Anton PANNEKOEK  - Los Consejos Obreros - Capítulo tercero: El pensamiento

 

 

2. Pensamiento y acción

El movimiento obrero da la imagen de un cambio perpetuo, de períodos ascendentes seguidos por períodos de declinación, en ciclos que van del entusiasmo y de la fuerza a la impotencia completa. Y ciertos trabajadores no dejarán de formularse esta pregunta desalentadora: ¿y si los sacrificios de los mejores hijos de la clase obrera se hubieran hecho en vano? ¿Y si estos sacrificios sólo llevaran a una esclavitud peor aún e imposible de destruir? Es necesario entonces plantearse, y seriamente, otra pregunta: ¿por qué ocurrió este desarrollo? Sin duda se responderá: porque los obreros eran aún demasiado débiles. Pero entonces, ¿por qué no se ve que sus fuerzas crezcan continuamente? ¿Por qué hay épocas en que parecían fuertes o más débiles de lo que eran en realidad? ¿Por qué ocurrió cada vez esta rápida declinación?

Vemos nacer sin interrupción, en el seno de las masas de hombres que forman juntos las clases sociales, acciones y fuerzas producidas por la sociedad y por las cuales ellos sufren y viven; pero cuando existe una coacción que viene de lo alto, estas acciones y fuerzas no alcanzan el nivel de la conciencia; quedan en el nivel de lo subconsciente. Hasta que sean como despertadas y reveladas a la conciencia y se transformen así en fuerzas espirituales; hasta que las posibilidades potenciales de una fuerza aún aletargada, como inflamadas con una idea, den nacimiento a una fuerza real y actuante; hasta que sean como un fuego que arde bajo la ceniza pero que se transforma de tiempo en tiempo en una llama brillante y ardiente. Se sabe que el hombre, en circunstancias críticas, puede obtener de su cuerpo mucho más que en condiciones normales, y esto cada vez que una fuerza imperativa lo estimula con suficiente tensión y lo prepara así a cumplir su tarea del momento. Además, en la sociedad, durante los períodos críticos, no se pueden vencer las resistencias enormes que se encuentran sino cuando la tensión es suficiente, cuando, las ideas entusiastas se apoderan de todos. Pero cuando esas ideas muestran su fuerza, cuando cada uno está persuadido de que eran indispensables, se instalan como verdades primeras. Se dogmatizan transformándose en verdades (supuestamente) absolutas y eternas: se transforman en ideologías que hacen a las personas incapaces de apreciar en circunstancias nuevas e incapaces de cumplir sus tareas nuevas. Y he aquí como comienza la declinación.

La respuesta a todas las preguntas que hemos formulado se encuentra en la actividad del espíritu humano, en la capacidad suprema que ubica al hombre por encima de los animales. Forma parte de la naturaleza del espíritu humano admitir como verdad general lo que fue experimentado una vez como parte de la verdad, admitir como bueno y útil en toda generalidad lo que fue experimentado como bueno y útil en circunstancias particulares: se atribuye a estas observaciones particulares una validez general, absoluta, vigente en todo tiempo y lugar. El espíritu es un órgano de lo general: trata de desentrañar del gran número de fenómenos y de su complejidad, regularidades, caracteres generales, lo esencial, todo lo que le permitirá determinar sus propias acciones. Pero cuando olvida los límites de su experiencia real comienza a extraviarse y a menudo, más tarde, la realidad lo castiga severamente por sus errores. El error no es lo contrario de la verdad; es en realidad una verdad limitada a la que se atribuye sin razón una importancia demasiado grande, una validez demasiado general. Lo malo no es lo contrario de lo bueno; es lo que podría ser bueno en otras circunstancias, pero que se pone en práctica donde no conviene.

Esto quiere decir que es necesario ver y aceptar la relatividad de las cosas, que hay que aprender a luchar por verdades que se sabe que no son absolutas, que hay que poner en acción las propias fuerzas para servir necesidades temporarias, que hay que aprender sin caer ciegamente en ilusiones, que hay que sacrificarse con el máximo entusiasmo en el cumplimiento de una tarea temporaria. Por otra parte, se percibirá más tarde que el cumplimiento de esta tarea temporaria ha decidido, en cada ocasión, el porvenir.

