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VI

Así vemos que observando las sociedades animales -no como burgueses interesados, sino como simples observadores inteligentes- se llega a hacer constar que este principio trata a los otros como si quisiera ser tratado por ellos en análogas circunstancias, se encuentra donde quiera que la asociación existe.

Y cuando se estudia más de cerca el desarrollo o la evolución del mundo animal, se descubre, con el zoólogo Kessler y el economista Tchernychevsky, que este principio, traducido en una sola palabra, solidaridad, ha tenido en el desenvolvimiento de los animales una parte infinitamente mayor que todas las adaptaciones que puedan resultar de las luchas individuales por la adquisición de personales ventajas.

Es evidente que la práctica de la solidaridad se encuentra todavía más desarrollada en las sociedades humanas. Sin embargo, agrupaciones de monos, las más elevadas en la escala animal, nos ofrecen una práctica de la solidaridad de las más atractivas. El hombre avanza todavía un paso en este camino; eso sólo le permite conservar su mezquina especie, en medio de los obstáculos que le opone la naturaleza, y desenvolver su inteligencia

Cuando se estudian las sociedades primitivas que se hallan hasta el presente en la edad de piedra, se ve en sus pequeñas comunidades la solidaridad practicada en su más alto grado para todos sus miembros.

He ahí por qué esa práctica de la solidaridad no cesa nunca, ni aun en las épocas peores de la historia; aun cuando las circunstancias temporales de dominación, de servidumbre, de explotación, hacen desconocer este principio, permanece siempre en el pensamiento de la mayoría de tal modo, que conduce a odiar las malas instituciones, a la revolución. Así se aprende; sin ella la sociedad debería perecer.

Para la inmensa mayoría de los animales y de los hombres, ese sentimiento se halla, y debe hallarse, convertido en hábito adquirido, de principio permanente en el espíritu, por más que se desconozca con frecuencia en los hechos.

Es toda la evolución del reino animal la que habla con nosotros; y es larga, muy larga; cuenta cientos de millones de años.

Aun cuando quisiéramos desembarazarnos de ella, no podríamos. Sería más fácil al hombre habituarse a andar en cuatro pies que desembarazarse del sentimiento moral. Es anterior en la evolución animal a la posición recta del hombre.

El sentido moral es en nosotros una facultad natural, igual que el sentido del olfato y del tacto.

En cuanto a la Ley y a la Religión, que también han predicado este principio, sabemos que lo han sencillamente escamoteado para con él cubrir su mercancía; sus prescripciones favorecen al conquistador, al explotador y al clérigo. Sin el principio de solidaridad, cuya justicia está generalmente reconocida, ¿cómo habrían tenido ascendiente sobre el espíritu?

Con él se cubrían uno a otro a semejanza de la autoridad, la cual también consiguió imponerse, declarándose protectora de los débiles contra los fuertes.

Arrojando por la borda la Ley, la Religión y la Autoridad, volverá la humanidad a tomar posesión del principio moral, que se había dejado arrebatar, a fin de someterlo a la crítica y de purgarlo de las adulteraciones con las que el clérigo, el juez y el gobernante lo habían emponzoñado y lo emponzoñan todavía.

Pero negar el tal principio porque la Iglesia y la Ley lo han explotado sería tan poco razonable como declarar que no se lavará nunca, que comerá cerdo infectado de triquinas y que no querrá la posesión en común del suelo, porque el Corán prescribe lavarse todos los días, porque el higienista Moisés prohibía a los hebreos comer tocino, o porque el Chariat (el suplemento del Corán) quiere que toda la tierra que permanezca inculta durante tres años vuelva a la comunidad.

Además, ese principio de tratar a los demás como uno quiere ser tratado, ¿qué es sino el genuino principio fundamental de la Anarquía? ¿Y cómo puede uno llegar a creerse anarquista sin ponerlo en práctica?

No queremos ser gobernados. Pero por eso mismo, ¿no declaramos que no queremos gobernar a nadie? No queremos ser engañados, queremos que siempre se nos diga la verdad. Pero con esto, ¿no declaramos que nosotros no queremos engañar a nadie, que nos comprometemos a decir siempre la verdad, nada más que la verdad? No queremos que se nos roben los frutos de nuestro trabajo. Pero, por lo mismo, ¿no declaramos respetar los frutos del trabajo ajeno?

