"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: DIAS DIFICILES parte 1 de 13

Nuestras tropas retrocedían combatiendo. Todos los distritos de la región de Chernígov, a excepción de Yablunovka, estaban ya ocupados por el enemigo en Yablunovka - un poblado pequeño y pintoresco, abundante de vegetación -, habíanse concentrado centenares de autos, decenas de unidades militares, carros llenos de refugiados, grupos de gente que nadie conocía. Los aviones volaban de día y de noche. Lanzábanse en picado sobre las caravanas de autos, incendiaban las aldeas, disparaban en vuelo rasante contra grupos de gente que marchaba por los senderos, contra los rebaños de vacas...

En este pueblo, el 15 de septiembre, se reunieron por última vez los representantes de las organizaciones del Partido, de los Soy jets, del Komsomol y otras de la región de Chernígov. Eramos unos treinta hombres.

La reunión se celebró en el Comité de Distrito del Partido. Habíamos tapado cuidadosamente las ventanas. Sobre la mesa ardía un quinqué de petróleo al que faltaba la camisa. Desde la calle llegaban el ruido de los carros, las voces de los carreros, el zumbido de los motores de los autos. La casa temblaba sacudida por las explosiones de las bombas de aviación y de los proyectiles de artillería.

El quinqué expandía un humo denso. Esperando a que se hiciese un poco de silencio, aunque relativo, claro está, examinaba a los reunidos. Nadie podía permanecer tranquilo ni callado. Yo conocía personalmente a casi todos, pero a muchos; al verlos sin afeitar, con los ojos inflamados por el cansancio y la ansiedad, apenas si los podía reconocer.

Golpeé la mesa pidiendo atención. Y, más o menos, pronuncié estas palabras.

— En el orden del día no figura más que una cuestión. Todos, claro está, sabemos cuál es. Nuestro ejército abandona mañana el último distrito de la región de Chernígov. Y nosotros somos de aquí, camaradas. En estas tierras han luchado contra los alemanes los famosos destacamentos de Schors* . Supongo que no será necesario haceros propaganda. La decisión está tomada. Mañana todos pasamos a la clandestinidad. Cada cual conoce sus obligaciones, su lugar, su nuevo nombre, su contraseña de Partido... Ha llegado el momento decisivo, camaradas...

Una voz chillona, que no reconocí, me interrumpió desde un oscuro rincón.

— ¡No es justo eso, camarada Fiódorov!

— ¿Qué no es justo? Salga aquí, a la luz.

Pero el que hablaba prefirió continuar el "debate" desde el oscuro rincón. Atragantándose y balbuciendo habló presuroso.

— No se sabe dónde puedo ser más útil. Es una decisión, pero yo no comprendo por qué se ha tomado. No estamos armados como es debido. Los cuadros dirigentes del Partido y de los Soviets de la región pueden ser exterminados uno a uno, por cualquier estúpida casualidad. Usted, como secretario del Comité Regional, debe preocuparse de conservar...

Me costó grandes esfuerzos dominarme. Incluso ahora, al recordar aquella vocecita vil que salía de la oscuridad, vuelve a encendérseme la sangre.

Golpeé la mesa con el puño y traté de decir con voz serena y persuasiva, pero no sé cómo saldría.

— Cállese, ¿me oye? No se ocupe de los cuadros dirigentes, y venga aquí, haga el favor. Hable de usted. ¿Qué quiere?

El hombre se acercó, mejor dicho, se arrastró, agarrándose al respaldo de las sillas; cuando llegó a la mesa apoyó en ella las manos abiertas. No me miró a la cara ni una sola vez. Era Rojlenko, antiguo presidente del Consejo Regional de la Cooperativa de Consumo y... futuro pastor. Llegó hasta el extremo de fingirse loco, engañó a los médicos, le eximieron del servicio militar y estuvo apacentando vacas cerca de Orsk.

Pero esto ocurrió más tarde. Aquella vez, en la reunión, dijo, sin mirar a nadie:

— Estoy dispuesto a defender a la Patria hasta la última gota de mi sangre. Pero os ruego que me enviéis al ejército. No quiero perecer estúpidamente, como un perro... No quiero, no puedo...

