y no puede apropiarse ni un centavo del dinero que recibe.

Las casas de prostitución son prohibidas en Inglaterra, pero es difícil probar su existencia. Aquellos que las frecuentan, contenidos por la vergüenza, no llevarían testimonio a la justicia; y la policía no pudiendo introducirse en esas casas sino cuando se cometen desórdenes, no sabría constatar el delito. Los vecinos solamente pueden hacerlas suprimir por los oficiales de la parroquia, acusándolas de crear problemas y alterar la tranquilidad del barrio.

Por lo demás, la prohibición de la ley es absurda; porque siendo la prostitución un resultado forzoso de la organización de las sociedades europeas, a disminuir más bien la intensidad de las causas que la provocan a reglamentar su uso es a lo que actualmente deben tender los gobiernos.

De los informes de 1827 y 1838, el comité de la Sociedad da cuenta de las pesquisas que ha dirigido contra los regentes de las casas de prostitución y de los individuos que envician y corrompen a las muchachas; pero las penas incurridas por mantener esas casas, por desviar y pervertir a las muchachas de diez a quince años, no exceden «un año de prisión» y más corrientemente no se espera los seis meses. Ocurre incluso que los acusados son devueltos de la querella, teniendo en cuenta que esos muchachos de los «dos sexos, de diez a quince años», encontrados en una de esas casas «han consentido ya sea en ir allí o en quedarse». Tal es la legislación que protege a la familia del proletario. En cuanto a las muchachas de los ricos, constantemente bajo los ojos de personas que cuidan de ellas, son poco expuestas a estas seducciones.

La depravación está en tal forma extendida y el precio que se obtiene por las muchachas es tan elevado, que no hay astucia a la cual no se recurra para procurárselas. En 1838, el comité de la Sociedad llamó la atención del patriotismo, de la virtud, de la religión y de la humanidad sobre los esfuerzos desvergonzados que se hacían continuamente para alimentar el enviciamiento de nuevas víctimas. ¡Apenas se puede pasar por una calle sin encontrar alguna casa de depósito de este infame comercio! Numerosos agentes son empleados en captar, en atrapar de mil maneras a las inocentes jóvenes sin experiencia, y los arrabales, los bazares (mercados), los parques, los teatros, les proporcionan sin cesar nuevas presas. Vuestro comité tiene además pruebas, añade aquél, que le permiten afirmar que los regentes de las casas de perversión y sus agentes tienen también la costumbre de dirigirse a las casas de trabajo y a los establecimientos penitenciarios y que de allí obtienen muchachas frecuentemente. (Your committee have authority for stating, that the keepers of brothels and procurers, are frecuently in the habit of obtaining females from the workhouses and penitentiaries).

A pesar de la máscara de hipocresía que continúan manteniendo las gentes de las clases altas, con el propósito de hacer durar el fanatismo entre el pueblo, ellas apenas se han mostrado poco dispuestas a secundar los esfuerzos de la sociedad «para prevenir la prostitución de la juventud»; mientras que desde hace treinta y siete años que existe la Sociedad para «la supresión del vicio» que se dedica solamente a perseguir a personas, «no observantes del domingo o a los vendedores de publicaciones obscenas y a los adivinadores de la buena suerte», es de advertir que esta sociedad ha encontrado constantemente ayuda y apoyo en todas partes, porque se puede dormir bien el día domingo en los sermones de los reverendos, renunciar a las pinturas del Aretino y cuidar sus vicios. Además, suscribiendo por una sociedad que tiene la pretensión «de trabajar por la supresión del vicio» se adquiere la reputación de «virtuoso», reputación a la cual el robert-macairisme inglés se atiene mucho.