¿Con qué derecho, en efecto, pediríamos que se nos tratase de cierta manera, reservándonos tratar a los demás de un modo completamente opuesto? Seríamos acaso como el oso blanco (Se refiere al zar) de los kirghises que puede tratar a los demás como bien le parece?

Nuestro sencillo concepto de igualdad se subleva a esta sola idea.

La igualdad en las relaciones mutuas, y la solidaridad que de ella resulta necesariamente: he ahí el arma más poderosa del mundo animal en su lucha por la existencia.

Y la igualdad es la equidad.

Llamándonos anarquistas declaramos por adelantado que renunciamos a tratar a los demás como nosotros no quisiéramos ser tratados por ellos; que no tolerarnos más la desigualdad, lo cual permitiría a alguno de entre nosotros ejercitar la violencia o la astucia o la habilidad del modo que nos desagradaría a nosotros mismos. Pero la igualdad en todo -sinónimo de equidad- es la anarquía misma. ¡Al diablo el oso blanco, que se abroga el derecho de engañar la sencillez de los otros! No le queremos, y lo suprimimos por necesidad. No es únicamente a esa trinidad abstracta de Ley, Religión y Autoridad a quien declaramos la guerra.

En llegando a ser anarquista, se la declaramos al cúmulo de embustería, de astucia, de explotación, de depravación, de vicio, en una palabra de desigualdad, que han vertido en los corazones de todos nosotros. Se la declaramos a su manera de obrar, a su manera de pensar. El gobernado, el engañado, el explotado, la prostituta, etc., hieren ante todo nuestros sentimientos de igualdad. En el nombre de la Igualdad, no queremos ya ni prostitutas, ni explotados, ni engañados, ni gobernados.

Se nos dirá acaso, se ha dicho alguna vez: «Pero si pensáis que precisa tratar siempre a los demás como vos mismo queréis ser tratados, ¿con qué derecho usaríais de la fuerza en determinadas circunstancias? ¿Con qué derecho dirigir los cañones contra los bárbaros o civilizados que invaden vuestro país?, ¿Con qué derecho matar no sólo a un tirano, pero ni a una simple víbora?

¿Con qué derecho? ¿Qué entendéis por esta palabra barroca arrancada a la Ley? ¿Queréis saber si tendría conciencia de obrar bien haciendo eso? ¿Si los que yo aprecio encontrarán que he hecho bien? ¿Es eso lo que preguntáis?

En ese caso, nuestra contestación es sencilla.

Ciertamente que sí; porque nosotros pedimos que se nos mate, sí, como animales venenosos, si vamos a hacer una invasión al Tonkín, o a la Zululandia, cuyos habitantes no nos han hecho nunca mal alguno. Decimos a nuestros hijos: «Mátame, si me paso al partido de los invasores.»

Ciertamente que sí; porque pedimos se nos desposea, si un día, mintiendo a nuestros principios, nos apoderamos de una herencia -sería llovida del cielo- para emplearla en la explotación de los demás.

Ciertamente que sí; porque todo hombre de corazón pide que antes se le aniquile que llegar a ser víbora; que se le hunda un puñal en el corazón, si alguna vez ocupara el lugar de un tirano destronado.

Sobre cien hombres que tengan mujer e hijos habrá noventa que, sintiendo la proximidad de la locura (la pérdida del registro cerebral en sus acciones), intentarán suicidarse por miedo de hacer mal a los que aman. Cada vez que un hombre de corazón comprende que se hace peligroso a los que son objeto de su cariño, prefiere morir antes que llegar a tal extremo.

Cierto día, en Irkurtsk, un doctor polaco y un fotógrafo son mordidos por un perrito rabioso. El fotógrafo se quema la herida con hierro candente, el médico se ciñe a cauterizarla. Es joven, hermoso, rebosando salud; acababa de salir de la mazmorra a la cual el Gobierno le había condenado por su adhesión a la causa del pueblo. Fuerte con su saber y, sobre todo, con su inteligencia, hacía curas maravillosas; los enfermos le adoraban. Seis semanas más tarde se apercibe de que el brazo mordido comienza a inflamarse. Aun siendo doctor, no puede evitarlo: era la rabia, que se manifestaba. Corre a casa de un amigo, doctor desterrado como él. «¡Pronto, venga la estricnina, te lo ruego! ¿Ves este brazo? ¿Sabes lo que es? Dentro de una hora, o menos, seré presa de la rabia; intentaré morderte a ti y a los amigos; no pierdas tiempo; venga la estricnina; es preciso morir.» Se sentía víbora y quería que se le matara.