"No quiero, no puedo"; de mi memoria no se ha borrado aquella voz temblorosa, aquella fisonomía barbuda y crispada. Más tarde me contaron que en una conversación íntima había expuesto su verdadero criterio: "En esta guerra, lo más importante es conservar la vida".

Pues bien, me parece que la ha conservado.

Ahora, al mirar hacia atrás y examinar tranquilamente todo lo visto durante la guerra, se comprende que en la elección de los hombres, en aquel primer período, forzosamente tenía que incurrirse en equivocaciones enojosas, por decirlo asi.

... Después de las "manifestaciones" de Rojlenko, todos nos pusimos de acuerdo rápidamente sobre el modo de llegar a nuestros lugares de destino. Nos distribuimos en grupos. Conmigo quedaron los camaradas Pétrik, Kapránov, Kompanéts, Siromiátnikov, secretario del Comité Regional del PC (b) de Zhitómir y Rudkó.

* * *

El 16 de septiembre por la mañana, los alemanes comenzaron a batir Yablunovka con morteros.

Desde aquel momento el Comité Regional del Partido de Chernígov se encontraba en la clandestinidad. Pero, ¿existía efectivamente? La existencia del Comité Regional presupone también la de las organizaciones de distrito y de base. Yo no ponía en duda que las hubiera. Pero ¿dónde estaban? ¿Cómo ligarme a ellas, cómo dirigirlas? Todos estas cuestiones me preocupaban mucho.

La estructura de la organización legal del Partido había sido rota. Y nosotros, los dirigentes, constituíamos un pequeño grupo de hombres mal armados, sin un lugar fijo, sin medios de transporte y comunicaciones.

Pero la fe en la fuerza del Partido, en la fuerza de resistencia del pueblo era un apoyo moral para cada uno de nosotros.

El objetivo estaba claro: abrirse paso hacia las regiones forestales del Norte, allí donde teníamos nuestras bases, donde estaba Popudrenko con el destacamento regional de guerrilleros. Y ya desde allí podríamos establecer contacto con los Comités de Distrito y las células. El objetivo estaba claro, pero, ¿cómo alcanzarlo?

Pensábamos salir por la noche hacia Bubnovschina. Allí cambiaríamos de ropa, es decir, trataríamos de conseguir una ropa más adecuada: pensábamos hacernos pasar por combatientes del Ejército Rojo evadidos del cautiverio.

Mas ya por la mañana supimos que Bubnovschina había sido ocupada por el enemigo. Por última vez nos sentamos en el auto del Comité Regional y salimos para Piriatin, cabeza de distrito de la región de Poltava.

Piriatin casi estaba cercado. Los alemanes habían envuelto la ciudad y la mayor parte del distrito. Dos o tres divisiones nuestras habían establecido una línea de defensa circular, y trataban de romper el cerco del enemigo.

Se ha escrito mucho sobre los cercos alemanes en aquel período. Yo no he sido ni oficial ni soldado de aquella agrupación bloqueada por el enemigo, y no soy quién para juzgar de los méritos y defectos de la operación de Piriatin. Por eso me limitaré a relatar lo que ocurrió con nuestro pequeño grupo.

El día que llegamos a Piriatin, los alemanes bombardeaban tan intensamente la ciudad, que tuvimos que pasar varias horas metidos en una zanja. Estábamos de un humor de mil diablos. Sin embargo, ni siquiera aquel día perdimos la costumbre de reír.

Cuando salimos corriendo desde el coche hacia la zanja, uno de nuestros camaradas, hombre muy serio, al ver un avión alemán que volaba bajo, sacó de pronto una bomba de mano que llevaba en el cinto y alzó el brazo... Tuvimos que sujetarle. Estaba dispuesto a lanzar la bomba contra el avión. Se recobró en el acto y lo mismo que todos nosotros se echó a reír.

Hubiera sido perfectamente inútil permanecer en Piriatin. Decidimos abandonar la ciudad y abrirnos paso hacia nuestra tierra de Chernígov.

Nuestro confortable "Buick" ya no nos hacía ninguna falta. Quisimos entregárselo a algún oficial, mas no encontramos a nadie que quisiera cargar con el hermoso coche, muy bueno para la ciudad, pero poco adecuado para el frente. En el depósito no quedaba ni una gota de gasolina.

