Anton PANNEKOEK

Los Consejos Obreros

 

 

Capítulo tercero:
El pensamiento

 

 

1. Las ideologías

Toda lucha social es también una lucha de ideas, de concepciones, de pensamientos. Por otra parte, así es como esa lucha comienza y así como continúa.

El hombre se distingue del animal por su conciencia, por el pensamiento consciente, por la acción consciente. En general, la reflexión y la deliberación preceden a sus acciones. Pero el hombre no escapa sin duda al hecho de que sus acciones están determinadas por las necesidades de su existencia y marcadas por sus contactos con el mundo exterior, del cual él extrae sus medios de subsistencia, es decir, todo lo necesario para mantener su vida. Mas en el hombre la influencia del mundo exterior, transmitida por intermedio de los sentidos, se ejerce por un rodeo; asume en primer lugar la forma de pensamientos, de imágenes mentales, y puede alcanzar el nivel de un conocimiento, de una comprensión; los pensamientos, las imágenes mentales, los conocimientos y la comprensión determinan después la voluntad y los actos del hombre.

Sin embargo, no todo ocurre exactamente de esta manera. No hay una diferencia tan tajante entre el hombre y el animal; con algunas modificaciones, lo que vale respecto de uno vale también respecto del otro. Como ocurre con todos los organismos, la mayor parte de las acciones cotidianas del hombre se realizan automáticamente; constituyen una reacción inmediata a las impresiones exteriores o derivan de costumbres asimiladas desde la infancia, y no hacen intervenir explícitamente al cerebro. Y ni siquiera todas las acciones que los hombres realizan de manera no automática son objeto de profunda reflexión ni decididas por una deducción consciente a partir de la experiencia. Todo lo que los hombres han vivido, todo lo que han conocido influye sobre su espíritu, pero a menudo sin que ello sea consciente; todo eso se acumula en forma de experiencia, determina sus opiniones y sus actitudes vitales, domina su subconsciente. Y más tarde, todo eso reaparece de pronto en forma de acciones espontáneas o de opiniones intuitivas, que no se basan en ningún razonamiento explícito pero que se admiten de inmediato, sin duda ni vacilación. Sin embargo, además de esas intuiciones, el hombre tiene también el pensamiento consciente. Cada vez que debe escoger bajo la acción de influencias contradictorias o en el curso de transformaciones y de luchas, cada vez que vacila o duda, cada vez que se da cuenta de que su acción ha sido espontánea, irreflexiva, se pone a pensar conscientemente. Y a las imágenes mentales, a las ideas que desarrolla en esas ocasiones, las reúne, las compara entre sí y termina por hacerIes tomar una forma coherente, la forma de un sistema de ideas, de una ideología.

La ideología de un hombre forma parte de su concepción del mundo. Esta concepción del mundo constituye una suma, una práctica vital, cierta actitud frente a la existencia y a los otros hombres que se manifiesta de manera inconsciente en todos sus actos, en todos sus hábitos; es una visión de la sociedad y del trabajo que luego, bajo una forma más consciente, se reconoce en sus ideas, sus concepciones del derecho, sus opiniones políticas, su religión. En la vida práctica, el hombre adquiere la experiencia de lo que le es, en general, útil y necesario: eso es lo que considera bueno. Realiza también la experiencia de la manera en que debe comportarse en sus relaciones con los otros hombres: eso es lo que designa con los nombres de costumbre y de moral. El hombre realiza esta experiencia de manera más o menos consciente, y esta conciencia depende de la medida en que conoce las fuerzas más o menos generales, y a menudo muy poderosas, cuya acción no puede prever pero que determinan su suerte. Está en la naturaleza del espíritu humano considerar como esencial lo que ve que se repite de la misma manera a intervalos regulares y lo que es permanente, pues a partir de ello puede calcular y determinar sus acciones ulteriores. Así, a partir de la experiencia vital se forman nociones acerca de lo que es en general, y por consiguiente de manera esencial y permanente, bueno, malo, justo, moral. Así se forman las ideas generales sobre las fuerzas que dominan el mundo, que deciden acerca de la vida y de la suerte del hombre, del pasado y del porvenir, de los objetivos y del sentido de la vida. Y todas estas nociones se desarrollan y reúnen, constituyen una ideología, que se mantendrá sólida mientras el modo de producción, por consiguiente las formas de existencia de las que ella proviene, sean buenos y pennanezcan sin cambio durante largo tiempo. Pero entonces la ideología se convierte en una suma de verdades intocables, sagradas, y se esclerosa. Ello no impide que se continúen enseñando esas verdades a la juventud, que se las presente ante ella como la herencia espiritual de la sabiduría de sus antepasados, que se le exija que se impregne de ellas para adaptarse más rápida y fácilmente al sistema social vigente.