El comité de la Sociedad para prevenir la prostitución de la juventud decía en mayo de 1838: «mientras que los miembros del comité perseguían la ejecución de las operaciones comenzadas, han debido luchar contra obstáculos de naturaleza poco ordinaria; estos obstáculos provienen de la apatía y de la indiferencia casi universal que reinan sobre el objeto de la Sociedad. Los miembros de vuestro comité han sido acogidos en su trayectoria por las burlas y el desprecio de un mundo profano e inmoral, por las censuras y desaprobaciones de aquellos que creen que el libertinaje «es necesario» para el bienestar de la sociedad, por la desatención desdeñosa y la negligencia de los hombres religiosos. Ellos no han encontrado en ninguna parte ayuda o aliento. Pero en medio de las repulsas despectivas e impías de aquellas gentes, de las pullas y de las risas de todos, han tenido el coraje de perseverar, sostenidos por la conciencia de la importancia de los objetivos que se perseguía fueran cumplidos, y por las simpatías y atenciones afectuosas de sus suscriptores.

La depravación inglesa no produce nada más odioso que esos monstruos de los dos sexos que recorren Inglaterra y Europa continental, tienden sus redes a la niñez, luego retornan a Londres a vender a esta virtuosa aristocracia, a aquellos enriquecidos del comercio, las muchachas que han arrebatado al afecto de sus padres, excitando insidiosas esperanzas a través de atroces mentiras, o de las cuales se han apoderado furtivamente por las redes que han tendido a las muchachas mismas. Algunos de estos agentes frecuentan las respetables clases de la sociedad inglesa. Aquellos, dedicados a los mercados de esclavos del west-end, a menudo son enviados a diversas ciudades y aldeas del continente, a Holanda, Bélgica, Francia e Italia. Estos tratan con los padres, comprometen a las muchachas en calidad de bordadoras, modistas, lenceras, músicas, damas de compañía, domésticas, etc., para evitar las sospechas. Llegan a veces hasta dar adelantos a los padres, y cuando se han procurado un cierto número de muchachas, regresan a Londres.

El comité de la Sociedad para prevenir la prostitución intentó, en 1837, demandas judiciales contra una francesa llamada Marie Aubrey, que fue obligada a abandonar su infame comercio y salvarse en Francia para escapar a algunos meses de prisión. «Su casa estaba situada en Seymour-place, Bryanstone-square. Este establecimiento tenía una gran reputación en el mundo elegante. Visitado por algunos de los extranjeros más distinguidos y del gran mundo del west-end, estaba construido con un lujo que rivalizaba con las más ricas y las más nobles familias. La casa tenía doce o catorce piezas, independientemente de aquellas consagradas a los usos domésticos. Cada una de estas piezas estaba amoblada con un gusto exquisito y con todo lo que existía de más a la moda. El salón, muy amplio, estaba elegantemente adornado. Una profusión de lienzos, entre los cuales se encontraban pinturas de gran precio, decoraban sus muros. En una palabra, el mobiliario de esta casa era extremadamente rico. Marie Aubrey tenía para el uso de los altos personajes que recibía, un servicio de piezas de platería y vajilla de plata de un gusto exquisito. En el momento en que las acciones contra ella fueron comenzadas, había en su casa doce o catorce jóvenes de Francia y de Italia. Marie Aubrey tenía un médico adjunto a su establecimiento, que vivía en la vecindad al que ella empleaba también como su agente. Ella lo enviaba frecuentemente a Francia, a Italia, y cuando él estaba en Londres, él visitaba las aldeas de los alrededores en busca de muchachas jóvenes. Marie Aubrey vivió muchos años en esta casa, donde amasó una fortuna considerable. Luego de su partida, el personal fue despedido y se vendió el mobiliario. Cuando ella recibía una nueva importación de muchachas, enviaba una circular a los señores que tenían el hábito de visitar su establecimiento.

«Hay actualmente en la metrópoli un gran número de jóvenes mujeres de Francia, de Italia y de otras partes del continente. Muchas de ellas han sido separadas de su familia e introducidas en la senda de la iniquidad por Marie Aubrey y sus infames agentes. Vuestro comité conoce un número considerable de casas de esta especie en el west-end cuyas circulares están en mi poder. Ellas siguen en todo el mismo plan de Marie Aubrey, y por medio de las direcciones que presenta «guide de la cour», ellas envían anuncios de todo género relativos a sus establecimientos a todos sin distinción (nobility and gentry).