Teníamos guardado un cuarto litro de alcohol. Rocié con un poco de alcohol los asientos del coche y el motor. El resto lo derramé sobre la capota y acerqué una cerilla encendida; una alta llama azul subió hacia el cielo.

Kapránov, Rudkó, Kompanéts, Pétrik, Bobir, Roguinéts, Siromiátnikov y yo echamos a andar por la carretera en dirección al bosque.

* * *

Aunque los alemanes tenían cercado el distrito de Piriatin, no habían conseguido establecer una línea continua de frente. El mando alemán recurría a aparatosos efectos de luz y de ruido y también a inesperados asaltos, con una abundancia de fuego inútil e insensato.

Ninguno de nosotros era militar profesional: no podíamos darnos exacta cuenta de la situación.

Recuerdo que aquel día me encontré con la gente más diversa, unos conocidos y otros no. Todos tenían algo que preguntar. Uno inquiría la suerte de alguna aldea; el otro, si habíamos visto a una compañía de zapadores, aquél pedía un pitillo y procuraba enterarse con disimulo de quiénes éramos y qué hacíamos allí.

En la linde del bosque donde estábamos acampados, había tanto movimiento como en la calle de Gorki de Moscú en un día de sol. Claro, menos ordenado, pero, en cambio, mucho más ruidoso.

Los obuses silbaban por encima de las cabezas; a derecha e izquierda oíase el tableteo de las ametralladoras. De pronto, vimos a Rojlenko. Se acercó con bastante desenvoltura, aunque bien es verdad que no se atrevió a tender la mano a ninguno.

— ¡Ah, camarada Fiódorov! - exclamó dirigiéndose a mí-. ¡Conque también usted ha abandonado la región de Chernígov! Bueno, vamos juntos.

Tuvimos que atajarle enérgicamente. Pero a Rojlenko le impresionaron menos nuestros insultos que nuestro firme propósito de abrirnos paso hacia la retaguardia alemana. Alejóse de allí inmediatamente.

Tuvimos también encuentros agradables. Quizás el más grato nos ló deparó Vladímir Nikoláievich Druzhinin.

Uno de los camaradas, creo que fue Kapránov, dijo:

— Mirad, es Druzhinin.

Yo lo llamé. Nos abrazamos, después desayunamos juntos los restos de un bote de conservas y bebimos una copa. Hacía un año que no nos veíamos. Habíamos sido grandes amigos. Nuestra amistad databa ya de 1933, cuando yo trabajaba en el distrito de Ponornitsa. El estaba entonces al frente de la sección de organización del Comité de Distrito de Nóvgorod-Séverski, que era vecino al nuestro. Tenía la maravillosa cualidad que tanto apreciaba yo en él de no sentirse jamás abatido. Siempre lo hacía todo alegremente, entre bromas y chanzas; era un hombre enérgico, de rebosante vitalidad, y, además, un magnífico organizador. Vladímir Nikoláievich sabía hablar con naturalidad y soltura lo mismo con un obrero que con un campesino o un intelectual.

Desde 1938 hasta 1940 había trabajado conmigo en el Comité Regional de Chernígov, como encargado de la sección de organización. En vísperas de la guerra, Druzhinin fue elegido segundo secretario del Comité Regional de Ternópol.

Y ahora, el destino volvía a juntarnos. Vladímir Nikoláievich vestía capote militar y tenía el grado de mayor. Era comisario de un batallón y había participado en los combates. Nos pusimos a convencerle de que se viniera con nosotros a trabajar en la clandestinidad, con los guerrilleros.

La propuesta le agradó. Su unidad había salido ya del cerco. El Estado Mayor de la división a donde debía dirigirse para establecer contacto había "cambiado de emplazamiento" con ayuda de aviones.

Druzhinin era ahora jefe de su propia persona; no tenía a quién informar.

— Está bien, camarada Fiódorov, me pongo a sus órdenes. Nos dedicaremos a organizar en la retaguardia una división guerrillera.

Y, en efecto, juntos organizamos nuestra unidad, él de comisario y yo de jefe. Pero eso fue más tarde. En aquella ocasión, Druzhinin se esfumó tan repentinamente como había aparecido.

No sé quién tenía un mapa del distrito. Logramos orientarnos, establecimos con nuestros medios la situación y acordamos avanzar todos juntos hacia la aldea de Kurenkí y desde allí, por un atajo, dirigirnos a Chernígov.

