"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL EN EL BOSQUE parte 11 de 11

Los exploradores tiraron en la aldea una parte de sus octavillas. En el camión todos comprendían ya de qué se trataba, pero, como si se hubiesen puesto de acuerdo, fingían no apercibirse de nada.

Los chiquillos corrían detrás del camión, atrapando las hojitas de papel que giraban en el aire. La gente que iba en el vehículo reía a carcajadas. El juego había entusiasmado a todos, viejos y jóvenes. Cuando los alemanes, desconfiados, se removieron en los estribos, una mujer de cara alargada y triste gritó:

— Escondeos.

Por el lateral, asomé la cabeza de un soldado. El alemán no comprendió nada. Miró perplejo a aquellos rusos extraños: “¿De qué se reirán? “ Escupiendo con rabia y blasfemando, el soldado se volvió. Pero ya no podían tirar más octavillas. Los alemanes, dán­dose cuenta de que algo anormal ocurría, observaban de continuo lo que hacía la gente.

Mefódievich, que estaba en vena, perdió toda circunspección. Cuando supo que los exploradores tenían aún trescientas octavillas, comenzó a pedirles:

— Dádmelas... No tengáis miedo, yo me las arreglaré, dádmelas, de prisa. En nuestra aldea las leerán...

El vejete se metió las restantes octavillas por el cuello de la camisa, abrochóse la zamarra y sonrió satisfecho, mientras guiñaba los ojos con tanta picardía, que todos comprendieron que iba a salir con una de las suyas.

Y, en efecto, comenzó a abrirse paso hacia la cabina, casi por encima de las cabezas de la gente.

— ¡Dejadme pasar! —gritaba—. ¡Pero dejadme pasar, buena gente, que me pierdo!

Sin comprender aún lo que pensaba hacer, la gente le abría paso. Cuando llegó a la cabina, se puso a golpear furiosamente en el techo de la misma. Todos callaban. El camión frenó bruscamente.

A ambos lados de la carretera, se extendía el campo. Pasada la cuneta, veíanse unos pequeños arbustos cubiertos de nieve. Los soldados que estaban en los estribos saltaron a tierra. También salieron los que iban dentro de la cabina. Todos se pusieron a gritar con guturales voces.

Mefódievich señaló con la cabeza en dirección a los arbustos, llevóse la mano al vientre y se doblé por la mitad, haciendo una mueca tan lastimera y dolorosa, que hasta los alemanes no pudie­ron contenerse y prorrumpieron en una carcajada.

— Esperad un poquito, esperad, bitte, bitte, no tardaré, vendré en seguida —barbotaba el viejo en tanto descendía del camión.

Los alemanes seguían riéndose. Y, en efecto, esperaron hasta que Mefódievich hubo escondido las octavillas tras los arbustos. El vejete permaneció allí un minuto más y regresó radiante, con aire de ingenua suficiencia.

Uno de los alemanes incluso llegó a darle unas palmadas:

¡Gut, gut, buen koljós, obrar bien!

Cuando los camiones entraron en Jolm y se detuvieron en la plaza, se aclaré que el gebietskommissar había dado la orden de traer a los primeros campesinos que encontraran en decenas de aldeas del contorno. La gente tenía que oír el discurso del gebiets­kommissar. Al saber los exploradores que estaban en libertad, trata­ron de escabullirse y perder de vista a sus compañeros de viaje. Preferían alejarse de los testigos.

Y habrían logrado hacerlo. Pero la plaza estaba rodeada de fuerza, con orden de no dejar salir a nadie hasta que no terminara el mitin. Los exploradores se situaron en un extremo, eligiendo un lugar desde el ‘que pudiesen salir rápidamente. Unos diez minutos más tarde, varios alemanes subieron a una tribuna de madera. Unos de ellos comenzó a hablar.

Insultaba, agitaba los puños, amenazando no se sabe a quién. Aunque el discurso era en alemán, la gente comprendía perfecta­mente que el gebietskommissar nada bueno podía decirles. Después hizo uso de la palabra el traductor, también alemán.

— Llamaros aquí con fin de que vosotros transmitir a vuestros parientes y conocidos que nosotros, los alemanes, no somos nada aficionados a bromas...

En la muchedumbre alguien estornudé más ruidosamente de lo natural.

— No nos gustan las bromas —repitió el intérprete—. Nuestros agentes, al entrar aldeas, no recibir buena acogida entre campesi­nos. ¿Qué significar esto? Esto estar indicio agitación bandidos del bosque, que aconsejan no dar a alemanes víveres, cerdos y trigo. Nosotros considerarlo como sabotaje. Esto estar considerado noso­tros manifestación obediencia al aniquilado poder bolchevique. No queremos perdonar más estas manifestaciones y nos daremos prisa liquidar sin piedad los nidos. Fusilar. Ajusticiar...