Vuestro comité desea exponer en esta asamblea los medios empleados por los agentes de esas casas. Tan pronto como llegan a ciudades del continente, se informan de las familias donde se encuentran las señoritas que buscan colocarse en posiciones respetables, luego se introducen en esas familias y por medio de bellas promesas, inducen a los padres a consentir que sus hijas les acompañen a Londres, donde está convenido que deben ser colocadas en calidad de bordadoras, modistas, floristas o de tal otra profesión de mujeres. Una suma de dinero es dejada a los padres, como garantía para la ejecución del compromiso. Algunas veces está aún estipulado que una parte determinada de los salarios de sus hijas les será enviada todos los trimestres. Y mientras ellas se quedan en el establecimiento que les ha hecho venir, la parte de los salarios prometida es exactamente enviada a los padres, que sin sospechar reciben así los socorros de la prostitución de sus hijas. Cuando ellas dejan la casa, se escribe cartas a sus padres para informarles que sus hijas han dejado su oficio. En consecuencia, las remesas de dinero cesan, pero no se olvida de decirles que están muy contentas de haber encontrado otra posición no menos respetable para sus hijas y que están muy bien».

La profunda corrupción de las clases ricas, los altos precios que pagan, protegen y fomentan este infame comercio. Talbot dice: «en los serrallos del west-end, las esclavas de las nuevas importaciones se pagan de veinte a cien libras esterlinas. Y si se reflexiona en el lujo de esas casas, en la enormidad de sus gastos, en los gastos del viaje de sus agentes, se concebirá que ese precio no es exagerado. Cuando esas jóvenes, conocidas por todos los concurrentes asiduos no excitan más su capricho se las pasa a un establecimiento de segundo orden, y al cabo de un año o dieciocho meses, las desgraciadas mueren en algún hospital o son abandonadas a su suerte en las calles».

La demanda de estas muchachas es tan considerable, que por todas partes, las redes son echadas para atraparlas y sorprenderlas en falta por aquellos que las vigilan. Las mujeres, dice M. Ryan, acechan en las agencias de los coches públicos a las jóvenes que vienen a Londres para colocarse y les ofrecen un alojamiento. Otras se presentan en las casas de trabajo y en los hospicios bajo el pretexto de alquilar sirvientas y obtienen a menudo que se les confíe las muchachas. Estas mujeres están bien vestidas y se imponen por su tono. En los mercados mantienen conversación con las muchachas de las tiendas, frecuentan los establecimientos de moda y todos los talleres de mujeres, atrayendo a sus casas por mil astucias a las jóvenes aprendices. Aquellos que las emplean las hacen viajar y van hasta a ochenta millas de Londres en busca de víctimas.

Talbot dice «que entre las formas, que emplean aquellas infames casas para llenar los vacíos frecuentes que la enfermedad y la muerte ocasionan en el establecimiento, y para subvenir el crecimiento de las demandas, está el hacer recorrer las calles por jóvenes de dieciocho años para engañar con lisonjas a las muchachas que encuentran. Les proponen venir con ellas a ver un pariente, dar un paseo agradable, asistir a cualquier cosa interesante, les invitan a un teatro o les ofrecen un buen empleo. Ellas cumplen este oficio a pleno día y también por la noche, y recurren a los artificios más sutiles para determinar a las muchachas a seguirlas. El domingo es el día que estos miserables escogen como predilecto. Acechan a las muchachas a las salidas de los colegios dominicales y las atraen a sus guaridas. ¡Creo aún poder afirmar que las muchachas han sido sacadas del mismo colegio, a la vista de sus profesores y de sus camaradas que no tenían ninguna idea que un sistema tan execrable fuera puesto en ejecución! Tan pronto como están en posesión de las muchachas, ellas son «vendidas» y su «ruina» es efectuada a menudo por algunos de aquellos viejos pervertidos de cabeza blanca que dan por ellas premios enormes». Talbot cuenta numerosos hechos, llegados a su conocimiento, de niñas de diez a once años que son violadas en malos lugares. Estos crímenes se cometen habitualmente y son tan poco reprimidos, que los amos de aquellos establecimientos, dice siempre Talbot, pasan alrededor de los mercados con los cocheros y éstos les llevan a «tanto por cabeza» muchachas del campo de diez a catorce años que han comprometido bajo diversos pretextos a venir a Londres. Estos cocheros han sido llevados a menudo hasta los magistrados de la policía por crímenes de ese género; pero por la imperfección de la ley, cuando son castigados no es sino con una pena ligera.