El amigo vaciló, quiso ensayar un tratamiento antirrábico. Con una mujer animosa, ambos se pusieron a cuidarle.... y dos horas después, el doctor, espumarajeando, se arrojaba sobre ellos pretendiendo morderles. Después volvía en sí, reclamaba la estricnina, y rabiaba de nuevo. Murió, por fin, en medio de horrorosas convulsiones.

¡Qué de hechos no podríamos citar basados en nuestra propia experiencia! El hombre valeroso prefiere morir a llegar a ser la causa del mal de otros. Y esto es porque tendrá conciencia del bien obrar y la aprobación de los que estimo le seguirá si mata la víbora o el tirano.

Perovskaya y sus amigos han matado al Zar ruso. Y la humanidad entera, a pesar de su repugnancia por la sangre vertida, a pesar de sus simpatías por quien había permitido liberar a los siervos, les ha reconocido este derecho.

-¿Por qué? No es que ella haya reconocido el acto útil, las tres cuartas partes dudan aún, sino porque ha comprendido que por todo el oro del mundo Perovskaya y sus amigos no habrían consentido en llegar a ser tiranos a su vez. Aun los mismos que ignoran los detalles del drama están seguros, sin embargo, de que no ha sido una bravata de gente joven, un crimen palaciego, ni la ambición del poder; era el odio a la tiranía hasta el desprecio de sí mismo, hasta la muerte.

«Aquellos -se han dicho- habían conquistado el derecho a matar» Como se ha dicho de Luisa Michel: «Tenía el derecho de pillar», o, todavía: «Ellos tienen el derecho de robar», hablando de esos terroristas que vivían de pan seco y que robaban un millón o dos al tesoro de Kichineff, tomando con riesgo de sus propias vidas todas las precauciones posibles para evitar la responsabilidad de la guardia que custodiaba la caja con bayoneta calada.

Este derecho de usar de la fuerza la humanidad no lo rehúsa jamás a los que lo han conquistado; aunque ese derecho sea ejercitado sobre las barricadas o a la vuelta de una esquina. Pero para que tal acto produzca profunda impresión en los espíritus es menester conquistar ese derecho. De no ser así el acto -útil o no- se consideraría un simple hecho brutal, sin importancia para el progreso de las ideas. No se vería en él más que una suplantación de fuerza, una sencilla sustitución de un explotador por otro.


VII

Hasta ahora, hemos hablado de acciones conscientes, reflexivas del hombre (de las que hacemos dándonos cabal cuenta). Pero al lado de la vida consciente, encontramos la vida inconsciente, infinitamente más vasta, y demasiado ignorada en otro tiempo. Sin embargo, basta observar la manera como nos vestimos por la mañana, esforzándonos por abrochar un botón que sabemos haber perdido la víspera, o llevando la mano para coger un objeto que nosotros mismos hemos cambiado de lugar, para tener idea de esa vida inconsciente y concebir el importante papel que desempeña en nuestra existencia.

Las tres cuartas partes de nuestras relaciones con los demás son actos de esa vida inconsciente. Nuestra manera de hablar, de sonreír o de fruncir las cejas, de engolfarnos en la discusión o de permanecer silenciosos; todo eso lo hacemos sin darnos cuenta de ello, por simple hábito, ya heredado de nuestros antepasados humanos o prehumanos (no hay más que ver la semejanza en la expresión del hombre y del animal cuando uno y otro se incomodan) o bien adquirido consciente o inconscientemente.

Nuestro modo de obrar para con los demás pasa así al estado de hábito. El hombre que haya adquirido el máximum de costumbres morales será ciertamente superior a ese buen cristiano que pretende siempre ser empujado por el diablo a hacer el mal, y que no puede impedirlo mas que evocando las penas del infierno o los goces del paraíso.