Pero la sociedad se desarrolla, y en el curso de los siglos recientes este proceso ha ocurrido con una rapidez cada vez mayor; las formas de trabajo se modifican. Las relaciones entre los hombres, su actitud hacia el trabajo, hacia la naturaleza, la sociedad, las fuerzas superiores que los dominan, también evolucionan. Y esto determina una evolución de los puntos de vista acerca de la vida y del mundo. Nacen nuevas relaciones en las mentes y, lo que es más importante, las viejas concepciones tradicionales entran en conflicto con las ideas nuevas, que se ordenan en una concepción del mundo enteramente original. Cuando nació la burguesía se enfrentaron de esta manera las viejas concepciones de solidaridad social (fidelidad y lealtad al señor, obligaciones con las corporaciones) y las nuevas ideas sobre la libertad del individuo y el desarrollo de la personalidad (libre disposición de la vida y de la propia suerte, reivindicación de los derechos del hombre y del ciudadano). Y en este caso no se trataba de algunas ideas nuevas aisladas, sino práctica y fundamentalmente de un conjunto de nuevas leyes y de nuevas instituciones indispensables para la satisfacción de las nuevas necesidades sociales. Y justamente para instaurarlas comenzó la lucha práctica. Tanto la necesidad que uno experimenta como el objetivo que se fija, origen de la lucha por un cambio en la política y el derecho y fuente de fuerzas de esa misma lucha, están anclados en la práctica. Pero los objetivos que los hombres quieren alcanzar prácticamente en la política y el derecho sólo los ven como una consecuencia de las ideas nuevas.

Así, la lucha para instalar una sociedad nueva, un nuevo modo de producción, toma la forma de una lucha de ideas, de una lucha entre concepciones del mundo. Y la concepción nueva no está ligada, para sus partidarios, a una aplicación práctica, y por tanto limitada: les aparece como una verdad absoluta, siempre buena y definitivamente general. Pero pese a esto, no se trata de una abstracción estéril. Las ideas nuevas brotan como una flor fresca y plena de savia, a partir de una realidad bien viva. Y la nueva concepción del mundo se yergue frente a la vieja ideología, completamente esterilizada, transformada en una especie de objeto sagrado, que pretende ser la verdad absoluta, inmutable, y que trata de utilizar su autoridad para prevenir todas las modificaciones, no obstante necesarias, de las instituciones sociales. Las viejas ideologías son verdades de ayer, hoy esclerosadas, que se oponen a la verdad nueva pues continúan considerándose a sí mismas como la verdad absoluta y, por ende, eterna.

En el curso del desarrollo de las sociedades humanas, la lucha de una clase para establecer un modo de producción nuevo fue siempre, simultáneamente, una lucha para hacer triunfar ideas generales nuevas. Y a los ojos de los hombres esta lucha aparece a menudo como una simple lucha de ideas. Para la burguesía se trataba de una lucha entre una nueva concepción del derecho y de la libertad, y la antigua doctrina, que se apoyaba sobre la religión y sobre una forma específica de la solidaridad social. Pero no se olvidaba, naturalmente, ni por un instante, el contenido material verdadero, los objetivos económicos. En el curso de la Revolución Francesa, por ejemplo, la burguesía se aplicaba -y ésta era la cuestión más importante- a la instauración de leyes que garantizaran las libertades que le permitían ejercer sus actividades, restringieran, cuando era necesario, la libertad de los demás (por ejemplo, de los trabajadores), y destruyeran las instituciones feudales que trababan su libertad de acción. Pero la realización de estos objetivos prácticos aparecía como la aplicación de principios generales nuevos que en ese momento eran concebidos como una verdad prestigiosa.

