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IV

Para distinguir el bien del mal, los teólogos mosaicos, budistas, cristianos y musulmanes recurrían a la inspiración divina. Veían que el hombre, salvaje o civilizado, iletrado o docto, perverso o bueno y honrado, sabe siempre si obra bien o si obra mal, sobre todo, esto último; pero no encontrando explicación de este hecho general, han visto en ello la inspiración celeste. Los filósofos metafísicos nos han hablado a su vez de conciencia, de imperativo místico, lo que, por otra parte, no era más que un cambio de palabras.

Mas ni los unos ni los otros han sabido demostrar el hecho tan sencillo y tan palpable de que los animales que viven en sociedad saben distinguir entre el bien y el mal igual que el hombre. Y, lo que es más, que sus concepciones sobre este particular son en absoluto del mismo género que las del hombre. Entre los tipos mejor desarrollados de cada clase separada -pescados, insectos, aves, mamíferos- son hasta idénticos.

Los pensadores del siglo XVIII lo habían notado claramente; pero se les ha olvidado después, siendo a nosotros a quien toca ahora hacer comprender toda su importancia.

Forel, ese observador inimitable de las hormigas, ha demostrado, con una multitud de observaciones y de hechos, que cuando una hormiga se ha hartado de miel encuentra a otras hormigas con el vientre vacío, éstas le piden inmediatamente de comer. Y entre estos pequeños insectos es un deber para la hormiga satisfecha devolver la miel, a fin de que las hormigas hambrientas puedan satisfacerse a su vez. Preguntad a las hormigas si harían bien rehusando el alimento a sus compañeras habiendo satisfecho su hambre, y os responderán con sus propios actos, fáciles de comprender, que se portarían muy mal si tal hicieran. Hormiga tan egoísta sería tratada con más dureza que los enemigos de otra especie. Si esto ocurriera durante un combate entre dos especies distintas, abandonarían la lucha para encarnizarse con la egoísta. Esto demostrado se halla por experiencias que no dejan el menor asomo de duda.

O, mejor, preguntad a los pájaros que anidan en vuestro jardín si está bien no advertir a toda la banda que habéis arrojado algunas miguitas de pan en él, con el fin de que todos puedan participar de la comida; preguntadles si tal friquet (variedad de gorrión) ha obrado bien robando del nido de su vecino los tallos de paja que éste había recogido, y que el ladronzuelo no quiere tomarse el trabajo de realizar por sí mismo. Y los gorriones os responderán que eso está muy mal hecho, arrojándose todos sobre el ladrón y persiguiéndole a picotazos.

Preguntad también a las marmotas si está bien cerrar la entrada de su almacén subterráneo a las demás compañeras de colonia, y os responderán que no, haciendo toda clase de aspavientos a la avariciosa.

Preguntad, en fin, al hombre primitivo, al Tchouktche, por ejemplo, si está bien tomar comida de la tienda de uno de los miembros de la tribu en su ausencia, y os responderá que, si el hombre podía procurarse el alimento por sí mismo, eso hubiera sido muy mal hecho, pero que si estaba fatigado o necesitado, debía tomar el alimento allá donde quiera que lo encontrara. Mas en este caso habría hecho bien en dejar su gorra o su cuchillo, o siquiera un cabo de cuerda con un nudo, a fin de que el cazador ausente pudiera saber al entrar que ha tenido la visita de un amigo, y no la de un merodeador. Esta precaución le hubiera evitado los cuidados que le proporcionara la posible presencia de un merodeador en los alrededores de su tienda.

Millares de hecho semejantes podrían citarse, libros enteros podrían escribirse para mostrar cuán idénticas son las concepciones del bien y del mal, en el hombre y en los animales.

La hormiga, el pájaro, la marmota y el Tchouktche salvaje no han leído a Kant ni a los santos padres ni aun a Moisés; y, sin embargo, todos tienen la misma idea del bien y del mal. Si reflexionáis un momento acerca de lo que hay en el fondo de esa idea, veréis al instante que lo que se reputa bueno entre las hormigas, las marmotas y los moralistas cristianos o ateos es lo que se considera útil para la conservación de la especie, y lo que se reputa malo es lo que se considera perjudicial; no para el individuo, como decían Bentham y Mill, sino hermoso y bueno para la especie entera.