Esto es cierto respecto de las luchas futuras. Las clases se ven forzadas a actuar por las necesidades inmediatas, y se sirven del conocimiento que han adquirido en su experiencia de la vida. En principio y en los hechos, la tarea de la clase obrera es un problema a la vez simple y práctico: tomar en sus manos la producción social y organizar el trabajo. Uno se pregunta cómo pueden surgir aquí dudas y vacilaciones. Resultan del hecho de que esta tarea simple está vinculada con todo un mundo y con la construcción de un mundo nuevo. Y es necesario que ese mundo nuevo exista primero en forma de pensamiento y de voluntad, antes de que sea posible cualquier acto creador. Hay que vencer enormes resistencias internas, y vencer también el enorme poder del enemigo, poder material que se une a un poder espiritual. Las viejas ideologías gravitan pesadamente sobre el cerebro de los hombres, influyen siempre en su pensamiento, aun cuando éstos estén movidos por ideas nuevas. Entonces los objetivos se ven de manera limitada y restringida; se aceptan las nuevas consignas como una religión y las ilusiones frenan la acción eficaz. Casi siempre las derrotas de la clase obrera en el pasado fueron provocadas por ilusiones: ilusión de una victoria fácil y rápida, ilusión sobre la debilidad del enemigo, ilusión sobre la significación de medidas tibias, ilusión sobre el valor de las hermosas palabras paz y unidad; y donde se veía aparecer una desconfianza instintiva y justificada, algunos ensayaban -naturalmente en vano- compensar la falta de fuerza interna y de confianza en sí mismos por métodos externos, por una coacción dura y cruel.

He aquí por qué el conocimiento y la comprensión son tan importantes para los obreros. El desarrollo espiritual es el factor más importante para la toma del poder por el proletariado. La revolución proletaria no es producto de una fuerza brutal, física; es una victoria del espíritu. Resulta de la puesta en marcha de las fuerzas de las masas obreras, pero estas fuerzas son también espirituales. Los obreros no vencerán porque tengan grandes puños: los grandes puños se dejan engañar fácilmente por un cerebro astuto, por los estafadores, y se vuelven fácilmente contra sí mismos. Las masas no vencerán porque sean la mayoría: sin organización, sin saber, esta mayoría es impotente frente a una minoría bien organizada, capaz y consciente de sus fines. Sólo vencerán porque la mayoría que ellas constituyen desarrollará su poderío moral e intelectual hasta un nivel más elevado que el enemigo. Cada gran revolución de la historia sólo triunfó porque nacían en las masas nuevas fuerzas espirituales. Una fuerza bruta e imbécil sólo puede destruir. Las revoluciones, por el contrario, son construcciones nuevas que resultan de formas nuevas de organización y de pensamiento. Las revoluciones son períodos constructivos de la evolución de la humanidad. Y más aún que todas las revoluciones del pasado, la transformación que convertirá a los obreros en dueños de la sociedad, la instalación de una organización del trabajo en el mundo entero, exigirán enormemente la contribución de su espíritu y de su fuerza moral.

Esto la clase dominante lo sabe tan bien como nosotros. Lo sabe de manera más instintiva. Hace lo posible por evitar que las masas lleguen a esta comprensión y la ayuda a ello la apatía de las masas mismas. He aquí cómo se plantea el problema: una revolución nunca podrá vencer si no se satisfacen de antemano estas condiciones necesarias. La solución se encuentra en las posibilidades que abre el intercambio recíproco entre acción y pensamiento, es decir, la autoeducación revolucionaria de las masas.