Tratar a los demás como él mismo quisiera ser tratado pasa, en el hombre, y en los animales sociales, al estado de simple costumbre; si bien, generalmente, el hombre no se pregunta cómo debe obrar en tal circunstancia. Obra mal o bien sin reflexionar. Sólo en circunstancias excepcionales, en presencia de un caso complejo, o bajo el impulso de una pasión ardiente, vacila; entonces las diversas partes de su cerebro (órgano muy complejo, cuyas partes distintas funcionen con cierta independencia), entra en lucha.

Entonces sustituye con la imaginación a la persona que está enfrente de él, pregunta si le agradaría ser tratado de la misma manera; y su decisión será tanto más moral cuanto mejor identificado esté con la persona a la cual estaba a punto de herir en su dignidad o en sus intereses. O bien un amigo intervendrá y le dirá: «Imagínate tú en su lugar. ¿Es que tú habrías sufrido ser tratado por él como tú le acabas de tratar?» Y eso basta.

La apelación al principio de igualdad no se hace más que en un momento de vacilación, mientras que en noventa y nueve casos sobre ciento obramos moralmente por costumbre.

Se habrá notado ciertamente que en todo lo que hemos dicho hasta ahora no hemos tratado de imponer nada. Hemos expuesto sencillamente cómo las cosas pasan en el mundo animal y entre los hombres.

La Iglesia amenazaba en otro tiempo a los hombres con el infierno para moralizarles, y sabemos cómo lo ha conseguido: desmoralizándolos; el juez, amenazando con la argolla, con el látigo, con la horca, siempre en nombre de esos mismos principios de sociabilidad que a la sociedad ha escamoteado, la desmoraliza. Y los autoritarios de toda clase claman también contra el peligro social a la sola idea de que el juez pueda desaparecer de la tierra al mismo tiempo que el cura.

Ahora bien, nosotros no tememos renunciar al juez ni a la condenación. Renunciamos, como Guyau, a toda sanción, a toda obligación moral. No tememos decir: «Haz lo que quieras y como quieras»; porque estamos persuadidos de que la inmensa mayoría de los hombres, a medida que sean más ilustrados y se desembaracen de las trabas actuales, hará y obrará siempre en una dirección determinada, útil a la sociedad, como estamos persuadidos de que el niño andará un día sobre sus pies, y no a cuatro patas, sencillamente porque ha nacido de padres que pertenecen a la especie humana.

Todo lo más que podemos hacer es dar un consejo, y aun dándolo añadimos: «Ese consejo no tendrá valor más que si tú mismo conoces, por la experiencia y la observación, que es bueno de seguir.»

Cuando vemos a un joven doblar la espalda y oprimir así el pecho y los pulmones, le aconsejamos que enderece, que mantenga la cabeza levantada y el pecho abierto, que aspire el aire a plenos pulmones ensanchándolos, porque en esto encontrará la mejor garantía contra la tisis. Pero al mismo tiempo le enseñamos la fisiología, a fin de que conozca las funciones de los pulmones y escoja por sí mismo la postura que más le conviene.

Es cuanto podemos hacer como hecho moral. No tenemos más que el derecho de dar un consejo, al cual añadiremos: «Síguelo, si te parece bueno.»

Pero dejando a cada uno obrar como mejor le parezca. Negando a la sociedad el derecho de castigar, fuere lo que fuere y de la manera que sea, por cualquier acto antisocial que haya cometido, no renunciamos a nuestra facultad de amar lo que nos parezca malo. Amar y odiar, pues sólo los que saben odiar saben amar. Podemos reservarnos eso, y puesto que ello sólo basta a toda sociedad animal para mantener y desenvolver los sentimientos morales, bastará tanto mejor a la especie humana.

Sólo pedimos una cosa; eliminar todo lo que en la sociedad actual impide el libre desenvolvimiento de estos dos sentimientos, todo lo que falsea nuestro juicio: el Estado, la Iglesia, la Explotación, el juez, el clérigo, el Gobierno, el explotador.