La idea del bien y del malo no tiene así nada que ver con la religión o la misteriosa conciencia; es una necesidad de las especies animales. Y cuando los fundadores de religiones, los filósofos y los moralistas, nos hablan de entidades divinas y metafísicas, no hacen más que recordarnos lo que las hormigas, los pájaros, practican en sus pequeñas colectividades:

¿Es útil a la colonia? Luego es bueno.

¿Es nocivo?

Entonces es malo.

Esta idea puede hallarse muy restringida entre los animales inferiores o muy desarrollada entre los más avanzados; pero su esencia es siempre la misma.

Para las hormigas no sale del hormiguero. Todas las costumbres sociales, todas las reglas de bienestar, no son aplicables más que a los individuos del mismo hormiguero. Es preciso devolver el alimento a los miembros de la colonia, nunca a los otros. Una colectividad no se confundirá con la otra, a menos que circunstancias excepcionales, tal como la destreza común a las dos, lo exijan. Del mismo modo, los gorriones del Luxemburgo, tolerándose de manera admirable, harán una guerra encarnizada a cualquier otro gorrión del square Monge que se atreviera a internarse en el Luxemburgo. El Tchouktche considerará al Tchouktche de otra tribu como un personaje sin derecho a que le sean aplicados los usos de la tribu. Les está permitido vender (vender es más o menos robar al comprador: entre los dos hay siempre engaño), mientras sería un crimen vender a los de su propia tribu: a éstos no se vende; se les da, sin tenerlo en cuenta jamás. Y el hombre civilizado, comprendiendo, en fin, las íntimas relaciones, aunque imperceptibles al primer golpe de vista, entre sí y el último de los papuas, extenderá sus principios de solidaridad a toda la especie humana y hasta a los animales. La idea se ensancha, pero el fondo es siempre el mismo.

El hombre primitivo podría encontrar muy bueno, es decir, muy útil a la raza, comerse a sus padres ancianos cuando llegan a ser una carga (muy pesada en el fondo) para la comunidad, Podría también encontrar bueno, es decir, para la comunidad matar a los niños recién nacidos y no guardar más que dos o tres de ellos por familia, a fin de que la madre pudiera amamantarlos hasta la edad de tres años y prodigarles su ternura.

Hoy las ideas han cambiado; pero los medios de subsistencia no son ya lo que eran en la edad de piedra. El hombre civilizado no está en la situación de la familia salvaje, la cual había de elegir entre dos males: o bien comerse a los ancianos o bien alimentarse todos insuficientemente y pronto encontrarse reducidos a no poder alimentar a los viejos ni a los pequeñuelos. Es preciso transportarse a esas dos edades, que apenas podemos evocar en nuestra imaginación, para comprender, que en aquellas circunstancias el hombre semisalvaje pudiera razonar con bastante acierto.

Los razonamientos pueden cambiar. La apreciación de lo que es útil o nocivo a la especie cambia, pero el fondo es inmutable. Y si se quisiera resumir toda esta filosofía del reino animal en una sola frase se vería que hormigas, pájaros, marmotas y hombres están de acuerdo en un punto determinado.

Los cristianos decían: No hagas a otro lo que contigo no quisieras sea hecho. Y añadían: Si no, serás arrojado al infierno.

La moralidad que se desprende de la observación de todo el conjunto del reino animal, superior en mucho a la precedente, puede resumiese así: Haz a los otros lo que quieras que ellos te hagan en igualdad de circunstancias.

Y añade:

«Nota bien que esto no es más que un consejo; pero ese consejo es el fruto de una larga experiencia de la vida de los animales asociados y entre la inmensa multitud de los que viven en sociedad, comprendiendo al hombre, obrar según ese principio ha pasado al estado de hábito. Sin ello, además, ninguna sociedad podría vencer los obstáculos naturales contra los cuales tiene que luchar.

¿Este principio tan sencillo es el que se desprende de la observación de los animales que viven en colectividad y de las sociedades humanas? ¿Es aplicable? ¿Y cómo pasa ese concepto al estado de costumbre, en constante desarrollo? Esto es lo que vamos a examinar ahora.