Este revestimiento ideológico bajo el cual se disimulan los intereses de clase, lo volvemos a encontrar en el siglo XIX, pero resulta tanto más irreconocible porque entonces se mezclan con él consignas del pasado, enteramente abstractas, porque la lucha de la clase burguesa disminuía en intensidad. Pero en las ocasiones en que esta lucha seguía siendo suficientemente intensa como para dominar aún a la sociedad, los partidos políticos expresaban claramente los intereses en lucha. Sin embargo los principios, las consignas a las cuales se referían sus programas, habían tomado la forma de ideas abstractas y generales, se referían a concepciones del mundo, por lo demás completamente divergentes. Los liberales representaban a la burguesía, y más particularmente a la burguesía industrial, y reivindicaban la libertad, el acceso al conocimiento, el progreso. Los conservadores representaban la propiedad inmueble y la riqueza al antiguo modo, y junto con los partidos cristianos, pequeñoburgueses y campesinos, exigían el mantenimiento de la autoridad, promovían la obediencia, defendían la fe y la tradición. Junto a ellos los socialistas, portavoces de los obreros, hablaban de la teoría de Marx, de la abolición de toda explotación por el desarrollo de la lucha de clases. Todos se batían en nombre de la verdad, de la realidad de sus ideas generales y abstractas; cada uno, apoyándose sobre el modo de vida de su propia clase, estaba convencido de tener razón, y en todo esto el fundamento económico subyacente, la esencia profunda, el verdadero fin de la lucha, permanecía en segundo plano.

Pero había además una diferencia muy característica entre la clase dominante y la clase explotada. Para la burguesía, ubicada a la cabeza por obra del desarrollo económico, en plena posesión de su poderío, dueña del porvenir, la ideología y la práctica estaban en perfecta armonía. Sabía perfectamente asegurar la defensa de sus intereses en la puesta en ejercicio práctico de sus principios. Para la pequeña burguesía, en cambio, no había salida: primero la burguesía comenzó por instalar el capitalismo, y una vez establecido este sistema, la pequeña burguesía debió plegarse a la competencia, conoció los fracasos y resultó incapaz de resistir a la burguesía. Es por ello que su ideología no podía ser sino una teoría -abstracta, y cuyo carácter abstracto iría acentuándose hasta aislarse completamente del mundo real. En cuanto a los obreros, que formaban una clase naciente, la lucha ideológica sólo era una parte de su lenta y progresiva toma de conciencia de lo que ellos eran. La clase obrera acababa de formarse a partir de elementos arruinados de la pequeña burguesía y del campesinado, que traían consigo las creencias y las convicciones de su medio paterno. Lentamente, bajo la influencia de su nuevo modo de vida, se volvían receptivos a nuevas ideas, adoptaban nuevas concepciones que expresaban su situación nueva y sus nuevos intereses de clase. Pero mientras la lucha política se limitaba principalmente a la ideología, éstos eran sólo principios generales, una lucha entre una tradición que se seguía estimando e ideas nuevas qué se aceptan vacilando y que, por consiguiente, sólo progresan muy lentamente.