Al oscurecer salimos a la carretera. El tiempo era infame: lluvia fría y y viento huracanado. No se veía nada. Solamente el resplandor de los incendios iluminaba el cielo: ardía la ciudad, ardían las aldeas. Se luchaba delante y detrás de nosotros y a derecha y a izquierda. A cada instante recomenzaba el tiroteo, pero no sabíamos quiénes disparaban ni por qué.

Grupos de hombres, unos vestidos de paisano, otros de militar, pasaban a nuestro lado o los veíamos venir de frente. Tropezábamos con cadáveres humanos y caballos muertos. Los autos, con los f aros apagados, nos alcanzaban.

Poco después nos enteramos de que no podíamos ir a Kurenkí: los tanques alemanes habían penetrado allí. Pero nuestro deber era no detenernos y seguimos caminando.

Las pesadas botas de piel de becerro, bastante toscas, me rozaban los talones. Quizás llevara los peales mal puestos, o tal vez el contrafuerte fuese demasiado duro; el caso era que las malditas botas me hacían daño y no me sentía con ganas de hablar de nada; sólo pensaba cómo cambiar de calzado.

Pero yo no quería descubrir mi malestar a los camaradas; sobre todo porque alguno comenzaba a quejarse ya. El grande y grueso Siromiátnikov se lamentaba de que le dolía el corazón.

— Son figuraciones tuyas -le decía yo tratando de animarle-. No hagas caso del corazón, camarada Siromiántikov. Y acuérdate de que el corazón es un órgano de retaguardia que no se recomienda llevar a la guerra.

De ese modo procuraba alentar a Siromiátnikov. Pero cuando me dijo que se ahogaba y me pidió que hiciéramos un alto, confieso que me alegré de la ocasión.

— Bueno, camaradas, hay que atender al ruego de Siromiátnikov. Padece del corazón. Hagamos un alto.

Nos sentamos al lado de una zanja. Me quité las botas en el acto y comencé a liarme de nuevo los peales: tenía ampollas en los pies, y en algunos sitios, hasta sangre. Con una vara me hice una especie de bastón bastante sólido y dije:

— También puede servirme de arma. Si le doy con él a un alemán en el casco, puedo romperle la cabeza.

Mas a pesar de las bromas, los pies me seguían doliendo. Estábamos así, sentados al borde de la zanja, cruzando de vez en cuando alguna que otra palabra.

Y, de nuevo, a la carretera, a chapotear en el barro. Al amanecer vimos que, al mismo tiempo que nosotros, avanzaba una importante unidad militar, acompañada de bastante población civil. Todos eran hombres; no se veían ni mujeres ni niños. Los paisanos tenían un aspecto parecido a nosotros: unos llevaban la pistola colgada al cinto, a otros les abultaba el bolsillo.

A la izquierda, a unos trescientos metros del camino, divisábase un bosque.

Los bosques de la región de Poltava no son grandes ni espesos. Sin embargo, de día más vale ir por el bosque que a campo traviesa o por la carretera. Así, por lo visto, pensaban muchos. Alguien envió una patrulla de exploración al bosque. Comunicaron que había allí unos grupos insignificantes de alemanes. Y nosotros, entre militares y paisanos, éramos un millar aproximadamente.

Los oficiales se reunieron, deliberaron y decidieron arrojar a los alemanes del bosque. Se dio la orden de desplegarse en línea.

Nuestro grupo también lo hizo.

Los alemanes intentaron repeler el ataque con fuego de mortero y fusiles automáticos, pero nuestra superioridad era evidente. Tomamos el bosque. Aunque pequeño, abundaban los árboles y arbustos... Al desplegarnos, Rudkó había quedado junto a mí: a él lo encontré, pero Druzhinin, Kapránov, Kompanéts y otros desaparecieron sin dejar rastro.

Abandonamos la carretera muy oportunamente. Media hora más tarde aparecieron en ella unos motoristas alemanes, seguidos por unas treinta tanquetas. De habernos encontrado con ellos, lo habríamos pasado mal.

*Schors Nikolái (1895-1919): Héroe de la guerra civil, uno de los organizadores del movimiento guerrillero del pueblo ucraniano durante la ocupación alemana dei año 1918 (N. del Trad..)


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