Hoy, al ver un Jack el destripador degollar de corrido diez mujeres de las más pobres, de las más miserables -y moralmente superiores a las tres cuartas partes de los ricos burgueses-, nuestra primera impresión es la del odio. Si le encontramos el día en que ha degollado a esa mujer que quería hacerse pagar por él los treinta céntimos de su tugurio, le habríamos alojado una bala en el cráneo, sin reflexionar que la bala hubiera estado mejor colocada en el cráneo del propietario.

Pero cuando nos acordamos de todas las infamias que han conducido a cometer todos esos asesinatos, cuando pensamos en las tinieblas en las cuales rueda perseguido por las imágenes de libros inmundos, o por pensamientos enardecidos por libros estúpidos, nuestro sentimiento se aminora; y el día en que supiéramos que Jack estaba en poder de un juez que tranquilamente ha cortado diez veces más vidas de hombres, de mujeres y de niños que todos los Jack; cuando nosotros contáramos en las manos de esos fríos maníacos, o de esas gentes que envían a un Borrás a la prisión para demostrar a los burgueses que ellos son su salvaguardia, entonces todo nuestro odio contra Jack el destripador desaparecerá, se dirigirá a otra parte, transformaríase en odio contra la sociedad cobarde e hipócrita, contra sus representantes oficiales. Todas las infamias de un destripador desaparecen ante las cometidas en nombre de la Ley. A ella odiamos.

Hoy nuestro sentimiento se reduce continuamente. Comprendemos que todos somos, más o menos voluntariamente, los autores de esta sociedad. No nos atrevemos ya a odiar. ¿Osamos acaso amar? En una sociedad basada en la explotación y la servidumbre, la naturaleza humana se degrada.

Pero a medida que la servidumbre vaya desapareciendo volveremos a posesionarnos de nuestros derechos; sentiremos la necesidad de odiar y de amar aún en casos tan complicados como el que acabamos de citar.

En cuanto a nuestra vida ordinaria, demos ya libre curso a nuestras simpatías o antipatías; lo hacemos a cada momento.

Todos apreciamos la energía moral y despreciamos la debilidad, la cobardía. A cada instante nuestras palabras, nuestras miradas y nuestras sonrisas expresan nuestro gozo a la vista de actos útiles a la humanidad que consideramos buenos; a cada instante manifestamos por nuestras miradas y nuestras palabras la repugnancia que nos inspiran la cobardía, la mentira, la intriga, la falta de valor moral. Traicionamos nuestro disgusto cuando bajo la influencia de una educación de savoir vivre, es decir, de hipocresía, procuramos aún disimular ese disgusto bajo apariencias falaces, que desaparecerán a medida que las relaciones de igualdad se establezcan entre nosotros.

Pues bien; esto sólo basta ya para mantener a cierto nivel la concepción del bien y del mal, eso bastará tanto más cuanto no habrá entonces ni juez ni cura en la sociedad; tanto mejor cuanto que los principios morales perderán todo carácter de obligación, siendo considerados como simples relaciones entre iguales.

Y, sin embargo, a medida que esas simples relaciones se establecen, una nueva concepción moral aún más elevada surge en la sociedad, cuya es la que vamos a analizar.


VIII

Hasta ahora, en todo nuestro anterior análisis no hemos hecho sino exponer simples principios de igualdad. Nos hemos sublevado y hemos invitado a los demás a sublevarse contra los que se abrogan el derecho de tratar a otro como ellos no quisieran de ninguna manera ser tratados; contra los que no querrían ni ser engañados, ni explotados, ni embrutecidos, ni prostituídos, sino que lo hacen por culpa de los demás. La mentira, la brutalidad, etc., son repugnantes no porque sean desaprobados por los códigos de moralidad -descontemos esos códigos-, son repugnantes, porque la mentira, la brutalidad, etc., sublevan los sentimientos de igualdad de aquel para quien la igualdad no es una vana palabra: sublevan, sobre todo, a quien es realmente anarquista en su manera de pensar y obrar.

Este solo principio tan sencillo, tan natural y tan evidente -si fuera generalmente aplicado en la vida-constituiría ya una moral muy elevada, comprendiendo todo cuanto los moralistas han pretendido enseñar.