V

La idea del bien y del mal existe en la humanidad. El hombre, cualquiera que sea el grado de desarrollo intelectual que haya alcanzado, por oscurecidas que estén sus ideas en los prejuicios y el interés personal, considera generalmente como bueno lo que es útil a la sociedad en que vive, y como malo lo que es nocivo.

Mas, ¿de dónde viene esa concepción tan vaga con frecuencia que apenas podríasela distinguir de una aspiración? He ahí millones de seres humanos que nunca han pensado en su especie. La mayor parte no conocen más que el clan o la familia, difícilmente la nación -y aún más raramente, la humanidad-. ¿Cómo se pretende que puedan considerar como bueno lo que es útil a la especie humana, ni aun llegar al sentimiento de solidaridad con su clan, a pesar de sus instintos estrechamente egoístas?

Tal hecho ha preocupado mucho a los pensadores de otros algunos libros sobre este asunto. A nuestra vez vamos a dar tiempos. Continúa intrigándoles, y no pasa año que no escriban nuestra opinión sobre las cosas; pero digamos de paso que si la explicación del hecho puede variar, el hecho mismo no permanece por ello menos incontestable; y aun cuando nuestra explicación no fuera todavía la verdadera, o que no fuera completa, él, con sus lógicas consecuencias para el hombre, siempre persistiría. Podemos no comprender enteramente el origen de los planetas que giran alrededor del sol; los planetas girarán, sin embargo y uno de ellos nos arrastra consigo en el espacio.

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Ya hemos hablado de la explicación religiosa. Si el hombre distingue entre el bien y el mal, dicen los hombres religiosos, es que Dios le ha inspirado esta idea. Útil o nociva, no admite discusión; no hay más sino obedecer a la idea de su creador. No nos detengamos en ella, fruto del terror y de la ignorancia del salvaje. Pasemos.

Otros, como Hobbes, han intentado explicarla por la ley. Sería la ley la que había desarrollado en el hombre el sentimiento de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal. Nuestros lectores apreciarán por sí mismos esta explicación.

Saben que la ley ha utilizado sencillamente las aspiraciones sociales del hombre para deslizarle, con preceptos de moral por él aceptados, órdenes útiles a la minoría de los explotadores, a los cuales rechazaba. Ha pervertido el sentimiento de justicia en lugar de desarrollarlo. Prosigamos aún.

No nos detengamos tampoco en la de los utilitarios. Quieren que el hombre obre moralmente por interés personal, y olvide sus sentimientos de solidaridad que existen, cualquiera que sea su origen. Hay algo de verdad en ello, pero no es aún toda la verdad. Sigamos adelante.

Será siempre a los pensadores del siglo XVIII a quienes pertenece la gloria de haber adivinado, en parte por lo menos, el origen del sentimiento moral.

En un libro soberbio, alrededor del cual la clerigalla ha hecho el silencio, y es, en efecto, poco conocido de la mayor parte de los pensadores, hasta de los antirreligiosos, Adam Smith ha puesto el dedo sobre el verdadero origen del sentimiento moral. No va a buscarlo en las ideas religiosas o místicas; lo encuentra en el simple sentimiento de simpatía.

Veis que un hombre pega a un niño; comprendéis que el niño apaleado sufre; vuestra imaginación hace sentir en vosotros el mal que se le inflinge, o bien sus lloros, su compungida carita os lo dice; y, si no sois un cobarde, os arrojáis sobre el hombre que pega al niño, se lo arrancáis a la fuerza.

Este ejemplo por sí solo explica casi todos los sentimientos morales. Cuando más poderosa es vuestra imaginación, mejor podéis comprender lo que siente un ser afligido, y más intenso, más delicado será vuestro sentimiento moral, más compelido os veréis a sustituir  a ese otro individuo; con mayor agudeza sentiréis el mal que se le haga, la injuria que le ha sido inferida, la injusticia de la cual ha sido víctima; mayor será vuestra inclinación a impedir el mal, la injuria o la injusticia; más habituado estaréis por las circunstancias, por los que os rodean, o por la intensidad de vuestro propio pensamiento y de vuestra propia imaginación a obrar en el sentido en que el pensamiento y la imaginación os empujan. Cuanto mayor sea en vos ese sentimiento moral, mayor predisposición tendrá para constituirse en hábito.