Hoy la ideología se ha transformado en un factor de peso en la lucha de clases. Para la clase dominante es muy importante limitar esta lucha al terreno ideológico. En efecto, todas las tradiciones, todo el poderío de las antiguas fórmulas, todos los hábitos de pensamiento actúan entonces en su favor porque impiden a los obreros considerar la situación nueva sin prejuicios. La fuerza de los obreros, por el contrario, resulta de una comprensión clara de las realidades nuevas de la vida. Las antiguas ideologías ligan a los hombres y los oponen en grupos que no tienen nada que ver con las diferencias de clase y los intereses reales de la vida. Explotadores y explotados se encuentran así en una misma iglesia, en un mismo partido, en una misma nación, y se comportan como extranjeros y enemigos frente a otras iglesias, partidos y naciones, que también agrupan a explotadores y explotados. Los obreros sólo podrán emplear su poderío si realizan su unidad de clase por encima de estas divisiones del pasado y contra ellas. Pero los obreros no forman una masa homogénea que tenga un pensamiento uniforme. Sus orígenes, su pasado hacen que haya diferencias religiosas y políticas en el seno de la clase obrera. Mientras los obreros estén divididos, disputen sobre cuestiones de religión, de liberalismo, de anarquismo, de socialismo, carecerán de fuerza. Es por ello que la clase dominante, guiada por su instinto, trata de mantener esta división presentando las diferencias ideológicas como algo de primordial importancia. Y de inmediato estas diferencias, aunque están privadas de todo apoyo real y se remontan al pasado, son trasladadas a primer plano para quebrar la unidad de los obreros. La unidad de la clase obrera sólo puede reforzarse cuando toda la atención se dirige hacia la realidad y los obreros se aplican a su grande y única tarea: la transformación económica de la sociedad. Deben hacer que la producción quede bajo su control, tienen que hacerse dueños de su trabajo y de sus medios de trabajo, antes de poder producir la opulencia para todos: y esta es una tarea práctica, que no tiene nada que ver con las ideologías tradicionales, cualesquiera sean. Los intereses prácticos y las necesidades de la vida, ésas son las fuerzas que impulsan a los obreros a asociarse y a formar finalmente una sólida unidad.

La clase obrera que lucha por su liberación se encuentra en una situación más favorable que las clases que antes luchaban por el poder -por ejemplo, la burguesía-, porque tiene la posibilidad de comprender claramente el origen de las ideas y de las ideologías. En efecto, el dominio de las fuerzas sociales exige que los hombres se hayan hecho dueños ellos mismos de todas estas fuerzas, y que por consiguiente las comprendan. El dominio práctico, real, está indisolublemente ligado al dominio intelectual y espiritual. La ciencia de la que ellos disponen enseña que es la sociedad la que determina la conciencia. El pensamiento no se anticipa a la realidad, sino que es una consecuencia de ésta. Y esto no solamente en el sentido de que sólo la sociedad, las relaciones entre los hombres en la vida y el trabajo, pueden hacer nacer el deseo, la idea y la voluntad de cambiar el trabajo y la sociedad, sino también en el sentido de que las necesidades prácticas inmediatas fuerzan a actuar y a reaccionar, a efectuar una evaluación simple de lo que es útil y realizable, y que ello influye sobre la estimación que uno puede hacer de sus propios actos. En la lucha por la economía nueva, por la organización de la producción por los productores mismos, se pueden abandonar todas las diferencias ideológicas. Nada tienen que hacer en esa lucha. La fuerza de los obreros no consiste en tratar de ganarse a sus camaradas en favor de ideas abstractas acerca de las cuales pueden estar aún muy divididos, sino de ganarlos para ideas sociales prácticas sobre las cuales todos deben tener una misma opinión.

Pero esta práctica misma, esta manera de luchar no deja de influir sobre las viejas ideologías; y justamente porque no se ocupa de ellas. Precisamente porque las viejas ideologías están fuera de la práctica de la vida, ocurre un hecho muy importante: esas ideologías pierden su fuerza. Aunque sean herederas de un pasado lejano, no dejaron de ser utilizadas en la práctica: el obrero pobre encontraba a menudo, en su miseria, una ayuda espiritual y material en el seno de su comunidad religiosa; además, cuando al ser sometido a la opresión del empresario todopoderoso, estaba reducido a la impotencia y privado de todo derecho cívico, pudo encontrar un cierto sostén en los filántropos y los políticos burgueses radicalizados que tomaban en serio el ideal de la libertad burguesa. Pero desde que los obreros comienzan a luchar por sí mismos todo cambia. Aprenden a tener confianza en su propia fuerza, es decir, en la fuerza de la comunidad y de la solidaridad. Ven que sus condiciones de vida determinan su ser verdadero; ven que la causa de su miseria es una cierta estructura económica; ven que la abolición de esta miseria requiere una revolución económica, y que ésta es realizable; ven las causas materiales que determinan realmente sus vidas y las fuerzas que actúan y se dan cuenta de que ellos pueden dominarlas. Las antiguas maneras de pensar, sea que se relacionen con una potencia superior que dirige el mundo, o que promuevan la idea de una libertad abstracta y magnífica, no sirven de nada. Heredadas del pasado, están enteramente fuera de la práctica real y predominante en la vida de los obreros: no son utilizadas ni utilizables en los problemas que plantea su trabajo, en todas las dificultades que plantean las decisiones a tomar y que en ese momento ocupan toda su actividad consciente. Subsiste aún un pequeñísimo rincón de su conciencia donde se mantiene un recuerdo de la costumbre antigua, pero esto ya no tiene nada que ver con la vida, viva y activa. Un órgano corporal se atrofia si no se lo utiliza, se vuelve impotente, se agosta, y, a la larga, termina por desaparecer; lo mismo ocurre con los modos de pensamiento no utilizados.