Al comienzo, se dice, era la acción. Pero esto no quiere decir que nada la preceda. El hombre está continuamente expuesto a impresiones, sin relación con sus acciones inmediatas pero resultantes de su vida anterior, de la acción de su ambiente, y que como tales son fuerzas sociales. Estas impresiones se acumulan, quedan en reserva en el subconsciente del hombre porque éste no es capaz de utilizarlas en forma práctica, porque no tienen posibilidades de entrar en acción y, por consiguiente, no pueden influir sobre su voluntad. Pero estas impresiones provocan tensiones, reprimidas a menudo por la costumbre, por un sentimiento instintivo de impotencia, e incluso a veces por una coacción impuesta sobre sí mismo. Y esto ocurre hasta que su presión llega a ser demasiado fuerte, y en condiciones favorables la tensión sube a un nivel suficiente como para provocar una descarga: la acción. Esta acción no se reflexiona por anticipado, y aunque esté precedida por una lucha interior, no la decide conscientemente el hombre a partir de lo que conoce y lo que comprende: brota espontáneamente, impulsada por fuerzas que se hunden en lo profundo del subconsciente y que dominan en ese momento a la voluntad. Brota sorprendiendo a todo el mundo, incluido el que la ejecuta. En la acción el hombre se manifiesta de golpe a sí mismo: así toma conciencia de lo que es capaz, de lo que jamás habría creído que podía realizar. Una vez ejecutada la acción, el hombre trata de darse cuenta de los motivos que lo impulsaron. Entonces hace su aparición la reflexión consciente sobre las causas y las consecuencias. Puesto que la acción misma ha engendrado una comprensión nueva, hizo manifiestas las causas y consecuencias que hasta ayer el hombre no podía reconocer. Entonces tendrá que atreverse a pensar, cosa que no se atrevía a hacer antes por temor a las consecuencias. Por ende, la acción precede porque resulta de fuerzas que residen en el seno del subconsciente.

Con la clase ocurre lo mismo que con el individuo. Y no solamente porque todos los obreros sigan individualmente, más o menos de la misma manera, el proceso descripto más arriba; de hecho lo que hemos descripto es quizás aún más valedero para la clase que para el individuo. Y ello porque las fuerzas de la clase, las fuerzas de la comunidad, que crecen en cada individuo, son percibidas por él más o menos vagamente y sin que se dé cuenta de que las mismas fuerzas actúan en otros. De aquí proviene el sentimiento de impotencia y el hecho de que el instinto de conservación reprima los sentimientos de solidaridad. Y esta situación subsiste hasta que la necesidad de resistir se vuelve tan imperativa que ocurre una explosión, al comienzo en pequeños grupos donde la tensión era más fuerte, para extenderse luego a grandes masas. Y no se trata de una recua de seguidores, desprovistos de pensamiento, dóciles o copiones, como se complacen en describirlos los escritores burgueses en su pretendida psicología de las masas. Se trata, por el contrario, del descubrimiento que hace cada uno de la intensidad con la que se manifiestan en los demás las fuerzas que uno abriga en sí mismo: es la toma de conciencia de que se trata en realidad de fuerzas de clase, de la fuerza de las masas, que se basan en un sostén recíproco, sobre la solidaridad, y que se apoyan en un sentimiento comunitario. Y así ha ocurrido en las revoluciones burguesas cuando los ciudadanos comprobaron, en ocasión del estallido de los primeros grandes movimientos revolucionarios, que formaban de hecho una masa, de ideas parecidas, con la misma voluntad, tal que cada uno podía contar con el otro, y, por consiguiente, que permitía presentar reivindicaciones con audacia y fuerza. Así ocurre también con los obreros, y en medida aún más acentuada, porque para ellos la solidaridad, la unidad de clase, son condiciones primeras del éxito y constituyen la base en la que se apoyan todos sus pensamientos y sentimientos.

