"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo cuarto: UN GRAN DESTACAMENTO parte 13 de 13

Las muchachas nos despidieron llorando. Me preguntarás: ¿por qué? Pues, muy sencillo, mamita: porque son más sensibles que los hombres. Pankov dice: “Las mujeres lo mismo lloran que estornu­dan”. Cuando nos hubimos alejado a unos cuatro kilómetros del campamento, Balitski invitó a todos a sentarse en la hierba. El hizo lo mismo. Guardé un significativo silencio y, después, recabé nues­tra atención.

— Os prevengo que el que no esté seguro de sí mismo, puede regresar al campamento. Después será tarde. No admito ninguna conversación ni ninguna queja sobre las dificultades. Exijo valor, disciplina, cumplimiento sin reservas de todas mis órdenes. ¿Está claro? Al que corneta la más mínima infracción o muestre co­bardía, lo fusilaré en el acto. No quiero asustaros; sencilla­mente os advierto que, sin observar estas condiciones, no se puede realizar una operación de minadores. El que quiera, puede regresar. No se os imputará nada ni tampoco nadie se reirá de vosotros.

Pero no hubo ninguno que quisiese volver. Aunque Balitski afir­maba que no se reirían del que regresase, nadie le creyó. En efecto, la cobardía suscita en nuestro campamento el desprecio general y hasta odio. Regresar, significaría confesar la propia cobardía. Por una cosa así podían ponerle a uno como nuevo en el periódico mural.

Después, nos levantamos y marchamos por los senderos del bos­que. En total, teníamos que hacer un recorrido de veinticinco kiló­metros. En algunos lugares atravesábamos carreteras y caminos vecinales. Los atravesábamos andando de espaldas. Nos estuvieron enseñando especialmente a caminar así. Hay que caminar de prisa, sin detenerse, y tratar de que resulten unos pasos normales. ¿Com­prendes para qué? Si los alemanes ven las huellas, pensarán que hemos ido en dirección contraria.

Una vez esperamos a que pasara una columna entera de autos alemanes. No quisimos jaleo. Teníamos otra tarea.

La carga de trilita, o dicho de otro modo, la mina, la llevábamos por turno. No pesa mucho: doce kilos. Pero a los guerrilleros no les gusta tener las manos ocupadas. Todos procuran distribuir la carga de modo que penda de la espalda o del cinturón. Las manos deben estar libres para empezar a disparar en cualquier momento. El auto­mático tampoco lo llevamos como los soldados del Ejército Rojo. Lo tenemos suspendido del hombro izquierdo, bajo el brazo, con el cañón hacia adelante.

La mina de fabricación guerrillera no es más que una cajita de madera, de unos cuarenta centímetros de largo y veinte de ancho y de alto. La cajita está llena de algo parecido por su color a la mostaza seca, pero no en polvo; es un trozo de trilita. Pero no te asustes, no puede explotar incluso si se prende o si le acierta una bala. Estalla sólo por detonación. En la trilita se hace un hueco cuadrado o redondo. Allí se pone el fulminante o detonador, antes de colocar la mina. Este tiene un muelle, percutor y cápsula... Pero, sin un dibujo, no comprenderás toda esa ciencia y, además, ni falta que te hace. Es poco probable que utilices alguna vez tales arte­factos.

Nos detuvimos a unos seis kilómetros de la línea férrea, cerca de la aldea de Kamen. Hay allí gente nuestra. Un enlace de nuestro destacamento sirve allí en el distrito, de policía. Nos atenemos al siguiente principio: cuando se dirige al lugar de la operación, el grupo no debe entrar, de ninguna manera, en los poblados. Puede tropezar con un canalla que dirá a los alemanes hacia qué parte se dirigieron los guerrilleros.

Pero uno o dos exploradores forzosamente tienen que entrar en la aldea. Aquella vez fue Pankov. Nuestro enlace le informó de que en el sector Zlinka — Zakopytie había entonces bastante tranquili­dad y pocos alemanes. Se enteré, además, del camino más seguro para llegar a las vías férreas.

Cuando Pankov le informé de que, recientemente, había pasado en dirección a Briansk un tren con gasolina, Balitski quedó muy disgustado. Sabes, mamita, a nosotros no nos es indiferente qué tren volar. Bien es verdad que incluso si un tren con carga poco importante tropieza con una mina y descarrila, el sector, de todas formas, quedará averiado por unas horas. Pero nosotros economiza­mos los explosivos, llevamos la cuenta de cada kilo. Se con­sidera una gran suerte volar un tren con tropas, tanques, autos, aviones o gasolina. Por eso Balitski se disgusté tanto. Pensaba que, si había pasado ya un tren con gasolina, tardaría en pasar otro.

Con toda fortuna, nos acercamos a las vías. El bosque distaba unos doscientos metros de la línea. Nos ocultamos en la linde, entre hierbas y matorrales, y nos camuflamos. Balitski nos colocó a diez metros de distancia el uno del otro, para que, en caso de que tuviésemos que hacer fuego, pudiéramos abarcar a todo el tren.