He aquí cómo mueren las viejas ideologías. Sin embargo, si se quiere acelerar este proceso natural, sea por la represión o por la interdicción, se llega de hecho a darle una nueva vida, porque se promueven de nuevo los viejos argumentos, se los vuelve a repetir, lo que equivale a hacerlos revivir, pues esos argumentos encuentran en la supervivencia de las situaciones del pasado bastantes bases concretas a las cuales adherirse. Pero cuando reina una atmósfera donde la conciencia puede desarrollarse libremente, y también la discusión -atmósfera tan importante para una clase que asciende como la atmósfera de opresión y de censura para la clase dominante que declina-, las viejas ideologías son impotentes para impedir el desarrollo de nuevas ideas que nacen en la cabeza de los hombres.

La transformación del modo de producción no exige nada más, desde el punto de vista liberal, que una comprensión clara y neta de la utilidad y de la necesidad de instaurar nuevas formas de trabajo y de propiedad. Pero estas nuevas formas significan una revolución tan profunda del mundo entero, que exigen una lucha mundial que ponga en juego todas las fuerzas y toda la pasión de los hombres. Es en esta lucha, que presenta tantas dificultades en las decisiones a tomar, que implica elecciones de máxima importancia, en la tensión que crea la acción, en los problemas que suscita la construcción nueva, en las discusiones donde se revelan tantas divergencias profundas entre las opiniones, que el pensamiento resulta estimulado, que apunta a conclusiones cuyo alcance es cada vez mayor, que se van formulando ideas cada vez más fundamentales. Entonces florecen millares de ideas nuevas. Y estas ideas terminan por unirse en un conjunto coherente: entonces nace una nueva concepción del mundo. Pero no se trata de una teoría completa, cerrada, que deba reinar como un nuevo sistema de pensamiento o incluso ser impuesta por la fuerza, pues en esta atmósfera de desarrollo sin fronteras, donde aparecen sin cesar impulsos siempre nuevos, nuevas maneras de sentir y de pensar, sólo se observa un crecimiento espontáneo, una floración de la actividad espiritual de los hombres: la vida espiritual se enriquece, la actitud frente a la vida se vuelve más armoniosa. En el extremo opuesto de la esclavitud espiritual en la que las generaciones de antes creían que debían encerrarse para preservar su seguridad, se va abriendo paso, a partir de esta libertad espiritual que es indispensable para resolver los problemas sociales, toda una multitud de formas de vida cultural, sin trabas, tal como se desarrolla irresistiblemente una planta a la que se traslada de un lugar oscuro al pleno sol. Y este cambio corresponde también a un cambio económico que no es impuesto por un orden venido del exterior, sino que es resultado de la autodeterminación de la humanidad trabajadora, que con toda libertad reglamenta el modo de producción según su propia concepción.

Al comienzo, cuando los obreros se encuentran aún abrumadoramente doblegados bajo el yugo capitalista, hacen la experiencia de una vida sentimental nueva que nace de la solidaridad que se forma y que debe reforzarse cada vez más a partir de la experiencia que cada uno hace, y que muestra que cuando uno permanece aislado es impotente frente al capital, y que justamente es sólo esta solidaridad la que da fuerzas suficientes para obtener condiciones de vida soportables. Y a medida que la lucha se vuelve más ardorosa, que exige más de cada uno, es decir, que se transforma en una lucha librada para hacerse dueño de la sociedad y del trabajo, dominio del cual dependen la vida y el porvenir, la cohesión entre los trabajadores, cuya ausencia acarrearía la derrota y la destrucción, debe transformarse en una unidad indestructible en la cual cada uno se pone al servicio de todos y se sacrifica por la comunidad. Aparece entonces un carácter enteramente nuevo: el sentimiento social; y este sentimiento se extiende a toda la clase y lo domina todo: hace extinguir el antiguo egoísmo del mundo burgués. Es el nacimiento balbuceante del hombre nuevo.