«De los testimonios que tengo en mi posesión, dice Talbot, resulta que hay un gran número de dueños de casas malas que atraen muchachos a ellas. Es un hecho constante y pienso ser exacto evaluando que, sobre cinco mil establecimientos, dos mil fomentan el libertinaje de los muchachos.

«Sunt lupinaria nunc inter nos, in quibus utuntur pueri vel pulleae». Talbot me indicó los lugares, dice el doctor Ryan; pero no puedo permitirme el publicarlos.

«Los muchachos de los dos sexos que están en estas infames y horribles guaridas han sido tomados en su mayor parte cuando miraban las vitrinas de las tiendas con pinturas indecentes y han gastado hasta diez libras esterlinas para convertirse en amo de un joven».

No pudiendo la policía introducirse en una casa cualquiera a menos que los gritos y el ruido no proclamen los desórdenes hasta afuera, resulta que con la excepción de estos establecimientos, interesados en fundar su reputación en el mundo elegante, la mayor parte de las casas de perversión tienen un acceso peligroso. Ellos ofrecen refugio a rateros y ladrones de toda especie. Los encubridores son frecuentemente llevados frente al magistrado por querellas, desórdenes y bajo la acusación de robo. En esas guaridas, los ladrones vienen a esconderse y comparten los robos obtenidos por la depredación. Los encubridores trafican con los objetos robados y vienen en ayuda de los ladrones cuando estos son detenidos. Entonces dan dinero para trastornar el curso de la justicia y tienen éxito a menudo en hacerlos absolver. Las prostitutas tienen casi todas por sostenedores a los industriales que frecuentan esas casas. Los ladrones pasan allí la noche y a la menor señal están prestos a precipitarse sobre la víctima para despojarla y hasta asesinarla.

El doctor Ryan habla de un barrio de Londres llamado Fleet-Ditch, donde casi todas las casas son guaridas espantosas. Un acueducto de anchas dimensiones lo atraviesa y descarga muy lejos, en el Támesis. Asesinos y bandidos de toda especie que habitan estas casas arrojan los cadáveres de sus víctimas a este acueducto, sin correr el menor riesgo de ser descubiertos. Se me ha asegurado, añade el doctor Ryan, que dos individuos de gran influencia en la ciudad de Londres, que poseen dos casas en los alrededores de ese barrio, valiendo cada una apenas treinta libras esterlinas por año, las alquilan a dos libras esterlinas por semana «como casas malas del último rango». Y las rentas de las casas del lugar varían de 100 libras esterlinas a 500 por año, sin incluir la prima de entrada de 100 a 300 libras esterlinas exigida para el consentimiento del propietario a un establecimiento de primer orden. Y el doctor Ryan cuenta la historia de dos caballeros que se habían dejado atraer para pasar la noche en una casa mala situada en un infame square, y que tuvieron en la mañana que sostener una dura lucha contra los sostenedores de sus sirenas.

Independientemente de las casas de perversión que se encuentran en todas las calles de Londres, donde las prostitutas llevan a los hombres a los que han echado guante y en las que habitan buena cantidad de ellas, existen en ciertos barrios las Lodginghouses casas de alojamiento, regentadas por encubridores, donde se refugian ladrones de toda especie. Un buen número de estas casas contienen cincuenta camas ocupadas por personas de los dos sexos. En algunas de estas casas se reciben sólo a los ladrones muy jóvenes, a fin de que no sean maltratados por los más fuertes. No teniendo estos jóvenes menos maña, astucia y conocimiento del oficio que cualquier ladrón, el regente desea sacar el máximo provecho posible de todos sus robos y no admite en su casa a los hombres para los cuales los muchachos trabajan. Las mujeres tampoco quedan excluidas, para hablar más exactamente las muchachas de diez a quince años, porque es raro que la compañera del ladrón llegue a la edad de mujer. Estas muchachas son admitidas como «amantes de los muchachos» que las llevan. Las escenas de depravación que ocurren en estas guaridas, dice el doctor Ryan, son indescriptibles y serían increíbles si se les describiera.