¿Sabes? , volar la locomotora y hacer descarrilar los vagones, no es todavía todo: hay que destrozar la carga. Y si van dentro solda­dos hitlerianos, liquidar al mayor número posible de ellos. Tan pronto como descarrila la locomotora y se detiene el tren, abrimos fuego contra todos los vagones. En primer lugar, contra el furgón de cola, sobre todo si el tren es de carga: en la cola del tren va siempre la escolta.

Seguramente tú, en Moscú, estarás toda preocupada por mí, pensando en cómo me habré portado. En si no habré quedado mal la primera vez. De haber ido solo, tal vez me hubiese asustado. Pero todos mis compañeros eran buenos chicos. Marchábamos alegre­mente, bromeando mucho.

iSi pudieras ver a tu Volodia, mamita! Me parezco ahora tanto a un estudiante de ciudad como un oso a un corderillo. Tengo un aspecto arrogante. Voy vestido a la moda guerrillera. Un chaleco húngaro forrado de piel, llamado “magiaro”. Botas con las cañas dobladas. Sobre ellas penden unos pantalones anchos, color bur­deos, hechos de una manta de lana alemana. El gorro lleva prendida una ancha cinta roja en la parte alta; en el cinto, granadas; el automático, suspendido de una correa. Me gustaría yerme en un gran espejo, de cuerpo entero.

Te contaré de paso una historia curiosa. En una ocasión, en que los guerrilleros atacaban la guarnición alemana de una aldea y el combate no había terminado aún, algunos muchachos se perdieron, por mucho tiempo, en la casa del stárosta. Había orden de incen­diarla, y fueron a parar allí unos guerrilleros de lo más presumido que darse puede. Agolpáronse frente a un gran espejo, y venga a empujarse unos a otros con el fin de mirarse. Yo no participé en la operación. Pero Fiódorov los eché tal rapapolvo que no les envidio. Los llamó coquetas. Ahora todos los llaman así y les toman el pelo cada día.

Stop. No puedo seguir escribiéndote. Alarma.

 

18 de junio

 

Sabes, mamita, tan pronto como empiezo a escribirte, recuerdo Moscú. ¿Cómo estará ahora? En nuestro campamento tiraron a varios paracaidistas. Dos de ellos han estado en Moscú. Cuentan que en invierno la calefacción andaba mal. Pobrecilla, ¡cuánto frío habrás pasado! De todas formas, echo mucho de menos Moscú. Me gustaría verla, aunque sólo fuera con un ojo. Y si me permitieran y me lo pusiesen como condición, creo que llegaría a rastras.

He releído el comienzo de la carta y voy a continuar. Llevaba varios meses sin ver la vía férrea. No habíamos hecho más que tumbarnos y escondernos, cuando vimos venir al guardavías. Un viejo barbudo. Llevaba un fusil a la espalda, pero cuando nuestros muchachos se le acercaron, ni siquiera intentó hacer uso del arma. Levanté los brazos. Desde el lugar donde estaba, yo veía cómo le cacheaban. De pronto, sin que hubiese orden alguna, todos corrie­ron hacia él. Balitski también corría, riñéndoles al mismo tiempo.

Medio minuto más tarde todo el grupo se alzó un humo espeso y vi unos rostros resplandecientes. ¿Comprendes ahora lo que había pasado? El guardavías tenía una petaca llena de tabaco. Y nosotros llevábamos mucho tiempo fumando toda suerte de porquerías. Tratábamos de fumar musgo, paja de alforfón y hojas secas de roble; cuando conseguíamos “majorka”, tabaco o un cigarrillo, fumábamos por turno: cada uno daba algunas chupadas. Aparecie­ron las siguientes expresiones: “dame para el labio”, “déjame la colilla, yo la tirare, “el labio me arde, la nariz me quema, pero tirarla me da pena”... Nuestros muchachos llegaron, incluso, a componer la siguiente canción:

 

Fumaríamos tabaco, 
mas como no lo tenemos, 
fumamos hojas de roble 
que en el bosque recogemos.
 

Hojas de roble, hojas de encina, 
hojas de toda clase, 
para quitarnos la mohina.i,

 

Claro está que Balitski riñó a todos. Y menos mal que también él tenía unas ganas locas de fumar. Atamos al viejo y le quitamos el fusil. No le matamos porque nos dijo que servía a los alemanes por temor a ser fusilado.

Nos volvimos a tumbar. Estuvimos esperando una hora y media. Después oímos llegar el tren. Estaba lejos aún, pero oíamos ya su golpear característico. El corazón comenzó a latirme terriblemente; jamás había esperado a un tren con tanta emoción. Los latidos del corazón se extendían por todo mi cuerpo, me latían hasta los dedos: tal era la fuerza con que empuñaba el automático.

Seriozhka Kóshel corrió a colocar la mina. La puso muy rápida­mente, la enterré bajo el raíl y tendió el cordel hacia el bosque, para tirar de él. Colocar la mina es un honor, pero no muy agra­dable. Con los nervios puede uno engancharse en la mecha y volar por los aires.