Y por ello es necesario que cada uno comparta una cierta uniformidad en la manera de sentir, una cierta comunidad de pensamiento, que experimente deseos parecidos, todo lo cual se expresa en consignas generales referidas a objetivos muy concretos, nacidos de la experiencia común de la vida, pero resultantes también de la propaganda de ideas que de ella deriva. En 1871, por ejemplo, los artesanos, los obreros y los pequeñoburgueses parisienses participaban de la conciencia general de que frente a la burguesía explotadora tenían que tomar en sus manos su propia suerte política, hacer de ella una Comuna. Del mismo modo en 1918, en Alemania, la conciencia general de los obreros los llevaba a pensar que el socialismo, es decir la organización del trabajo, debía poner fin a la explotación. Se seguía de ello que el acto revolucionario podía surgir, realizarse en tanto que hecho histórico. Pero esta conciencia era limitada y sus límites resultaron decisivos por los topes que impusieron a la acción y, finalmente, por el contragolpe que resultó de ello y que acarreó la derrota. En 1871, sólo existía la conciencia del carácter político de la revolución, y la ausencia de una conciencia de la necesidad de una organización económica sólida resultaba de esta situación pequeñoburguesa, ligada a un desarrollo industrial restringido y limitada a la ciudad de París. En 1918 predominaba la creencia de que el socialismo, la organización, la fuerza misma de la lucha, debían venir de lo alto, del Partido, de sus dirigentes. Pero cuando nazca en la clase obrera la conciencia, todavía vaga al comienzo, de que hay que hacerlo todo por sí mismo, que la organización del trabajo debe ser obra de los trabajadores mismos y efectuarse sobre la base de las empresas, resultará una acción que será el comienzo de un desarrollo nuevo y sólido.

Hacer despertar esa conciencia: tal es la tarea principal que debe realizar la propaganda; propaganda que es secretada por individuos y pequeños grupos que han llegado a esta comprensión antes que los otros. Por más difícil que pueda ser al comienzo, producirá frutos más tarde, cuando corresponda a la propia experiencia de los obreros. Entonces ese pensamiento se apoderará de las masas como una llama y mostrará la dirección que deben tomar sus acciones. En los casos en que el retraso político y económico provoque la falta de esta conciencia, el desarrollo experimentará forzosamente dificultades mucho más fuertes, con altibajos.

Así, en el principio era la acción. Pero la acción es sólo el comienzo. El verdadero trabajo está aún por cumplirse; el camino se abre; se han destruido algunas barreras; pero el trabajo creador de la revolución, la organización y la construcción de la sociedad nueva, requieren ahora todas las fuerzas que las masas, puestas a la acción, sean capaces de proporcionar. Ahora se han desembarazado de su antigua apatía, que era una forma de resistencia contra reivindicaciones para las cuales no estaban aún maduras. Ahora se abre un período de intensa actividad espiritual. Y ello porque los obreros se enfrentan con una serie inmensa de problemas y de dificultades que tienen que atacar, resolver y superar. Y no se trata solamente de problemas de su propia organización, sino, sobre todo, de problemas de lucha contra la clase dominante que aún tiene el poder. Y para lograr este objetivo particular tienen que vencer a las antiguas ideologías y desenmascarar a las nuevas, desentrañar su núcleo material, el de los intereses de clase. Toda inconsciencia, toda ilusión sobre la esencia, sobre el fin, sobre la fuerza del adversario, se traduce en desdicha y derrota e instaura una nueva esclavitud. Toda la experiencia extraída de la lucha y del desarrollo del pasado, tal como se encuentra concentrada en la teoría y la historia, es ahora algo necesario. Pero más necesario aún es ejercer sobre ella ese trabajo libre de todo el poderío del pensamiento, despertado y puesto en acción. El pensamiento creador se consagra ahora, sin reservas, a la lucha.