Casi todos los muchachos de doce a quince años enviados a las prisiones han tenido relaciones con las prostitutas y son visitados diariamente por sus amantes quienes dicen ser sus hermanas. Talbot evalúa que hay en Londres trece mil a catorce mil prostitutas jóvenes, prostitutas de diez a trece años, que se renuevan sin cesar. Dice que el hospital de Guy ha tenido en el lapso de ocho años a dos mil setecientos pacientes por enfermedades venéreas, de diez a quince años de edad, y que un número bastante mayor de muchachos de esa misma edad habían sido rechazados por falta de lugar para recibirlos. He visto, añade Talbot, hasta treinta casos en un día, despachados por no poder ser atendidos aunque estuviesen en un estado tan lastimoso que apenas podían caminar.

El doctor Ryan dice también que un gran número de solicitudes de ingreso al hospital son dirigidas diariamente al Metropolitain free hospital por muchachas de doce a dieciséis años afectadas por enfermedades sifilíticas. A menudo me he asombrado, continúa el doctor Ryan, en los hospicios y otros lugares de caridad pública a los cuales he asistido como médico, del gran número de jóvenes que se presentaban para consultar sobre las enfermedades venéreas.

Existen en Londres cinco instituciones para ir en socorro de las prostitutas que deseen de dejar su horrible carrera. Pero los esfuerzos de estas sociedades son en general demasiado mal dirigidos y sus medios demasiado restringidos para poder efectuar el bien. El número total de prostitutas, a las cuales los cinco asilos les ofrecen anualmente refugio, no excede de quinientos. ¡Es solamente a quinientas de estas desdichadas que las cinco sociedades vienen a ayudar y le proporcionan una colocación más honrada! La única sociedad que ataca a la depravación en su origen es aquella para prevenir la prostitución de la niñez. Esta sociedad se sirve activamente de las leyes existentes pero así y todo, con todo su celo, no puede sino débilmente limitar el crimen, tanto como resultado de la insuficiencia, de la asistencia que recibe, como por la legislación. Así el regente de una casa de perversión que ha capturado y pervertido a menores para entregarlos a la depravación, quedará libre si es detenido, después de ocho o diez días de prisión; mientras que una mujer del pueblo o cualquier otro individuo detenido vendiendo frutas o cualquier otra cosa sobre la vereda será castigado por una prisión de treinta días. Mientras que el simple encarcelamiento de algunos días para el regente de la casa de perversión, no es sino una pena ligera; es indiferente a todo sentimiento de vergüenza; sus asociados no tienen para él menos consideraciones y encuentra al contrario simpatía entre ellos: hacen gestiones para acortar su detención y vienen a hacerle compañía para endulzar el tedio. Mientras que para las muchachas virtuosas (culpables solamente de una violación de la ley) treinta días de prisión son casi inevitablemente su ruina completa. Pero qué importa el hijo del proletario, su mujer o su hija. El tendero está interesado en que no se venda nada sobre la vía pública. El tendero, el regente de la casa de perversión tienen derechos políticos, son electores, jurados, y el proletario, su mujer y sus hijos caen casi siempre a cargo de las parroquias. Evidentemente la demanda anual de ocho a diez mil menores por la lujuria de los ricos, entran en el sistema de Malthus para la disminución de la población, y bajo este punto de vista el regente de la casa de perversión es un hombre de respetabilidad, un hombre útil al país.

 


Primera vez publicado: Promenades dans Londres. París: H.L. Delloye, 1840.
Versión en castellano: Paseos en Londres. Lima: Bibloteca Nacional del Perú, 1972.
Versión Digital: Paseos en Londres, edición en formato pdf en Biblioteca Digital Andina de la Comunidad Andina, en base a la edición en castellano de 1972 suministrada por la Biblioteca Nacional del Perú.
Esta edición: Marxists Internet Archive, enero de 2008, tomada de la versión digital citada.