No había hecho Seriozhka más que esconderse, cuando, saliendo de una curva, apareció la locomotora. Ese es el momento más emocionante: ¿estallará o no? Los nervios están tan tensos como cuerdas de guitarra. La mina puede fallar y, por causas diversas, no producirse la explosión.

Todo ocurrió en menos que se cuenta. El tren marchaba a gran velocidad. Era un convoy muy largo.

El estruendo producido por la explosión no fue muy fuerte. Salieron unas flamas de debajo de la locomotora que cayó por el terraplén. Y después, un chasquido espantoso y el crujir de los vagones que se amontonaban unos sobre otros. En esto, comenzó el tiroteo. Todos disparaban contra los bidones... Se me había olvi­dado decirte que era otro tren con gasolina. Tuvimos suerte: dos seguidos. Los alemanes no llevan la gasolina al frente en cisternas, sino en grandes bidones, para cargar con mayor rapidez los tanques y los autos. Los bidones se colocan en varias filas sobre plataformas de altos costados. Disparábamos contra los bidones de abajo, que, al explotar, hacían saltar a los de arriba a varios metros de altura, y todo ardía y salpicaba fuego.

De pronto, vi que Balitski corría a la cola del tren. Sobre aquel fondo de llamas, su aspecto infundía espanto. Corría y gritaba:

“¡Seguidme! “ Cuando se acercó al último vagón, comenzó a dis­parar inmediatamente. En vez de automático, llevaba una carabina ligera, francesa, de tiro rápido. La carabina no la apoyaba en el hombro, sino que la llevaba en el brazo extendido, con la culata descansando en la articulación del codo.

Los alemanes iban en el último vagón; era de pasajeros. Por las ventanillas, disparaban con automáticos y ametralladoras. Las llamas eran cada vez más altas; el tren crujía envuelto en fuego. El vagón de pasajeros se incendié también. Las llamas de arriba eran negras. Igual que el sol irradia luminosos haces, así salían de él largas lenguas de fuego, en todas direcciones, a unos cincuenta metros, y hacia arriba, a la misma altura.

La escolta alemana lanzaba desgarradores gritos y sus disparos eran cada vez menos frecuentes. Entonces, Balitski dio orden de retirada y todos echamos a correr.

Cuando nos reunimos en el bosque, resultó que no teníamos más que dos heridos. Nuestra enfermera los vendó con toda rapi­dez, y regresamos cantando, ebrios de entusiasmo. Entonces me ocurrió algo desagradable. Cuando acabó todo y estaba claro que el peligro había pasado, no sé por qué arrojé. Tú, como médico, explícame sin falta cuál pudo ser el motivo.

Nuestro estado de ánimo era magnífico. Regresábamos al cam­pamento, pero, involuntariamente, volvíamos la cabeza para ver el incendio que se iba extendiendo más y más. ¿Te imaginas? Hasta en el campamento habían visto el humo. De regreso, marchábamos de prisa, hablando a porfía y cada vez en voz más alta. Casi sin ocultarnos. Todos estábamos llenos de coraje, de afán de combate, y dispuestos a hacer lo que fuera.

Entramos en aquella aldea grande: Kamen. Habla allí un molino. Marchamos directamente hacia él y, sin preocuparnos de nada, atravesamos la calle con toda tranquilidad. Todos los policías se escondieron; no sé cuántos habría allí. Pero de todas formas, al lado del molino, liquidamos a los dos que lo guardaban. Saltamos los cerrojos del granero y del almacén de harina. Llamamos a la población. Todos corrieron al molino para hacer provisiones. Se llevaban el trigo y la harina en sacos, cajas, cubos e incluso en las faldas. Los chiquillos también daban vueltas por allí, llenando sus gorras.

Nosotros gritamos: “ ¡Lleváoslo, camaradas, escondedlo! Cuando vengan los alemanes, echadnos toda la culpa a nosotros, a los guerrilleros. ¡Nuestras espaldas resisten todo!

Organizamos un mitin. También yo hablé. Solté un discurso, como tú no puedes imaginarte... Te doy mi palabra de honor que cuando me excito soy buen orador. Me felicitaron y me dijeron que había que pasarme a agitadores. Pero, naturalmente, era una broma. No abandonaré por nada el trabajo de minador.

Aunque sea sólo por el majestuoso espectáculo, sientes una feli­cidad inmensa. Sabe que tú también has puesto algo de tu parte en esto.’ De la emoción se corta el aire. El incendio siempre es her­moso. Pero aquí está el fuego y la venganza contra los alemanes. Además, está el gusto del riesgo. No, mamá, el que no haya visto una cosa así no puede saber lo fenomenal que es.

Pero tú no te preocupes, mamá, la cosa no es tan peligrosa. En Moscú, cuando tiran bombas, me parece que es mucho más peli­groso estar en los tejados. La sorpresa, en ese caso, es total. ¿No es cierto? Allí es imposible responder al fuego del enemigo. Tú no te preocupes, que tu Volodia no se perderá, ¡palabra de honor!

 

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