Con la misma entonación, como continuando el discurso del traductor, una voz entre la muchedumbre dijo:

— Degollar y poner en salmuera...

— ¿Qué decir allí? —interrogó severamente el traductor.

Todos callaban.

— Yo suplicar encarecidamente repetir. No oír bien. ¿Quién decir esas palabras?

En la multitud se alzó un brazo, y los exploradores vieron a Mefódievich. Por lo visto, el viejo había entrado de lleno en su papel y ya no podía detenerse. El éxito obtenido en el camión le había inspirado.

— Yo he dicho esas palabras, señor traductor.

— ¿Qué sentido haber querido dar?

— He querido apoyar su iniciativa. Usted ha dicho “fusilar y ejecutar”. Y yo considero que eso es poco, ya que hay gente que no se subordina como es debido, que se equivoca un poco y se orienta al lado contrario, etc., etc. Que hacen daño a los campesinos y al nuevo poder que... En fin, que apoyo con toda el alma su iniciativa...

Era poco probable que el traductor hubiese comprendido todo lo dicho por Mefódievich. Pero, seguramente, decidió que la voz del viejo era la voz del pueblo y que en las palabras del viejo no había nada de censurable.

Continué su discurso. Mefódievich, de vez en cuando, excla­maba:

— ¡Eso es! ¡Ojalá sea así! ¡Muy gut, muy bitte!

Y mientras decía esto, la expresión de su rostro era asombrosa­mente tranquila.

Una vez terminado su discurso, el traductor cuchicheó con el gebietskommissar, el burgomaestre de Jolm y otro policía. Después llamé con el dedo a Mefódievich. El viejo subió a la tribuna. Se mantenía ante el gebietskommissar como un soldado del zar: abombado el pecho, comiéndose con los ojos al jefe. El traductor le dijo algo al oído. El rostro de Mefódievich expresó aquiescencia y disposición. El vejete se volvió hacia el pueblo y comenzó a hablar.

Al principio, los campesinos, que le habían tomado por un lacayo de los alemanes, le escuchaban con aire sombrío.

— ¡Ciudadanos! —exclamé Mefódievich como un experto orador, pero al instante se volvió hacia el traductor y dijo—: Per­done, se me ha escapado, es la vieja costumbre. ¡Señores! —excla­mó de nuevo—. ¡ Respetables campesinos! ¿Qué se nos ha dicho? Se nos ha dicho que Alemania quiere el bien del pueblo, quiere acabar pronto la guerra y destrozar los restos del Ejército Rojo. Razón tenía el señor comisario alemán, al decir que para eso se precisaba que todos nosotros nos dedicásemos a nuestras faenas campesinas y mandáramos la política a paseo. Y, en lugar de eso, ¿qué vemos? Vemos que el pueblo ayuda a los bandidos del bosque, a toda suerte de hermanos, hermanas e hijos nuestros. ¿Es éste, acaso, el nuevo orden? Yo os propongo que apoyéis la inicia­tiva del señor comisario y que, desde el día de hoy, si viene del bosque alguno, igual da que sea tu marido, mi hijo, que mi her­mano, lo trinquéis por el cogote y lo llevéis a la policía. Y si se resiste, liquidadlo en el acto, como a un bandido que estorba a nuestros bienhechores, los alemanes.

Mefódievich decía todo esto guardando una seriedad pasmosa y volviendo a cada instante la cabeza hacia los alemanes. Se había dado cuenta, claro está, de que el traductor conocía mal el ruso. El pueblo comprendió pronto por dónde iba el orador. Los rostros se animaron y algunos sonreían. Otros, más prudentes, hacían señas al orador, como diciendo: “Ten cuidado, repórtate, no te vayas del seguro, mira que...” Pero Mefódievich no atendió a la voz de la razón.

— Yo considero —continué— que, aunque nos hemos hecho ahora señores, no acabamos de comprender, a pesar de eso, que los alemanes nos trajeron la liberación. Es hora ya de que dejemos de odiar y de que, en vez de eso, demos al triunfador germano todo lo que él desee. Por ejemplo, cuando vinieron los alemanes a mi casa para quitarme la vaca, el lechón, los gansos y las gallinas, ¿creéis que yo me opuse? Nada de eso. No, lo di todo con alegría. Ayer vinieron a pedir ropa de abrigo, para que el soldado alemán no se hiele en los accesos a Moscú. Pues bien, yo, comprendiéndolo, entregué con alegría mis pantalones y, si los alemanes lo necesita­sen, les daría también hasta los calzoncillos. Porque me enorgu­llezco de que el alemán bata al Ejército Rojo y a los guerrilleros llevando mis pantalones y con mi gallina en la barriga.