La comprensión que necesitan los obreros en la lucha y en la construcción de la sociedad nueva no se puede obtener por una enseñanza realizada por los que saben, ni por un aporte exterior de conciencia a seres que se mantienen pasivos. Sólo mediante la autoeducación puede adquirirse esta comprensión, mediante la actividad intensiva de cada cerebro, por la conciencia de que hay que buscar por doquiera el conocimiento que es necesario poseer. Esto sería muy fácil si a los obreros les bastara aceptar con la boca abierta la verdad proporcionada por quienes hacen profesión de poseerla. Pero justamente esta verdad que ellos necesitan, no existe fuera de ellos. Deben construida en sí mismos y por sí mismos. En particular, todo lo que decimos en este libro no tiene de ninguna manera la pretensión de ser la verdad que hay que absorber. Es una opinión en forma de un todo, surgida de una cierta experiencia y de un estudio atento de la sociedad y de las luchas obreras, puesta aquí por escrito con el fin de hacer pensar a otras personas, de hacerlas reflexionar acerca de los problemas del trabajo y del mundo. Hay centenares de pensadores capaces de desentrañar nuevos puntos de vista; hay millares de trabajadores inteligentes que a partir de sus conocimientos prácticos y cuando se dan cuenta de sus propias capacidades, pueden tener pensamientos más completos sobre la organización de su lucha y de su trabajo. ¡Que lo que lean aquí pueda ser la chispa que encienda la llama en su espíritu!

Hay grupos y partidos que pretenden tener el monopolio de la verdad y que intentan ganarse a los obreros mediante la propaganda. Utilizando presiones morales y, cuando les es posible, presiones materiales, intentan imponer a las masas sus teorías, desterrar todas las otras maneras de pensar, provocar en ellas reacciones pasionales bautizando con nombres odiosos a esos otros modos de pensamiento (como por ejemplo: reaccionario, anarquista, capitalista, burgués, fascista, etcétera). Está claro que este adoctrinamiento unilateral por una corriente única sólo puede, y en realidad sólo busca, hacer discípulos aborregados y preparar así una nueva esclavitud. La autoliberación de las masas trabajadores exige que se reúnan en ella: el pensamiento por sí mismo, el conocimiento adquirido por sí mismo, el aprendizaje por sí mismo del método para distinguir lo que es verdadero y bueno. Hacer trabajar el propio cerebro es más difícil que hacer trabajar los músculos. Pero hay que lograrlo, pues es el cerebro el que domina los músculos: y si uno no lo hace, serán los cerebros de otros los que los dominarán.

Libertad de discusión sin límite: tal es la condición vital para el desarrollo de la lucha de los obreros. Limitar esta libertad, censurar la prensa, equivale a impedir que los obreros adquieran la conciencia para alcanzar la liberación. Cada despotismo, cada dictadura, de ayer o de hoy, ha comenzado limitando esta libertad o incluso aboliéndola; cada limitación de esta libertad constituye en realidad un paso en el camino que lleva a los obreros al yugo. Sin embargo, se dirá, hay que proteger a los obreros contra las mentiras, los venenos y las tentaciones de una propaganda enemiga, o incluso ellos mismos deben evitar exponerse al contagio. Como si se pudiera, mediante una celosa protección contra las malas influencias y recurriendo a una tutela espiritual, aumentar la propias fuerzas y lograr así la capacidad necesaria para vencer. ¡Es justamente todo lo contrario! El conocimiento de las otras opiniones, incluida la de los enemigos, y a partir de fuentes directas, desempeña un papel clarificador porque estimula el cerebro y lo obliga a desarrollar su fuerza de pensamiento. Pero si ocurre también que el enemigo se presenta como un amigo, que las diversas corrientes se acusan unas a otras de ser un peligro para la clase obrera ¿quién debería separar lo verdadero de lo falso? Sin ninguna duda los obreros mismos: ellos deben descubrir por sí cuál es su camino entre todos los caminos posibles. Podría ocurrir que los obreros de hoy, con toda conciencia y honestidad, condenaran ciertas opiniones por considerarlas malas, mientras que mañana esas opiniones servirán de base a un progreso. Pero esto no impide que sólo abriendo de par en par puertas y ventanas para dejar entrar todas las ideas que existan en el mundo, ejercitando el cerebro en compararlas unas con otras, y eligiendo entre ellas por sí mismo, se sentarán las bases que permitirán a la clase obrera obtener la superioridad espiritual que necesita para vencer al capitalismo.

