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Las llamadas revoluciones de 1848 no fueron más que pequeños hechos episódicos, ligeras fracturas y fisuras en la dura corteza de la sociedad europea. Bastaron, sin embargo, para poner de manifiesto el abismo que se extendía por debajo. Demostraron que bajo esa superficie, tan sólida en apariencia, existían verdaderos océanos, que sólo necesitaban ponerse en movimiento para hacer saltar en pedazos continentes enteros de duros peñascos. Proclamaron, en forma ruidosa a la par que confusa, la emancipación del proletariado, ese secreto del siglo XIX y de su revolución.
Bien es verdad que esa revolución social no fue una novedad inventada en 1848. El vapor, la electricidad y el telar mecánico eran unos revolucionarios mucho más peligrosos que los ciudadanos Barbés, Raspail y Blanqui. Pero, a pesar de que la atmósfera en la que vivimos ejerce sobre cada uno de nosotros una presión de 20.000 libras, ¿acaso la sentimos? No en mayor grado que la sociedad europea sentía, antes de 1848, la atmósfera revolucionaria que la rodeaba y que presionaba sobre ella desde todos los lados.
Nos hallamos en presencia de un gran hecho característico del siglo XIX, que ningún partido se atreverá a negar. Por un lado, han despertado a la vida unas fuerzas industriales y científicas de cuya existencia no hubiese podido sospechar siquiera ninguna de las épocas históricas precedentes. Por otro lado, existen unos [514] síntomas de decadencia que superan en mucho a los horrores que registra la historia de los últimos tiempos del Imperio Romano.
Hoy día, todo parece llevar en su seno su propia contradicción. Vemos que las máquinas, dotadas de la propiedad maravillosa de acortar y hacer más fructífero el trabajo humano, provocan el hambre y el agotamiento del trabajador. Las fuentes de riqueza recién descubiertas se convierten, por arte de un extraño maleficio, en fuentes de privaciones. Los triunfos del arte parecen adquiridos al precio de cualidades morales. El dominio del hombre sobre la naturaleza es cada vez mayor; pero, al mismo tiempo, el hombre se convierte en esclavo de otros hombres o de su propia infamia. Hasta la pura luz de la ciencia parece no poder brillar más que sobre el fondo tenebroso de la ignorancia. Todos nuestros inventos y progresos parecen dotar de vida intelectual a las fuerzas materiales, mientras que reducen la vida humana al nivel de una fuerza material brota. Este antagonismo entre la industria moderna y la ciencia, por un lado, y la miseria y la decadencia, por otra; este antagonismo entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de nuestra época es un hecho palpable, abrumador e incontrovertible. Unos partidos pueden lamentar este hecho; otros pueden querer deshacerse de los progresos modernos de la técnica con tal de verse libres de los conflictos actuales; otros más pueden imaginar que este notable progreso industrial debe complementarse con una regresión política igualmente notable. Por lo que a nosotros se refiere, no nos engañamos respecto a la naturaleza de ese espíritu maligno que se manifiesta constantemente en todas las contradicciones que acabamos de señalar. Sabemos que para hacer trabajar bien a las nuevas fuerzas de la sociedad se necesita únicamente que éstas pasen a manos de hombres nuevos, y que tales hombres nuevos son los obreros.
Estos son igualmente un invento de la época moderna, como las propias máquinas. En todas las manifestaciones que provocan el desconcierto de la burguesía, de la aristocracia y de los pobres profetas de la regresión, reconocemos a nuestro buen amigo Robin Goodfellow [2], al viejo topo que sabe cavar la tierra con tanta rapidez, a ese digno zapador que se llama Revolución. Los obreros ingleses son los primogénitos de la industria moderna. Y no serán, naturalmente, los últimos en contribuir a la revolución social producida por esa industria, revolución que significa la emancipación de su propia clase en todo el mundo y que es tan universal como la dominación del capital y la esclavitud asalariada. Conozco las luchas heroicas libradas por la clase obrera inglesa desde mediados del siglo pasado, y que no son tan famosas por haber sido mantenidas en la oscuridad y silenciadas por los historiadores burgueses. Para vengarse de las iniquidades cometidas por las clases [515] gobernantes, en la Edad Media existía en Alemania un tribunal secreto llamado Vehmgericht [*]. Si alguna casa aparecía marcada con una cruz roja, el puchlo saljía que el propietario de dicha casa había sido condenado por Vehm. Hoy día, todas las casas de Europa están marcadas con la misteriosa cruz roja. La Historia es el juez; el agente ejecutor de su sentencia es el proletariado.
Publicado en el "People's Paper", Se publica de acuerdo con el
Nº 207, del 19 de abril de 1856. texto del periódico.
Traducido del inglés.
273. "The People's Paper" ("El periódico del pueblo"): semanario cartista que apareció desde mayo de 1852 hasta junio de 1858 en Londres; Marx y Engels colaboraron en él desde octubre de 1852 hasta diciembre de 1856, ayudando también a redactarlo. En junio de 1858, el periódico pasó a manos de unos hábiles negociantes burgueses.- 513, 542
[2] Robin Goodfellow: ser fantástico que, en las creencias populares inglesas, desempeña el papel de genio bueno que ayuda al hombre en sus empresas; es uno de los principales personajes de la comedia de Shakespeare "Sueño de una noche de verano".- 514
[*] «El Juicio de Temis». (N. de la Edit.)