El principio igualitario resume las enseñanzas de los moralistas. Contiene también algo más, y ese algo es el respeto del individuo. Proclamando nuestra moral igualitaria y anarquista, rehusamos la abrogación del derecho que los moralistas han pretendido ejercer: el de mutilar a un individuo en nombre de cierto ideal que creían bueno. Nosotros no reconocemos ese derecho a nadie, no lo queremos para nosotros.

Reconocemos la libertad completa del individuo; queremos la plenitud de su existencia, el desarrollo de sus facultades. No queremos imponerle nada, volviendo así al principio que Fourier oponía a la moral de las religiones, al decir: «Dejad a los hombres absolutamente libres, no les mutiléis; bastante lo han hecho las religiones. No temas siquiera sus pasiones; en una sociedad libre no ofrecerán ningún peligro.»

En atención a que vosotros mismos no abdicáis de vuestra libertad, en atención a que no os dejáis esclavizar por los demás, y en atención a que a las pasiones violentas de tal individuo opondréis vuestras pasiones sociales, igualmente vigorosas, no tenéis que temer nada en la libertad.

Renunciamos a mutilar al individuo en nombre de ideal alguno; todo cuanto nos reservamos es el derecho de expresar francamente nuestras simpatías y antipatías para lo que encontramos bueno o malo. Tal engaña a sus amigos. ¿Es su voluntad, su carácter? -¡Sea! Ahora bien, es propio de nuestro carácter, de nuestra voluntad, menospreciar al embustero.

Y una vez que tal es nuestro carácter, seamos francos. No nos precipitemos hacia él para oprimirle contra nuestro pecho, y tomar afectuosamente la mano, como se hace hoy. A su pasión activa oponemos la nuestra, también activa y enérgica.

Es cuanto tenemos el derecho y el deber de hacer para mantener en la sociedad el principio igualitario; más aún, el principio de igualdad puesto en práctica.

Todo esto, bien entendido, no se hará enteramente sino cuando las grandes causas de depravación, capitalismo, religión, justicia, Gobierno, hayan dejado de existir; pero puede hacerse ya en gran parte hoy. Se hace.

Sin embargo, sí las sociedades no conocieran más que ese principio de igualdad, si cada uno, ateniéndose al concepto de equidad mercantilista, se guardara en todo momento de dar a los otros algo más de lo que ellos reciben, sería la muerte inevitable de la sociedad.

Hasta la noción de igualdad desaparecería de nuestras relaciones, puesto que para mantenerla es preciso que algo más grande, más bello, más vigoroso que la simple equidad, se produzca sin cesar en la vida.

Y esto se produce.

Hasta ahora no le han faltado nunca a la humanidad grandes razones que, desbordando de ternura, de ingenio o de voluntad, empleaban su sentimiento, su inteligencia o su actividad en servicio del género humano, sin exigirle nada a cambio.

Esa fecundidad del genio, de la sensibilidad o de la voluntad toma todas las formas posibles. Ya es el investigador enamorado de la verdad, que, renunciando a todos los demás placeres de la vida, se entrega con pasión a la investigación de lo que él cree ser verdadero y justo, en contra de las afirmaciones de los ignorantes que le rodean; ya es el inventor que vive de la gloria póstuma, olvida hasta el alimento y apenas toca el pan que una mujer, toda abnegación, le hace comer como a un niño, mientras persigue su invención, destinada, según él, a cambiar la faz del mundo; ya es el revolucionario ardiente, para quien todos los goces del arte, de la ciencia, de la misma familia, parecen áridos en tanto no estén compartidos por todos, trabajando en regenerar el mundo a pesar de la miseria y de las persecuciones; ya es el mozalbete que al oír relatar las atrocidades de los invasores, creyendo a ciegas en las leyendas del patriotismo que le han contado, va a inscribirse en un cuerpo franco, anda por la nieve, sufre el hambre, y concluye por caer bajo las balas.