En la muchedumbre, casi todos sonreían ya; algunos contenían la risa a duras penas; el gebietskommissar miraba perplejo tan pronto al orador como al traductor. Mefódievich se volvió hacía los alemanes y dijo:

— Señor traductor, le ruego que diga a los jefes que los ucrania­nos no escatimarán para la victoria del ejército alemán ni sus panta­lones, ni sus gallinas, ni sus mujeres e hijos...

Esperé a que el traductor cumpliera su ruego. El comisario se tranquilizó, al parecer, y, sonriendo, batió palmas. Mefódievich también sonrió y continué, alzando la voz:

— Como viejo honrado, debo confesar, en plan de autocrítica, que tampoco yo he manifestado plenamente amor por los alema­nes. Si yo fuera más joven, por ejemplo como aquel muchacho o aquella chica —señalé a alguien de la muchedumbre—, iría al bosque y me pondría a liquidar a toda esa canalla que destroza nuestra vida feliz...

Entre la multitud ya no sonreía nadie. Todos escuchaban al orador con atención y muy seriamente. El traductor lanzó una mirada escrutadora a Mefódievich, pero en aquel instante el viejo dijo:

— Me apuntaría voluntariamente en la policía, me darían un fusil, una ametralladora, y entonces demostraría a los bolcheviques que se han escondido en los bosques que no sólo ellos saben utilizar las armas. Si yo fuera más joven, no estaría metido con mi mujer en casa, atiborrándome de aguardiente, como hacen algunos policías. Demostraría a los alemanes que nosotros, los ucranianos, sabemos apreciar la libertad, que hay todavía entre nosotros hombres valientes.

El burgomaestre, que era ucraniano de una de las regiones occi­dentales, aunque no comprendía muy bien el idioma entre ucraniano y ruso que usaba el viejo, se dio cuenta de que en el discurso de Mefódievich había segunda intención. Se inclinó hacia el traductor y le dijo algo al oído. El traductor sonrió con aire despectivo. Tenía el convencimiento de que dominaba el ruso a la perfección. Mientras tanto, Mefódievich, entusiasmándose cada vez más, se olvidó de toda cautela. En la multitud había algunos policías con sus brazaletes en las mangas. Estos, en efecto, se dedicaban a emborracharse y a saquear a la población, mucho más que a luchar contra los guerrilleros. Uno de ellos, el más próximo a la tribuna, gritó:

— ¡Eh, viejo! ¡ ¿qué agitación estás haciendo? Olvídate de esa autocrítica.

Pero Mefódievich no se desconcerté.

Volviéndose hacia el traductor, dijo con indignación:

— Señor oficial, ¿acaso no tengo razón en lo que digo? ¿No es verdad que hay que reforzar la lucha por nuestra victoria?

— Muy magnífico —respondió el traductor—, gut, pero termine —e hizo seña a Mefódievich de que bajase de la tribuna.

El viejo fingió no haberlo comprendido y, mirando hacia el policía, gritó con aire de triunfo:

— ¿Qué, te la has tragado? Tengo razón cuando digo que en vano os han dado a vosotros, canallas, las armas. No os atrevéis a ir en contra de los guerrilleros... ¿A qué viene amenazarme con el puño? ¿Vas a decirme que no es cierto? ¿Por qué los pantalones que me quitasteis no fueron enviados al campo de batalla de Moscú, sino que han aparecido en el trasero del jefe de la policía? ¿Ah, no lo sabes? ... ¿Para qué le habéis quitado a la vieja Filipen­ko una toquilla de lana? ¿Dirás que para el ejército alemán? ¡Mientes, a mí no me engañarás!

El traductor, irritándose, dijo:

— Basta. Las quejas sobre actividad policías deben llevar coman­dancia todos martes, de una a dos tarde.

— Pero dígale, señor traductor, que no se meta conmigo. Hablo con razón, y él se mete conmigo... Os diré francamente, ante todo el pueblo: en la policía no hay más que ladrones y canallas. Si fuera gente honrada, no le tendrían miedo a la autocrítica y no me cerrarían la boca.

Los policías, reunidos en grupo, se adelantaron a la tribuna para coger al viejo, pero el comisario les hizo señas de que se fuesen.