Eso es lo que Adam Smith desarrolla con abundancia de ejemplos. Era joven cuando escribió ese libro, infinitamente superior a su obra senil La economía política. Libre de todo prejuicio religioso, buscó la explicación en un hecho de la naturaleza humana: he ahí porqué durante un siglo la clerigalla con o sin sotana ha hecho el silencio alrededor de este libro.

La única falta de Adam Smith está en no haber comprendido que tal sentimiento de simpatía, convertido en hábito, existe entre los animales al igual que en el hombre.

No desagrada esto a los vulgarizadores de Darwin, ignorando en él todo lo que no había sacado de Malthus; el sentimiento de solidaridad es el rasgo predominante de la existencia de todos los animales que viven en sociedad. El águila devora al gorrión; el lobo, a las marmotas; pero las águilas y los lobos se ayudan entre sí para cazar; y los gorriones y las marmotas se prestan solidaridad también contra los animales de presa, pues sólo los poco diestros se dejan expoliar. En toda agrupación animal la solidaridad es una ley (un hecho general) de la naturaleza, infinitamente más importante que esa lucha por la existencia, cuya virtud nos cantan los burgueses en todos los tonos, a fin de mejor embrutecernos.

Cuando estudiamos el mundo animal y querernos comprender la razón de la lucha por la existencia, sostenida por todos los seres vivientes contra las circunstancias adversas y contra sus enemigos. Cuanto mejor cada miembro de la sociedad comprende la solidaridad para con los demás, mejor se desarrollan en todos esas dos cualidades que son los factores principales de la victoria y del progreso: de una parte, el valor, y la libre iniciativa del individuo, de la otra. Y cuando más, por el contrario, tal colonia o tal grupillo de animales pierde ese sentimiento de solidaridad (lo que sucede a consecuencia de una excepcional miseria o bien de una gran abundancia de alimento) tanto más los otros dos factores del progreso, valor y la iniciativa individual disminuyen, concluyendo por desaparecer, y la sociedad en decadencia sucumbe ante sus enemigos. Sin confianza mutua no hay lucha posible, no hay valor, no hay iniciativa, no hay solidaridad, no hay victoria; es la derrota segura.

Volveremos algún día sobre este asunto, y podremos demostrar, con lujo de pruebas, cómo en el mundo animal y humano la ley del apoyo mutuo es la ley del progreso; y cómo el apoyo mutuo, cual el valor y la iniciativa individual, que de él proviene, aseguran la victoria a la especie que mejor lo sabe practicar. Por el momento nos bastaría hacer constar el hecho. El lector comprenderá por sí mismo toda su importancia en la cuestión que nos ocupa.

Imagínese ahora ese sentimiento de solidaridad obrando a través de los millones de edades que se han sucedido desde que los primeros seres animados han aparecido sobre el globo; imagínese cómo ese sentimiento llegaba a ser costumbre y se transmitía por herencia desde el organismo microscópico más sencillo hasta sus descendientes -los insectos, los reptiles, los mamíferos y el hombre-, y se comprenderá el origen del sentimiento moral, que es una necesidad para el animal, como el alimento o el órgano destinado a digerirlo.

He ahí, sin remontarnos más lejos (pues aquí no sería preciso hablar de los animales complicados, originarios de colonias de pequeños seres extremadamente sencillos) el origen del sentimiento moral. Hemos debido ser en extremo concisos para desarrollar esta gran cuestión en el espacio de algunas páginas; pero eso basta ya para ver en ello que no hay nada de místico ni sentimental. Sin esa solidaridad del individuo con la especie, nunca el mundo animal se hubiera desarrollado ni perfeccionado. El ser más adelantado en la tierra sería aún uno de esos pequeños grumos que flotan en las aguas y que apenas se perciben con el microscopio. Ni aun existirían las primeras agregaciones de células: ¿no son ya un acto de asociación para la lucha?


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