Es el granujilla de París, que, mejor inspirado y dotado de inteligencia más fecunda, escogiendo mejor sus aversiones y sus simpatías, corre a las murallas con su hermanito, resiste la lluvia de los obuses y muere murmurando: ¡Viva la Communa!; es el hombre que se subleva a la vista de una iniquidad sin preguntar qué resultará de ello, y, cuando todos doblan el espinazo, desenmascara la iniquidad, hiere al explotador, al tiranuelo de la fábrica o al gran tirano de un imperio; son, en fin, todos esos sacrificios sin número menos llamativos, y por eso desconocidos casi siempre, que se pueden ver constantemente, sobre todo en la mujer, a quien se quiere encargar el trabajo de abrir los ojos y notar lo que constituye el fondo de la humanidad, lo cual le permite también instruirse bien o mal a pesar de la explotación y la opresión que sufre.

Aquellos fraguan, unos en la oscuridad, otros en campo más amplio, los verdaderos progresos de la humanidad. Y la humanidad lo sabe. Por lo mismo, rodea sus vidas de respeto, de leyendas. Hasta los embellece y los hace héroes de sus cuentos, de sus canciones, de sus novelas. Ama en ellos el valor, la bondad, el amor y la abnegación que falta a la mayoría. Transmite sus recuerdos a sus hijos, se acuerda hasta de los que no han trabajado más que en el estrecho círculo de la familia y de los amigos, venerando su memoria en las tradiciones familiares.

Aquellos constituyen la verdadera felicidad -la única, por otra parte, digna de tal nombre-, no siendo el resto sino sencillas relaciones de igualdad. Sin esos ánimos y esas abnegaciones, la humanidad estaría embrutecida en la ciénaga de mezquinos cálculos. Aquellos, en fin preparan la moralidad del porvenir, la que vendrá cuando, cesando de contar, nuestros hijos crezcan con la idea de que el mejor uso de toda cosa, de toda energía, de todo valor, de todo amor, está donde la necesidad de esta fuerza se siente con mayor viveza.

Esos ánimos, esas abnegaciones, han existido en todo tiempo, se las encuentra en los animales, se las encuentra en el hombre hasta en las épocas de mayor embrutecimiento: y en todo tiempo las religiones han procurado apropiárselas, acuñarlas en su propia ventaja, y si las religiones viven todavía es porque, aparte la ignorancia, en todo tiempo han apelado precisamente a esas abnegaciones, a esos rasgos de valor. A ellos apelan también los revolucionarios, sobre todo los revolucionarios socialistas. y otros, han caído a su vez en los errores que ya hemos señalado en cuanto a explicarlos, los moralistas religiosos, utilitarios

Pertenece a, ese joven filósofo, Guyau -a ese pensador anarquista sin saberlo- haber iniciado el verdadero origen de tal valor y de tal abnegación, independiente de toda fuerza mística, independientes de todos esos cálculos mercantiles, bizarramente imaginados por los utilitarios de la escuela inglesa.

Allá, donde las filosofías kantianas, positivista y evolucionista se han estrellado, la filosofía anarquista ha encontrado el verdadero camino.

Su origen, ha dicho Guyau, es el sentimiento de su propia fuerza, es la vida que se desborda, que busca esparcirse. «Sentir interiormente lo que uno es capaz de hacer es tener conciencia de lo que se ha dicho el deber de hacer.»

El impulso moral del deber que todo hombre ha sentido en su vida -y que se ha intentado explicar por todos los misticismos-, el deber no es otra cosa que una superabundancia de vida, que pide ejercitarse, darse es al mismo tiempo la conciencia de un poder.

Toda energía acumulada ejerce presión sobre los obstáculos colocados ante ella. Poder obrar es deber obrar. Y toda esa obligación moral, de la cual se ha hablado y escrito tanto, despojada de toda suerte de misticismos, se reduce a esta verdadera concepción: La vida no puede mantenerse sino a condición de esparcirse.

«La planta no puede impedir su florecimiento. Algunas veces, florecer para ella es morir. ¡No importa, la savia sube siempre!»; concluye el joven filósofo anarquista.

Lo mismo le sucede al ser humano cuando está pletórico de fuerza y de energía. La fuerza se acumula en él; esparce su vida-, da sin contar, sin lo cual no viviría; y si debe perecer, como la flor, deshojándose, no importa; la savia sube, si la hay.

Sé fuerte: desborda de energía pasional e intelectual, y verterás sobre los otros tu inteligencia, tu amor, tu actividad.

He ahí a qué se reduce toda la enseñanza moral, despojada de las hipocresías del ascetismo oriental.



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