— Perdonadme, me he emocionado —balbuceó con aire obse­quioso Mefódievich—. ¿Me permite continuar?

Nein, nein, váyase.

Mefódievich, con sonrisa satisfecha y de triunfo, pasó por delan­te de los policías. La gente le abría paso, volviendo a cerrar inmediatamente filas. El viejo, pequeño y enjuto, se perdió inmediatamente entre la muchedumbre.

— ¡Mitin ser términado! —gritó el traductor.

La gente comenzó a dispersarse. Nuestros exploradores, como es natural, tampoco perdieron el tiempo. Se habían alejado ya unos doscientos metros, cuando en la plaza sonó un disparo. Al volver la cabeza, vieron correr a los policías. Era evidente que perseguían a Mefódievich. El viejo huía de ellos haciendo zigzags, igual que un zorro.

Los policías, vociferando algo, disparaban en pos de él.

El viejo se acercó corriendo a una alta valla y trató de saltarla, pe­ro cayó segado por una bala. Consiguió, sin embargo, enderecharse.

— ¡Verdugos, lacayos alemanes, canallas malditos! —tuvo tiempo de gritar aún.

Los policías estaban ya cerca de él. Restallaron varios disparos más. El viejo callé.

De regreso, los exploradores recogieron las octavillas que Mefó­dievich había ocultado tras los arbustos.

Ninguna de ellas se perdió en vano.

* * *

Cada vez que alguien contaba esta historia al amor de la lumbre de alguna hoguera guerrillera, surgían inmediatamente las discu­siones.

Unos decían que el viejo había hecho mal en arrebatarse tanto, y que no había valido la pena arriesgarse; incluso había llegado a olvidarse de las octavillas. Decían que en su proceder no se veía una línea de conducta firme y sensata.

— En cambio, su gesto fue magnífico —replicaban otros con admiración—, puso en ridículo tanto a los alemanes como a los policías.

Recuerdo que, una vez, Sanin —delegado político de una de las secciones, que había sido colaborador de las milicias— recibió un buen rapapolvo por parte de Popudrenko.

— Si yo estuviera en la dirección —manifestó Sanin con suficien­cia—, prohibiría por medio de una orden estas conversaciones desmoralizadoras. Hay que acabar con ellas, camaradas. Se trata de una falta absoluta de conciencia y de disciplina en la conducta...

— ¡Sigue, sigue! —gritó Popudrenko—. ¡Continúa, argumén­talo!

Sanin no comprendió que las palabras de Nikolái Nikítich ence­rraban un reto. Creyendo que Popudrenko estaba de acuerdo con él, prosiguió con mayor gravedad aún:

— Ese viejo era simplemente, por decirlo as,...

Popudrenko no pudo contenerse.

— Expón pensamientos, y no frases generales. Todos sabemos decir frases generales. ¿Qué vas a decir? Que el viejo era un desor­ganizado, que debía haber actuado a la chita callando y que enton­ces habría llegado a los cien años. ¿Es que no comprendes que un escupitazo en plena jeta fascista, ante una gran afluencia de gente, es trabajo educativo?

Sanin se levanté e hizo un ademán, pero se contuvo y se alejó lentamente de la hoguera.

— ¡Ven aquí! —le gritó Popudrenko—. ¡Discute conmigo, ten el valor de continuar!

— No tengo derecho a discutir con usted delante de la gente —respondió Sanin con voz sombría—. Soy un hombre disciplinado, y con preparación política.

— ¡Yo te lo permito, yo te ordeno que discutas! —exclamó Popudrenko—. Y si no puedes discutir, escucha. Y toma buena nota de que el desprecio a la muerte, el perecer por la verdad ante los ojos del pueblo les una gran hazaña! , y de que para eso también se necesita inteligencia. Es indudable que el viejo Mefódievich era inteligente y que sacrificó la vida de un modo muy bello. Tal vez el viejo se pasase toda la vida bromeando entre la gente. Pero murió como un héroe, y el hecho de que hablemos de él demuestra que ha entrado ya en la historia.

Había mucha gente reunida alrededor de la hoguera. Además, los combatientes venían de todas partes, querían oír lo que decía Popudrenko. Este no sabía hablar con calma, sin calor. Le gustaba incitar a la gente a las discusiones. Yo veía que tampoco Druzhinin podía ya contenerse y que Yariómenko estaba a punto de entrar en la liza...

Pero en aquel instante oímos gritar al guerrillero de guardia:

— ¡Aviación!

El zumbido de los aviones enemigos se aproximaba a la aldea. Apagamos las hogueras.

 

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