Pero este carácter no es enteramente nuevo. En otro tiempo, en el amanecer del mundo, las tribus, donde existían formas comunistas primitivas de trabajo, conocían un sentimiento intenso de solidaridad. El individuo estaba por entero ligado a la tribu; no era nada fuera de ella. Es por ello que en el curso de sus acciones, su persona debía borrarse ante el interés y el honor de su tribu; instintivamente todas las fuerzas individuales se ponían al servicio de la comunidad. Pero en esa época el hombre estaba todavía poco evolucionado y la naturaleza hacía de él un miembro de la tribu y nada más, ligado estrictamente a esta base natural. Desde entonces, los hombres se dispersaron, se separaron unos de otros; se transformaron en productores independientes que trabajaban en el seno de pequeñas empresas. El sentimiento de solidaridad declinó entonces, luego cedió su lugar a un poderoso individualismo que quiere que el individuo sea su propio dueño y el objeto central al cual se vinculen todos los intereses y sentimientos. Este poderoso sentimiento de la personalidad, que representa un nuevo tipo de conciencia, se desarrolló durante siglos de producción burguesa. Y no desaparecerá nunca, porque cuando los productores dominen las fuerzas de la producción y se hagan dueños de ellas, desarrollarán su personalidad y la conciencia que de ella tienen en una medida jamás alcanzada. Aparecerá entonces un nuevo carácter, que realizará la fusión entre la personalidad individual y el sentimiento comunitario. Sin duda, en el período burgués el hombre fue un ser social, pero de una manera inconsciente, enmascarada por la afirmación orgullosa de su personalidad y de su independencia. Pero ahora se desarrollará la conciencia de que existe coherencia entre la sociedad y el hombre, conciencia que enriquecerá y perfeccionará la concepción que éste tiene del mundo. Y esto ocurre al comienzo instintivamente, en la práctica, y toma la forma de una especie de sentimiento, el de la fraternidad entre todos los miembros de la humanidad. Pero también ocurre conscientemente; y en el plano teórico, la comprensión clara de la manera en que todas las fuerzas que determinan la personalidad resultan de una interacción entre el individuo y la sociedad.

El sacrificio entusiasta del individuo por la salvación de su clase, del cual la revolución obrera nos da ejemplo, tampoco es cosa del todo nueva. Hemos podido ver sacrificios tales en el curso de las revoluciones pasadas: por ejemplo, en el caso de las revoluciones burguesas. El entusiasmo inflamado, la audacia heroica, el sacrificio sin vacilaciones por nuevas ideas -en realidad, por los intereses fundamentales de la comunidad de clase- hacen que tales períodos -como por ejemplo la Revolución Francesa o más tarde la reunificación italiana con los ejércitos de Garibaldi-, constituyan los momentos más hermosos de la historia burguesa. Llevados a las nubes por los teóricos que vivieron más tarde, cantados por los poetas, éstos son períodos magníficos, pero pasados para siempre, pues en la práctica la sociedad burguesa que resultó de esas revoluciones instaló la dominación del Capital, con la oposición entre la riqueza más insolente y la miseria más sórdida, con la persecución de la ganancia como actividad esencial de los burgueses, con el profesionalismo como fin de la vida de los intelectuales, en una palabra, con el reino del egoísmo y la decepción de una cantidad de generaciones. Y es ésta una diferencia fundamental entre el nacimiento de la burguesía y la lucha de la clase obrera, que acaba de comenzar. Para la burguesía el sentimiento de solidaridad era sólo una necesidad temporaria, que no valía más que en el período de la conquista del poder y cedió su lugar a una lucha encarnizada y destructora de unos contra otros. Para la clase obrera el sentimiento de solidaridad que nace en la lucha por su liberación es el fundamento de una producción común, que refuerza además estas cualidades y las exalta.