Algunos se complacen en imaginar que las masas, una vez salidas de la esclavitud, esclarecidas por las ideas nuevas, movidas por una voluntad única, guiadas por una misma conciencia, unificadas, sin divergencias, encontrarán sin dificultad su camino. La historia de todas las grandes revoluciones nos enseña que sin duda las cosas no ocurrirán así. Cada época revolucionaria fue mi momento de afiebrada actividad espiritual; por centenares aparecen los escritos políticos, los periódicos y folletos, instrumentos de la autoeducación de las masas. En el curso de la revolución que hará a la clase obrera dueña del mundo, ocurrirá lo mismo. La historia nos enseña que durante el despertar revolucionario se ve surgir la más grande multitud de pensamientos nuevos, venidos de hombres diversos, que reflejan nuevas opiniones más o menos puras, cada una de las cuales expresa a su manera las necesidades nuevas. Pues en este caso la humanidad avanza a tientas en busca de una dirección aún desconocida, explora nuevos caminos, se entrega al asalto de opiniones diversas, que luchan en el espíritu de cada uno y se oponen allí unas a otras. Sólo por esta floración espontánea de la actividad espiritual pueden cristalizar y tomar forma las grandes ideas útiles que expresan la verdad de los tiempos nuevos. Sólo por esta competencia pueden formarse y desarrollarse las opiniones que como una luz clara cada vez más brillante penetran en las masas y las estimulan. Y en cada uno de estos pensamientos diversos se encuentra de hecho una parcela de la verdad, más o menos grande. A primera vista se podría compartir la ilusión seductora de que la clase obrera íntegra absorberá la verdad que le aportan quienes la conocen (o creen conocerla), y que luego esta verdad será puesta en práctica continuamente y por acción unánime de todos. Pero eso no es posible ni bueno. Sólo lo conquistado con esforzada lucha y con pena tiene un efecto duradero. Lo que la clase obrera hace en el curso de sus primeras acciones importantes y unificadas, apoyándose sobre lo que subsiste ya en ella de un objetivo colectivo pero vago, es derrocar la vieja dominación y abrir el camino a un desarrollo de los pensamientos y de las acciones futuras.

Esto equivale a decir que el período de las primeras grandes victorias estará al mismo tiempo pleno del fragor de la lucha entre los diversos partidos. Pues automáticamente, por sí mismos, se unirán los que comparten las mismas opiniones, a la vez para precisarlas, para desarrollarlas, para desentrañar su verdad, luchar por ella, defenderla y propagarla. Pero estos partidos -o grupos de discusiones, o ligas de propaganda, poco importa el nombre con que se los designe- tienen un carácter totalmente distinto de esta organización en partidos políticos que hemos conocido en el pasado. Pues ayer, en el seno del parlamentarismo burgués los partidos eran portadores de los intereses de las clases en lucha, y en el movimiento obrero naciente eran grupos que pretendían la dirección de la clase. En la actualidad los grupos a los que nos referimos aquí, no pueden ser sino organizaciones de opinión, ligas que defienden un punto de vista común: ya no se trata de que puedan substituir a la clase. Los partidos ya no pueden, como antes, imaginar que son los órganos, los representantes y los jefes de la clase obrera, ni arrogarse tal función. La lucha de los partidos ya no es una lucha por el poder, sino por el desarrollo de la conciencia. La clase obrera ha descubierto sus propios órganos por intermedio de los cuales actúa: las organizaciones de fábrica, la organización en consejos obreros. Los obreros los forman por sí mismos, y éstos son los órganos que se encargan de la acción, que deben decidir a cada instante lo que es necesario hacer. Todas las opiniones, comunes u opuestas, contradictorias o no, incluidas las que son propagadas o defendidas por tal o cual sector o partido, deben ser confrontadas unas con otras en el seno de las organizaciones de fábricas y de los consejos y fundirse finalmente en una resolución, una decisión, una acción común. Mientras los pensamientos sean vagos y confusos, las decisiones serán vacilantes y la acción carecerá de fuerza. La tarea importante que deben cumplir las organizaciones de opinión es justamente la de formular de una manera clara los diversos puntos de vista, poner en orden y organizar las fuerzas espirituales para que se transformen en útiles de los cuales pueda servirse la clase obrera. Así cumplirán una función fructífera en el desarrollo de las nuevas acciones. Así la revolución proletaria tomará la forma de una interacción permanente del pensamiento y de la acción que se estimulan recíprocamente.