Cuando el modo de producción nueva se instale sólidamente, cuando la victoria se obtenga o aparezca en el horizonte, nacerá un nuevo sentimiento que cambiará y renovará toda la concepción de la vida. Es el sentimiento de que la vida está asegurada. La humanidad se verá por fin liberada de la preocupación permanente que representaba el mantenimiento de la vida. Durante todos los siglos pasados la vida no estuvo nunca asegurada; incluso durante los períodos de prosperidad temporaria, por detrás de la ilusión de un bienestar permanente quedaba en el fondo del subconsciente una inquietud por el porvenir. Esta inquietud, que pesaba gravemente sobre el desarrollo del pensamiento libre y trababa el desenvolvimiento de todas las fuerzas espirituales, caracterizó durante siglos la actividad cerebral. Nosotros, que aún nos encontramos bajo su influencia, no podemos imaginar cómo su desaparición cambiará la concepción de la vida. Junto con la angustia desaparecerán las ilusiones que servían ayer al hombre para disminuir esta angustia. Todas las viejas ideologías que en el pasado ceñían como una armadura la vida intelectual y sentimental del hombre, se fundirán como la nieve al sol de la primavera. En su lugar florecerán la conciencia y la certidumbre de que el hombre es verdaderamente dueño de su existencia y de su suerte, de que la ciencia es accesible a todos y trabaja por el bien de todos, y florecerá también esa belleza intelectual que es una concepción universal del mundo.

Para la clase obrera el proceso de declinación de las viejas ideologías coincide con la toma gradual de conciencia de la tarea que le aguarda, con el crecimiento natural de su unidad y de su fuerza. Por consiguiente, no es necesario hacer un estudio especial de la ideología y de su influencia sobre la lucha de clases, como si fuera una fuerza independiente. Pero la situación es totalmente distinta cuando se trata de otras clases y no de la clase obrera. Para las clases burguesas, que viven y trabajan aún en la esfera de la pequeña empresa y del pequeño capibll, la vida espiritual es sin duda de un tipo completamente burgués y está determinada por la ideología burguesa. Es cierto que la práctica económica de estas clases está sometida a la defensa de sus intereses materiales reales, pero en la expresión de su política se trata sólo de concepciones de otra época y de viejas consignas. He aquí por qué esas clases son tan fácilmente una presa para el gran capital, que debe utilizarlas para mantener el dominio capitalista. Tanto para la pequeña burguesía como para el campesinado la propiedad individual es sacrosanta y ese punto de vista domina todas sus ideas, sin contar que está además reforzado por la religión. Hay que agregar el hecho de que los intelectuales y los pequeños burgueses se encuentran del lado del gran capital y se oponen a la clase obrera cada vez que apelan a su ideal, a su ideología nacionalista.

¿Cómo puede ocurrir que estas clases actúen contra sus intereses reales? Las ideologías y los principios expresan lo que hay de esencial y de general en las experiencias vividas y en los intereses que uno defiende. Se trata de intereses permanentes de toda la clase en su conjunto, que se expresan en una forma abstracta, idealizada, y que pueden entrar en conflicto con los interesés temporarios de ciertas personas o con las conclusiones que éstas pueden extraer de una experiencia particular. Las ideologías y los principios ocupan así el lugar más elevado en la conciencia humana: los intereses personales, las obligaciones temporarias, todas estas contingencias vulgares deben cederles el paso. Esto explica el papel conservador de las ideologías en la lucha social. ¿El gran capital pisotea los intereses de los pequeños burgueses y los campesinos? Se les dice que sus intereses personales y contingentes deben sacrificarse en el altar de los principios sagrados y eternos, para el mayor bien del orden moral y universal, que prescribe la obediencia y el respeto por la propiedad privada. O bien se proclama que para la grandeza de la patria, para la causa de la nación, ningún sacrificio es bastante grande. Este papel de la ideología, que consiste en evitar una transformación fundamental del mundo, sólo puede combatirse en forma eficaz examinando la opresión que reina hoy y la lucha que se desarrolla contra ella a la luz del desarrollo general, y teniendo en cuenta los grandes intereses; dicho de otra manera, utilizando el conocimiento de la sociedad. Pero ¿las clases de que aquí se trata aceptarán estas conclusiones? ¿No cederán más bien a un fanatismo ciego, forma en la cual se expresan las viejas ideologías que quieren obstruir la ruta del progreso?