No hay que creer que se trata de una complejidad de pensamiento puramente temporaria, que corresponde a un tiempo de error y extravío, y que desaparecerá después de la victoria para ceder su lugar a una uniformización cada vez mayor. Es cierto que sólo en los primeros tiempos las diversas divisiones entre las opiniones heredadas del viejo mundo, y las diferencias entre medios de trabajo -por ejemplo, entre trabajadores de pequeñas y grandes empresas, entre habitantes de la ciudad y campesinos, entre labriegos e ingenieros- darán origen a oposiciones, a fricciones dolorosas, e incluso a menudo, a conflictos graves. Pero con el progreso de la revolución, con el aumento de la unidad, con el desarrollo de las organizaciones, estas dificultades se irán superando progresivamente. Y más tarde los modos de vida y los medios de trabajo serán de la mayor diversidad: así se crearán las fuentes y las bases de una rica y múltiple vida del espíritu. Todo lo que en el mundo capitalista llevaba a la uniformización mortal de la vida espiritual de los grupos y de las clases -limitación de la instrucción y del saber, limitación en el trabajo, que se reducía a efectuar siempre la misma manipulación sobre la misma pieza, a vivir toda la vida en la misma rutina, y por añadidura con jornadas de trabajo demasiado largas y fatigosas-, todo eso desaparecerá. Y con esta desaparición el espíritu humano podrá comenzar a florecer.

Y ahí reside la gran contradicción entre una organización por arriba, decretada por una autoridad central, impuesta por la fuerza, y una organización por la base, que reposa sobre la colaboración de los productores libres. En el primer tipo se trata de una reglamentación lo más uniforme posible de todos los aspectos: por un decreto vigente para todos se pretende hacer funcionar a la sociedad de la misma manera en todas partes, pues si no sería imposible controlarla y reglamentar su evolución a partir de un solo centro de comando. En el otro tipo, por el contrario, es la iniciativa de millares de hombres que piensan por sí mismos y dirigen ellos mismos su propio trabajo, en millares de talleres, que mediante una discusión permanente se adaptan entre sí, que se transmiten mutuamente ideas, y que con sus intercambios recíprocos forman colectivamente la organización más eficaz. Su trabajo presenta infinitas diferencias y todos tratan con su razón práctica, su reflexión científica, su imaginación artística, de perfeccionar su trabajo, de hacerlo más eficaz, más satisfactorio y más bello. Lo común a todos es poder tener de nuevo una visión de conjunto, una perspectiva amplia de la sociedad, de la unidad de la producción, y esto resulta de la nueva organización de su trabajo.

La vida espiritual refleja ahora las condiciones de trabajo y las impulsa. Donde existe una autoridad central que gobierna desde arriba, tiene que haber también una dirección que reglamente la vida espiritual, y esto se traduce en un empobrecimiento y una uniformización. En el mundo de los trabajadores libres la vida espiritual debe desarrollarse como el trabajo y producir una brillante multiplicidad. Los talentos de los hombres son de una riqueza infinita y difieren infinitamente entre sí. El mundo es infinitamente rico y presenta tantos aspectos que nadie puede aprehenderlo en su trabajo y asimilárselo de la misma manera, ni en todos sus detalles. La vida espiritual, tal como surge del talento y de la práctica social, presenta una multiplicidad, una diversidad mayor aún. La influencia recíproca entre vida espiritual y proceso del trabajo se hace aún más íntima e importante: desarrolla dos aspectos de una misma relación, la del hombre y el mundo. Junto con la opresión del pasado, que frenaba a los hombres hasta que se producía una explosión, desaparecerán las tensiones. Y en su lugar se desarrollará la acción recíproca, que lleva a la unidad del pensamiento y la acción.


Last updated on: 5.30.2011