En efecto, la historia nos enseña que a menudo, durante los períodos revolucionarios, el fanatismo -muy a menudo religioso- de masas de hombres pobres y estúpidas fue utilizado por los antiguos dominadores para impedir todo progreso, y que esta fuerza reaccionaria sólo podía ser vencida al precio de pesados sacrificios y de muchas víctimas. Los relatos históricos sólo nos conservaron consignas apasionadas, destinadas a inflamar a cada una de las partes en lucha, a empujarlas al sacrificio, al odio del enemigo: en unos casos la libertad y la patria, en otros el rey y la religión. Y se descubre con tristeza que no era sólo una ceguera fanática que se oponía al progreso y defendía ciertos intereses, pues el nuevo orden y las nuevas vías han lesionado de hecho gravemente, e incluso llevado a la desdicha irremediable, a quienes vivían según los viejos hábitos. La historia burguesa no podría decir explícitamente que la finalidad de las revoluciones burguesas era instalar una forma nueva, a menudo más despiadada, de explotación, que conducía a la derrota y a la miseria de las clases más débiles. Es por ello que, lo que a primera vista puede parecer una adhesión fanática e imbécil a las viejas ideologías, aparece si se mira bien como una intuición justa del hecho de que las cosas nuevas no eran buenas del todo, como una protesta espontánea contra la nueva opresión.

Es por ello que se puede preguntar si las enseñanzas acerca del papel de las ideologías que es posible extraer de las revoluciones pasadas son muy útiles para la revolución obrera que se aproxima. Esta no desembocará en una nueva dominación de clase ni en una nueva forma de explotación y opresión. La transformación de la sociedad que hará a las clases productoras dueñas de la producción es una liberación colectiva que se extiende a todos los hombres: sólo las clases explotadoras serán atacadas, y sólo lo serán en sus intereses de explotadores. Tal es la diferencia fundamental entre la revolución obrera futura y las revoluciones burguesas del pasado.

Naturalmente, esto no quiere decir que haya que abrigar la ilusión de que se podrá evitar una lucha entre la clase pequeñoburguesa y la clase obrera. La pequeña burguesía se precipitará también a la lucha; aportará a ella todo lo que posee en armas y bagajes espirituales, que están dominados por dogmas fijados, modos de pensamiento burgués, viejas ideologías, y que permanecen en la ignorancia completa del funcionamiento de la sociedad. Así como la clase obrera sólo llegará a la unidad y a la comprensión clara de sus fines a través de un largo período de lucha en que hará su propia educación, la pequeña burguesía sólo comprenderá dónde reside su verdadero interés, frente al gran capital, pasando por un período de aprendizaje, de experiencias penosas y de decepciones crueles. Y ya será mucho si permanece neutral en la lucha entre la clase obrera y el gran capital, sin comprometerse ciegamente al servicio de este último. En efecto, a causa de su manera de pensar, perseguirá con frecuencia objetivos falaces que no corresponden al desarrollo social necesario; y también habrá que luchar mucho contra eso. Y una vez más se verá que en el dominio de la lucha ideológica, donde unas doctrinas se enfrentan con otras, las viejas ideologías recuperan su vigor porque se promueven los viejos argumentos, sé agudizan las contradicciones por causa de la incomprensión, lo que hace que la lucha resulte aún más amarga. Sin embargo, si una propaganda metódica desentraña claramente la realidad social, muestra dónde están los intereses económicos, insiste sobre la cohesión del mundo del trabajo y hace ver que el desarrolIo de éste puede llevar a una verdadera comunidad de los trabajadores, y si, por otra parte, la práctica de los obreros coincide con esta propaganda, y si existe una verdadera comunidad de intereses, nacerá entonces la conciencia de esa comunidad: la clase obrera, que está a la cabeza del desarrollo y que representa el porvenir, vencerá, ella sola, al poder de la ideología partiendo, en todos sus actos y en todas sus teorías, de la realidad.


Last updated on: 5.30.2011